Un diablo de sastresa

Lorenzo piensa que la elegancia no es cosa de unos pocos y acude a una sastrería. Allí le atenderá una sastresa madura con una particular visión del negocio y de lo que supone el «valor añadido

Me acercaba a la treintena. Las cosas no iban mal, el negocio funcionaba, y la paz espiritual que ello conlleva me estaba ensanchando la talla. No me gusta el ejercicio que no sea de cama, ni los gym , ni el correr, ni las saunas donde sudar manteca sin sentido. Prefiero que la vida siga su curso y adaptar mi cintura a ello. Reflexioné: Ya no eran para mí esas chupas de cuero ni esa imagen de chulito adolescente, ni siquiera lo eran esos trajes previamente confeccionados que me compraba en las tiendas del centro. Necesitaba algo personalizado, a la altura de un hombre de negocios que ya frecuentaba el macarreo de clase; algo que pegara con esa imagen nueva inspirada en lo antiguo aunque suene contradictorio, algo que encajara con ese aire de mafioso putero que tan bien cuadraba con mi planta.

Había pasado cientos de veces frente a esa sastrería pero, como suele ocurrir, ni recordaba que existiera porque sólo nos fijamos en lo inmediato y necesario. Pertenecía a un sector poco rentable y la mayoría de esos negocios habían cerrado para dejar paso a las franquicias, a pesar de ello, ese se mantenía en pie y conservaba cierto glamour y decoro en su escaparate. Ahí estaban esos trajes de siempre... elegantes... masculinos... de esos que como decía mi madre: «hacen hombre». Me decidí a entrar y la campanilla de la puerta me transportó a otro tiempo.

-Usted dirá, caballero -preguntó una mujer que trasteaba unas cajas llenas de botones.

-Desearía un traje a medida -contesté acercándome a donde ella estaba, tras un mostrador de caoba bruñida.

Observé lo que los fluorescentes y la luz de las viejas tulipas me permitió: No parecía la clásica polilla de mercería, avinagrada y macilenta. Nada de eso. Era una mujer vibrante que pasaba de los cincuenta y su piel blanca y tersa me recordó a la de mi tía abuela Carmela. Murió a los ochenta y siete con el cutis más fino que un bebé gracias a la cortisona que había tomado durante cuarenta y cinco años para tratarse el asma. Sonriendo, me miró con sus ojos azules y estrábicos tras las gafas que llevaba sujetas con una cadenita de oro.

-Supongo que lo querrá de invierno -tanteó acertadamente, ya que estábamos en otoño, mientras recogía presurosa los botones que acabó por guardar en una zona invisible para mí bajo el mostrador.

-Exacto -contesté.

-¿Tiene alguna idea sobre el tipo de tela que desea? -preguntó y, como si intuyera mi indecisión, proyectó su voz hasta el fondo de la tienda diciendo en un tono suave y sin gritar-: Marcelo, por favor, ¿te importaría traerme muestras de invierno para un cliente?

-Realmente voy algo perdido -contesté-, sólo puedo decirle que soy bastante caluroso y según que tela me da sarpullidos.

-No se preocupe -dijo oteando hacia la trastienda para ver si Marcelo aparecía-. Tenemos las mejores telas, nada que ver con lo que se encuentra actualmente en el mercado. Los tejidos son de origen nacional como antaño.

Por fin acudió Marcelo con las muestras. Era un hombre maduro que rozaría los sesenta con la cinta métrica colgando del cuello. Sería de mi talla más o menos y con un pelo blanco suave y bien peinado. Las puso sobre el mostrador abriéndolas como un abanico con sus manos cuidadas y dejó que se explayara la mujer, que parecía ser la voz cantante del negocio:

-La franela no es tan calurosa como la lana, tenemos los colores de temporada en liso y en...

Su perorata técnica me resbalaba bastante y, mientras ella proseguía, me fijé en las piezas de tela de los estantes. La interrumpí señalando una de ellas:

-Perdone, pero quiero esa -dije.

El corte le provocó un respingo como si le hubieran pisado un callo. Sus tetas vibraron enhiestas y se dio la vuelta para localizar el objeto del deseo.

