Un día en la piscina
Mientras los niños van a la piscina, Beto y Dulce tienen la casa para ellos solitos, y Oli e Irina tienen la misma idea.
-…Y ponle el protector solar en cuantito salga del agua, y no dejes que esté mucho rato al sol, sentaos en la sombra, y no se te ocurra dejar de vigilarla, ni dejes que se acerque a la piscina de los mayores, ni que se quite la gorrita, y cuida que beba mucha agua, y si os compráis un helado, el suyo que sea de crema, no de hielo, y cuida que se tome el yogur, y que no esté demasiado rato en el agua, mójale la cabeza, y no la vayas a perder de vista, y….
-¡Mamá, que vamos a una piscina cerrada, no a la selva! – protestó Renato. Tenía casi nueve años y, como decía su madre, “estaba empezando a querer sacar los pies del tiesto”. Su hermanita tenía cinco poco menos que recién cumplidos y era una niñita menuda y calladita con la que era preciso tener cuidado. No exactamente porque fuese frágil, que lo era, sino porque era lo que su madre definía como “traviesa”, y la maestra de la pequeña calificaba de “kamikaze”. Renato, su hermano mayor, consideraba a Dulcita un incordio con patas. Siempre había que tener mil ojos con ella, y no había manera de leer tranquilamente, o jugar, o hablar con su prima Tercero, porque ella siempre se metía en medio y tenía que decir alguna estupidez, lo cual era muy molesto… pero a veces, tenía el vicio de decir alguna verdad, lo cual era terriblemente más molesto aún.
-René, ya sé que vais a la piscina, y sé que tus primos estarán allí, y tu padre y yo iremos más tarde… pero quiero que tengas presente que debes tener cuidado con tu hermanita. No te dejaría ir solo con ella si no supiera que la vas a cuidar muy bien, pero aún así, quiero recordártelo.
Renato suspiró. Su madre solía llamarle “René” igual que otras madres decían a sus hijos que ya eran hombres: cuando quería que hiciese cosas que no le apetecían… pero en fin, al menos ya no le decía “Renecito”. Asintió. Tomó de la mano a Dulcita y salieron, con las toallas al hombro y las mochilas a la espalda. Dulce, su madre, se les quedó mirando por la ventana hasta que atravesaron el jardincito, cerraron la verja y cruzaron la calle, por la que pasaba apenas un coche cada hora, camino a la piscina comunitaria, que estaba a menos de un minuto a pie. No obstante, a pesar que ya a finales del verano pasado les dejaba ir solos, a Dulce le gustaba mirarles hasta que llegaban frente al edificio de la piscina, sólo para quedarse tranquila de que habían llegado bien. Una vez en la piscina, ya estaba el socorrista, el vigilante…. Una parte de ella misma le decía “pues ha habido niños que se han ahogado en la piscina, por mucho socorrista que hubiera”, y otra le decía “Están creciendo, tienes que dejarles crecer, no puedes tenerlos siempre prendidos del cordón umbilical”. Lo cierto-cierto, es que sólo había tenido en su vientre a Dulcita, Renato era adoptado, él no lo sabía aún, pero le quería igual que si lo hubiese parido.
Eso era otro pequeño dilema, pensó Dulce, mientras subía sigilosamente al piso de arriba, donde estaba la alcoba de matrimonio. Habría que decirle alguna vez a Renecito que no era hijo natural, sino adoptado, pero… ¿cuándo decírselo? ¿Cómo se lo iba a tomar? ¿Era mejor decírselo, o callarlo….? La mujer tenía muchas dudas. Ojalá fuera tan simple como Beto, su marido. Abrió la puerta del dormitorio. Su Beto estaba dormido, panza arriba, sólo llevaba los calzoncillos y sonreía dormido, como solía hacer. Para él, Renato era hijo suyo y no había más que hablar, ni se planteaba la idea de decirle al chico que no era hijo natural, porque para él, lo era. Independientemente de quién lo hubiera concebido.
Dulce tenía que admitirlo: se sentía un poquitín culpable. Si dejaba a los niños ir solos a la piscina, no era sólo por “dejarles crecer”, ni por “comodidad, dormir un ratito más, dejar que Beto durmiera un ratito más…”, sino por estar a solas con él. Es cierto que muchas noches se daban buenos homenajes, pero no era lo mismo tener que hacerlo en silencio, a oscuras y procurando no moverse mucho, que tener la casa entera para ellos solos, y poder dar gritos si les apetecía, o poner música, o… Suspiró. Echó la persiana para que el sol no molestase, y se quitó la batita rosa que llevaba, bajo la cual, llevaba sólo un picardías transparente. Es cierto que, en los últimos años, había ganado algo de peso. Sus muslos tenían pequeñas oquedades dejadas por la grasa, su vientre no era ya liso y tenía estrías y la cicatriz de la cesárea, su trasero se había redondeado y sus pechos habían aumentado de tamaño… pero para Beto, no había mujer más hermosa en el mundo.
La mujer se arrodilló en la cama, detrás de su esposo, y se abrazó a su espalda, acariciando suavemente el bajo vientre. Beto, aún dormido, dio un ligero respingo y se encogió, intentando inconscientemente proteger su zona genital… pero apenas notó la caricia, un suave “mmmh….” salió de sus labios y se relajó de nuevo, dejándose mimar. Dulce sonrió y bajó en sus caricias, hasta tocar el bulto, que comenzó a crecer de inmediato. Ella metió la mano bajo el calzoncillo y su esposo se encogió lentamente, para abrazar la mano que le daba gustito y tenerla presa contra él. Dulce empezó a mover la mano, acariciando de arriba abajo, hasta que un gemido salió del pecho de Beto y éste despertó.
Beto parpadeó, esperando quizá que las dulces sensaciones que habían cosquilleado su entrepierna fueran fruto sólo de un sueño subido de tono y se esfumasen al despertar, pero, para su gran alegría, duraban aún estando despierto. Miró hacia abajo, y descubrió un brazo muy familiar perdido bajo su ropa interior. Volvió la cabeza, y vio que Dulce le sonreía. Miró hacia la puerta, y vio que estaba abierta. En su no muy rápido cerebro, se formó la conclusión lógica:
-Dulce… si sigues haciéndome cositas, querré… llegar al final, aprovechando que los niños no están… - sonrió. – Y buenos días.
