Un día no tan normal

Me quito el sujetador. No como nos quitamos las mujeres el sujetador todos los días, sino como las mujeres del cine se quitan el sujetador cuando quieren seducir a los hombres del cine. Primero un hombro, luego el otro. Luego el broche, pero no tan aprisa. Me sonrío a mi misma.

Hay días que el tiempo te sorprende.

El reloj avanza y las cosas acaban siendo menos cotidianas de lo que prometían.

06:50

Últimamente hay días que Juanjo se despierta pronto y con vigor. Cuando tus hijos van dejando poco a poco de ser pequeños, poco a poco se recupera tiempo marital. Aunque sea en franjas horarias no recomendadas para tener un sueño placentero. Y mi marido, últimamente, ha recuperado el apetito mañanero. Con dos universitarias y un preadolescente en la familia, parece que vuelve a recordar que le gustaba aprovechar el vigor matutino con su joven mujercita. Me lo hace saber con gestos de rutina. Esa rutina los ha hecho menos efectivos, pero sigue siendo agradable que tu marido te bese los hombros y el cuello, te tome un pecho con la mano y puedas sentir su dureza en las nalgas. Excito a mi marido, eso nunca estará en duda. Como preludio no está mal. Lo que viene después también sigue la rutina. Rapidez apremiante, torpeza soñolienta y final anticipado. Ducha y final.

Fue bonito mientras duró.

07:10

Mi turno para una ducha, que se lleva algunos restos del breve amor marital, pone inicio al día. Un día normal, de diario, para una madre joven y esposa trabajadora. El agua tiempla parte del deseo apagado de un revolcón mañanero demasiado abreviado. Hay que ponerse en marcha y no hay tiempo para alivios solitarios. Eso es cosa de los fines de semana, cuando hay plazos domésticos menos ajustados.

Suave sombra malva para resaltar el azul de los ojos y un poco de pestaña. El resto al natural. Coleta alta, el peinado de las mamás ocupadas y laboriosas. Sujetador y tanga de buena firma en color nude, con brocados y alguna transparencia como única concesión a la sensualidad más sofisticada. Unos buenos jeans de tono claro y una camisa blanca, de corte moderno, en popelín crudo. Confirmo que estoy guapa en los breves segundos que paso al espejo antes de pasar a las tareas.

Desayunos. Frutas y tostadas para Juanjo y sus hijas. El pequeño es más fiel al Cola Cao, todavía, y a un trozo de bizcocho del día anterior. Zumos, galletas, cereales, mantequillas y mermeladas. Chuparse los dedos rápido y ajustarse las botas altas, que hay que salir al reparto laboral.

08:10

Tere y Bea usan ahora mi coche para ir al campus. ¡Qué rápido crecen! Así que, como sus hijas han crecido, hasta que llegue el tercer automóvil a la familia es Juanjo quien nos deja a Lucas y a mí en el colegio. Lucas a estudiar, yo a trabajar. Mi hijo ya es mayor como para que le acompañen hasta la puerta y yo soy considerada como para no hacerlo delante de sus compañeros. Nos despedimos fuera y cada uno por su lado. Él con sus amigos, a través del patio. Yo a través de las miradas habituales de papás, alumnos mayores y algunos otros profes, hasta mi primera aula.

14:00

Las mañanas a veces pasan rápido y ésta ha sido una de ellas. Trabajo intenso, que suele ser la mejor compañía para que las horas corran hasta llegar el final del turno. Y hoy no tengo turno de tarde. Teresa me recoge a la salida del colegio para ir a comer a casa. Juanjo suele comer en el trabajo, Beatriz queda hoy con compañeras de clase y Lucas prefiere hacerlo en el colegio con sus amigos, así que entre las dos nos organizamos un revuelto y una ensalada. Ella se marcha en seguida porque tiene exámenes y se va de cabeza a la biblioteca.

15:15

Notas cuando tu casa es demasiado grande si al quedarte sola puedes escuchar el silencio.

Yo he aprendido a amar ese silencio, esos momentos para mí. No puedo evitar entenderlos como pequeños oasis de vida personal. No sé si al resto de madres o esposas les ocurre lo mismo, quizás soy mala en mis pensamientos por querer disfrutar, de vez en cuando, de esos momentos de soledad. Pero así es. Los disfruto.