-¿Esa azul marino con rayitas muy finas más claras? -preguntó señalando hacia donde yo miraba.

-Exacto.

-Tiene muy buen gusto, caballero, pero ese estampado sólo la tenemos en lana -y prosiguió rogando a su socorrido Marcelo-: ¿Puedes alcanzarme esa de raya diplomática azul marino de lana, por favor?

Marcelo acudió y se subió a una pequeña escalera. Bajó la tela que extendió seguidamente sobre el mostrador.

-No me importa que sea lana, quiero esa -dije yo, acariciándola-, es perfecta.

Cerrado definitivamente el tema de la tela, nos dirigimos al probador donde me tomaron medidas. Anotaban las cifras mientras yo me mantenía de pie. Parecía que Marcelo trabajaba de cintura para arriba y la mujer, el resto. Era morboso verla agachada a mis pies. Llevaba un vestido verde pistacho muy bonito y podía ver sus tetas por el escote. Veía la cinta métrica ceñirme la cintura, cimbrear por los muslos, por las rodillas... como si fuese una serpiente amarilla y juguetona. Cuando llegó a la entrepierna preguntó:

-¿Hacia dónde carga, caballero?

Pregunta obvia porque se me estaba poniendo morcillona con tanto mareo y ya era evidente hacia donde lo hacía, pero contesté educadamente:

-Hacia la izquierda, señora.

Volví a mirar hacía abajo donde ella estaba, arrodillada, y vi como sacaba la lengua mientras apuntaba las cifras y escribía la palabra «izquierda» acompañada de un pequeño dibujo con una anatomía muy bien documentada. Sonreí y supuse que era un acto inconsciente, a veces lo hacemos cuando nos concentramos en algo, pero me pareció morboso. Tomadas las medidas, quedamos el jueves siguiente para la prueba. La mujer me había impactado y no tenía claro el porqué. No era especialmente atractiva, pero si se había mostrado simpática y se la veía manejable como una muñeca con la que practicar perversiones extremas. Había estado ágil, agachándose y levantándose como si tuviera quince años y volteaba ante mí con ese vestido verde, encaramada a esos elegantes zapatos.

Un par de noches soñé con ella. En la primera, quedé empapado con su boca succionando mi verga y durante la segunda, le levantaba ese vestido verde, le bajaba las bragas y la empalaba salvajemente sobre el mostrador de caoba mientras Marcelo se masturbaba mirándonos. Esta vez no me corrí, pero sí desperté erecto y me desquité ensartando a Clara que esta noche se había quedado a dormir. Un suculento orgasmo la sacó del sueño al que volvió tras los últimos gemidos de placer, con el coñito lleno con mi leche y sin saber que no era ella la mujer que yo me había follado, sino la mujer del vestido verde. El día acordado volví a la sastrería y, tras ajustar la vista a la penumbra de las tulipas, observé que sólo estaba Marcelo atendiendo a un cliente. Me sentí extrañamente contrariado en un principio, pero me alivió al decirme:

-Mi mujer viene enseguida y le atenderá de inmediato.

Me senté. Desde el primer momento había intuido que eran pareja y él lo había confirmado. Apareció en el fondo de la tienda y entonces comprendí donde radicaba su encanto. Era como una imagen sacada de otros tiempos. Su pelo rubio suavemente ondulado, la cara pálida y aniñada, el vestido atrapando su cintura delgada y sus caderas rotundas transmitían una imagen voluptuosa que ya se perdió en los fotogramas hace más de medio siglo. Podía haber sido la pareja de Bogard o de Gable, pero ahora sólo era una sombra morbosa con sabores del pasado. Su voz me sacó del espejismo:

-Ya puede pasar, joven

Y yo la seguí hasta un probador diferente al que habíamos estado la vez anterior. Ese era más pequeño y tenía espejos en tres de sus paredes. Ella llevaba el traje en la mano que colgó de una percha.

-Ya puede ponérselo y vigile con lo alfileres -me dijo con su sonrisa de siempre y seguidamente me dejó sólo.