-Buenísimos, Culito Mullido… - sonrió. Dulce solía llamarle así en sus momentos íntimos, y Beto sonrió como un niño travieso. – Estás guapísimo cuando duermes… guapísimo.
Beto se volvió para poder abrazar y besar a su esposa, ella no sacó la mano del calzoncillo, de modo que pasó a acariciarle las nalgas, mientras él la besaba entre gemidos y le metía las manos bajo el camisolín, apretándola contra él, besándola a la vez con ternura y cierta ansia, como si tuviera miedo de que alguien se la quitara. Dulce tiró de la ropa interior de su esposo hasta bajarla, y él mismo se la quitó con las piernas. Su erección pedía ser saciada de inmediato, y Dulce le hizo tumbarse boca arriba para sentarse sobre él. Beto se incorporó hasta quedar sentado en la cama a su vez; le encantaba estar debajo, pero le gustaba más aún estar a la misma altura, para poder jugar con las tetas de su mujer, besarla…
-¡Aaaaaaaaaaahm….. sí! – y abrazarse a ella fuerte-fuerte, cuando se dejaba caer sobre su miembro.
Dulce permaneció quieta unos segundos, disfrutando el abrazo y la sensación de estar llena, de tenerle… “No importa los años que pasen, ni las veces que lo hagamos… ésta sensación, nunca dejará de sorprenderme…” pensó, maravillándose una vez más de la intensidad del goce. Beto era un poco superior a la media en tamaño, y cuando la penetraba, era tan… arrollador, tan fuerte, tan… ¡pleno! Beto empezó a mover ligeramente las caderas, de atrás adelante, y Dulce gimió de gozo y sorpresa, ¡qué gustito! Miró a Beto a los ojos, y éste le devolvió la mirada. Una mirada llena de ese amor tan inocente del que estaba lleno el funcionario, y la vez de dulce picardía, de travesura y emoción…. La mujer gimió de puro deseo y le besó con fuerza, metiéndole la lengua, mientras también movía las caderas.
“Qué rico… me encanta, sigue… ¡qué rico!” pensaba confusamente Beto, mientras sentía su tita frotarse en el más absoluto dulzor, en medio de cálida seda… seda húmeda y suave que le colmaba de alegría y le derretía. Cada ligera embestida de los cuerpos de ambos le cosquilleaba hasta los dedos de los pies, le hacía temblar los muslos y se le escapaban los gemiditos de gusto.
-Tócame, Betito… - musitó la inspectora, llevando las manos de su marido a sus tetas suaves… Beto recordó que cuando se conocieron, Dulce ya tenía un pecho bonito y, siendo francos, tirando a grandecito… ahora que había aumentado de peso, tenía unas tetas que a veces no cabían en las blusas y no solía faltar algún grosero que le preguntase si eran operadas… Dulce siempre decía que tenía que ponerse a dieta, pero cuando lo decía, Beto la abrazaba, apoyaba su cara en ellas y decía “no, porfa, no…”. Le encantaban, y las apretó, moviéndolas, frotando una con la otra y haciéndolas temblar… Beto quería seguir mirando a su mujer, pero cuando tenía delante sus tetas, perdía un poco el rumbo, se quedaba colgarrón mirándolas… como ahora. Dulce no se molestaba, al contrario, le gustaba, y mucho… Se agarró ella misma los pechos, y le ofreció los pezones. Beto se lanzó a por ellas, besó, chupó, lamió… mientras Dulce sonreía de placer, sintiendo cada lamida, cada suave caricia de su lengua, cada cosquilleo en sus pezones, comunicarse deliciosamente a su intimidad húmeda y atravesada.
-Qué… bien… lo haces… ¡qué bien me lo haces, Betito, sigueeee….! – Dulce se puso tensa, abrazando a Beto con las piernas, sintiendo un placer maravilloso colmar las paredes de su vagina, sintiendo la dulzura crecer y crecer, ahí… ahí…. - ¡Haaaaaaaaaaaaah…..! – La mujer se abrazó a Beto con todas sus fuerzas, mientras el estallido se expandió en una explosión de placer que inundó su sexo y colmó su cuerpo, haciéndole dar pequeños respingos y sonreír de gusto… un reguero de hormiguitas recorrió su piel, y su vagina se cerró en espasmos sobre el miembro de su Beto, que la miraba embobado… Y que empezó a embestir gimiendo como un perrito, ¡no aguantaba más, se le salía, se le salía…. Haaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah….!
Beto intentó conservar los ojos abiertos para mirar a Dulce, pero se le cerraban de placer, ¡qué gustooo….! Un placer maravilloso le hizo temblar entre los brazos de su mujer, quien le abrazaba y casi ronroneaba…. Beto apoyó la cabeza en los pechos de Dulce. Subían y bajaban suavemente, como acunándole. Su pene daba tironcitos de él, vaciándose dentro de su mujer, y cada tironcito era tan agradable… tan agradable…
-Betito…
-¿Mmh…?
-¿Vamos para la piscina ya, o… prefieres que desayunemos primero…?
-…Desayuno. – contestó una sonriente voz soñolienta. Dulce sonrió también. Lo que Beto no sabía, pero lo averiguaría enseguida, es qué tipo de leche pretendía tomar su mujer esa mañana, y dónde pretendía que comiera él la mermelada de fresas que quedaba…
-¿Van a venir luego los primos y tu novia…?
-¿Qué tonterías dices? ¿Qué es eso de “mi novia”? – preguntó Nato a su hermana.
-La prima Tercero, es tu novia. – sentenció la niña, mirándole con sus ojos ambarinos, como los de su madre.
-Dulce, por Dios… Tercero es mi prima también, igual que es prima tuya, y NO es mi novia.
-En el cole siempre estáis juntos, todos los niños dicen que es tu novia.
-Todos los niños son imbéciles, uno no puede ser novio de un primo suyo, y basta.
-Entonces… si no fuera tu prima, ¿sí sería tu novia?
-¡Dulce, Tercero y yo no somos novios, y no hay más que hablar, deja de decir sandeces!
-¿Qué son sancedes?
-¡San-de-ces! Son tonterías.
-Ah… ¿y por qué no dices “tonterías”, sin más?
-¡Porque… cuando una tontería es MUY grande, es una sandez, y tus tonterías son tan enormes que son sandeces! ¡Y cállate ya! ¡Todo el día “blablablablá, blablablablá”….!
