Un día en la vida - Parte 1: Amanecer
Un día en la vida de un esclavo doméstico, al servicio de su amo.
El reloj despertador marca las 6 de la mañana al momento de sonar. Manuel nunca ha sido de la costumbre de levantarse muy temprano, aún después de este tiempo le cuesta mucho esfuerzo alzarse, pero tras enjuagarse la cara comienza a despabilarse.
Vestirse es más rápido para él que para la mayoría de la gente, si solo porque la mayoría viste algo más que un par de pulseras en brazos y tobillos, además de un collar de cuero que usa para identificarse como la propiedad de su amo. Su cuerpo, anteriormente flácido y débil, cada día muestra más las señales de las rutinas de ejercicio que sigue, en particular en su abdomen que si bien no está marcado al menos ya no sobresale. Su pelo es castaño y sus ojos oscuros, mientras que su semblante serio refleja su carácter. Finalmente está preparado para comenzar las labores del día.
Y su primera labor le lleva precisamente a la recamara de su amo. Ahí lo encuentra en la penumbra recostado en su cama, profundamente dormido y roncando suavemente. La noche ha sido calurosa, y en lugar de encender el ventilador ha preferido dormir destapado y desnudo. Observa aquel ligeramente velludo cuerpo y recuerda con solo un dejo de nostalgia los días en que él mismo solía tener vello del cuello para abajo. Su atención se centra en la verga de su amo, aún dormida le parece gruesa y potente. Con cuidado se acerca, y toma suavemente su miembro entre sus dedos para acercarlo en su boca y engullirlo; al primer contacto su amo se remueve entre sueños, pero es su pene el que despierta primero al ser cubierto por la experta boca de su esclavo, la cual poco a poco se ajusta a su creciente miembro.
La lengua de Manuel recubre de saliva el falo, ahora duro y firme, pasándolo de la manera en que sabe que le gusta. Usa los dedos de su mano derecha para juguetear suavemente con sus bolas, mientras que con la izquierda comienza un suave movimiento arriba y abajo en el rígido miembro que succiona.
Poco a poco aumenta el ritmo hasta adquirir gran velocidad; repentinamente siente las manos de su amo en los costados de su cabeza y sabe en ese momento que él está despierto, pero no por ello frena su labor. Se esfuerza por respirar por la nariz, las embestidas del amo son muy rápidas y cada vez más violentas, hasta que con un último movimiento siente el chorro de su semilla golpeándole el paladar. Traga lo más rápidamente que puede para no derramar una sola gota.
Relame con cuidado la cabeza y la base, pasándola también por sus peludos y ligeramente sudados huevos. El amo, ahora despierto pero aún sin alzarse, observa la labor del esclavo sin dirigirle palabra alguna, hasta que satisfecho se levanta y se dirige al baño de su recamara. Al salir de la habitación, Manuel escucha el sonido del agua cayendo en la regadera.
La esencia de su dueño le ha dejado un fuerte sabor en el interior de su boca, lo que le hace relamerse los dientes. Es un sabor amargo pero reconfortante, decide postergar su propio aseo y comenzar mejor por adelantar el desayuno.
Para cuando el amo entra a la cocina el desayuno está listo. El amo, a quien Manuel nunca llama por su nombre, es un hombre de treinta y tres años (cinco más que él mismo) de pelo oscuro y corto generalmente relamido, barba de candado perfectamente recortada y adepto a usar ropa formal aun cuando su trabajo no lo requiere. El día de hoy viste con una camisa azul celeste, corbata lisa azul marino y pantalón negro ceñido. Al entrar gruñe un “buenos días”, agarra un plato y se sirve el huevo revuelto directamente de la sartén. Se sienta y sin dirigirle la palabra le hace un movimiento de cabeza a Manuel indicando la silla a un lado de él, lo que éste interpreta como una invitación a acompañarle; se sirve un plato de comida para sí mismo y se sienta a su lado. Platican mientras desayunan, Manuel recibe instrucciones para el día entre las cuales se encuentra el recibir y preparar a las visitas.
