Un divertido juego

No estamos preparados para los sucesos provocados por fuerzas que escapan a nuestra comprensión mundana.

No estamos preparados para los sucesos provocados por fuerzas que escapan a nuestra comprensión mundana. No pretendo crear un dogma con esta afirmación pero pienso que mi experiencia es fácilmente extrapolable y cualquier persona que hubiese vivido los mismos hechos que he sufrido yo no saldría mejor parada.

Para conocer los detalles de mi experiencia debemos retraernos a una noche de abril, en la cual estaba de visita en casa de unos familiares cuya sola existencia me atormentará por siempre jamás. Me acompañaban mi, por entonces, pareja Sandra y nuestra perra Kara, una labradora.

Tanto Sandra como Kara eran muy guapas y en verdad era muy afortunado de tenerlas a mi lado. Sandra es inspectora de Hacienda y, aunque buena parte de su personalidad giraba alrededor de su alta susceptibilidad hacia todo aquello que desconocía, en el fondo era una buena persona. Dulce y solícita, afable y bondadosa. Kara, por su parte, era una perra de siete años, de pelaje del color de la vainilla. Sus profundos ojos oscuros parecían esconder una inteligencia impropia de su especie y parecía entender con sorprendente eficacia cómo debía comportarse en cualquier situación.

Aquella noche llegamos a casa de mi tía María Antonia. Gastó esta mujer su juventud en procurarse un buen marido de alto nivel económico y, cuando lo consiguió, como si el objetivo de su vida estuviese ya cumplido, se dedicó a hacer realidad sus fantasías. Recorrieron el mundo en yate y vivieron una temporada en una isla del Pacífico.

Mi tía y su marido potentado, Juan, poseían un chalé en una urbanización cercana a la ciudad. Cada chalé estaba rodeado por no menos de dos hectáreas de pinar y senderos de forma que el monte donde estaba asentada la urbanización era territorio privado.

Debido a que Kara era la única representante canina entre los presentes y, como la parcela estaba vallada, quedó suelta mientras mis tíos, Sandra y yo disfrutábamos de una suculenta cena.

—Hemos preparado para después un divertido juego que seguro os encantará, queridos. Proviene de la isla donde vivíamos —comentó mi tía mientras degustábamos el postre, un pudding de plátanos y ciruelas. La mujer miró a su marido y ambos entornaron una sonrisa cómplice.

Recuerdo que, al rato, Sandra me apartó de la mesa y salimos al porche con la escusa de una llamada telefónica y me susurró sus preocupaciones ante lo que parecía una larga noche en vela.

—Pedro, tenemos que irnos pronto. Mañana tengo que madrugar. Y no me gustan nada las sorpresas. Es más, ¿te has fijado como me ha mirado Juan durante toda la cena?

Negué con la cabeza y desvié mi mirada de la suya mientras fumaba un cigarrillo, disfrutando del aroma del monte mismo frente a mis ojos. Trazas de resina y el olor de las agujas de los pinos inundaban mi olfato.

—Es como un animal. Me mira fijamente durante varios segundos a los ojos para luego fijar su vista sobre mi pecho, sin pudor. Me siento incómoda. Incluso me ha parecido oír como me olisqueaba cuando ayudé en la cocina a tu tía a bajar varias sartenes de un armario en lo alto. Es… no sé, inusual. Como poco, es maleducado.

—Tienen que ser imaginaciones tuyas, Sandra. Juan es un hombre muy rico. ¿Te has fijado en cuántos coches guarda en ese garaje que tienen ahí? Ninguno tiene menos de cincuenta años y parecen recién fabricados. Ese hombre respira dinero desde que se levanta, mujer. No creo que un hombre tan rico se dedique a olisquear los sobacos a una mujer. Estás algo paranoica.

—Ríete si quieres, Pedro, pero solo recordarlo me hace tiritar de miedo.

Quiso agregar algo más pero calló. Dejó en el aire un temor ciertamente palpable.

Me giré y contemplé a una Sandra asustada. Se había abrazado sus costados y alzado sus hombros. Parecía proporcionarse un apoyo que, y eso era evidente, yo no le estaba ofreciendo.

La besé en la frente y la miré a los ojos mientras acariciaba sus preciosas mejillas.

—De acuerdo, cariño. Nos vamos.

Apagué el cigarrillo y pellizqué una de sus nalgas bajo la falda.

—Pero me debes una, lo sabes.

Sandra comprendió rápido y sonrió moviendo la cabeza.

—Ni lo sueñes.

Me rasqué la barbilla y miré la puerta entornada de la entrada del chalé para luego girarme hacia la extensión de monte alrededor de la casa.