-Siempre estás enfadado. – masculló la pequeña, torciendo la boca.
-Por que tú siempre estás incordiando y diciendo chorradas.
-¡Aclárate de una vez! ¡Yo creía que decía sanceces…!
Nato cerró los ojos con fuerza y suspiró exageradamente. Él tenía ocho años, ya sabía que los niños no venían de París, pero aunque su madre le había prometido y prometido que ya no vendrían más bebés a vivir con ellos, no dejaba de angustiarle la idea de que había dejado a sus padres solos en casa… No podría soportar a otra larva dando saltitos a su alrededor y diciendo sancedes… ¡sandeces! todo el santo día.
“Esto sería más cómodo si ella me tuviese la misma antipatía que yo a ella…” pensaba, pero no era el caso. Dulcita le adoraba, aunque siempre estuviese diciéndole que era un enfadica y un mandón, la niña quería ser como él a toda costa, y estaba emperrada en aprender a leer y a contar, para poder pasarse el día leyendo y haciendo números, y probando inventos raros, como hacía su hermano mayor. Lo cierto es que Nato no quería que su hermana se pareciese a él en absoluto. Ella era la niña, ¡tenía que ser la niña, vestir de rosa y ser mona, y asustarse de los ratones y dedicarse a aprender canciones y coleccionar muñecas anoréxicas y pegatinas con purpurina! Y él, podía dedicarse a estudiar en paz, sacar buenas notas y que todos le admirasen por lo inteligente que era. El mundo estaba bien hecho así. Pero no… esa maldita larva tenía que querer ser inteligente también. ¿No había tenido suficiente con robarle el puesto de hijo único? ¿Tenía, además, que pretender ser lista y sacar buenas notas como él? ¿Qué le quedaría entonces para destacar en casa, ser siempre el malhumorado? No era justo…. Y… Y la verdad-verdadera, es que tampoco quería que fuese anímicamente como él. Él, podía permitirse ser enfadica, como ella decía, precisamente porque era inteligente. Mucho. Tenía derecho a sentirse molesto ante la estulticia de los demás. Su hermana era lista, qué duda cabía, pero… no tanto como él. No podía permitirse ser borde.
Por un momento, imaginó qué sucedería si su hermana se portase como él hacía a veces, subvalorando a los demás, riéndose sibilinamente de ellos, a veces con tanta delicadeza que los demás ni lo notaban, y hasta se lo agradecían… No funcionaría. Él podía estar seguro que no se encontraría a alguien más listo, pero su hermana sí se lo encontraría. Y si le devolvieran la patada… “Le estaría bien empleado, así aprendería a ser humilde, le vendría bien llevarse un chasco”. Eso, fue lo que quiso pensar, o al menos, lo que pensó el lado izquierdo de su cerebro. El derecho le traicionó, y un “mataré al que se atreva” casi inaudible, pasó por allí. Eso le ponía furioso. Porque era algo que no lograba entender.
Nato siempre lo entendía todo. Todo. Y eso a la vez, era bueno y malo. Cuando a la edad de cuatro años su maestra les enseñó a contar hasta diez, él entendió que tenía por fuerza que haber números mayores, y empezó a contar cosas estilo “diez y cinco; tres veces diez; dos diez y cinco más…”, y, suponiendo que si su maestra les había enseñado sólo hasta diez, es que ella no sabía más, él mismo buscó en la biblioteca los nombres de los demás números… y vio que tenía razón, y que había números para cualquier cantidad, por grande que fuese. Y casi de inmediato, vio que a esos números, podían añadirse más números, o quitarse. Y había una manera lógica y rápida de repartir cosas iguales, sin necesidad de contarlas una a una, y se llamaba división. Y había otra manera de contar cosas iguales, y se llamaba multiplicación. Y durante toda una tarde, se maravilló descubriendo que podía saber cuántas baldosas había en el techo sin contarlas todas, sólo sabiendo cuántas había por lado. Y podía repartir con su prima los caramelos o las chocolatinas, sin necesidad de ir “una para ti, una para mí”, sino sólo contándolas y dividiendo entre dos…. ¿por qué no les enseñaban eso, si era tan útil y divertido? ¿Por qué perdían el tiempo dibujando, y cantando canciones, y durmiendo siestas…? Él había entendido eso, y fue capaz de explicárselo a Tercero, y ella lo entendió también, y le dijo que era un mago… Pero lo que Nato no pudo entender, es por qué él se sentía tan… importante, cuando ella le dijo aquello. Eso, le puso furioso. Porque no podía entenderlo.
Cuando, con seis años, los profesores descubrieron que, mientras los demás niños aprendían a leer y a sumar, el pequeño Nato ya leía de corrido y entendía perfectamente lo que leía, y había aprendido él solito a hacer raíces cúbicas, propusieron a sus padres subirle de curso. Eso, también lo entendió. Entendió que significaba tener seis años con compañeros de once o de doce, que se sentirían amenazados por él y le considerarían un bicho raro, un empollón, un monstruo… y ya no se sentaría al lado de Tercero nunca más. Así que se negó. Su madre intentó convencerle, era bueno para él, y seguiría viendo a su prima todas las tardes… Nato no había mencionado para nada a Tercero, y se asombró de que su madre supiera que su negativa, iba por ahí… “Es mi madre. Si soy inteligente, lo he sacado de ella; desde luego no me viene de papá”, pensó finalmente, pero siguió en sus trece. Si lo pasaban de curso, no aprobaría un solo examen más, los dejaría todos en blanco y repetiría curso. “Aunque tenga conocimientos, no podéis obligarme a demostrarlos, y si no los demuestro, repetiré”. Su padre salió en su defensa, no quería que su hijo acabase odiando el colegio… así que se quedó en el curso en que estaba, a cambio de recibir una hora de clase extraordinaria durante dos tardes a la semana, donde pudieran resolverle dudas y darle contenidos adecuados a su capacidad. Eso lo entendía, y era bueno entenderlo.
