Un desafortunado error (lll) Fin.
Todos tenemos un secreto, algo que nadie debería saber. Mis vecinos lo tenían, desde luego, pero cometieron un desafortunado error.
Los meses siguientes fueron inolvidables. Luisa y yo empezamos a vernos como mínimo una vez por semana. Nos encontrábamos a la hora de la siesta, la siesta de su esposo, se entiende. No había días fijos para esos encuentros, pero siempre eran en mi casa. Era Luisa quién me enviaba un whatsapp a mi teléfono y quedábamos en vernos por la tarde, siempre a las cuatro. Por mi parte no había problema, ya que corté con mi novia un par de semanas después de hacerlo con Luisa por segunda vez.
A mi novia no le conté que estaba con otra mujer, una que podría ser su madre. No me pareció ético. Le dije que me gustaba muchísimo, pero que no me sentía enamorado y no podría hacerla feliz, casarnos y tener hijos, que era lo que ella pretendía. No le dije la verdad, ni tampoco le mentí.
Solamente hubo un domingo que estuvimos juntos casi toda la mañana, su marido se había ido a buscar setas. Aquel día hicimos el amor antes de desayunar, y también después.
Si recibía el mensaje de Luisa una mañana, dejaba de trabajar antes de tiempo, compraba algo de merendar para reponer fuerzas después de hacer el amor y me ponía a esperarla en casa hasta que oía abrirse la puerta del ascensor. La entrada de mi casa quedaba justo al lado, de modo que nadie podría verla. Además, Luisa se recogía el pelo en un moño alto para parecer otra persona vista de espaldas y, como precaución nos saludábamos en el rellano como viejos amigos: “¡Ey, hola! ¡Qué tal!”.
Luisa jamás se retrasaba, eso era lo segundo que más me gustaba de ella. Llegaba y, sobre todo las primeras tardes, follábamos en cuanto entraba en casa. A veces lo hacíamos en el mismo vestíbulo, sin apenas quitarnos la ropa y con la furia propia de dos personas que no está haciendo el amor sino la guerra. Luego, ya apaciguados, tomábamos café y el dulce que yo hubiera comprado esa mañana. A ella le gustaba el café manchado de leche y sin nada de azúcar. Luego, unas veces escuchábamos música y bailábamos, otras nos quedábamos charlando, y otras simplemente nos íbamos a la cama para hacer el amor como seres civilizados.
Bailar juntos era maravilloso, tanto que a veces ni siquiera volvíamos a hacer el amor. Además de ser muy guapa y atractiva, aquella mujer parecía flotar sobre el suelo. En lugar de bailar todas las canciones de la misma forma, tal como suele hacer la mayoría de la gente, Luisa las bailaba todas de una forma distinta, su cuerpo se adaptaba a cada canción igual que un guante a una mano. La música inspiraba sus movimientos con la misma naturalidad con que el fuego desprende calor.
“Hotel Costes Vol. 2 Cesaria Evora – Carnaval de Sao Vicente”; “Ondatropica – Cumbia Espacial”; “Come Undone – Isobel Campbell”; “Henri Pierre Noël – Diskette”; “Amatria – Discordia”…
Aquello me hizo comprender una cosa, un axioma que he constatado en varias ocasiones a lo largo de mi vida: las mujeres que bailan bien, son las mejores en la cama.
Eran citas clandestinas. Al principio entendí esa confidencialidad como parte de las condiciones que Luisa había impuesto la primera tarde, parte del nada de líos y el nada de compromisos ni de exigencias, así que la acepté sin protestas. Hasta que en un descuido le pedí que fuéramos a pasear al río.
Luisa se enojó y al final de la discusión yo le pregunté a quién le iba a importar que paseáramos tranquilamente como dos personas cualesquiera.
— A mí —contestó Luisa muy enfadada— Y a ti también te debería importar.
Fue una réplica tajante, que no admitía contrarréplica, y no la tuvo.
