Un día asfixias al Maricón
Reflexiones a distancia de un cornudo, con retales de memoria y algo de ironía
Un día asfixias al Maricón
Nos conocimos de manera azarosa, de modo realmente inesperado, o sea fortuito; y eso, a más de sus tetas imponentes (las cosas son como son); hizo que aquel encuentro y aquellas dos o tres copas, lejos de ser solo eso o, a lo sumo, el principio de aventura pasajera de una noche, me sirviese a mí como señal de buena suerte y motor de curiosidad, las precisas para que, en poco tiempo, y con la complicidad suya, por supuesto, esas tres o cuatro horas se convirtieran en una intensa -a veces feliz, a veces tormentosa- relación entre nosotros dos; digo yo que a ella, lo mismo que a mí sus tetas, le interesaría algo mío…
De lo dicho y más vendría, y así se formalizó, a trancas y barrancas, una amistad y un noviazgo y una boda y veinte años de polvos maravillosos y de silencios oscuros, de orgasmos que se oían en las azoteas y maldiciones crueles, de llámame puta y eres patético, de cuernos felices y cuernos dolorosos, de besos enormes pero enormes a tú a mí no me toques, del amor al odio, de la satisfacción a la desesperanza, de la complicidad al desencuentro, del qué bien me comes el coño cariño a qué asco me das cuando te veo meneártela frente al ordenador, de sonrisas francas a miradas sucias, de la sinceridad a la mentira, del afecto a la venganza
Y por eso fue que durante seis o siete meses de espanto doble, ella, ella sola, sin mí y sin decirme nada (la verdad es que entonces apenas si hablábamos), se folló a medio barrio y a quien pudo y quiso, sintiéndose agraviada, despreciada por mí, utilizada por mí, vendida por mí; que únicamente la deseaba y valoraba en tanto consintiera en acceder a mi capricho de maricón tapado por verla follar con otros hombres y chuparle la polla a quien se la estuviese ventilando, incluso animarlo a que la jodiera a tope, fóllate a mi puta, métele la polla en el chocho a la ramera de mi mujer, y vaya sí se la metía…
Tremendo pollón le daba su amigo Javi, y ella, en la obscena locura de follar con un ex amante de estupendos recuerdos, mientras el cabrón de su novio le magreaba las tetas, sintiendo esa verga golpeándola exquisitamente duro bien adentro suya, entre orgasmo y orgasmo (tan fecunda era en eso que se podía correr una docena de veces en un rato), con sus tobillos en los hombros del macho y su cara brillando de divina lujuria, le decía una vez y otra, sigue sigue sigue cariño sigue no pares no pares no pares fóllame fóllame fóllame Javier, oh, sí, sí, ¡Qué bien me follas!
Hasta que él ya no pudo más se la sacó del chocho y desde ahí le echó un chiatazo de leche que le llegó a las tetas de donde yo la rebañé con mi lengua de perro agradecido y entusiasmado, inocente de mí, iluso, estúpido de mí que, mientras lamía y relamía la lefa de sus tetas, pensaba que, después de ese fabuloso polvazo que ella tanto había gozado, sería posible que cada mes o cada dos meses como tarde, pudiésemos repetir “la faena” y mejorarla.
Pero no, nada de eso sucedió. Vinieron excusas, aplazamientos, dolores de cabeza, lo típico, llevo un tiempo sin ganas no sé que me pasa… y mil más, hasta que con los días y las noches cantó la gallina, cantó la hembra insatisfecha, cantó la mujer imponente deseada por todos menos por el maricón de su marido que nada más me quieres si me convierto en puta y te pongo los cuernos pedazo de cabrón que no me miras que no me quieres que no sabes quién soy ni me deseas…
Menos mal que ahora, al cabo de los años lo recuerdo, y hasta las turbulencias más penosas que las hubo, y grandes, de mucho vértigo; se me aparecen, detrás del velo del tiempo y la nostalgia, como sucesos de extraordinario morbo, por lo que, hasta los momentos más desdichados de entonces, me traen, los contemplo, el excitante sopor de lo prohibido y con eso me empalmo.