Su aroma había quedado atrapado en ese espacio. Era un olor a violetas que pegaba con el tono lila de su vestido. Me puse con cuidado el pantalón embastado y luego la chaqueta. Faltaban algunos dobladillos grapados con alfileres pero se veía la caída que tenía y me gustaba. Me contorneé un poco jugando con la imagen multiplicada por los espejos hasta que oí sus nudillos en la puerta.

-Adelante -dije.

-¿Qué le parece? -preguntó mientras se introducía en el probador.

-Es perfecto, me gusta -contesté encogiendo, ensanchando los hombros y estirando los brazos hacia delante.

-Estese quieto ahora, por favor, podría pincharlo -dijo con voz más seria mientras daba vueltas a mi alrededor ensartando alfileres aquí y allá hasta que finalmente se arrodilló ante mí e hizo algo sorprendente que nunca olvidaré: Me apretó suavemente el paquete y luego empezó a acariciarlo como si quisiera reconocer la anatomía aparentemente indefinida bajo la tela. Con una mano tanteó los huevos y después la verga mientras la otra la ceñía a mis nalgas como si temiera una huida. No me había pasado por la cabeza tal cosa, pero si había dado un pequeño retroceso, un acto reflejo producto de la sorpresa. Quizá quiso aclarar su actitud diciéndome:

-¿Sabe joven? La gente piensa que un traje se pierde en las rodillas o en los codos, pues no lo crea. La mayoría de las veces lo hace por el rozamiento en la entrepierna... sobre todo en gente joven como usted... No sabe la de veces que se toquetea, acaricia y roza esa zona a lo largo del día sin darse cuenta, a veces con las inevitables consecuencias...

Las «inevitables consecuencias» eran mi verga morcillona tirando a dura y deformando la tela.

-¿Lo ve? -dijo prosiguiendo, hablando entre dientes a causa de los alfileres que prendían de su boca-. Y eso que no soy una joven guapa que está cenando con usted y que, bajo el mantel, le está apretando ese punto con su zapato de tacón. Eso provocaría un pequeño desastre en su traje que nosotros evitaremos personalizando esa zona a la medida de sus necesidades...

-¿Algo así como «valor añadido»? -le pregunté suspirando porque la verdad es que me estaba poniendo caliente.

-Exacto -contestó mientras me bajaba los pantalones, apartaba los slips y sacaba la verga con la misma tranquilidad con la que clavaba alfileres.

Había empezado a pajearme con su cálida mano, primero, suavemente; y luego, de forma más vigorosa. A pesar de que aún no salía de mi asombro, la carne crecía rápido entre sus manos.

-Siga... siga... -susurraba yo-. Se me escapa la dimensión técnica de lo que hace, pero el resultado me gusta.

Ella me daba motivos masturbándome sin contemplaciones, desde el capullo hasta los huevos pasando por el mango. Yo soltaba gotas de líquido preseminal y eso ayudaba a la fricción. Ella añadió un poco de su saliva y el flop- flop se volvió más suave y gustoso entre sus hábiles manos. De pronto la soltó, dejándola que se pegara a mi vientre.

-¿Qué hace ahora? No pare por favor... no... ahora no... -gemí con desespero.

-Lo que me temía -prosiguió pasando de mis requerimientos y subiéndome de nuevo el pantalón para abrochármelo sobre mi verga enhiesta-. Tiene usted una buena pieza y el prepucio le sobrepasa la tela. Consecuencia: asoma por encima de la cintura y eso puede acarrearle molestias, no tan sólo la evidente incomodidad entre la gente que le rodea, si se apercibe de ello; sino un peligroso rozamiento en la base del frenillo. Subiremos la cintura gracias a que dejamos sobrante -dijo con determinación, metiéndose en faena y sacando y pinchando alfileres de nuevo.

Resoplé porque me había quedado a medias, y ella se apercibió de que mis piernas se tensaban nerviosas...

-Cálmese que ya queda poco... ¿ve?... ahora está a buen recaudo, sólo con alzar un poco la cintura, y tranquilo -prosiguió- que no le dejaré salir a la calle en ese estado...

