Un encuentro con Caperucita.
Un pequeño paseo por el campo se convierte en una tórrida aventura con una moderna Caperucita.
Los pájaros cantaban bajo un sol de justicia mientras yo caminaba sin prisas por el camino. A ambos lados se sucedían grandes prados de hierba verde, alternándose con trozos de bosque de pino. Llevaba unos tres cuartos de hora caminando, disfrutando de mi paseo mientras vigilaba a mi perro, que saltaba y brincaba por los márgenes del camino. De pronto, vi como el animal salía disparado hacia un recodo del camino. Algo había llamado su atención, y ladraba con la alegría de un cachorro que quiere jugar. Algo que me tapaban unos árboles. Corrí hacia el sitio, y al girar por el camino la vi. Sujetando un perro de tamaño similar al mío, mientras los dos animales brincaban y jugaban a perseguirse. Confieso que pasaron largos segundos hasta que pude asimilar la visión. Una chica, de entre 25 y 30 años, intentaba tironear de su perro, un precioso pastor alemán, que brincaba loco de contento, deseando jugar con el mío. Cuando la chica se giró, mi cara se descolgó totalmente. Era una chica del pueblo, con la que en alguna ocasión había cruzado algunas palabras, ya que su hijo iba a la misma clase que mi hija. Un bombonazo de chica, si se me permite tan rancia expresión, que yo había admirado en silencio, en la puerta del colegio y cuando nos cruzábamos por el pueblo, ella del brazo de su marido, un tipo desabrido y maleducado, siempre con cara de haber pisado una mierda y no haber podido limpiársela, en contraste con el rostro ovalado y dulce de Marina, que así se llamaba aquella diosa. Porque cuando la vi haciendo ímprobos esfuerzos por sujetar la correa de su perro, no pude por más que pensar que una diosa de la abundancia y la fertilidad había decidido aquel día pasear por el bosque y, por un bendito azar del destino, había coincidido conmigo en la soledad de aquella mañana primaveral, calurosa y ardiente. Marina llevaba unas mallas negras que se ajustaban como un suave guante a dos piernas macizas y perfectamente torneadas, que culminaban en un culo amplio, redondo y firme que parecía pedir a gritos que alguien lo agarrase con desesperación. Más arriba de las mallas y aquel trasero espectacular, una camiseta roja, brillante e igualmente ceñida comprimía una deliciosa barriguita, levemente abultada pero en absoluto fofa. Pero, ¡ay, amigos!, fue cuando seguí levantando la vista cuando noté que el aire me faltaba y que la sangre fluía descontrolada por mi organismo hacia un punto concreto… La escueta tela de la camiseta apenas podía contener dos maravillosas tetas que pugnaban por huir por el amplio escote, amenazando con desbordar la prenda y mostrarse al mundo como lo que eran, dos pechos soberbios, abundantes y de un puro color lechoso, levemente doradas por el sol que tenía la inmensa fortuna de acariciar sin trabas aquellas celestiales esferas. Los benditos movimientos de Marina intentando sujetar al chucho me proporcionaron la visión de aquellos pechos botando dentro de la camiseta, a la par que la certeza de que su única prisión era la tela que a duras penas las sujetaba. Vamos, que aquella mujer de escándalo no llevaba sujetador…