Recojo la mesa y llevo una parte de colada a mi habitación de matrimonio. Después de acomodarla, me miro al espejo. Entra una luz magnífica por las ventanas, se va anticipando la primavera y el sol ya empieza a ser fuerte. Me veo especialmente guapa en mi propio reflejo. Será la luz.

Abro las cortinas y despejo el ventanal por completo. Vuelvo al espejo a mirarme.

Sí, definitivamente, tengo muy buen aspecto. Estoy a punto de cumplir los treinta y cuatro. Soy una niña, como quien dice. Mirándome entiendo las miradas, por la calle, en los parques, en el centro comercial, en las aceras. También entiendo los piropos, los silbidos, los suspiros y resoplidos que oigo (los oigo perfectamente) al pasar. Y soy condescendiente con mi propio protagonismo. Con mi idea, atrevida y egocéntrica, de tener mi propio blog de adúltera anónima cuando todavía sigo siendo una mujer fiel.

Hoy no es un día cualquiera. No va a serlo.

Tengo unas horas por delante. El rigor y el horario familiar marcan que son las horas de las “tareas domésticas”. Dos palabras que, cuando van juntas, se suelen usar como celda de plata para una mujer, esposa y madre. Pero son MIS tareas domésticas. Aunque no las descuide, puedo acomodarlas como quiera. Y hoy quiero algo especial.

No sé de dónde viene la idea, pero toma forma de manera muy clara. Me muevo con determinación, como quien prepara los pasos naturales de un proceso preestablecido. Voy por todos los cuartos de la casa despejando sus ventanas, abriendo sus cortinas y dejando que la luz de esa primavera entre en toda la casa.

Y cuando el sol de marzo entra por toda la casa al máximo, vuelvo a mi cuarto. Al espejo.

15:45

Me descalzo. Noto el tacto de la madera tibia del suelo en las plantas de los pies.

Los jeans van también a parar a ese suelo. Los recojo y los coloco en su percha antes de mirarme al espejo. Con la camisa blanca y sin pantalones parece que estoy posando para alguna fotografía. Es una imagen poderosa, quizás el icono más erótico que una mujer puede dar, cuando sólo lleva su camisa y, debajo, nacen las piernas desnudas, a la vista. Me miro por la derecha y por la izquierda. Admiro mis muslos. Y en todo ese tiempo no reparo todavía en que el ventanal está completamente abierto. No sé si algún vecino podría verme. La idea me sube el pulso, me golpea el estómago.

Sobre todo sabiendo que no he terminado.

Abro la camisa, botón a botón. Por primera vez en mucho tiempo, me desnudo para mi misma. Me seduzco al espejo, mi reflejo me hace un striptease convincente. La camisa blanca va dejando paso al sujetador, el abdomen, mi ombligo, mis pechos, mis hombros y brazos, antes de terminar sobre mi cama.

Realmente mi marido tiene un gusto excelente para la lencería. Este conjunto es bellísimo, me favorece. ¿Es deseo esa sensación que tengo en los muslos? ¿Es un resto del deseo frustrado en un mal polvo mañanero con Juanjo? ¿O acaso me estoy deseando a mi misma reflejada en el espejo?

Me quito el sujetador. No como nos quitamos las mujeres el sujetador todos los días, sino como las mujeres del cine se quitan el sujetador cuando quieren seducir a los hombres del cine. Primero un hombro, luego el otro. Luego el broche, pero no tan aprisa. Me sonrío a mi misma, coqueteo con mi mirada, devuelta por el espejo. Libero mis pechos.

Y la ventana sigue completamente despejada. No miro para ella. Creo recordar que hay tres o cuatro ventanas de vecinos que tienen dominio sobre el ventanal de nuestra habitación de matrimonio, pero no quiero comprobarlo. En parte mi valor se basa en la naturalidad. Naturalidad para hacer algo tan poco natural como estar desnuda por la casa.