Lo que no era bueno entender, eran otras cosas. “Podrías llegar a donde quisieras…. Podrías hacer todo lo que se te antojara”, solía decirle su madre entonces, y él entendía que la había decepcionado con su decisión de seguir sus cursos con normalidad. Eso, hubiera preferido no entenderlo. Él mismo sabía que, ahora mismo, estaba estudiando contenidos ya de bachillerato, cálculo de límites, logaritmos neperianos y fractales abstractos. Y no le bastaba. Su cerebro siempre quería más. Ya estaba en un nivel matemático en el que no había ni números, sólo letras y símbolos... y pronto eso, no sería suficiente para él. Entendía que su madre habría querido que él estuviese cursando estudios superiores, y quizá en la universidad antes de cumplir los once años, sabía que la había hecho daño con su decisión, que ella pensaba que estaba malgastando su potencial. Entendía que su madre quería muchísimo a Tercero, era su sobrina… pero sabía que a veces pensaba que, de no existir ella, sin duda su hijo SÍ habría pasado de curso. Y tenía razón, lo habría hecho. Pero sólo porque en ese caso, no habría nadie, nadie en el mundo con quien mereciera la pena hablar. Sólo consigo mismo. Eso, no lo entendía, no entendía por qué le gustaba la idea de tener a Tercero, a fin de cuentas, ella sólo era una chica normal. Y el no entenderlo, le enfurecía.
Tampoco era bueno entender a los mayores. Cuando su padre se levantaba muy sonriente los sábados por la mañana, o cuando él y su madre decían que iban a echarse la siesta después de comer, él entendía perfectamente qué sucedía en el dormitorio. Y hubiera dado cualquier cosa por no entenderlo, igual que no entendía qué podía haber visto su madre en ese gorila estúpido y simplón que tenía por padre. No se puede decir que no le quisiera, sí, le quería, pero… pero, por favor, era un hombre que si le decías “mira, un burro volando”, decía “¿dónde, dónde?”, y miraba al cielo, CONVENCIDO de que allí estaría… le asqueaba la idea de ese hombre encima de su madre, o simplemente besándola, pero algo le resultaba mucho más alarmante… él sabía que los hijos heredan cosas de sus padres, y a veces de sus abuelos. Él, estaba claro, no había sacado, gracias a Mendel, nada de su padre, salvo quizá la pigmentación de los ojos, que eran verdes, pero… ¿qué sería de sus hijos? ¿Y si alguno salía tan tonto como el abuelo? No podría soportarlo, antes se haría la vasectomía que permitir algo así…
-¡Llegó el caballo de la princesaaaa…! – Nato iba tan ensimismado, que no los había oído, pero el grito de su primo Kostia y la carcajada de su hermana, se los anunciaron. Kostia, gamberro profesional en ciernes, había llegado por detrás, y había metido la cabeza entre las piernas de Dulcita, levantándola al momento, para llevarla a corderetas. La niña gritó de alegría y se puso a gritar “¡arre, caballito; arre, caballito!”, mientras Román y Tercero llegaban y se reían también, y Kostia fingía trotar y cabeceaba resoplando y relinchando como un caballo. Tercero dio dos besos a Nato, y éste, a pesar de que los gemelos le parecían demasiado alborotadores y gritones (sobre todo Kostia), se alegró de que llegasen por fin. Con sus tonterías infantiles, hacían callar a su cerebro, y eso a veces, era bueno.
“Seguro que esto, es explotación infantil…. Tiene que ser ilegal, estoy seguro… ¡trabajo, trabajo y trabajo! ¡Un día que tengo para que me dejen en paz en el colegio, y tienen que venir a cargarme de recaditos, parezco la chacha!”, iba pensando Octavio, aupándose la mochila llena de librotes que llevaba a cuestas. El sol mañanero de mayo le iba cociendo el cogote, mientras se acordaba de su padre, su madre, y el bibliotecario, y no precisamente para bendecirlos.
-Si te pesan mucho los libros, más te pesarán los sacos de cemento que tendrás que llevar como no estudies, ¡espabila! – le había dicho su madre al mandarle a casa del sr. Oliverio, el bibliotecario de la Universidad. Al parecer, hacía un par de semanas que el Director del colegio había cogido prestados libros allí, y le había pedido al conserje, padre de Octavio, que por favor se los devolviera. Con las mismas, su padre le había mandado a él, “a ver si a fuerza de llevar libros, empezaba a interesarse algo por ellos”.
Octavio, o Viteto como él se decía, detestaba estudiar. Lo odiaba con todas sus fuerzas. Eso de sentarse a leer y memorizar, y aprender nombres de ríos, y capitales, y climas…. Le parecía la peor tortura imaginable. ¿Qué sentido tenía aprender todo eso? ¡No servía para nada…! Bueno, quizá para hacer crucigramas y jugar al Trivial, pero en la vida real, ¿de qué le servía a su padre saberse los reyes godos, por ejemplo? Para nada. A él le gustaba jugar, correr, trepar a los árboles, dar volteretas, nadar, y últimamente, mirar a las chicas mayores… pero eso de estudiar… puagh. Por eso estaba repitiendo curso. Y más le valía aprobar, si no quería que su madre le desnucase a collejas, pero el camino que llevaba, era solamente regular. Los profesores se desesperaban con él, y los niños solían reírse de él, o pedirle que hiciera alguna de las suyas, como cuando se bajó al sótano del colegio (era la ventaja de tener un padre conserje, tenías todas las llaves) y se pasó una tarde entera buscando cucarachas para llenar con ellas el cajón de la profesora, ¡qué grito dio al verlas! Eso sí, su padre casi le dejó sin orejas. O aquélla otra vez que su padre iba muy estreñido y tomaba un laxante, y Viteto cogió la botella, la vació en la cafetera de los profesores y luego rellenó la botella con vinagre, y todos los maestros estuvieron con diarrea dos días y tuvieron que cerrar el colegio, convencidos de que se trataba de gripe estomacal y temían contagiarlo a los niños… Su padre se dio cuenta, y su madre ató cabos también, e intentaron regañarle, pero les entró tanta risa que no fueron capaces, y se libró, aunque al día siguiente sí hablaron con él, pero al menos, conservó las orejas en su sitio.