Cuando Marina me vio se sobresaltó, aunque en seguida relajó sus dulces facciones al reconocerme. Yo, agitado ante la visión inesperada de sus evidentes encantos, puse a funcionar mi abotargado cerebro para dar con una frase que relajara un tanto la tensión que notaba en mi interior. Al ver su camiseta roja brillante, no pude sino balbucear una gracia, intentando parecer simpático y desenfadado. Le dije: “¿Dónde vas, caperucita?”. Gracias a los dioses, aquello le hizo gracia. Aflojó súbitamente la presión sobre la correa del perro, que aprovechó para salir zumbando y enzarzarse en un juego interminable con el mío, y se echó a reír. Una risa cantarina, contagiosa, que inundó el campo y los bosques aledaños con un sonido que a mí se me antojó más musical que el de todos los pájaros juntos. Los dos reímos ante mi tontorrona ocurrencia, nos saludamos y, en vista de que los dos perros seguían jugando, seguimos camino juntos, charlando de insustancialidades. Yo no podía dejar de echar algún furtivo vistazo a su cuerpazo de mujer de bandera mientras caminábamos, intentando que aquellas tetas abundantes no me hipnotizaran, e intentando con desesperación apartar mi vista de ellas. Le pregunté que por qué paseaba tan lejos de su casa. Yo solía hacer muchos kilómetros por los campos alrededor del pueblo, pero siempre que la veía pasear al perro era en el pueblo, lo que parecía el tiempo justo para que el chucho se aliviara, y vuelta a casa. Marina suspiró hondamente, y medio avergonzada me confesó que intentaba perder algunos kilillos que había ganado durante las últimas navidades. Ahí, amigos, quizás de manera inconsciente, comenzó el ataque del lobo, el acoso y derribo de la dulce e inocente Caperucita. Comencé a hacer fuertes protestas, declarando que no le sobraba ni un gramo, que tenía una figura espectacular, que ya quisieran las anoréxicas de las revistas ser la mitad de mujeres que ella, etc, etc... Marina reía con cada una de mis sandeces, contestando con frases como: “Anda, anda, me lo dices para animarme, pero yo sé que estoy gorda…”. Antes de seguir adelante, y en mi descargo, he de decir que, si bien yo ya intuía que aquellos piropos formaban parte de la vieja táctica de depredador del lobo viejo que era, las sentía de verdad. Marina era una mujer espectacular, y no hubiera cambiado la visión de aquella mujer a mi lado por ningún espantapájaros huesudo de los que se pasean por las pasarelas de moda.
Seguí con mi táctica de halagos ininterrumpidos, venteando la presa, acechando cualquier resquicio por donde poder atacar. Quizás fue un golpe bajo, pero algo entre mis piernas ya había decidido que tenía que morir en el intento de sacar algo interesante de aquel encuentro, y hay cosas contra las que uno no puede luchar. Tras una de sus protestas afirmando que estaba gorda y que necesitaba quitarse algunos kilos, contraataqué con un fuego cruzado de piropos cada vez más vehementes, y pronuncié la frase clave: “Tu marido tiene que estar encantado de tener una mujer tan guapa y agraciada”. Marina frenó casi en seco, me miró con los ojos levemente acuosos y me dijo: “Eres un solete, pero mi marido no piensa eso…”. Acto seguido, se sinceró con aquel semi extraño que la acompañaba en la soledad del campo. Me confesó que su marido babeaba con las jovencitas delgadas, que le reprochaba su sobrepeso y que había llegado a decirle que le daba asco, que tenía que adelgazar. No pude sino asombrarme mentalmente de la extrema ceporrez de aquel cenutrio, que tenía en su casa y a su disposición a aquel monumento hecho mujer, y se dedicaba a tontear con las esqueléticas jovencitas que meneaban su inexistente pandero por las calles del pueblo. Decidí que, si por fin conseguía algo con Marina, ni una brizna de arrepentimiento cruzaría por mi cabeza. La calmé como pude, tocándole por primera vez el brazo sin que motivara ningún rechazo por su parte. Por fin, le propuse dar un paseíto por el bosque, para que la sombra de los árboles aliviara el calor que un sol de justicia derramaba sobre nuestras cabezas. Sí, soy un cabroncete, lo reconozco… El caso es que Marina aceptó, y los dos nos adentramos en la semipenumbra del bosque, sintiendo el súbito frescor como una bendición sobre nuestros cuerpos.