Por lo demás, que yo recuerde esa fue una de las pocas veces que Luisa y yo hablamos de nuestra relación. Nunca lo hacíamos, como si los dos sintiésemos que la felicidad hay que vivirla, no hablar de ella, o que basta con mencionarla para que desaparezca. A mí aquello me resultaba casi imcomprensible, las chicas con las que había estado hasta entonces no dejaban de hablar de sentimientos, de sinceridad y compromiso.
¿De qué hablábamos entonces?
De cualquier cosa: de novelas, películas, canciones, de mis relatos, de mis amigos de la bici, de cuánto le gustaba cocinar, de cómo le iba con sus hijas, de las aficiones de su marido… Lo más importante es que eran tardes felices, aunque de una felicidad extraña y frágil, como separada de lo real, como si al estar juntos, mi casa fuera un lugar hermético aislado del mundo exterior. Evidentemente, a esa sensación contribuía el secretismo de nuestras citas y el hecho de que Luisa y yo sólo nos amáramos entre las cuatro paredes de mi casa.
También la música contribuía a esa felicidad clandestina. Eran momentos de una belleza y una complicidad sublime. Cuando bailaba, Luisa transmitía esa seguridad en sí misma que a mí tanto me fascinaba. Gracilidad de movimientos, control de la situación y majestuosidad, eran atributos que compensaban de sobra la merma de juventud en aquella mujer.
Además, la admiración era mutua. Cuando bailábamos, Luisa me miraba de forma provocativa, diluyendo altivez y deseo. Y no sólo le atraía físicamente, sino que ella me apreciaba como amante y me respetaba como hombre inteligente que sabía lo que nos traíamos entre manos. Yo así lo había reconocido, durara más o menos, lo nuestro era una aventura, nada más.
Como Luisa era feliz, ella también se esforzaba por hacerme sentir especial a mí. Me gustaría pensar que lo hacía de forma genuina y honesta, pero he de reconocer que aquella astuta ama de casa dominaba las artes de la seducción. Lo hacía de manera extremadamente discreta, pero le encantaba jugar con los hombres, sobre todo con los que eran conscientes de ello e intentaban resistirse. A Luisa le gustaba que se lo pusieran difícil, que le llevaran la contraria para así poder discutir y, de tanto en tanto, que le hicieran suplicar. En cierto modo, era como una gata que disfrutaba afilándose las uñas antes de atacar y que se divertía jugando con su presa antes de devorarla.
Nunca llegué a hablarle de las fotos. Es más, las borré tanto del teléfono como de mi ordenador, el alivio que sentí al hacerlo fue inmediato. Esas fotos íntimas eran peligrosas para ella y jamás deberían haberme llegado. De hecho, yo ya me había olvidado de ellas cuando todo se precipitó.
Esa tarde volvía de comprar unas cosas, también de la biblioteca. Me habían llamado para avisar que ya estaba disponible la reserva que había hecho, “Todo lo que sucedió con Miranda Huff”, de Javier Castillo. Me lo había recomendado Marian, la mujer que más libros leía, que yo supiese. Era vigilante de seguridad y devoraba las novelas en su incómoda garita.
Al llegar a casa, vi a un grupo de chicas cerca de la puerta. Aunque llevaban las mochilas a cuestas, todas ellas lucían sus largas melenas como si hubiesen salido de la peluquería y no del instituto.
— ¡Adiós! —escuché que me saludaban cuando me estaba bajando de la bici.
Sorprendido de que una de esas adolescentes se hubiese dirigido a mí, me volví a ver quién me había saludado. Como todas iban vestidas igual, peinadas igual y maquilladas igual, me costó reconocer a la hija de Luisa. Al margen de la nariz y la barbilla algo prominente, aquella delgada muchacha tenía poco parecido con su madre. Su máscara se diferenciaba de la de las otras chicas por el desprecio que asomaba en sus ojos castaños.
— Hola —la saludé algo desconcertado— ¿Pasa algo?
No fue buena idea retarla, no en ese momento. Era obvio que la chica tenía algún problema conmigo, y contaba con la ventaja del número. De un par de pasos, se plantó al frente del grupo de chicas y se encaró conmigo, respaldada por el resto de su manada.