Pensando en aquello, al fin llegó a casa del bibliotecario. La verdad que le gustaba ir allí, el sr. Oliverio tenía tres hijos, y los tres le caían bien. Román y Kostia habían sido sus compañeros el año pasado, y aunque Román era más sosainas, Kostia se enrollaba bien, habían sido muy amigos durante el curso, aunque ahora se veían menos por que él sí había pasado. Ahora, coincidía con Tercero, la hermana pequeña de ellos. Viteto pensaba que las chicas mayores, eran interesantes, pero las niñas eran tontas. Pero Tercero…. Era menos tonta que las demás. Estaba casi bien para ser niña, pensó y llamó a la puerta, y le abrió la señora Irina, vestida con un pantaloncito corto y una camiseta que le resbalaba por un hombro… sólo por verla, el paseo ya valía la pena. Viteto sabía que había madres guapas, porque la suya era una de ellas, pero la señora Irina no es que fuese guapa, es que era como esas chicas que salen en las pelis de acción, y además era simpática.
-¡Hola, Viteto! – le sonrió. El niño le había dicho en una ocasión que se llamaba Viteto, no Octavio, y desde entonces, ella siempre le llamaba así. Era la única adulta que lo hacía, y eso le hacía subir aún más puntos a ojos del niño. El día de la entrega de notas, el año pasado, cuando le dio dos besos porque le vio llorando porque había suspendido, de golpe, un día horrible, se convirtió en el más feliz de su vida… - ¿Traes tú los libros? ¡Muchas gracias! Pero pasa, no te quedes ahí, ¿quieres un refresco…?
-No, muchas gracias… ¿No están Román y Kostia?
-No, se han ido a la piscina con sus primos… - la señora Irina pareció pensar mientras le miraba, y de pronto sacó una ficha roja de un cajón y se la dio - ¿Quieres ir con ellos?
Viteto sabía que le habían dicho que, después de entregados los libros, volviese a casa a toda velocidad para ponerse a estudiar, pero cuando oyó “piscina”, se le olvidó todo.
-¡Sí! E-es decir, si puedo…
-Claro que sí. – le entregó la ficha. – Sólo acuérdate de devolverle el pase a Román o a Kostia cuando te vuelvas a casa, ¿vale?
-Doña Irina, si alguna vez la deja su marido, véngase a mi casa. – soltó Viteto y la mujer se rió con ganas, mientras el chiquillo salía como una flecha; sabía bien dónde estaba la piscina, ya había ido otras veces el verano pasado, apenas eran diez minutos a pie, y corriendo, menos.
Irina le miró deslizarse por la barandilla, sonriente. Le encantaban los niños… aunque, la casa, sin niños, era también todo un lujo, pensó mientras subía las escaleras, quitándose la camiseta, bajo la cual no llevaba nada, y desabrochándose el pantaloncito vaquero, bajo el cual tampoco había ropa interior. No esperaban que fuese a aparecer Viteto, e Irina se había puesto la ropa como había podido, y sólo porque le había dado corte abrir con un albornoz. En la buhardilla del piso, estaba el “reservado”, como ella llamaba a su habitación de matrimonio. Alcoba, terraza, baño, y mucha diversión. Abrió la puerta.
-¿Irina…? – preguntó Oli, su marido. Y preguntaba por una buena razón: llevaba los ojos vendados. Irina le lanzó el pantaloncito a la cara, Oli respingó, sorprendido por el tacto de la prenda y al tocarla, supo de qué se trataba y la olió. – mmmmmmmmmh…. – Oyó la puerta cerrarse y los pies descalzos de su esposa dirigirse a él. – Irina, esto es…. Muy perverso.
Ella sabía qué quería decir. Oli, por más años que pasasen, siempre sería el tímido irredento a quien ella desvirgó, y que tenía cierto “miedo” al sexo, y a quien todo le producía agradable vergüenza… Cuando algo le parecía muy excitante, o muy perverso, o similar, quería decir que tenía miedo de no durar nada… pero que le gustaba, le gustaba mucho. Irina sonrió y tomó a su marido por los hombros. Oli estaba sentado en la cama, e intentó abrazarla, pero ella le empujó en medio de una risita y Oli se dejó caer y mecer, botando en la cama de agua, notando por el “oleaje” que su esposa también se había subido a ella. En una traidora parte de su cerebro, se coló una idea: “…y pensar que a los niños le encanta ésta cama, si supieran qué hacemos en ella, qué vergüenza, qué vergüenza…”, pero otra tomo el control, cuando notó en su boca algo suave, caliente y húmedo, y con un olor fuerte, pero agradable…
-¡Mmmhh! – Oli no pudo contenerse, su lengua tiró de él. Su mujer le había puesto la vagina en la boca.
-Oooh, sí….. sí, mi Oli… ¡ah...! Mmmh, sí…. – gimió Irina, abriéndose los labios con una mano, mientras su marido, rojo como un tomate, la abrazaba por las nalgas y le cubría de besos la intimidad, dando lametones en los labios, buscando a ciegas el… ahí, ahí estaba… se notaba en la lengua, la rajita y el botón que sobresalía, y se notaba en el cambio de la voz de Irina…. Mmmmh… tan salado y caliente, tan suave… Lo apresó entre los labios y succionó. - ¡Oh, SÍ! ¡Sí, por favor….! Oli…. Mmmh… méteme los dedos…
Oli estuvo a punto de dejar escapar una risita, pero se contuvo, ¡no pensaba soltar ese dulce botoncito! Le encantaba cuando ella decía cosas así, cosas que eran casi tacos, le daba morbo… Tanteó con los dedos, sin dejar de chupar, acarició, metiéndose levemente entre los labios… “qué caliente está… qué mojada… de aquí sale más humedad…”, se dijo, notando los temblores de Irina, las manos de ella en su cabello, en sus mejillas… Cada vez que se acercaba al agujero, ella gemía más intensamente. “Seguro que ahora está poniendo los ojos en blanco, y con la carita roja, y con los pezones muy erectos… seguro que se le pone de punta el vello de los brazos… haaaaaaaaah…. Dios, quiero correrme….”, pensó, y suponiendo que Irina se encontraría en el mismo punto, le metió el dedo corazón hasta el fondo.
-¡Síiiiiiiiiiiii….. aaaaaaaaaaaah….! – Oli pudo oír la sonrisa de placer en medio del gemido, y fue como… como un faro de luz en su interior. Cuando sabía que le daba gusto, que la hacía feliz, la alegría del momento era como un fogonazo que iluminase su alma. Con el dedo dentro de ella, apretó ligeramente hacia delante, y su mujer dio tal convulsión de placer, que se escapó de entre sus labios.