Lo cumplió y de que manera. Cuando acabó con los arreglos me sacó los pantalones y puso delicadamente en una cajita, los alfileres que sostenía en sus labios. Oí el chasquido de su boca y la lengua relamiéndose como si quisiera deshacerse de su rastro metálico. Tomó mi verga con su mano derecha y la encaró a sus tragaderas mientras con la palma de la izquierda empezó a acariciarme los huevos. Dudé de su habilidad para pasar de sastresa a puta en tan poco tiempo, pero me quedé más tranquilo cuando le dio al aparato los primeros lengüetazos y no sentí ningún alfiler ensartándonse en mis partes delicadas. Eran toques vibrantes como pequeños latigazos en el frenillo, unas descargas de gusto intenso que me llegaban a los huevos. Dejó que resbalara un chorretón de saliva sobre el prepucio y lo extendió por todo el miembro con su lengua laboriosa.

-Aaauuggghhh.... sííííííí... aaauuuggghhh... qué gusto -solté yo con voz ronca de placer ante un trabajo tan perfecto.

No todo fue tan delicado y pasó a la fase grosera que en realidad es la más sabrosa: cuando chupó el capullo y lo metió hasta el fondo de su boca para luego retroceder y empezar de nuevo con la maniobra. Primero lo hizo suave, pero luego aceleró la marcha y entonces fue cuando pensé que era el eco de mis gemidos de placer lo que oía en el probador contiguo:

-Asííííí... asíííí... puto cabrón, chupa, chupa...

¿Qué leches estaba pasando? Era evidente que algo parecido ocurría justo al lado, pero no por eso me cortó la libido cada vez más excitada. Hay un momento delicado en que uno pasa de dejársela chupar a follar directamente la boca, y fue cuando, llegados a ese punto, le quité las gafas para no hacerle daño, la tomé por la cabeza y me di el frote a mi gusto. Fui resolutivo y hasta el límite de la arcada, aferrando sus ondulaciones rubias que oscilaban al ritmo de su cabeza. No recibía queja de su parte; no sé si por tener la boca llena y no poder articular palabra, o porque le daba el mismo gusto que a mí. Sin marcha atrás posible, perdí el control y, arqueando mi pelvis contra ella llevado por los espasmos de gusto, vacié los recalentados cojones en su boca con una lechada tras otra que me dejaron oscilante y de puntillas. Aunque tragaba deprisa no pareció suficiente, y rebosó por su boca en blancos y calientes chorros que gotearon en su escote. Cuando recuperé el aliento y me di por bien exprimido, le solté la cabeza poco a poco, cosa que le permitió a la sastresa limpiar los restos que colgaban de su barbilla y devolver un precario decoro al probador. Después salió a toda prisa con el traje y cerró la puerta. Me limpié con los pañuelos que había dejado ella y, tras echarlos a una papelera y vestirme, salí hacia el mostrador mientras mi cabeza forjaba una idea turbia y morbosa. Allí estaba con su sonrisa impertérrita:

-El martes ya puede pasar a recogerlo, caballero -dijo mientras doblaba unas camisas, sumida en su actividad imparable y de vueltas a su personalidad de sastresa.

-Si no le fuera molestia, ¿podría traérmelo a casa personalmente? -pregunté dando por sentado que lo haría llegados a ese punto.

-Cómo no -contestó- ya tengo su teléfono, deme entonces su dirección si es tan amable.

Acordamos el envío y me dispuse a salir. Pasé esos días tocado. Me había dejado una extraña sensación de vacío y de sexo no consumado. Quería más de ella, quería ver que escondía debajo. Qué cartas le quedaban por jugar. Quería ver como se corría ante mí porque hasta ahora no lo había hecho.

El día y hora acordados, se presentó en mi casa. Estupenda y con su sonrisa de siempre, con el vestido verde con el que la había conocido. Le tomé el traje y la acompañé hasta mi despacho donde le rogué que esperara y fui a mi habitación a probármelo. Me puse camisa y corbata conjuntadas bajo la americana y después me ceñí el pantalón. Sonreí frente a un espejo de cuerpo entero que tenía. Era perfecto, pero quise comprobar los últimos arreglos. Busqué la verga y, tras ventilarla, empecé a masturbarme hasta dejarla enhiesta como el mástil de una bandera. Volví a meterla en la bragueta pero desbordó, asomando el prepucio por arriba del supuesto remiendo. De esa guisa me presenté en el despacho donde estaba ella, que me miró sorprendida mientras yo me acercaba.