— Pues sí —echó a hablar la muchacha con rabia— ¿Tú no sabrás que le pasa a mi madre?
Aunque la forma en que me había mirado me sirvió para anticipar el ataque, tuve que hacer acopio de toda mi entereza. Estaba en un buen aprieto. No podía enfrentarme con la hija de Luisa, y menos delante de aquellas salvajes.
— ¿Qué? —dije con fingido desconcierto.
— Se arregla mucho para salir a andar por la tarde —dijo, midiendo sus palabras— Es un poco raro, ¿no?
— Es bastante presumida —alegué de manera despreocupada— Igual que tú.
Los ojos de la muchacha fueron más elocuentes que lo que hubiera sido cualquier palabra. Confiaba en su intuición, y con razón.
— Está muy atontada —prosiguió.
— ¿Feliz? —sugerí.
La chica hizo un gesto, pero no quiso admitir que yo tenía razón.
— Yo no haré nada para que no lo sea —aseveré.
La hija de Luisa apretó los labios sin encontrar la acusación adecuada. Su forma de mirarme llevaba implícita una ira que iba más que un simple reproche, era la advertencia de no hacerle daño a su madre. Por suerte, la muchacha no añadió nada más, de modo que entré en el edificio dando el asunto por zanjado.
He de reconocer que fui bastante ingenuo. Para mí, Luisa estaba casada y quería seguir con su esposo. Yo era su amante, nada más. Las cosas estaban claras entre nosotros y no tenía por qué haber malentendidos, o eso pensaba yo.
Sin embargo, unos días después Luisa acudió a mi casa con otra mirada, y esa vez lo hizo sin avisar. Una grave inquietud ensombrecía sus ojos, ni siquiera me besó al entrar. Llevaba uno de esos jeans que le sentaban tan bien a su trasero y una camisa gris oscuro con escote en forma de pico que realzaba sus encantos de un modo exquisito.
— Tengo que contarte algo —dijo atemorizada.
— ¿Qué ocurre?
— Mi esposo lo sabe.
Un gélido silencio me dejó aterido. Comencé a pensar a toda velocidad: ¿Cómo se habrá enterado? ¿Desde cuándo lo sabe? ¿Qué debo hacer? ¡Debo protegerla!... ¡Qué idiota soy!
— Alberto… —dijo Luisa, cabizbaja— No sé cómo explicártelo.
— No te preocupes —intervine— Me mudaré a otro sitio y dejaremos de vernos. Es lo que acordamos.
— No, no lo entiendes… —dijo atenazada por los nervios— Alfonso siempre lo ha sabido.
La cara de imbécil que se me quedó tuvo que ser para enmarcarla y colocarla en el lugar más visible del jardín de mi memoria. Sólo entonces lo comprendí. ¡Menudo idiota! Durante casi tres meses, había pensado que le estaba poniendo los cuernos a aquel desgraciado, pero en realidad era él quién me había utilizado para satisfacer su adicción de voyeur, ese enfermizo placer que a aquel desgraciado le producía que follaran a su fascinante esposa.
— Vete —le indiqué, agarrando la manilla de la puerta.
— Escúchame, por favor —imploró.
De pronto, sentí el contacto de su mano y me aparté bruscamente.
— No me interesan tus mentiras.
— Yo no se lo conté, Alberto —aseguró visiblemente dolida por mi reacción— Fue él quien se dio cuenta.
— A mí me da igual el chiflado de tu marido, lo que me hiere es que me lo hayas ocultado.
Los vidriosos ojos de Luisa se desbordaron y las lágrimas surcaron sus mejillas emborronando todo a su paso.
— Lo siento, Alberto. No te imaginas cuánto lo siento.
Al verla llorar, sentí que aquel era un momento crucial, un instante en el que una palabra o un gesto podían cambiarlo todo. El veneno de la traición comenzaba a extenderse a través de mí, amplificando mi percepción de cada palabra y gesto de Luisa. Y entonces recordé las fotos de La Habana y vi una forma de poner a prueba su sinceridad
— ¿Por qué?