Oli boqueó como un pez fuera del agua, buscando de nuevo el clítoris, ¡quería seguir jugando con él, quería seguir besándolo…! Irina, entre risas gemidas, se acercó de nuevo, abriéndose los labios, y Oli exploró con la lengua, arrancando dulces grititos de gozo del pecho de su mujer a cada lamida, y finalmente lo encontró de nuevo y lo apresó una vez más, sorbiendo, mientras empezaba a mover el dedo dentro de ella.
Irina se estremeció, luchando por no moverse demasiado y correr el riesgo de soltarse otra vez, estaba casi a punto… casi a punto… haaaah, qué bien lo movía, qué ladrón, cómo sabía dónde tenía los puntos delicados… mmmmh…. Se derretía de placer, ¡qué cosquillas…! Aaah, su perlita echaba chispas, y cada arremetida del dedo de su esposo, tocaba más y más ese punto, ese punto que picaba tanto y que era tan bueno rascar… un poco más… sólo un poco má-aaas… ¡Haaaaaaaaaaaaaah….! Irina tembló de pies a cabeza, sintiendo la explosión a la vez en su coño y en su clítoris, haciéndola cerrar los ojos de gusto, haciendo tiritar sus hombros y sus muslos, y titilar dulcemente su sexo, tirando del dedo de su marido y escapando de sus labios aunque no quisiese… una maravillosa relajación se adueñó de ella, las olitas del orgasmo pasaban por su cuerpo haciendo suaves cosquillas en su piel, dejándola tan… ¡tan bien!
Oli sonreía de oreja a oreja. Le encantaba ver gozar… bueno, verlo no lo había visto, pero Irina había tenido razón en la venda de los ojos: era estupendo sentir sin ver. No había necesitado mirar, sabía bien qué preciosas caritas de abandono ponía su Irina, y a cambio, podía recordar cada gemido, cada exhalación, cada suspirito, cada pequeño grito de placer… Estuvo a punto de retirarse la venda negra, cuando de golpe, se quedó sin aire.
-¡HAH…! – dijo solo. Irina le había cogido completamente a traición, él estaba tan a gusto recordando las sensaciones sin vista, que el propio balanceo de la cama de agua no había traicionado los movimientos de Irina hasta que fue demasiado tarde: tenía su pene en la boca de su esposa, y ésta lo chupaba como si lo precisase para seguir viva. – I… Irina…. Me mataaas….
Estaba muy excitado, tenía muchas ganas… una caricia como aquélla, era excesiva, pensó, apretando con fuerza la sábana, y sintiendo que sus nalgas se tensaban con fuerza. La boca de Irina, húmeda y ardiente, se paseaba a placer por su miembro, succionando, lamiendo. Subía y bajaba suavemente, síiiiiiiii… sí, muy suavemente, todo humedad, todo calor… Su lengua hacía pasadas interminables por el tronco, y cuando llegaba arriba, hacía caricias deliciosas en la punta, y cada caricia le hacía respingar, ¡qué gustito…! “Más, por favor… sigue, Irina, sigue…”, intentó decir, pero sólo logró boquear.
Irina sonrió, y el aire de su risita le hizo cosquillas en la piel del bajo vientre, que le hicieron morderse el labio inferior. Los gemidos se le escapaban, cada uno más desmayado que el otro, y entonces sintió una caricia dulcísima en sus testículos… ¡aquello era demasiado, no, Irina, son muy sensibles, no, no, aparta, por Dios, apartaaaaaaaa…! Pero no fue capaz de decirlo en voz alta, antes de poder articular palabra, su cuerpo ya había encendido el interruptor del orgasmo… pudo sentir la erupción salir a presión de su miembro, un picor delicioso, una quemazón indescriptiblemente agradable, un cosquilleo en todo su pene que se cebó en la sensible punta y pareció cosquillear de modo exasperante (¡exasperantemente irresistible!) sus testículos, y que contrajo sus nalgas en un calambre de gozo, mientras todo el aire se escapaba de su pecho… Sólo eso, ya era bastante bueno, pensó mientras el bienestar se expandía por su cuerpo, pero entonces, notó unas manos cálidas acariciarle tiernamente, desde el pene a los costados, subir por el pecho, y ser abrazado, mientras unos pechos blanditos y calientes se apretaban contra él… una pierna le abrazó las suyas, y una suave cabellera se frotó contra su barbilla, llevando a su nariz el olor del champú de frutas que usaba… Una mano subió por su cara y le quitó la venda negra.
Oli abrió los ojos. La habitación no estaba especialmente iluminada, así que no precisó acostumbrarse. Miró a su esposa y le sonrió, apretándola contra sí.
-Irina… me encanta cuando hacemos el amor, pero… también es tan bueno cuando… en fin, cuando somos más apasionados, cuando…
-¿Follamos?
-…Sí, eso.
-No completaba tu frase, cielo…
-Oh… - Oli sonrió más abiertamente, y bajó el brazo por la espalda de su mujer – Ven aquí…
Nato no estaba contento. Bueno, eso no se ajustaba a la verdad. Más bien, estaba rabioso, loco de ira, por más que intentase aparentar que no le importaba. Él había estado jugando con sus primos y con Tercero, mientras su hermanita estaba tan a gusto, teniendo para ella sola la piscina de los pequeños. Román y Kostia se habían puesto a hablar de las notas que les darían dentro de pocos días, y eso le había dado a Nato ocasión para presumir: él iba a sacar de nuevo Matrícula de honor en todas las asignaturas, y se llevaría todos los diplomas habidos y por haber, y además iban a concederle un Premio Especial en Ciencias Naturales por su maqueta del Sistema Solar, que se movía con movimiento perpetuo… Román sentía un poco de envidia por eso, se le notaba, y Kostia también, aunque él lo disimulaba diciéndole que aquello no tenía mérito, que cualquiera podía sacar matrículas en todo siendo superdotado, así cualquiera… pero Tercero le había descubierto, “tú, lo que tienes es envidia”, le había dicho a su hermano, y a él le había dedicado una enorme sonrisa. Ella había sido la única que había visto la maqueta antes que nadie, y que había podido estar con él mientras la diseñaba y la montaba… habían compartido el secreto, y ella se había sentido importante por ello. Y Nato se había sentido… bien, sabiendo que ella se sentía importante por él. Todo estaba yendo muy bien… y entonces, llegó él.