La verdad es que tanto y cuánto vino después en esos veinte años de infierno y paraíso, puede resumirse en una sola frase y es la de “cruce de egoísmos ante el muro de las lamentaciones”; ella y yo, los dos, yo y ella. A lo primero de estar juntos, descubriéndonos por nuestros rincones secretos, todo o casi todo nos cabía y más cuando cada cual encontraba en el otro y en la otra, no un extraño ni una estrecha, sino un cómplice con quien atravesar las fronteras de lo prohibido. El primer polvo que echamos, tres o cuatro días después de conocernos, lo recuerdo por eso y por un detalle suyo que me encendió muchísimo: en pleno morreo, separa sus labios de los míos, me mira con sonrisa golfa, y me dice: “¡Llámame Puta!”.
Y tanto que la llamé y la llamo todavía, aunque esté lejísimos y no me oiga. Pasó que de tanto llamárselo, de tanto ir el cántaro a la fuente con el mismo canto, la susodicha se cansó de oírmelo decir, y al cabo de tiempo se atrevió a comentarme lo arrepentida que pudo sentirse y se sintió tantas veces, cuando eso le estorbaba; “y lo que te pido, por favor, es que además, sí no te importa y se te ocurre, también me digas que me quieres, que soy tuya, que me deseas como a nadie, que soy tu vida… ¡¡¡cabrón!!! ¡¡me tienes harta!! Sí, así tal como lo he confesado, ocurrió, y más de una y más de… Cabrón y cabezón, testarudo y caprichoso cornudo.
Claro que, de la misma manera que esta situación se pudo repetir, recuerdo otra, de signo contrario; o sea esas contadas ocasiones en que el amor funciona, el polvo va de puta madre, y por eso ella, entregada y contenta; cuando yo la abrazo y la beso la acaricio se la meto y le digo: “cariño, qué puta eres”, ella, de la manera más borde, sensual y deliciosa; y con escasez absoluta de vergüenza, me responde: ¡“’No sabes cuánto, querido” “No lo sabes tú bien”!
Así que entre una respuesta y otra, por el haz y el envés de la cosa, fuimos dando botes, como barco sin timón, de una situación a la contraria, de modo que se alternaban las alegrías y las penas, el buen rollo con los sinsabores, el griterío enorme de un polvazo excelente con el silencio espeso y oscuro que se comparte en una cama, donde cada uno de los dos no calla entusiasmo, sino reproches cruzados sin ánimo de olvido ni de tregua.
Todo esto que ahora refiero a distancia, familiar de la experiencia y del tiempo, no encontró en mí -paradoja evidente de supina estupidez la mía-, la actitud debida y correspondida, a los fortísimos deseos, obsesivos de llevar cuernos que entonces me acechaba, tanto de noche como de día.
Y es que, entre personas afectas al género cornudo, suele suceder y sucede que, en la caldera donde hierven sus fantasías, por esos meandros de brava lujuria que avivan en secreto, sus deseos de conseguir cornamentas excelentes; cuando menos les conviene, se les cuelan sin darse cuenta en su máquina de pensar, otros sentimientos suyos, ocultos o adormecidos, que se contrarían en exceso -incluso con violencia- cuando están en circunstancia de lograr el objetivo pero, por lo que fuera o fuese, ese sueño haciéndose real no cumple las expectativas en él depositadas, o toma caminos no previstos, que los susodichos no controlan ni están en condiciones de emprender; y, entonces, lo que pasa de veras, lo que está pasando, entre su mujer y el otro, no les proporciona el morbo, la excitación y el placer que deseaban, sino justamente lo contrario.
Se cabrean. Se enojan. Pierden los papeles. Disparatan, maldicen, se arrepienten. Y son un infierno en vida. En esos instantes de locura en desconcierto, por minutos y aún horas terribles, trastornados, reflexionan sin uso de razón, utilizan y se sirven del severo juicio que sin escucharla, sin oírla a ella, la condenan.