-Me gusta el trabajo que ha hecho, pero no veo los resultados del último arreglo -le recriminé-. No esperaba encontrarme la cintura bajo las tetillas como si fuera una preñada... pero ¿ese es el «valor añadido» que me vendió?

Ruborizada como una niña pillada en una travesura, no articuló palabra.

-Voy a decirle lo que pienso de toda esa historia -proseguí, tomándola por la cintura y sentándola sobre la mesa-. Creo que el suyo no ha sido un matrimonio afortunado. Al poco de casarse, descubrió la afición de Marcelo por los rabos y lo bien que se lo montaba en los probadores con el «valor añadido». Entonces se sintió cada vez más relegada y, tras una fase muy dura en que le costó asumirlo, decidió sumarse al jolgorio, ya fuera por placer, por despecho o por el bien del negocio: No todos los clientes tenían las mismas preferencias y usted podía cubrir ese sector descontento...

Del rojo pasó al pálido y sus ojos tintineaban con la humedad de las lágrimas. Por fin prorrumpió en llanto, confirmando así la veracidad de mis palabras. La sostuve entre mis brazos mientras se desmoronaba, con su rostro en mi hombro...

-Desahóguese.

-No quiero mancharle el traje... lo siento... -contestó.

-Que más da eso... Más se mancharía si usted fuera esa mujer que me hincaba el zapato entre las piernas y que usted citó el otro día... Imagínese. Si estuviéramos en un comedor reservado, pagaría caro su osadía tumbada sobre la mesa entre platos y cubiertos, y sino, en el mismo baño del restaurante...

-Es usted un cerdo -dijo con muy poca convicción en sus palabras mientras yo la acariciaba y le daba tiernos besos en el cuello, y prosiguió ya más calmada-: No crea que lo sabe todo sobre nosotros. Es más complejo. Yo no le he sido nunca infiel a mi marido y él me prometió no serlo. Sólo es un juego excitante y divertido que no va más allá de...

-¿sus tragaderas? -la interrumpí mientras le acercaba un pañuelo para que se secara-. Desengáñese. No conozco a ninguno que tras metérsela en la boca no quiera hacerlo por el culo tarde o temprano...

-¡Usted no sabe nada...! -gimió prorrumpiendo de nuevo en llanto...

-Crezca de un vez. La verdad es que no la veía tan ingenua. ¿No cree que ya llegó la hora de desquitarse y de tener su ración de macho como la tiene él?

-Me está corrompiendo -dijo sin fuerzas.

-Jajajaja... a buena hora lo dice y tras masturbarme en el probador. Usted lo desea, como desea salir del engaño -dije sellando mis palabras con un beso que la dejó fuera de dudas.

Perdí mi lengua en sus encías y la entrelacé con la suya en un pulso extraño mientras luchaba con el cierre del sujetador. Cedió por fin, con mi boca ya en sus pechos desbordados como el agua en una presa rota. Succioné uno y chupeteé el otro, relamiendo la aureola rosada mientras arrastraba su ropa piernas abajo para dejarla caer sobre sus zapatos de tacón. Metí la mano bajo sus bragas, último reducto de un pudor más excitante que la desnudez absoluta, acaricié su pubis rasurado y alcancé los pliegues de su vulva que abrí poco a poco. Aparté los trastos que tenía sobre la mesa y tumbé delicadamente su cuerpo hacia atrás mientras ella se dejaba caer recibiendo la dureza de la madera con un «auhhh... mmm» muy excitante que me obligó a bajarle las braguitas, separar bien sus piernas y a estrujarle la vulva con la mano.