“¡BOMBA VAAAAAA!”, había gritado, y se lanzó a la piscina en calzoncillos, importándole un pimiento todo. Era un cretino descerebrado sin pizca de vergüenza ni de sentido común. Octavio, el hijo del conserje, que de no ser porque era precisamente hijo suyo, ya el año pasado lo habrían echado de la escuela. Se pegó un piscinazo haciendo la bomba que casi la vacía, y los gemelos, sobre todo Kostia, habían celebrado exageradamente su “gracia”, pasando enseguida a imitarla. “¡Qué cosa más tonta! Salir, para volverse a meter…” pensaba Nato, que no le veía la gracia a aquello de hacer la bomba, o probar nuevas formas de tirarse al agua, a cual más idiota:
-¡Mirad, tíos! ¡El salto egoísta! ¡”Toa pa míiiiiiiiiiiiii”! – gritó Kostia, lanzándose en plancha, que se hizo daño y todo, por imbécil, pero Román y Octavio se desternillaban de risa. Y eso, mal que bien, tenía pase, a fin de cuentas, cuando se ponían, podían ser igual de cretinos… pero lo que no entendía, es que a Tercero, le hiciese gracia también.
Desde que había aparecido el lerdo de Octavio, ella casi ni le miraba, se limitaba a reír haciendo coro a los demás, y a aplaudir como una mona estúpida por cada chorrada que hacía. Y entonces, se le ocurrió el jueguecito estúpido:
-¡Juguemos a los Torneos! – había dicho.
-¿Y eso, cómo se hace…? – había preguntado Tercero. Con una vocecita interesada de idiota, según le pareció a él. No quería recordar que era la misma voz que ponía cuando le preguntaba a él algo, y que en esos momentos, le parecía tan llena de curiosidad y bonita.
-Muy fácil, nos ponemos en parejas, uno hace de caballo y otro de jinete, y los jinetes intentan tirarse al agua el uno al otro. ¡Todo vale, el primero que muera, pierde!
-Somos impares. – Observó Nato.
-¡Somos pares, Tercero es la princesa del Torneo, y no combate! ¡El que gane, recibirá el beso de la princesa! – El muy…. Esssssssstúpido de Octavio se había reído a carcajadas y hasta se había puesto rojo al decir eso. Tercero conocía bien a su prima, sabía que no le iba lo de ser princesita, ella querría combatir, y estaba tranquilo, pero…
-¡Ah, jajajaja, sí, qué idea tan buena! – Nato tuvo que mirarla para asegurarse de que aquéllas palabras, efectivamente, habían salido de la boca de Tercero. De pronto, estaba muy roja y no dejaba de mirarle y sonreír.
-¡Que empiece el Torneo! – había gritado Kostia, mientras se tapaba la nariz para sumergirse y que Octavio se sentase en sus hombros, pero Tercero, entre risas, gritó:
-¡Esperad, esperad un momento! – la niña salió de la piscina y fue a la de los pequeños, trayendo a Dulce de la manita, se fue a su mochila y sacó una goma del pelo, con bolitas rojas que simulaban fresas, de adorno. – La princesa tiene derecho a elegir campeón. Y yo elijo…. A Ser Nato. – dijo, y le colocó la goma del pelo en torno a la muñeca, como si fuera una pulsera. Luego le miró de una manera muy rara, y se sentó en el borde de la piscina junto a Dulcita, de quien dijo que era su dama de honor. A Nato, todo aquello le parecía la tontería más absurda que podía vivir nadie, pero todos los demás parecían estarlo pasando muy bien… quiso decir que él no jugaba, que no quería jugar, que no… pero antes de poderse dar cuenta, estaba sobre los hombros de Román, y Octavio le miraba con una sonrisa peligrosa.
-Hola. Me llamo Huracán Viteto. Me has robado a mi chica. Prepárate a morir. – soltó entre risas, y le empujó. Nato se hizo hacia atrás, esquivando el viaje, pero era indudable que Viteto no sólo tenía más experiencia en ése juego, sino también más ganas de jugarlo, le acosaba por todos lados, pero sin llegar a tirarle… “Puede tumbarme cuando quiera… pero prefiere jugar conmigo al ratón y al gato”, se dijo Nato.
-¡Túmbale, Nato, venga! – le animó Tercero, y el niño, picado en el orgullo, intentó atacar. Viteto le sujetó las manos y empujó, estuvo a punto de hacerle caer, pero le sujetó en el último momento, riéndose de su torpeza. La condescendencia le escoció a Nato más que su escrita derrota, desembarazó el pie del brazo de su primo, y le soltó una patada a su contrincante.
-¡Auh! – se quejó Viteto - ¡Eso no vale!
-¿No has dicho que valía todo? – jadeó Nato, recobrando el equilibrio sobre los hombros de Román. Qué bien le venía ahora que tuviera esas espaldas de buey, igual que su padre. Aprovechando la guardia baja de Viteto, intentó empujarle del lado contrario al que le había pateado, pero el chico se movió, le atrapó las manos, y Nato, viendo que no podría tirarle, se decidió a hacerle daño y le arañó con todas sus fuerzas. Viteto se tragó el gemido de dolor y le soltó de una mano; Nato le escupió a los ojos y logró que le soltase de la otra también, e intentó empujar de nuevo, pero una vez más, Viteto le frenó las manos. Y esta vez, apretó.
-De modo que el cerebrito, quiere jugar duro – Nato se dio cuenta en ese momento que Octavio era más de un año mayor que él, y a su edad, esa diferencia, suponía mucho. A la desesperada, intento morderle.
-¡Niño! – gritó uno de sus primos.
-¡Nato! – La voz de Tercero era reproche concentrado, pero al niño ya no le dio tiempo a protestar; Viteto le retorció las manos, le dio un sacudón con fuerza y lo tiró al agua limpiamente, deslizándose a la vez de los hombros de Kostia, y sumergiéndose. Nato notó que lo agarraban y lo hacían dar vueltas dentro del agua, y pronto no supo dónde estaba la superficie, alguien lo zarandeaba, y de un tirón…
-¡Tachán! ¡Los despojos del vencido!
-¡Bluagh…! – Nato emergió, escupiendo agua y rojo como un tomate, sin sacar los brazos del agua - ¡Serás cerdo! ¡Devuélveme “eso”!