El tanga sigue a su compañero sostén. También se va sobre la cama. Me sorprende la facilidad con la que me lo bajo. También me sorprende que me tiemblan un poco las manos. “Pero si estás sola”, me digo. “Sola, sí, pero podría verme alguien “.

Ese alguien es la promesa. No tiene cara ni nombre. Puede ser este vecino, o aquel. O puede ser la esposa de alguno de ellos y pensará que estoy loca. O quizás me envidie. O quizás ella ya ha probado esta sensación de desnudarse en su propia casa. Con mi dedo, suave, acaricio las pequeñas marcas que la ropa interior ha dejado en mi cadera, abdomen y torso. Se irán rápido, porque preveo estar desnuda un rato.

15:55 (aproximadamente)

Estoy completamente desnuda, pero mi cuarto no será la frontera. No en esta ocasión. Ya es la frontera del sexo, el único territorio donde mi marido y yo practicamos el placer del matrimonio, en un guión convencional y repetitivo.

Así que un poco antes de las cuatro de la tarde, pongo un pie fuera de mi cuarto. Desnuda. Del todo.

Por primera vez.

Camino sobre las puntas. Como si temiese despertar a algún poderoso animal dormido en alguna parte de la casa. Ese animal dormido quizás sea mi propio deseo. ¿Temo despertar a mi propio deseo?

Camino por el distribuidor, hasta el hall. Me detengo. Unos segundos en mi propio recibidor, totalmente desnuda. El pulso se me acelera. ¡Qué tontería! Tampoco hago nada tan raro ni peligroso. Pero no debe de ser del todo inocuo, cuando mi cuerpo reacciona. Veo las fotografías familiares en el recibidor y me ruborizo. Estoy desnuda en mi casa, en la casa de mi familia.

Este pecado debe tener algún nombre. Y seguro que tiene su castigo.

Vuelvo al cuarto auxiliar. Tomo otra parte de la colada. Noto el tacto de las prendas sobre mis pechos, una sensación que no conocía. Hay algo obsceno en que una mujer sostenga la ropa de la hija mayor de su marido mientras está desnuda, supongo. Quizás esa obscenidad inocente, que en el fondo no llega a dañar a nadie, sea la que me estimula. Llevo la colada al cuarto de Tere.

Huelga decir que nunca había estado desnuda en el cuarto de las hijas de mi marido. En ninguno de ellos. En pocos minutos voy haciendo los viajes necesarios entre el auxiliar y sus cuartos para acomodar la colada en sus armarios, colocar su ropa en su lugar. Desnuda. La sensación de pudor es tan indescriptible como ilógica, pues estoy sola. Ellas no me ven. ¿Les falto al respeto? ¿Quizás a mi marido?

No lo sé, pero la sensación es embriagadora.

¡Quizás me vean por las ventanas! Es la segunda vez que lo pienso. Para eso he abierto por completo todos los ventanales de la casa, para que exista el riesgo. Me lo he buscado yo sola. “Esto es lo que querías, o no habrías abierto las ventanas”, me digo. Un ruido en el exterior me obliga a repetirme esa frase unas cuantas veces más, para convencerme y mitigar el sobresalto.

El sobresalto no sólo ha traído aumento del pulso. Cuando vuelvo a la habitación auxiliar para seguir recogiendo la colada, bajando las escaleras, me doy cuenta de mi humedad. Una humedad que no está provocada por nadie, sino por la extraña situación. No cabe duda: la situación es extraña, pero me agrada.

Son todavía cuatro viajes más para terminar de repartir la colada en todos los armarios. En esos viajes se incluyen también nuevas primicias, pues nunca había estado desnuda (tampoco) en la habitación de Lucas. Cada ascenso y descenso por las escaleras evidencia mi humedad, que va creciendo. Terminada la colada seca, pongo la colada nueva. La ropa de plancha, la secadora y la lavadora.

El cuarto auxiliar no tiene ventanas, así que aquí mi desnudez es anónima, es sólo para mi. Pero tiene aire, ese aire inerte y templado que habita mi casa y que siento sobre mis nalgas, mi espalda y mis pezones y que nunca antes había notado.