—No la veo. Busca a Kara en lo que entro y me invento una excusa.

Sandra se alejó. Varias farolas dispersas iluminaban a intervalos la parcela y la figura de mi novia desaparecía en la noche por las zonas oscuras para reaparecer cada vez más alejada cuando entraba en otro halo de luz. Me pareció curioso el que dejase de oír su voz llamando a la perra al poco de alejarse de mí.

Entré en la casa. Las luces del pasillo se habían tornado débiles y amarillentas. Las tulipas atornilladas a la pared parecían irradiar una luz titilante, como si estuviesen a punto de fundirse las bombillas. Un crepúsculo parecía haberse instalado en el pasillo, creando un ambiente extraño, íntimo.

En el comedor, mi tía y su marido continuaban sentados junto a la mesa. Sin embargo, habían recogido platos y cubiertos y, en su lugar, habían colocado un tapete en el centro. El tapete, de fieltro carmesí, tenía el contorno de una estrella de varias puntas en cuyos extremos asomaban flecos dorados. Sobre él habían dibujado símbolos y filigranas de color blanco de intrincadas formas.

—¿Y esto? —pregunté confundido.

—Un pequeño divertimento. Para pasar el rato —sonrió mi tía—. ¿Y Sandra?

—Está afuera, buscando a la perra. Perdonar la descortesía pero debemos marcharnos. Estamos muy cansados y yo tengo que…

María Antonia y Juan desdibujaron la sonrisa amigable de sus rostros y sus manos, que hasta ahora estaban recogidas en sus regazos, bajo la mesa, fueron colocadas encima de la mesa, con la palma hacia arriba.

Estaban sucias. Varias manchas oscuras recorrían sus dedos y las palmas, como si las hubiesen restregado por la tierra.

—Siéntate, por favor, querido sobrino. Espérales aquí.

No quise decir nada de sus manos pero sentí aprensión y fui reticente a sentarme. Accedí al ver que sus rostros seguían serios.

Al separar la silla de la mesa, la noté más pesada que antes y abrí los ojos confundido al fijarme que las habían cambiado. Poseían un respaldo de madera maciza tallada y apoya brazos forrados de cuero. Más que sillas, parecían tronos.

El tapete, sus manos sucias, las sillas cambiadas. Eran demasiadas preguntas para poder ignorarlas.

—Pero, ¿qué es todo esto?

Mi tía esbozó una mueca y sorbió algo de vino de una copa de metal situada a su lado.

Espera… ¿desde cuándo estaba esa copa en la mesa? ¿Y la botella situada al lado?

Pegué un respingo sobre la silla al ver una copa similar a mi derecha.

—¿Eres creyente, Pedro? —preguntó el marido de mi tía.

Tragué saliva. Sentí la garganta seca, rasposa. A mi lengua le costaba moverse por mi paladar.

Mi copa estaba llena. Tomé un sorbo sin saber qué contenía y un licor con sabor a frutas del bosque calmó mi sed.

—Supongo que algo debe haber ahí fuera, ¿no? —respondí lo más diplomáticamente que pude.

—¿Y por qué no dentro? —rió Juan extendiendo una mano sobre el tapete. Restregó la palma sobre las líneas y dibujos blancos.

Parpadeé confundido. ¿En verdad estaban moviéndose las líneas del tapete?

Lo primero que pensé es que la bebida era mucho más fuerte de lo que había pensado. Sandra tendría que conducir de vuelta a casa porque yo no estaba en condiciones.

—Mírame, Pedro —susurró el marido de mi tía. Le hice caso. Sus ojos se habían vuelto opacos, ausentes de cualquier color, de brillo, de vida— ¿Cuántas veces has deseado que Sandra te proporcionase cualquier placer carnal? Los más extremos, los más perversos, los más animales.

Tragué saliva. Aún sentía una sed acuciante. Bebí el licor que quedaba de un trago.

—Muchas —admití sin saber porqué le respondí con sinceridad.

—¿Qué darías por hacer realidad esos deseos?

Negué con la cabeza, incapaz de despegar la mirada de aquellos ojos muertos que parecían taladrarme hasta la nuca.

—Pon tus manos sobre la mesa.

Coloqué las manos como me pedía sin dudarlo. Bajo ellas, noté como algo reptaba, se movía, se deslizaba. Haces de líneas blancas vibraban y recorrían el tapete hacia mis manos, como gusanos largos, finos, rápidos y ondulantes. Todos confluían hacia mis dedos.

Un grito resonó lejano.