Mis labios pronunciaron esas dos palabras con la misma perplejidad que si no estuviese al tanto de sus truculentos hábitos sexuales, y lo hicieron a sabiendas de que la veracidad de la respuesta de Luisa haría inclinarse la balanza de un lado u otro, la confianza o la mentira.
— Ya me he acostado con otros delante de él —dijo cabizbaja— Cinco veces.
— ¿Te obligaba a hacerlo?
— No —dijo alzando la cabeza, sin ninguna señal de arrepentimiento.
En los ojos de aquella misteriosa mujer se entretejían la arrogancia y el temor, algo supuestamente imposible y, desde luego, fuera de mi capacidad de comprensión.
Hubo un largo silencio durante el cual Luisa no llegó a mirarme a los ojos. Yo sentía que había algo más que Luisa no se atrevía o no sabía cómo explicar. Vi como se ahogaba, pero no sería yo quien la salvara. Me limité a esperar mientras la veía cocerse en su propio jugo.
— Bueno, creo que lo mejor será que me vaya —dijo Luisa al fin.
— Sí —coincidí a la vez que abría la puerta.
Luisa se arriesgó entonces a darme un último beso y, aunque no la rechacé, sí giré la cabeza para que no me besara en la boca. Así fue como mi amante de los tres últimos meses dejó un último recuerdo de sus labios.
Luisa salía ya por la puerta cuando, de pronto, se detuvo y dijo:
— Mi marido me ha pedido que te invite a cenar este sábado. Mis hijas no estarán.
Aquella oferta me pilló desprevenido. Lo último que habría esperado en ese instante sería que Luisa saliera con aquel subterfugio. La proposición de que nos liásemos delante de Alfonso, o qué sé yo.
— No sé —respondí al cabo— No creo que sea una buena idea.
— A mí me gustaría que vinieras —dijo ella tomándome la mano.
No podía darle una respuesta, algo así tenía que pensarlo. En realidad, durante los siguientes cuatro días casi no pude pensar en otra cosa. Debí cambiar de decisión media docena de veces cada día, pero cuando el sábado por la mañana añadí un par de botellas de vino al carro de la compra, supe que la decisión estaba tomada, aunque no fuese ninguna de las opciones que me habían dado.
Llamé a Luisa desde el supermercado y le expliqué la idea que había tenido. Al principio se quedó francamente desconcertada y no supo que decir. Le parecía original, una ocasión de pasarlo bien y de hacer más desenfadado nuestro encuentro. De hecho, a Luisa le gustó tanto que fuésemos ella y yo quienes invitásemos a su esposo a cenar en mi casa, que aseguró que ella misma se encargaría de convencer a su marido en caso de que éste tuviera alguna reticencia.
Como Luisa ya tenía alguna cosa para la cena, seguimos hablando por teléfono y me fue diciendo que era lo que tenía que comprar. Me encantó oírla reír cuando le pregunté si acaso pensaba organizar un banquete o qué, o que si comíamos tanto, luego tendríamos que echarnos en el sofá a reposar la cena.
Luego, a media tarde, Luisa llamó a mi puerta y me pidió que la ayudara señalándome hacia el ascensor.
— ¿Te vienes a vivir? —bromeé poniendo cara de asombro.
— Idiota.
Luisa puso su mano en mi mejilla y me besó con dulzura, derritiendo mis labios con el calor de su boca.
A mi vecina se la veía realmente ilusionada, tanto que a punto estuvimos de hacer el amor nada más entrar en mi casa. Lo habríamos hecho si ella no hubiera tenido sangre fría, ya que la mía fluía tan caliente como la lava de un volcán a causa de su proximidad.
Acababa de levantar la última de las cajas cuando un tintineo metálico captó mi atención. Al entrar, vi la alianza de Luisa en la bandeja que tengo en el recibidor para no arañar el mueble con las llaves. No era una alianza sencilla. A ambos lados contaba con un borde dorado, pero la parte central, más gruesa, era de oro blanco y estaba grabada imitando los surcos de una soga.