Planchar desnuda es tan aburrido como hacerlo vestida. Y especialmente si lo haces en un cuarto sin ventanas. Quizás para la siguiente ocasión que planche desnuda deba hacerlo en la terraza. Pero sospecho que si hago eso acabaría en el calabozo por escándalo público.

16:30

Con la colada terminada, mis sensaciones son casi normales. Al volver a la cocina y ver mi cuerpo desnudo reflejado en el enorme espejo del recibidor es cuando me doy cuenta otra vez de que estoy totalmente desnuda. ya me había acostumbrado. Entro en la cocina. El lavaplatos ha terminado su misión. Tenía poco trabajo hoy.

Nunca había pensado que el lavaplatos fuese un electrodoméstico tan sexual. Abrir su puerta y extraer su bandeja, estando desnuda, resulta obsceno. Los pechos cuelgan ligeramente y la postura de ofrecimiento es pornográfica. Es entonces cuando me doy cuenta de que no había abierto todas las ventanas: me había dejado las de la cocina. Lástima, los vecinos sin rostro se han perdido la apertura de lavaplatos.

Me acerco al ventanal de la cocina y lo abro. Estoy prácticamente junto al cristal. Veo a una vecina recogiendo su colada en el jardín y casi me muero en el sitio. Tengo que hacer un acopio de fuerza de voluntad para no taparme, alejarme de la ventana y cerrar la cortina.

“Si me ve… ¿qué pensará?”

La pregunta es cínica. Tendría que haberlo pensado antes. Me reprendo. Hay que hacer las cosas hasta el final, una vez que lo has decidido. Así que abro el resto de la cortina. El ventanal de la cocina es uno de los más expuestos, da directamente al frente de la casa y desde él se domina la vía principal de la urbanización, además de las casas más cercanas. Eso significa que cualquiera podría verme desnuda. Recuerdo la sensación de aquel día tan sabroso en que desayuné en sujetador en este mismo ventanal. Y me masturbé. Quizás me vio alguien ese día. Quizás esa persona me ve ahora también, casi un año después.

A esta hora no parece haber movimiento. Sólo la vecina que termina su colada en el jardín, pero está muy lejos como para verme. De todas maneras, me doy la vuelta y me ocupo de devolver el menaje desde el lavaplatos a sus lugares correctos. Desnuda y de espaldas al ventanal. Me toma unos minutos. Estadísticamente aumentan las posibilidades de que alguien me vea desnuda, de modo que, aunque el suelo de la cocina no es tan cálido como la madera del resto de la casa, me tomo con calma la labor nudista.

17:00

¿Pasar el aspirador desnuda?

No parece un trabajo muy erótico, pero es cierto que es uno de los que más calor provoca. Estar desnuda al menos me refrescará. Saco el aspirador y repaso toda la casa, nuevamente con calma. Mis pies agradecen volver a la madera y el cambio de temperatura se refleja en todo mi cuerpo. El suave bamboleo de mis pechos al circular con el electrodoméstico resulta una especie de extraña danza erótica.

En mitad de la labor, suena el teléfono. Eso sólo un mensaje de texto, pero el timbre y la vibración tan inmediata me devuelven a mi desnudez, de una bofetada y con un sobresalto. Para mayor sonrojo, el texto es de mi hijo que me anuncia que vendrá después de clase a hacer tareas en grupo con dos compañeros. Me siento sucia pero también excitada. El mensaje de texto me aguijonea a disfrutar de la hora escasa que me queda por delante antes de tener que volver a convertirme en una madre normal para cuando lleguen los chicos.

Termino con el aspirador en el gran salón. Con la ventana totalmente despejada me doy cuenta de lo expuesta que es esta habitación. Antes de pasar con el aspirador ante el gran ventanal me convenzo de que es prácticamente imposible que no me vean, pues la habitación es amplia y la vista es muy frontal hacia otras casas de la urbanización.

