Un deseo realizado
En el apartamento de Ilsa, Renoir logrará cumplir su sueño.
Con los codos apoyados en el suelo y sus brazos rodeando sus torneados muslos, levantó su rostro para coger aire y una vez hubo recuperado el aliento, se zambulló de nuevo entre las piernas de su amada. Entre los suaves riscos que le circundaban, se encontraba la dulce cueva que su lengua exploraba vivaz en busca de la perla del placer. Llevaba varios minutos buceando en el dulce liquido que manaba de ella, como un caudaloso río desembocando en su boca un torrente imparable que no llegaba a saciarlo del todo, más bien al contrario pues a medida que iba degustando sus jugos, su ansia por ellos se acrecentaba al ritmo de sus profundos lametones que arrancaban de ella gemidos contenidos por su pene, adorado por la diestra lengua de Ilsa, cuyas fauces lo engullían y lo chupaban con fruición sintiéndolo crecer en su boca, llenándola, amenazando con alcanzar su garganta...
Todo había comenzado media hora antes. Renoir llegó a la hora acordada. Ella le esperaba arreglada según sus deseos. Abrió solícita la puerta y él no pudo esperar. No hubo palabras ni preliminares. La arrinconó contra la pared, se arrodilló ante ella, y aprisionando sus tobillos con sus manos, comenzó a acariciarla por las pantorrillas, subiendo por los tersos muslos que se abrían anticipándose al deseo, hasta arremangar su vestido a su cintura y dejar su sexo expuesto para su lujuria. Y asiéndola de los muslos comenzó a penetrarla sin mesura ni control, hundiendo su lengua en su boca y su falo en sus entrañas con gran violencia. Ella le seguía el juego de tipo dominante y rudo y entre jadeos suspiraba a su oído que la follara sin detenerse, sin darle tregua a su chorreante coño, haciéndole perder el control con su sensual voz, aumentando el ritmo de sus embestidas, haciéndola sentir clavada en la pared por aquella estaca de carne que la exorcizaría del demonio del desenfreno que se había apoderado de los dos y que no cesó hasta que se derramó dentro de su vagina entre jadeos exhaustos.
Entonces llegó el tiempo para ella. Mientras arroyos de semen descendían sin prisa por sus muslos exaltados, las manos de Renoir comenzaron a acariciar su cintura mientras con suaves besos perfilaba sus hombros y buscaba un camino por el que descender hasta sus pechos, duros y suaves como los pezones que no dudo en morder con delicadeza mientras la cogía de la mano para ponerla de rodillas.
Pero Ilsa tenía otros planes. Se tumbó en el frío suelo, y él sobre ella, sexo contra boca, en una entrega mutua, en un placer armónico.
Y así llegaron a ese momento en el que la pasión inflama a Renoir, que deja libre su cadera para que simule penetrar su delicada boca, que se defiende del ataque de aquel falo palpitante en una tenaz lucha entre lengua y miembro; en el que ella presiona con sus muslos la cabeza de su amante para que no salga de entre ellos, para impedir que escape con el tesoro de su deleite. Quiere que siga profundizando en su gruta, acariciando sus paredes carnosas con su lengua, sentirla deslizarse arriba y abajo por su labios menores, para que al final, cuando ella le implore que la penetre, que la posea, que la haga suya, devore con sus labios su hinchado clítoris.
Deja de lamer su miembro. El éxtasis se acerca; a él no le importa que se detenga, sus manos le arañan la espalda mientras el orgasmo la eleva o lo intenta bajo el peso de su amante, de aquel hombre cuyo miembro aun resguarda entre sus fauces en espera de su devoción; pero él lo retira y ella se encuentra ya libre para jadear y gritar a los cuatro vientos que su sexo está colmado.
Con el cuerpo trémulo tras la devastación del orgasmo, Renoir se recuesta a su lado. El suelo que antes le parecía frío es ahora el más cálido lecho. Siente las caricias de las rudas manos, delimitando su cuerpo con la precisión de un artesano. Ella se deja llevar, cierra los ojos y se abandona, aunque en su bajo vientre los tambores que llaman a la sensual lucha continúan sonando y con cada caricia, con cada dulce pellizco en sus pezones hinchados, el sonido aumenta y el calor también, y entonces recuerda que la verga de Renoir aún apunta al cielo, dispuesta a despegar a las estrellas bajo la dirección de su diestra boca.
Piensa en cabalgarlo pero él no quiere, prefiere el misionero inverso, como lo llamó una noche, hace un año o quizás no tanto. Así pues cubre con su sexo la dura verga, sintiendo su latido desbocado dentro de ella. Se recuesta sobre él, sus pechos juntos, sus bocas al alcance de lo que les dicte la pasión. Siente las fuertes manos de Renoir posándose sobre su trasero, agarrando con firmeza sus nalgas, abriéndola para facilitar la entrada, para marcar el ritmo con el que desea ser follado. Ella se deja manejar, ahora le pertenece, mientras sus caderas combaten por rendir al otro en una lucha interminable y no deja de mirarle a los ojos. Cada embestida se ve reflejada en ellos, en cómo los arietes de la pasión retumban en su rostro cada vez que su polla la horada, la parte en dos y el placer que explota en su bajo vientre con los azotes que recibe con cada embate y que la hacen suplicar pidiendo más.
En medio del clímax, cuando el placer se hacía con el mando de su consciencia haciéndola arquear la espalda, cuando le sentía derramarse en su interior por segunda vez, cuando sus miradas permanecían clavadas y podían ver en ellos sus almas entrelazadas como sus cuerpos, la una sobre el otro, los labios de Renoir rozaron los suyos y tras saborear por última vez el sabor de su boca y recostar su cabeza contra su hombro desnudo, le susurró al oído:
- Te quiero Ilse.
Se incorporó sobre sus codos, con la expresión en su cara de quien deja de estar perdido en lo profundo de una caverna. Renoir acarició sus mejillas con suavidad; con el rostro serio y la mirada en sus cabellos... introdujo los dedos sobre la melena rubia y con cuidado de que no se enganchara, la liberó de aquella peluca y del fetiche que le había impuesto cuando había aparecido en su puerta un año antes: el imitar la apariencia de su mujer, fallecida meses atrás y tener así la oportunidad de amarla una última vez. Aunque aquella última vez se había ido repitiendo durante semanas y luego meses y ella ya pensaba que serían años, hasta que escuchó aquella declaración. Y su espíritu se llenó de felicidad.
Cuando cerró la puerta de su apartamento, tras despedirse de él con un casto beso, fue al dormitorio y se miró en el espejo de la cómoda. Ahora que su marido por fin había superado su pérdida, su trabajo había terminado. Y con su nombre en sus labios y su imagen en el recuerdo, se desvaneció en la soledad de la habitación dejando un mensaje escrito con carmín en el espejo: Te quiero.