Me arrodillé para adorar a Venus con la ceremonia merecida. Busqué su clítoris con los dedos y, aunque escondido, lo encontré: pequeño como una jugosa baya. Sólo rozar ese punto incandescente la hacía estremecerse y los chupetones de mis labios la tronchaban de gusto. Me ayudé con los dedos para abrir más su coñito y ampliar mis tropelías usando la lengua como un pequeño pene, torneando su carne excitada y metiéndole más saliva. Ella iba camino del éxtasis mientras yo seguía con la verga atrapada en el pantalón y con el prepucio asomando como la cabeza de un niño travieso tras una barrera. Paré un momento y me levanté echándome hacia atrás. Quería contemplar su cuerpo desnudo que se ofrecía sin pudor. Era la madurez absoluta en un cuerpo refinado. Sus carnes se mantenían prietas en el límite, ese límite que las hacía más sabrosas, vulnerables. Menos sería juventud, y más: decadencia absoluta. Era como esa fruta en su punto, dulce, deliciosa, aún estando algo majada y sabiendo que si no la comes, lo hará el tiempo en horas.

-¿Qué pasa...? -gimió sintiendo que me alejaba...

-Mastúrbeme con el pie, por favor, pero sin quitarse el zapato -dije.

-Bájese los pantalones entonces o voy a mancharle -contestó.

-No. Quiero que lo haga por encima de la tela, como esa morbosa pareja que está en el restaurante...

Extendió la pierna desnuda. Excesiva y temblona en los muslos, mantenía sus formas juveniles cuando se acercaba al zapato cuya suela resbaló por mi paquete. Apreté mi mango contra él mientras sentía la punta del tacón entre mis huevos. Ella lo movía hábilmente con rotaciones de tobillo y deslizándolo arriba y abajo, excitándome más y más, ahora en el capullo, ahora en el mango y ahora... ya no pude contenerme... saqué verga y cojones, me acerqué a su entrepierna y la ensarté con vigorosa embestida. Prieta por falta de uso, su vagina se ciñó con esfuerzo al aparato. Nos miramos. Ella respiraba rápido entre dientes, partida de dolor y placer, sin reproches, agradecida de que no me apiadara de su cuerpo como hacía su marido. La tuve un rato metida hasta la entrada del útero, sin moverla, sintiendo que la llenaba toda, ni un solo punto de su vagina libre de mi verga. Parecía imposible que pudiera meterle más pero sentí que podía hacerlo. Golpée una y otra vez, entrecortando los gemidos que salían de su boca abierta; sus ojos, mirándome sin verme, soportando la tortura deliciosa.

-Qué gusto que me está dando...

Era mi propia voz que me hacía sentir obsceno al oírla. Ella iba a la par, sus ubres bajo mis manos que las sobaban sin piedad, tirando, pellizcando sus pezones excitados, respirando cada vez más acelerada, su vista que parecía perdida se fijó súbitamente en mí diciéndome:

-Quiero sentir lo que siente mi marido. Nunca lo he experimentado... por favor -gimió viendo la duda en mi cara...

Estaba salido como un perro y no andaba nada reflexivo, por lo que no cuestioné su decisión diciéndole:

-¿Por qué no? Va a tener su merecido si usted quiere...

La saqué, pringada con sus flujos y los míos. Le levanté las piernas y plegué los muslos sobre el pecho quedando su ano ofrecido. Aseguré la humedad con dos dedos empapados de saliva y hundiendo hasta la última falange. Los recibió gimiendo entre temblores de susto... pero era una mujer de carácter y no iba a pedir piedad. Roté, saqué y metí hasta que me pareció dilatado y ahí inserté el capullo. Si el coño resultó prieto, el ano parecía imposible, pero nada se resistía a la presión de mi verga que poco a poco penetró hasta mitad de camino. La sastresa aulló sin pedir clemencia asumiendo su decisión y yo aproveché su estado para meterla entera hasta el fondo y no prolongar el sufrimiento. Apreté mis huevos en la raja de su culo mientras le decía:

-No hay ningún «valor añadido» que valga, sastresa, aunque ahueque las braguetas, les ponga algodones o les construya un nido como si fueran ruiseñores. Son cabezonas y rebeldes y nada hay más confortable para ellas que encontrarse metidas en un coño o un culito como el suyo. Tampoco vendrán en auxilio de sus gritos, mis empleadas pensarán que se trata de una prueba de acceso al burdel.

-No quiero auxilio de nadie... -contestó ella sin parar de gemir-, sólo quiero llegar hasta el final sintiendo lo que siente Marcelo...

-No puede garantizarle lo mismo -repliqué yo arremetiendo para pasar de flojo a duro.

