Un detalle

-¿Nunca te han dicho que no se le debe decir a una mujer qué puede o no puede hacer?-...

Todavía resonaban los brindis, las risas, los ecos del cumpleaños feliz que me habían cantado haciendo que nuestra mesa fuera el foco de atención del restaurante. Al final había convencido a casi todos, un par de chicos del almacén con los que tenía menos confianza se habían escabullido, pero ahí estaban Juanmi y Luisito, y nosotros tres de la oficina; Marimar, un poco la madre de todos en la empresa, y Sara y sus ojos verdes que nunca me miran como yo quisiera. Faltaba Ramón, el jefe, que no iba a pasar por la empresa en todo el día, aunque, en un alarde de generosidad, nos había concedido un cuarto de hora de manga ancha antes de volver al turno de tarde. Daba igual. Aunque el lugar de reunión fuera el mismo pequeño restaurante de polígono de todos los días, aunque los temas de conversación hubieran sido los de siempre, aunque al final la botella de cava barato nos la hubiéramos tenido que terminar entre Marimar y yo porque los otros tres optaron por un digestivo de vaya usted a saber qué. Daba igual, porque lo importante era celebrar el día de cualquier manera, aunque nada más fuera invitando a mis compañeros al menú de todos los días. La fecha merecía el dispendio y a final de mes las telarañas de mi cuenta corriente pronto estarían más abrigadas.

El baño del restaurante al final del turno de comidas era un poco como la rotonda de acceso al polígono en hora punta, llena de retenciones. Y que fuera el día de mi cumpleaños no me daba permiso privilegiado de paso. Así que, después de pagar, me vi el último de la cola. Cuando salió uno de mis compañeros y me disponía a entrar apareció una vez más por el pasillo Linda, la camarera del lugar. En realidad no se llama así, es un diminutivo de un nombre que no le gusta y nunca confesará y que nos tiene a todos imaginando Florindas, Hermelindas o similares. Así que se quedó en ese apodo que, reconozcámoslo, le resulta un tanto exagerado. Delgada, larguirucha, con unos ojos de un bonito color avellana pero de aspecto apagado. Aunque lleva una década ya por aquí, todavía de vez en cuando su voz toma un acento austral que denota sus orígenes. Linda, una más de las presencias recurrentes del día a día.

  • Perdona, ¿tienes que entrar a limpiar o algo?- le dije al verla llegar junto a la puerta del servicio.

  • No,no-. respondió.

  • ¿Puedo pasar entonces?-

  • Sí, claro, pasa- me invitó con un amago de sonrisa en los labios. Pasé sin esperar que ella se colaría en el aseo detrás de mí cerrando la puerta con pestillo.

  • ¿Qué haces? no puedes...- comencé a decir sorprendido.

  • ¿Nunca te han dicho que no se le debe decir a una mujer qué puede o no puede hacer?- replicó con seguridad mientras avanzaba hacia mí. Yo, tal vez intimidado, había retrocedido hasta que mi espalda topó con la puerta cerrada del retrete: Pero...- balbuceé.

Linda chistó al tiempo que sus manos comenzaban a soltar el cierre de mi pantalón. No tenía más salida que dejarme hacer, bajar la mirada para observar sus dedos pugnando primero con el cinturón y luego con el botón, levantar la vista para ver sus ojos retándome y lanzar un resoplido al infinito cuando sus gestos, en tres tiempos, tiraron de mis ropas hasta dejarme semidesnudo de cintura para abajo.

  • Mirá vos, el oficinista- dijo cuando se puso en cuclillas y sus dedos comenzaron a rozar mi piel.

Abrí los ojos y bajé de nuevo el cuello para observar que era real. Su mano diestra asiendo suavemente mi polla, comenzando a moverse por ella, despacio, muy despacio, despertándola de un letargo demasiado largo. Su pelo largo, moreno, ligeramente descuidado, recogido como todos los días en un doble moño sobre la cabeza. No veía mucho más, su perfil me tapaba, pero sentía. Su mano viajando cada vez más decidida, la dureza que me comenzaba a ganar, el calor que me subía de no se sabe dónde en aquel habitáculo siempre frío y la humedad cortante de su lengua repasando el glande fuera de su boca.

Y de inmediato sus labios, pequeños, finos, voluntariosos e insospechadamente eficaces succionando, provocando un repetitivo sonido que se acompasaba al ritmo, cada vez más elevado, de los gestos de su cabeza. Ya no necesitaba asirme la verga, había crecido lo suficiente para convertirse en un ángulo recto entre mi cuerpo y sus labios. Cuando Linda se daba un respiro y me sacaba del cálido refugio de su paladar, volvía a usar su mano un instante para recogerme, devolverme a la horizontal y al saber hacer de su boca. Vencido, rendido, echaba la cabeza hacia atrás hasta golpearme con la puerta del servicio sin saber qué hacer con mis manos caídas a lo largo del cuerpo.

Ella, rodeando mis muslos desnudos con sus manos, convirtíendolos en las columnas que no eran, seguía impertérrita y yo no me atrevía a preguntarle, a detenerla. Mis manos se posaron en su cabeza, su permiso tácito me invitó a deslizarlas hacia su nuca y acompañar los gestos incansables de su cuello. Una de sus manos se aventuró por mi pierna, sentí sus caricias, el roce de sus uñas; sentí su recorrido por la cara interna de mi muslo, su paso por la ingle hasta llegar a mis testículos. Amasaba. Acariciaba o apretaba alternativamente, sin seguir un órden establecido. Pero la acción de sus dedos y el hacer sin pausa de sus cabeceos me acercaban irremediablemente al final.

  • Me voy a correr- tartamudeé sin que ella hiciera ningún cambio. Sus gestos, si acaso, se hicieron más firmes, más decididos. - No aguanto más, Linda- tuve que repetir, verbalizando el lugar, la compañía. No sabía qué imaginar, pues hacía minutos que todo sobrepasaba con creces el poder de mi imaginación. Ante mi nuevo aviso, quizás intuyendo en los aleteos de su lengua la inminencia de mi final, ella volvió a sujetar el tronco de mi polla con firmeza, a dirigirlo, pero sin sacárselo un instante de la boca.

Bastaron cuatro o cinco nuevos impulsos de su cuello, diez segundos escasos, para que llegara el anunciado orgasmo. Explotaba en ráfagas espaciadas por segundos, Linda me recibía en su boca, moviendo la mano a lo largo del rabo como quien quiere exprimir hasta la última gota. Yo posaba mis manos en su cabeza al tiempo que mis caderas se movían siguiendo las contracciones de mis riñones.

  • ¿Pero por qué?- quise saber cuando, después de enjuagarse la boca, podía volver a hablar.

  • Escuché que era tu cumpleaños- dijo sin más.

  • ...-. Mi respuesta un amago hipado de risa que dio paso a una sonrisa agradecida.

  • Un detalle- se encogió de hombros.

  • ¿Cortesía de la casa?- bromeé, y una gota del agua con el que se había aclarado escapó de la tímida sonrisa que esbozaban sus labios. Seguí su recorrido en el espejo y mi vista se perdió en el límite inferior, allí donde se reflejaban las caricias que sus dedos prodigaban a mi pene todavía enrojecido y ligeramente henchido de orgullo.