También lo hacen consigo mismos, aturdidos, sin norte, desorientados… lo que más les jode, les duele y les perjudica; es que siendo ellos mismos, habiendo sido ellos los inductores, los promotores del juego… cuando el juego llega lo hace molestando, por lo cual, lejísimos de considerarse vencedores en su aventura liberal, sospechan, constatan cómo, a su pesar, les va a corresponder el rol de burlados perdedores, con desagradable estrépito y truenos de borrasca tormentosa.
Todo esto, no lo digo ni lo escribo por haberlo aprendido en una conferencia virtual de sexología abierta, ni porque alguien me lo contase, tampoco lo he leído o me he inspirado en algún otro relato de esta fabulosa web, ni en película del género que llaman “de adultos”, y menos todavía por haberme llegado en confidencia de íntimo amigo desolado.
Describo experiencia propia. Mía. Me sumerjo en un obsceno y liberador examen de conciencia y concluyo que fui torpe, fui egoísta, fui idiota a más de gilipoyas, echando a perder irremisiblemente lo que podría haber sido chispa de gozo enorme, de los dos, de mi compañera y mío, en una noche que concluyó sucia, asquerosa de gritos y reproches, salpicados de golpes, de lágrimas y llantos, de insultos miserables, lanzados con crueles dardos de odio.
El cornudo caprichoso se sintió traicionado, se consideró ofendido incluso el muy cabrón, cuando sus “juguetes”, sin él verlos, se atrevieron a gozarse súbitamente en la escalera de la casa, a oscuras. Ella había bajado con Él, te acompaño a la puerta, le dijo.
El incauto cornudo despide cortésmente al nuevo amigo y se queda solo en la azotea, toma una copa, celebra el encuentro con el muchacho y su querida, respira satisfecho, se gusta, sonríe para sí; hasta que entiende, con cierta impaciencia, qué, por el reloj, ya podían haber subido y bajado los tres tramos de escalera, seis o siete veces.
Sin embargo no se inmuta, se pregunta cosas pero no oye nada. Y no se molesta en asomarse o bajar cuando el tiempo pasado desde que los dos salieron, ya va de exceso y ella no ha vuelto. Sí acuden, se presentan, como cristales rotos, otros, ya tensos, preocupados minutos de más (eternos se dice que se hacen), hasta que por fin aparece ella.
Vuelve radiante, espléndida, su sonrisa es tan hermosa y caliente como la noche. Pero, desde mi avinagrada perplejidad, indagando en la nausea, advierto y consiento que se me vayan los ojos a la joya de la corona, y descubro, veo, vi, con súbito ataque de furia y con ira, el generoso escote de su vestido abierto, y en sus tetas, con brillo todavía, incluso en movimiento, puros chorreones de una corrida que debió de ser monumental, lo que, en vez de ponerme cachondo, como buen astado, me perturbaron y me dolieron caudalosamente sin poderlo soportar, así fuesen cornadas dadas por toros bravos en campo abierto.
Las cicatrices permanecieron encendidas hasta que otras nuevas o el natural instinto de la memoria por enterrar lo maloliente, las fueron cerrando y ya no me pican ni me duelen. Y es qué tanto hace de aquello que arrepentirse ahora tampoco sirve. A más de lamentarlo y de haber podido sacar de mí ese lamentable episodio; pudiera ser que su lectura convenga y sea útil, a quienes hoy, como yo entonces, pretendan encender formidables fuegos y no sean capaces de entenderse luego con las altas temperaturas de sus brasas:
Estamos ella y yo, los dos solos, una tarde de verano, en la azotea. Hablamos, nos reímos. Bebemos algo. El ambiente es caluroso, plomizo. ¡Hay que levantar el ánimo! De momento yo me voy a desnudar, cariño. Y los dos nos quedamos en pelotas. Le miro las tetas, me mira los ojos. Le miro de nuevo las tetas, siempre sus tetas, me fascinan sus tetas. Y ella sigue buscando con sus ojos a los míos. Así se va un buen rato, como en neblina de buena borrachera. Se me está ocurriendo un juego, le digo. ¿Qué juego? Un juego de palabras. ¡Maricón, ya te veo venir! ¿Qué quieres puta mía? ¿No sabes que tus tetas me soliviantan y me enardecen…?