Tras un rato de paseo, encontré el sitio perfecto para intentar culminar el acoso y derribo al que llevaba sometiendo a Marina desde hacía rato. Un enorme tronco derribado en el suelo sobre un mullido lecho de hojas y ramitas, el sitio ideal para “descansar un ratito”, como le propuse a Marina. Ella aceptó, y allí estábamos los dos, sentados, yo cruzando las piernas para disimular una erección incontrolable y ella descansando su espalda contra el tronco del árbol, echada con perezoso abandono sobre la madera. Su pecho subía y bajaba más rápido de la costumbre, a causa del esfuerzo de la caminata. Los perros jugaban a lo lejos, indiferentes al extraño juego de los humanos…
La conversación siguió por los derroteros habituales, ella quejándose de sus kilos de más, yo buscando en mi memoria los piropos más lisonjeros para agasajarla. La confianza crecía entre nosotros, hasta que tras uno de mis galantes requiebros, ella me dijo: “Si es que mira qué tetazas, jo…”. Supe que aquel era el punto de no retorno. O a partir de ahí mi táctica se veía coronada por el éxito más rotundo, o la retirada sería vergonzosa y lamentable. Dije: “Mujer, lo poco que veo es una maravilla”. “Son demasiado grandes”, dijo ella. Y me lancé a tumba abierta: “Para juzgar eso debería verlas, jajaja”. Marina me miró, y con un dulce mohín me dijo: “No me crees, ¿eh? Pues mira, juzga y verás que son demasiado grandes”. Y sin pensarlo deslizó la camiseta hasta su barriga, quedando con aquellas dos portentosas tetas al aire. Yo boqueé como un pez fuera del agua, forzando el gesto para relajar la tensión y que ella no se asustara, haciendo gestos teatrales de desmayo, y gritando: “Ay, madre, que muero”. Ella se moría de la risa, con lo cual aquellas maravillosas tetas comenzaron un hipnótico bamboleo que acabó de volverme loco. Triple salto mortal sin red, y me abalancé sobre Marina, besándola suavemente en la mejilla. Durante un instante esperé el bofetón, la protesta o un corte de los que hacen época, pero ella no dijo nada. Seguí con mi boca por su cara, acercándome a su boca entreabierta y convirtiendo el beso en la mejilla en un morreo como mandan los cánones, un beso húmedo al que ella correspondió con pasión, enzarzándose nuestras lenguas en una húmeda batalla sin vencedores ni vencidos. Acaricié su nuca bajo su melena, y abandonando con pena su boca, descendí por su cuello, besándolo con deleite. Su piel olía a una embriagadora mezcla de sudor y perfume, y aspiré aquel maravilloso olor, archivándolo dentro de mi memoria para recordarlo siempre. Por fin, mis labios se posaron en sus pechos, suaves, firmes, con la dureza justa, coronados por dos pezones que para mi satisfacción estaban erectos, duros y sensibles. Los besé, lamí, chupé, recorriendo al mismo tiempo sus tetas con mis manos, sopesándolas, apretándolas, juntándolas sobre mi cara hundida en su delicioso canal. Marina empezó a gemir, cogiendo su cabeza con mis manos y hundiéndola en su pecho, disfrutando de mi lengua incansable.
Con algo de pesar por mi parte, seguí descendiendo por su abdomen, besando con reverencia su deliciosamente curvado vientre. Por fin, agarré por la parte de arriba sus mallas, deslizándolas sin prisas, centímetro a centímetro, por unas caderas anchas y torneadas. Descubrí, mareado por el placer de tal visión, un coñito abultado, apenas tapado por un tanga blanco que con placer vi húmedo, manchado con un flujo cuyo olor llegaba a mi nariz como el más delicioso de los néctares. Acabé de deslizar sus mallas por unas piernas fuertes, duras y blancas como la nieve. Las saqué por sus pies, dejando a Marina desnuda de cintura para abajo, y comencé el camino en sentido contrario, lamiendo y besando aquellas piernas hasta llegar a un coño que sentí palpitante, ansiando ser adorado. Me entretuve besando sus ingles, dando algún que otro besito en los alrededores de sus labios, prolongando el momento. Levanté la vista y vi el pecho de Marina agitándose con fuerza, y más allá su cabeza, echada hacia atrás, con los ojos entornados, la boca entreabierta gimiendo suavemente… Deslicé mi mano bajo sus nalgas, agarrando aquel culo blanco y adorable, y levantándolo un poco me las apañé para seguir explorando los alrededores de su coño con mi lengua juguetona. Marina movía las piernas excitada, avanzando su coño hacia mi boca, suplicando silenciosamente. Me apiadé, le quité el tanga con rapidez, descubriendo un coño sin depilar, pero con el vello recortado, abultado y ansioso, y le di un largo lametón que provocó un gemido de placer en Marina. Con los dedos, abrí sus labios y me apliqué chupando hasta donde podía con mi lengua endurecida. Descubrí un clítoris hinchado y duro, que devoré con pasión, aspirándolo entre mis labios, jugueteando con él, comiéndomelo con desespero. Mientras, mis dedos se habían adentrado en su coño, que parecía de gelatina, moviéndose dentro y buscando darle el máximo placer a mi adorada. Marina gemía cada vez más aprisa, levantando las nalgas y apretando su coño contra mi boca. Me cogió la cabeza y no me permitió separarme ni un segundo de su entrepierna. Notaba su tensión, y supe que su orgasmo estaba cerca. Abrí la boca todo lo que pude, acoplándola a su coño y sin dejar de mover la lengua sobre su clítoris. Por fin, con un largo gemido de placer, Marina empezó a correrse en mi boca, empujando con salvajismo su coño contra mí e inundándome con su flujo, que yo saboreaba como lo que era, la más pura ambrosía. Al cabo de unos momentos de lo que pareció un orgasmo interminable, Marina aflojó la presión contra mi boca y se dejó caer pesadamente contra el suelo, respirando con rapidez y boqueando en busca de aire.