-Ven aquí a buscarlo, so tramposo. – Se burló Viteto, haciendo girar sobre su cabeza el bañador de Nato. Él ya sabía que iba a perder, perder le molestaba, pero no era nada horrible, no cuando se trataba de un estúpido juego piscinero… pero la humillación no podía soportarla. Sus primos se reían, su hermanita se reía, pero lo que era infinitamente peor: Tercero, también se reía. Y entonces, Viteto se puso de rodillas y le ofreció a Tercero su bañador – Milady, vuestros son los despojos de ése canalla.
-¡Mi bravo vencedor! – había dicho ella y, efectivamente, le besó en la cara. Luego, ella le había acercado el bañador, para que pudiera salir del agua.
Ahora, estaban jugando de nuevo. Viteto era el caballo de Tercero, y Kostia, el de Román, y Dulcita hacía de princesa, y se desternillaba de risa, y salpicaba con los pies a Román y Kostia, que también se partían de risa y decían “¡no vale que la princesa tome partido! ¡Sois unos enchufados!”. Nato estaba sentado en el césped, planeando formas de matar a Octavio. Finalmente, Román le pegó a su hermana un pellizco en las costillas y logró hacerla caer, entre las risas de todos, y de la propia Tercero. “Ojalá no se riera ella también… ojalá le molestase, ojalá…” pero se tragó sus malos deseos, aunque no su rabia, cuando Tercero le sonrió, nadó hasta el borde de la piscina, salió y se acercó a hablar con él.
-¿Hasta cuándo vas a estar de morros?
-Hasta que me dé la gana. – masculló.
-Nato… Mira, puede que no estuviera bien que te quitase el bañador… pero tampoco estuvo bien que le patearas, le arañases e intentases morderle, reconócelo.
Nato miraba a Octavio jugar y reír con sus primos, hacer gracias a su hermanita pequeña que los miraba al borde del agua, y sintió envidia, una envidia terrible y devoradora… ¿Por qué él no hacía reír a los demás así? ¿Por qué los demás no le adoraban como a ese cretino, ni aceptaban todas sus ideas, ni le admiraban…? ¿Qué tenía él? Nato era inteligente, culto, el primero de su clase, superdotado, creativo… ¡los niños, deberían hacer cola para ser sus amigos! Pero en lugar de eso, preferían a ese zoquete, que pensaba que una raíz cuadrada, era poner plantas en macetas tetraédricas, y cúbicas, ponerlas en los cubos de fregar. Pero, claro… ese zoquete, era divertido. “¿Por qué yo no soy divertido…?”. Una manita fresca, mojada de agua, le tocó el hombro.
-No te amurries… - le dijo Tercero. – Anda, ven a jugar con nosotros. Así puedes enseñar a nadar a Dulcita, has dicho que éste verano la enseñarías. – Nato quiso hacer un gesto de fastidio, pero Tercero añadió – Si la enseña Viteto, no te lo perdonaré. – El niño se puso en pie de inmediato, pero entonces, un grito infantil le heló la sangre.
-¡Aaaaaaaaaaaay, me ha picado, me ha picadoooooooooo! – Dulcita se agarraba el tobillo y lloraba a gritos. Nato echó a correr como si el suelo ardiera, pero Viteto, que estaba junto a la niña, la tomó en brazos y la llevó al socorrista.
-¡Dulcita, ¿qué te ha pasado?! – gritó Nato, y luego tuvo que tomar aire a bocanadas que le rasgaban el pecho, porque se las había apañado para llegar al socorrista al mismo tiempo que Viteto, siendo que éste estaba a menos de la mitad del camino.
-Creo que le ha picado una avispa.
-¡Serás idiota! ¡¿Ves que hay una avispa cerca de una niña de cuatro años, y no la espantas?! – Nato sabía que no era culpa de Viteto, pero quería enfocar la rabia en algo. Hubiera preferido que le picasen diez avispas a él, antes que una sola a Dulcita.
-Ssssssssssssh…. – siseó el socorrista, en cuya placa decía “Rob”, un hombre fuerte, aunque algo llenito, y muy peludo, y que casi nunca hablaba. Era muy bueno como socorrista, había quien decía que le habían visto estar dormitando en la silla, y de golpe, despertar y ponerse de pie, alerta como un perro de caza… y, dos segundos después, alguien pedía socorro. Pero, naturalmente, esto sólo eran habladurías. En cualquier caso, con su siseo y su sonrisa al mirar a Nato, éste entendió que, ni era culpa de Viteto, ni era para tanto… No sabía cómo podía saberlo sólo mirándole, pero lo sabía. Rob sacó el aguijón de la avispa con unas pinzas estériles, y aplicó pomada después en el picotazo. Sin decir nada, sacó una piruleta de un cajón, y se la ofreció a Dulcita, que aún hacía pucheros, pero al ver el dulce, sonrió. Rob acercó su dedo índice a la nariz de la niña, y la apretó ligeramente – Mec. – dijo. Y la niña, se rió. Nato se relajó visiblemente, y sólo entonces se dio cuenta que tenía la mano de su hermana cogida con la suya… y que la niña, seguía aún en brazos de Viteto.
Viteto echó a andar, con Dulcita en brazos, y los demás se fueron, pero Rob retuvo un momento a Nato.
-¿Sí…? – el niño pensó que iba a regañarle, pero el socorrista le miró a la cara, como escudriñándole. Le miró el mentón… la nariz, larga y afilada… los ojos verdes y, él no lo sabía aún, pero cargados de malicia… y su olor… - ¿Qué pasa? – Rob sonrió, negando con la cabeza, e hizo un gesto con la mano, indicando que no tenía importancia. Nato se apresuró a volver con los demás, pero Rob se quedó pensativo… de lo que se enteraba uno… Nada menos que el Decano. El sr. Moral y Buenas Costumbres, y con un hijo bastardo por el mundo… de lo que se enteraba uno…
“Me lleva como a su novia…. Me lleva como si fuera su novia….” Pensaba Dulcita, ya pasado el dolor de la picadura, completamente feliz siendo llevada en brazos por Viteto. El chico la dejó en la hierba y le dijo que había sido muy valiente soportando el dolor de la picadura, y mientras Dulcita chupaba su piruleta y los chicos mayores volvían a jugar, mientras llegaban los mayores con la cesta de los bocadillos de tortilla y el dinero para helados, mientras veía jugar a unos y oía charlar a otros, decidió que, ya que su hermano y Tercero eran novios, ella también tenía un novio. Es cierto, él no lo sabía aún, pero… ya se enteraría.