En la puerta de entrada se despide del amo, postrándose y besando suavemente sus zapatos, negros y lustrosos. Éste día será ajetreado para él, habrá mucho que hacer en casa.
Una vez que se encuentra solo regresa a la cocina a limpiar; mira lo que queda del huevo revuelto en la sartén y suspira: Migue no ha bajado a desayunar.
Lo encuentra en su habitación dormido de una manera no muy dignificada: boca abajo con el culo rojo alzado por una almohada y roncando ruidosamente. Un poco de saliva se asoma por la comisura de su boca. El día anterior Manuel había estado preocupado por él, pero era difícil estarlo al encontrarlo dormido a pierna suelta. Una fuerte nalgada es suficiente para despertarlo.
“¡OW! ¡SEÑOR! ¡Me re-dormí! ¡No lo…!”
“Tranquilo, Migue, soy yo,” le interrumpe. “Después de lo de ayer creo que nuestro amo prefirió que te quedaras descansando, me imagino que él quitó tu alarma. ¿Cómo sigues, te duele mucho?”
“Bastante,” dice frotando su posterior. “¿Por qué me tenías que despertar de esa forma? ¡Eh, qué malo eres, eso no era necesario!”
“Ya, deja de lloriquear. Voltéate,” de una cajonera saca Manuel un ungüento. Agarra un poco y lo frota entre sus manos buscando calentarlo, pero a pesar de ello Migue da un respingo cuando la fría crema toca su piel. “Hice de desayunar. Aunque nuestro amo te haya permitido descansar un poco más no significa que no tengas cosas que hacer hoy.”
En un principio hace muecas de dolor, pero poco a poco va suavizando su expresión. No es probable que la crema haga un efecto tan rápido en las abusadas nalgas de Migue, por lo que Manuel sospecha que está disfrutando esto más de lo estrictamente necesario. Efectivamente, cuando acaba sus administraciones y éste se voltea puede ver que su miembro muestra una considerable erección, pero la ignora por completo, así como la expresión de expectación en el rostro de Migue.
En cuanto Manuel se levanta, Migue cambia su expresión a una de decepción, pero no le dice nada: sabe que no deben jugar entre ellos sin permiso del amo. Le daba la impresión que el castigo del día de ayer no fue suficiente, generalmente es un chico obediente pese a sus diecinueve años, pero a veces las hormonas lo vuelven un poco loco y lo llevan a situaciones como las del día anterior en que el amo le castigó acostándolo sobre su regazo y azotándolo con la mano. No parecieron ser golpes muy duros, pero Migue, en su inexperiencia, no tiene gran tolerancia al castigo físico.
Manuel lo mira mientras el otro se prepara. No puede evitar sentirse responsable por él, algo así como un protegido a quien debe guiar y, pese a que en ocasiones le desespera, siente la necesidad de protegerlo. El día anterior se había ofrecido a tomar su lugar en el regazo del amo sabiendo que él no aguantaría muchos azotes y que era inexperimentado, pero el amo le contestó que esa era la manera en que aprendería de sus errores.
Migue es pequeño de estatura, aún para su edad, y muy delgado. Es además casi lampiño, al punto que el amo había decidido no rasurarle cuando entró a su servicio, e inexperimentado pero altamente entusiasta. Lleva su largo cabello negro recogido en una cola de caballo, el cual cuida extensamente.
Ahora que ambos chicos se encontraron listos comenzaron en conjunto las tareas domésticas. Todo tendría que estar listo para la hora de la comida, incluyendo la preparación de las visitas que ese día llegarían a la casa.
Las labores de limpieza del día ocupan la mayor parte de la mañana de ambos esclavos. Barren, sacuden, trapean y lavan habitaciones, baños y cocina; las actividades divididas entre ambos son menos pesadas. Para cuando la una de la tarde llega Migue se dedica a cocinar. Es un alivio para Manuel, siendo que nunca se ha especializado en ello y prefiere cuando alguien más lo hace. La comida está lista para ser servida a la hora en que el amo llega, así como también se encuentra ordenada ya la mesa para comer.