Por ese tiempo, al año o así de estar juntos, habíamos integrado en el lenguaje de los polvos nuestros bastantes palabras, de esas que se dicen sucias o groseras o puercas, de manera que el vocabulario obsceno sexual de la pareja era considerable. Y de ese lascivo comportamiento, que acabaría en costumbre, saqué la idea del juego. Mira, Sara, consiste en que lo que tú y yo nos decimos, el uno al otro, follando; nos lo digamos ahora, alternando los dos los piropos que nos decimos, pero hacerlo rápido, pisándonos las palabras, sin poder repetirse ni usar una que haya utilizado el otro; y quien lo haga pierde y paga prenda. Lo entiendes, amor mío? ¡Qué remedio, cabrón! ¿Jugamos entonces? Venga, así por lo menos dejas de mirarme las tetas, y te enteras de que yo soy algo más que esta tetas; ¿quién empieza? ¡empieza tú, zorra! Ok.
¡Pedro eres maricón! ¡Sara eres una puta! Pedro, eres el tío más cornudo que conozco! Sara me encanta que seas así de guarra! ¡Hijo de puta! ¡Ramera! ¡Perro! ¡Cerda! ¡Bujarrón! ¡Furcia! ¡Ciervo! ¡Meretriz! ¡Mamón! ¡Buscona! ¡Esclavo de mi coño! ¡Y de tus tetas de golfa! ¡Pedro eres el mejor mamporrero del mundo! ¡Sara, cuando pienso que en tu chocho han entrado más de quinientas pollas antes que la mía me enorgullezco de ti! ¡Pervertido! ¡Mamona! ¡Invertido! ¡Mantenida! ¡Cerdo! ¡Tortillera! ¡Impotente! ¡Viciosa! ¡Pajillero asqueroso! ¡Pájara de mierda!
Hasta que Sara se cansó de tanto y tanto, se levantó y, poniéndome los pezones en la cara, me los refregó por ella y me comió la boca y me metió la lengua con su saliva tan caliente, diciéndome: ¡Maricón! eres Maricón, ya sé que repito palabra y pierdo el juego, pero no me importa, así tú ganas y me pones la prenda que quieras, pero este gusto de decirte Maricón no me lo quitas ahora tú, ni me lo pierdo. Yo sé que a ti te entusiasma que yo te lo diga, y cómo te lo digo, aunque a veces cansa, que lo sepas Maricón, de tan pesao como te pones, hijo de las siete mil putas de Babilonia; y me echo a pensar: ¿Pero qué hace una mujer como yo con un tío tan maricón?
Tranquilamente, con aplomo y confianza, le pregunté entonces: Cariño, has terminado? Te toca pagar prenda, recuérdalo pecadora mía. Venga, aquí estoy, dime: qué quieres que haga? Siéntate en el sillón grande, abre las piernas, abre bien tus piernas, que yo me voy a poner de rodillas entre sus muslos, te los voy a lamer, te los voy a chupar, te los voy a acariciar; y cuando note su calentura voy a comerte el coño, los labios de tu coño, la pelambrera rizada y negra, morena, de tu coño, la raja abierta y chorreando de tu coño, hasta llegar y perderme en la maravillosa pipa de tu coño, y partirme en ella la lengua lamiendo para que levante de ti seis o siete orgasmos, maravillosas corridas de las que sueles, con tus muslos hirviendo, me abrazas la cabeza y me dejas sin aire, chocho, que un día asfixias al Maricón.