Era Sandra. Sandra gritaba fuera. Gritaba mi nombre.

Intenté levantarme, pero me fue imposible. Parecía anclado a la silla. Tampoco pude mover los hombros. Ni el cuello. Ni las piernas. Luché contra aquello que me sujetaba.

Me fue imposible. Me asusté. Estaba inmóvil. No conseguía despegar las manos del tapete. Los gritos de Sandra se oían cada vez más cercanos, más altos, más desgarradores.

—¡Pedro! ¡Pedro!

Apreté los dientes y gemí aterrorizado. Solo mis ojos eran los únicos dotados de libertad para moverse y mi mirada zigzagueaba entre mi tía, su marido y el tapete.

Descubrí anonadado como las líneas dibujadas ya no confluían hacia mis manos, sino que formaban un dibujo preciso y detallado del rostro de mi novia, de su figura, del pinar. La vi correr entre los árboles, rauda, aterrorizada. Tropezó y cayó al suelo. Rodó por entre la alfombra de agujas de pino. Su cabello quedó desmadejado. Su falda quedó rasgada y sus bragas se mancharon de resina, así como sus muslos y su blusa.

Quería gritar, quería levantarme, quería ayudarla. Pero no podía moverme. Era incapaz de mover un músculo más que los que ayudaban a mis ojos a moverse.

La vi levantarse y agarrarse una rodilla raspada. Siguió corriendo. Las líneas del tapete dibujaban como si fuese una animación su alocada carrera de vuelta hacia el chalé, ayudándose de la luz de las farolas dispersas.

Consiguió llegar al porche y gritó de nuevo. Oí mi nombre a pocos metros.

Sandra irrumpió en el comedor. Giré mis ojos todo lo que pude hacia ella. Llevaba el pelo revuelto. Entre sus mechones varias agujas de pino sobresalían. Llevaba la blusa y la falda sucias, cubiertas de polvo y más agujas. Varios arañazos cubrían sus manos sucias y un feo raspón aún sangrante ensuciaba una rodilla.

—¡Pedro!

Me levanté de repente, libre al fin.

Pero no corrí a abrazarla. Me abalancé sobre ella y la empujé sobre la mesa. Un chillido de terror escapó de sus labios. Con una mano sujeté sus muñecas con fuerza y alcé sus brazos. Con la otra levanté la blusa. Su vientre blanquecino quedó expuesto, varios lunares perlaban su piel. El sujetador se había desplazado liberando parte de un pecho, mordiendo el aro de la prenda la carne mullida. Hundí mi rostro sobre una de sus axilas, aspirando el aroma de un sudor que se revelaba signo de un profundo miedo.

—¡Pedro! —gritó de nuevo.

Su voz me enardeció. Separé sus piernas colocándome entre ellas. Intentó revolverse pero apreté con saña sus muñecas. Chilló lastimada. Apoyé mi cuerpo sobre su vientre para coartar sus movimientos. Levanté su falda rasgada y empuñé su vello púbico por encima de las bragas.

Su grito de dolor me resultó solemne y dulce.

Fue entonces cuando mi tía y su marido me ayudaron, sujetando a mi novia de los brazos. Sandra ahogó un grito al saberse traicionada y lanzó un mordisco sobre el brazo que tenía más cerca, el mío.

El dolor me acuchilló como una hoja afilada penetrando mi piel, desgarrando mi carne. Me solté de un tirón y la propiné un tortazo.

El estupor de su cara duró un segundo al saberse agredida. Pero continuó resistiéndose, usando sus piernas para patearme el vientre. Agarré sus tobillos y abrí sus piernas. Sobre sus bragas, un cerco húmedo fue creciendo a medida que Sandra constataba que no tenía ninguna opción de liberarse y dejaba libre su vejiga.

Arranqué sus bragas de un tirón. Gotas de orina salpicaron la mesa y el tapete. El ramillete de vello púbico alrededor de su sexo brillaba empapado.

Me bajé la bragueta y saqué mi miembro empalmado del interior. Sandra chilló otra vez mi nombre, apelando a mi cordura. Pero su miedo se transformó en horror cuando notó que mi polla no se dirigía hacia el orificio acostumbrado. Cuando notó mi sexo comenzar a hundirse en el interior de su ano, me insultó y me escupió. Su esfínter ardiente y seco dificultó la penetración.

Extendí mis manos y liberé sus pechos del sujetador. Atenacé la carne entre mis dedos y me ayudé para impulsarme más hacia su interior. Sandra aulló dolorida. Bombeé mi pene hasta sentir como algo se rompía a mi paso. La penetración era, pues, complicada, tanto por el acceso elegido como por la falta de lubricación. Sin embargo, era tan placentero que pronto comencé a notar los primeros ramalazos del orgasmo surgiendo de entre mis piernas.