Lo asumo y me pongo en el foco. Entro en la “zona prohibida” del salón en la que soy visible para el exterior. Para ese vecino anónimo sin rostro que podría estar mirándome. Quizás Paco, el médico del cual sospecho que debe tener una mente muy sucia desde aquella vez, hace años, que nos cruzamos en un sex shop. Aunque no estoy segura de que la casa de Paco tenga vistas a este lado de mi casa…

No miro a la ventana. No quiero comprobar que soy visible, simplemente paso el aspirador con calma, con toda la elegancia posible. Mi el sol tiempla mi cuerpo desnudo, noto el sudor y vuelve la humedad. Esta vez es un poco mas persistente. Si no me conociese, diría que me estoy poniendo cachonda. Con la gran tensión, me doy cuenta entre ensoñaciones y excitación de que llevo cuatro pasadas al mismo sector del suelo. El salón ya está aspirado, así que no tengo por qué seguir ahí. No tengo excusa ya.

17:30

Guardo el aspirador. Pero vuelvo al salón.

Tengo unos minutos antes de tener que volver a ponerme el disfraz de madre normal, como hacía Supermán con Clark Kent. Y las pasadas de aspiradora han terminado con mi pudor. Cojo el control a distancia del televisor, me siento en el sillón grande y enciendo el televisor. Como corresponde a estas horas, sólo hay programación para amas de casa, prensa rosa y algún telenovelón. Prácticamente no presto atención a la pantalla, porque las sensaciones nuevas captan mejor mi atención.

Sólo una vez había sentido la piel del sofá directamente sobre mis nalgas. Estaba recién casada con mi marido, sus hijas estaban pasando el fin de semana con su madre y nuestro hijo no había nacido. Ni siquiera era este mismo sofá, pues lo compramos cuando Lucas tenía ya siete años. Esa fue la única vez que mi marido tuvo un golpe de excitación con su joven esposa veinteñera. Me folló en el sillón y las cuentas dicen que es muy probable que me dejase embarazada. Fuese o no el motivo de mi preñez, aquel polvo lejano fue de los más placenteros en todo mi matrimonio.

Ahora lo siento tan lejano que casi ni lo recuerdo. Pero sí las sensaciones.

Toda mi piel calienta la piel natural del sofá. Desde donde estoy veo ventanas de otras casas. Soy un blanco fácil aquí para cualquier mirón. No quiero ni pensar en qué vecinos viven en esas casas, no quiero identificar a los posibles mirones, ni suponer si la visión de mi cuerpo desnudo les agradaría o les escandalizaría. Podría ser todo un escándalo en la urbanización, donde el cotilleo es pasión.

Me puedo meter en un lío con todo esto que he estado haciendo.

¿Pensarán que espero desnuda a mi marido para darle una “sorpresa” marital?

Pero ya lo he hecho, así que al menos quiero sacarle rendimiento. Recuperar el orgasmo hurtado por la mañana en un mal polvo mañanero con un marido adormilado.

Sé que me pueden ver donde estoy. Y aun así, abro mis piernas sobre el sofá. Quizás la pose más obscena que he hecho jamás en mi vida. Mis caricias son apremiantes, no tengo rodeos, ni siquiera me estimulo. Simplemente abro mis labios, me asombro de su humedad, de su calor, con mis dedos mojados.

Y me doy placer. Gimo al instante. Hacía meses que no estaba tan cachonda.

Ahí, donde cualquiera de esos vecinos en los que no quiero pensar, pero a los que tengo en mente, podría estar mirando. Ahí mismo, abierta de piernas, con vulgaridad y necesidad, me penetro con mi mano. El éxtasis llega pronto. Entre gemidos que se escapan de mi pecho con desesperación y que se cuelan por las ventanas abiertas.

18:00

Me he debido volver loca.

Me he expuesto al vecindario. A sus ojos. A sus oídos. A una hora que saben que no está mi marido.

Pero menudo gusto me he llevado.

Tengo el tiempo justo para ponerme una braguita, unas sandalias y un vestido que cubra mi desnudez, mi pecadito privado de esta tarde, antes de que mi hijo y sus compañeros lleguen para aplicarse a sus tareas escolares.

Su sola presencia en mi casa, que vuelve a ser de nuevo un hogar familiar, me hace sonrojar por mi atrevimiento y lujuria de las horas anteriores. Pero mientras les preparo la merienda con amor maternal tengo cada vez más claro que no será la última vez.