El amo generalmente no cuenta con mucho tiempo para comer y hoy no es la excepción. Poco les habla antes de sentarse en la mesa, atendido por Migue, quien le sirve un plato de sopa caliente; antes de empezar a comer se baja la bragueta y le indica a su joven sirviente que tome su posición bajo la mesa, con lo que deja claro que no solo está hambriento de comida.
Migue recibe la silenciosa orden con orgullo, su rostro se ilumina y ni tardo ni perezoso se posiciona bajo la mesa, sacando con cuidado el miembro de su amo para introducirlo en su boca con mucho cuidado. Si bien Manuel es inexperimentado en las artes culinarias, Migue lo es en las orales, pero contrarresta esta inexperiencia con un alto nivel de entusiasmo, agradeciendo cualquier oportunidad que se le presenta para practicarlas.
Como si nada ocurriese bajo la mesa, el amo plantica con su otro esclavo, quien se encuentra de pie a la puerta de la cocina listo para atenderle en cualquier cosa que se le ofrezca. Manuel observa de vez en vez las acciones de su compañero, ve como le pasa la lengua y cubre el pene de su amo con saliva; aún no está completamente erecto, pero parece ir en buen camino para estarlo. A pesar de que Manuel no deja de criticar mentalmente su técnica (“No es una paleta… ¡Tienes que agarrarlo con más firmeza!”), la escena le parece sumamente erótica; para el momento en que el plato fuerte es servido, Migue ya tiene problemas para adaptarse al tamaño del pedazo de carne en su boca, pero continua valientemente su esfuerzo.
Poco a poco, casi sin que sus ocupantes lo noten, la temperatura de la habitación ha aumentado. La situación incrementa el libido de los tres, y los esclavos, aún sin estimulación física, comienzan a reaccionar también. Manuel está particularmente atento a ese sentimiento familiar que tiene en la parte baja de su estómago. El estar desnudos por la casa ha reducido en gran medida cualquier sentimiento de pudor que alguna vez pueda haber sentido, incluso tener una erección es algo normal para ellos, pero Manuel tiene un problema con ello: ha comenzado a chorrear líquido pre-seminal. En general, él siempre ha chorreado mucho, es una especie de sello distintivo del cual no se siente particularmente orgulloso debido a los problemas que le ha causado, tales como la ropa interior húmeda en sus años de preparatoria o el ponerlo en evidencia cuando se encontraba en los vestidores de su gimnasio. Aun recientemente, bajo el servicio de su amo, ha llegado a ser problemático.
La atención del amo y Migue se encuentra enfocada uno en el otro. El amo ha hecho el plato de comida a un lado y cierra los ojos para concentrarse mejor en lo que siente, posicionado su mano derecha en la cabeza del esclavo para guiar su ritmo. Siente una ola de calor invadir su cuerpo, comenzando por su entrepierna y cubriendo su cuerpo entero; saborea el momento, siente como se aproxima el clímax, sabe que llegará pronto. Migue, por su parte, acaricia el cuerpo de su señor, pasando una mano debajo de su camisa para acariciar su pecho y otra en sus testículos, sobándolos por encima del pantalón. El amo gruñe, señal bien conocida por sus sirvientes, y Migue ve recompensado sus esfuerzos con un chorro de leche a presión que recibe golosamente, tragando lo más deprisa que puede para evitar que una sola gota llegue a ensuciar el inmaculado pantalón de su señor.
Aún Manuel, estoico como suele ser, se ve afectado por la escena. Distraído por lo que acaba de presenciar tarda unos momentos en reaccionar y darse cuenta que tiene tareas qué realizar; se inclina sin pensarlo sobre el amo para alcanzar los platos sucios y los lleva al fregadera para lavarlos.
“¡Puta madre!”, voltea al escuchar el grito de enojo de su amo. Se ha puesto de pie y mira su pantalón negro, donde una mancha de líquido transparente ha dejado su notable marca; Manuel piensa originalmente que Migue simplemente no pudo tragar el semen en su totalidad, pero un fino hilo de líquido traslucido conecta la mancha en el pantalón directamente al pene de Manuel, traicionando su origen. Una vez más, el chorrear en grandes cantidades le ha metido en problemas.