Un día de suerte
La tarde caía en la playa de levante, una playa alejada de las vias de comunicacion más habituales...
La tarde caia en la playa de levante, una playa alejada de las vias de comunicacion más habituales. Había llegado a ella por casualidad, buscando desesperadamente un lugar aislado en el que olvidarme de todo. Dejé el coche, con una despreocupación algo temeraria, a unos 200 metros de la playa, y me dirijí hacia la cala, que aun no veia, pero que un oxidado cartel ubicaba a esa distancia. Iba en ropa de calle, era Septiembre y acababa de salir de trabajar. En cuanto noté la arena, me quité los zapatos y los calcetines y caminé hasta el extremo opuesto. la cala era pequeñita, de unos 200 metros de extensión y acababa y empezaba en sendas rocas gigantes, que se unían formando un pequeño parapeto solo hendido por el camino que acababa de recorrer. Tan pronto llegué al punto elegido, una zona soleada y recogida, me desnudé completamente y me tumbe.
La sensación de la fresca arena en mi espalda y nalgas y del, aún tórrido, sol de Septiembre sobre mi desnudez frontal, hizo que aflorase una sonrisa de placer en mi cara y que no pudiera reprimir un pequeño gritito de gusto. Me estiré reconfortandome y coloqué las manos bajo mi nuca, procurando relajarme. no se cuánto tiempo estuve dormido, pero cuando abrí un ojo, comprobé que solo quedaba un hilillo de sol tras la roca de poniente. Reconfortado por el descanso, me incorporé lentamente, y fue entonces cuando la vi.
Estaba a unos 5 metros de mi, tumbada boca arriba sobre una toalla blanca, leyendo un voluminoso libro cuyo titulo no pude distinguir, no porque no lo viese, si no porque otro detalle llamó mi atención. Estaba completamente desnuda. Su piel morena decoraba un cuerpo increible. Sus senos, grandes, redondos y perfectos apuntaban al ya oscuro cielo y estaban coronados por dos pezones que se asemejaban a fresas parduzcas. Sus piernas finas y firmes nacían de dos perfectas caderas y ocultaban entre ellas el final de una delgada hilera de vello divino que había sido delicadamente recortado.
Sumido en esta contemplación, ascendí por su cuerpo para llegar hasta su bella cara, y descubrir que me estaba mirando con una sonrisa de lo más picarona. Su mirada no iba hacia mis ojos, sino más abajo, donde, a la habitual reaccion del despertar se acababa de unir el impulso reflejo de contemplar a semejante ejemplar, y algo estaba a punto de salir despedido hacia el ocaso. Incrompensiblemente, no me sonrojé ni salí huyendo, si no que tranquilo y confiado, como el que sabe ciertamente cual va a ser el desenlace, le devolví la sonrisa.
Ella, sin dejar de sonreir en ningún momento, dejó el libro, y se incorporó. Si su cuerpo era espectacular tumbada, de pié no había epiteto que lo describiera.
Ni que decir tiene que el nivel de flujo sanguineo en mi cabeza disminuía por momentos y por un instante creí que me iba a desmayar. pero por fortuna no fue así. Cuando llegó a mi altura, sin decir ni una palabra y aún sonriente, se agachó sentandose sobre sus rodillas y tomó mi sexo en su mano. Solo el contacto de sus delicados dedos estuvo a punto de hacerme eyacular, pero pellizcandome en la mano, hasta casi sangrar, pude evitar la catastrofe, o al menos posponerla.
Comenzó a masajearme mientras me besaba por debajo de lo que ya se asemejaba a un mastil, mordisqueandome de cuando en cuando los testiculos. Despues se intridujo mi sexo en su boca y comenzo a succionar con una intensidad que me dejó casi sin respiración. Cuando estaba a punto de rendirme ante semejante ataque, cuando ya creia no poder mas, se detuvo. Aun sonreía. Arrodillada todavia se dio la vuelta ofreciendome la visión más maravillosa que recuerdo y se dejó caer sobre las palmas de sus manos.
Volvió su cabeza por encima del hombro derecho y me miró con una mezcla de furia y deseo que me hizo saltar como un resorte y lanzarme sobre su espalda cual depredador muerto de hambre. La penetré con furia, sin saber ni proecuparme de cual de los maravillosos agujeros que me ofrecía habia sido el elegido. Y seguí penetrandola con fuerza hasta que la oí por primera vez, gimiendo y gritando. Se arqueó su cuerpo con un grito inmenso de placer justo un instante antes de que reventase la presa que retenía mi liquido vital, inundando sus maravillosas estancias.
Caimos ambos sobre la arena, yo sobre ella, todavia sin abandonar su cuerpo. Al rato con un suave pero firme movimiento me movió hacia un lado, se puso de pie y, sin mirarme se dirijio hacia sus cosas, las recogió y se fue. Yo no pude hacer otra cosa que mirarla y memorizar su cuerpo y su forma de caminar, sabiendo que seguramente no volveria a verla.
He vuelto en alguna ocasión a esa cala, y debo reconocer que siempre intento seguir el mismo ritual, pero hasta ahora nada. Si hay suerte os lo haré saber.