No pude resistir la tentación de besarla. Estaba bellísima, con la cara arrebolada por el orgasmo, sus tetas bajando y subiendo y sus piernas abiertas, con su coño brillante de flujo. Marina me devolvió el beso con suavidad, medio amodorrada por el placer. Pronto noté su mano sobre mi bragueta, y cómo hábilmente la deslizaba hacia abajo para introducir sus deditos dentro, agarrando mi polla con suavidad por encima de mis calzoncillos. Nuestro beso se hizo más pasional, nuestras lenguas reanudaron la placentera batalla, y cerré los ojos para disfrutar del momento. Pronto, la boca de Marina se separó de la mía. Noté su lengua en mi cuello, mi pecho, mientras sus tetas caían sobre mi piel, provocándome espasmos de placer. Sentí cómo desabotonaba mi pantalón, cómo su mano bajaba mis calzoncillos, y cómo su boca se apoderaba de mi polla, lamiéndola y acariciándola con su lengua traviesa. Aproveché la oportunidad para agarrar su maravilloso culo, palpándolo, apretándolo, aventurando un dedo en su apretado agujerito… Marina levantó la boca de mi polla, echándome el aliento sobre ella, y ahora fui yo quien movió desesperadamente las caderas, buscando introducir mi miembro en su boca. Creí percibir una leve risita, y acto seguido sus carnosos labios se cerraron sobre mi erección. Marina comenzó un suave sube y baja, acariciando al mismo tiempo mis testículos con suavidad. Quisiera poder decir que estuvimos así largo rato, pero mis espermatozoides comenzaban a agruparse para el viaje hacia el exterior, por lo que cogí suavemente a Marina y separé mi polla de su boca. Ella entendió, y levantándose, se giró, abriendo sus piernas sobre mi pene erecto, a punto de estallar. Se arrodilló a ambos lados de mis piernas, cogió mi polla y la apuntó en su coño. Jugó unos instantes con mi capullo en su ardiente entrada, y de pronto se dejó caer sobre ella, empalándose y provocando un aullido de placer en mi garganta que se debió sentir en todo el bosque.
Marina empezó a mover su culo sobre mí, empujando suavemente al principio, y luego follándome con verdadero salvajismo. Sus tetas se movían con rapidez, y pronto las agarré con entusiasmo para devorarlas mientras Marina se agitaba sobre mí. Aquello ya fue demasiado. Aquel viejo lobo no aguantaba más. Acerqué el oído de Marina a mi boca y le musité roncamente: “Marina, cariño, voy a correrme”. Ella sonrió, me besó y contestó: “Adelante, no pasará nada, lléname, cielo”, y aquello acabó de abrir el gripo. Gritando de placer, con la cabeza entre las tetas de Marina, comencé a correrme salvajemente, mientras ella aceleraba su culo, follándome con rapidez, mientras su coño recibía mis descargas.
Por fin, tras un último espasmo, Marina se dejó caer sobre mí, acariciando mi cabeza y sintiendo mis besos sobre sus tetas. Notaba cómo su coño se contraía sobre mi polla, ordeñando las últimas gotas de semen. Levanté la cabeza y, sonriendo, le dije: “Caperucita, creo que voy a pasar de ir a comerme a tu abuelita…”