La estrechez del conducto, unido a la sensación de estar profanando algo sagrado, me embargaron de alegría. Reí alegre y aceleré mis movimientos, hundiendo mi carne hasta el fondo, provocando que Sandra chillase con más dolor y rabia.

No solo estaba haciendo realidad uno de mis deseos más profundos sino que, además, sabía que Sandra estaba disfrutando aunque no lo manifestase. Tomaba lo que quería sin pedir permiso, con la certeza de saber que ambos estábamos obteniendo un gran placer.

Noté el orgasmo nacer de mis entrañas y el semen acudió raudo hacia mi polla. Mis empellones se ralentizaron, volviéndose más pesados y profundos. Comencé a inyectar la primera carga en el recto de mi novia.

Fue entonces cuando oí ladrar a Kara. No presté atención y me abandoné al dulce desconsuelo que nacía de mis testículos. La perra saltó detrás de mí y se abalanzó sobre mi espalda. Sentí sus garras afianzarse sobre mi espalda y sus dientes clavándose en el hombro y el cuello.

Caímos ambos al suelo, volcando la mesa y varias sillas. Alcé mis manos, protegiéndome la cara. Sus dientes se hundieron sobre mi brazo. Rodamos por el suelo. La sangre salpicó mis ojos mientras sus fauces intentaban alcanzar mi cara y mi garganta. Extendí mi mano, a punto de sucumbir, y mis dedos acertaron a encontrar algo en el suelo. Lo empuñé y golpeé a mi perra con toda la fuerza que me restaba.

Un gemido lastimoso resonó en la estancia, seguido de un lloriquear. Al fin libre, con mi brazo entumecido, aquel que usé para proteger mi cara, me incorporé tras respirar aliviado y noté como si me liberase de un pesado manto.

Entonces cuando me di cuenta del horrendo espectáculo que me rodeaba.

Kara yacía a mi lado, tumbada. Varias esquirlas de vidrio de la botella aún continuaba incrustadas por su cuello. De las heridas surgían regueros de sangre que empapaban el pelaje, regueros impulsados por un corazón que pronto se detendría. Mi perra me miraba asustada, moviendo el rabo y sus patas, con su boca entreabierta, buscando consuelo. Un poco más lejos, entre las sillas volcadas, Sandra parecía dormida, casi desnuda, con los miembros encogidos y abrazándose las piernas. Pero no estaba dormida. A través de sus mechones revueltos, tenía su mirada fija en la mía, mirándome a través de los muebles destrozados.

No había rastro de mi tía ni de su marido.

La cabeza comenzó a darme vueltas y sentí como mi visión se enturbiaba. Alcancé a distinguir a Sandra levantarse con dificultad, llevándose una mano hacia su trasero mientras caminaba hacia mí.

—¿Satisfecho? —me pareció escucharla.

Me propinó una patada en la cara que hizo surgir una oscuridad automática.

La policía llegó poco después de que Sandra los llamase. Mi novia me permitió vestirme pero fue la única concesión que me dio. Estaba maniatado. Relató mi agresión sexual ante los agentes y la afortunada intervención de mi perra, la cual ya había muerto.

En comisaría, mientras prestaba declaración ante los agentes y el juez de instrucción, relaté mi versión de los hechos. Sandra, que estaba presente tras volver ambos del hospital, desmintió mi historia.

Jamás había oído hablar de mi tía ni de su marido.

Grité impotente. Era mi palabra contra la suya. Pregunté entonces que hacíamos en un chalé que no era nuestro en una urbanización alejada de la ciudad.

Sandra sacó su DNI y un policía cotejó el mío.

Era nuestra casa.

—¡Imposible! —chillé sin poder creer lo que ocurría. Luego recordé el motivo probable de mi locura— ¡Fue el vino que me dieron mi tía y su marido!

—¿Quiénes dices? ¿Son éstos?

Sandra mostró una fotografía en su teléfono móvil. Sí, eran ellos. Afirmé con la cabeza. Reí aliviado.

—Somos nosotros mismos, Pedro.

Miré a los presentes, con una sonrisa triunfante, aliviado al demostrar que ella no estaba en sus cabales.

Pero solo yo sonreía. Hasta que un agente me trajo un espejo.

Cerré los ojos tras reconocer mi imagen. Cuando los abrí me miré las palmas de las manos, tintineando las esposas.

Me las encontré sucias.

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