El recto dilataba con mis movimientos vigorosos y, poco a poco, le contagié el gusto que yo sentía. Sin darle descanso a su coño y a su clítoris, ella se retorcía sobre la mesa y su cuerpo se arqueaba ofrecida al placer. La saqué súbitamente y ella me miró con alarma...

-No se preocupe -le dije para calmarla y, tomando sus piernas, le di la vuelta dejándola bocabajo y con las nalgas al aire.

Gocé dándole palmadas para que esas dos masas de carne y sebo temblaran desde el ano hasta la cadera y entre ellas inserté el vergajo. Puse mis manos sobre sus hombros para ayudarme en la labor, una a cada lado del cuello. Penetré y arremetí duro, cabalgando, mientras ella imploraba «que parara y que siguiera a la vez», sumida en esa contradicción imposible que da el placer extremo. Su cuerpo se movía al ritmo de los golpes de mi pelvis, sus mollitas sabrosas temblaban, su pelo rubio oscilaba a ambos lados de la cara, sus uñas arañaban la mesa y un flujo de saliva salía por su boca y encharcaba la madera. Un ronroneo entrecortado confirmaba que estaba traspuesta y por fin consiguió decir:

-Puto Marcelo, ahora te entiendo. No sé si tienes ese punto ahí el fondo como el que yo tengo, que aún sintiéndose reventar, pide más y más adentro... aaaaaayyyy que gusto por favor que eso será mi desgracia... que no me imagino otro día de mi vida sin eso... máteme por favor, no quiero vivir con esa ansiedad ahí dentro...

-No sea cobarde y goce y sea lo puta que requiera... -le contesté yo, dándole las últimas arremetidas antes de que me corriera:

flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop...flop... flop... flop... flop... flop... flop...

Ese era el sonido de mi verga en su recto. Me corrí dentro de ella, inundé sus entrañas con mi leche mientras ella iniciaba un orgasmo largo y en meseta entre sollozos de gusto y espasmos. Tras uno muy intenso, llego otro con sólo rozarle la vulva y el más mínimo estímulo desencadenaba un nuevo torrente de flujos mientras gemía enajenada y fuera de su papel de señora:

-¡¡¡Aaaaayyyy síííííí... soy tu puta... tu ramera... la más zorra de las putas... la más guarra de las cerdas... ahhhh síííííí... fóllame como a una perra...!!!

Poco poco se fue calmando y recuperando el resuello. Estaba claro que seguía sin saber lo que sentía Marcelo. Su orgasmo de hembra la había llevado más lejos de lo que él alcanzaría nunca. Hubo un silencio largo tras el que se vistió y yo retiré mi verga derrotada a la seguridad de la trinchera. Miré hacia abajo: ¡qué desastre! Bragueta y perneras chorreaban y mi traje nuevo parecía el de un pordiosero. Pero había valido la pena: Un pasaje a la tintorería sería la prueba de fuego de ese «valor añadido» tan publicitado por la tienda.

Se largó sin protocolos. Cerré los ojos y respiré hondo. Ese cuchitril ya no era el mismo, su presencia lo había transformado. Ya no era ese espacio interior sin ventilación, un suave rastro a lavanda y marisco le abrían ahora una ventana al mar en alguna de sus paredes aunque yo no lo viera. Pero, inevitablemente, esa mujer fiel y enamorada ya no volvería. ¿Mujer devota y cómplice de su marido hasta el vicio?, ¿mariliendre compulsiva? Qué más daba y quién era yo para poner etiquetas, bastante tenía con lo mío.

EPÍLOGO:

Un día ubiqué la tienda pasando por ese barrio. No parecía que tanto empeño y tanto «valor añadido» la salvaran de la quema. Llevaba años cerrada y, tras la reja, se amontonaban las hojas secas y los folletos publicitarios bajo una capa de polvo. Tras el escaparate, apenas se veía algo entre la suciedad. Quizá fueran alucinaciones mías pero me pareció ver un maniquí con ese traje a rayas azul marino tras el cristal. Quizá fuera verdad la historia de Lorenzo o quizá se inspirara al pasar frente a la tienda. Quién lo sabe.