Luisa me estaba mirando. Lo que acababa de hacer formaba parte del juego que le había propuesto esa misma mañana: simular que ella y yo éramos pareja, y Alfonso nuestro invitado. Puede que Luisa se hubiera acostado con otros hombres delante de Alfonso tal como me había confesado, pero mi propuesta suponía al menos una novedad. Esa tarde ella sería mía y Alfonso mi invitado.
Entonces, mi vecina sacó de su bolso un tubo de cartón con un anillo de plata de intrincado diseño.
— ¿Sabes qué es? —preguntó, sacándolo con cuidado y poniéndolo ante mis ojos.
— ¿Un anillo? —sugerí a sabiendas de que se trataba de una respuesta tan obvia que no podía ser cierta.
— Se llama el anillo de la sultana. En realidad son cuatro pequeños anillos que se engarzan entre sí para formar uno sólo —me explicó Luisa al tiempo que tomaba mi mano derecha y depositaba en ella la hermosa pieza de bisutería.
Me quedé mirándolo con recelo. Lo estudié un segundo y, efectivamente, vi que había tres líneas en cada lado. Aún siendo frágil, aquella exótica joya parecía tener la solidez de unos pesados grilletes de hierro.
— En la antigüedad las mujeres árabes estaban obligadas a llevarlo desde el momento que se casaban. Era una especie de prueba de fidelidad, ya que si se lo quitaban para no ser reconocidas y por casualidad se desmontaba, es complicadísimo volverlos a encajar.
Después de explicarme como se llamaba y el significado que tenía aquel anillo, Luisa me tendió su mano derecha para que se lo pusiera en el mismo dedo que un momento antes había lucido su alianza de matrimonio. Tras un instante de duda, coloqué aquel anillo en su dedo anular como si acabáramos de darnos el “Sí, quiero” y, seguidamente, sellamos nuestro enlace con un cálido abrazo.
Luisa era una gran mujer, estaba en todo. En las cajas había un mantel, cristalería, bandejas, salsera, y hasta una jarra de agua a juego con todo lo demás. También había subido un gran recipiente con la carne de ternera en salsa que constituiría el plato principal de la cena y una botella con su ginebra favorita. El resto, los entrantes, el pan, el postre, así como el 7up para la ginebra, los había comprado yo por la mañana.
La mujer de Alfonso estaba radiante. Nunca le había visto esa blusa gris claro y, al decírselo, me confirmo que era nueva. Se ajustaba a su figura con sensualidad y elegancia, enmarcando su abundante pecho con un lindo escote en forma de U con dos botones sueltos.
— ¿Te gusta? —preguntó de forma maliciosa.
— Me gusta más lo que hay dentro.
— También es nuevo —declaró como una juguetona adolescente.
En ese momento no entendí a que se refería. De modo que debí fruncir el ceño sin darme cuenta.
— El sujetador, también es nuevo.
Sin dejar de reír, esa guapa y atractiva señora dio una vuelta sobre sí misma, mostrándome con altanería sus encantos desde todos los ángulos posibles. Luisa se giró sin apartar sus ojos de mí, volviendo su hermoso cuello con ese aire desafiante que utilizan las modelos al final de la pasarela. El pantalón negro, sí era un viejo conocido. Le hacía un culo sencillamente perfecto y, sabiendo que le quedaba de escándalo, Luisa lo utilizaba bastante a menudo.
De hecho, mientras preparábamos la cena y poníamos la mesa, Luisa tuvo que huir de mí en varias ocasiones. De no haberlo hecho así, habría malgastado hasta mi última bala antes del comienzo de la guerra. Al final respeté ese sabio control de la situación que ella ejercía. Sólo hacía falta mirar a Luisa para constatar esa seguridad en sí misma y ese saber estar que tanto había admirado desde el día que vi las fotos de La Habana.
Al recordar las fotografías que habían dado lugar a nuestra aventura, decidí que había llegado el momento de aclarar las cosas. Aunque esas cosas formaran parte de su vida privada, juzgué que me había ganado el derecho a conocer esa otra cara de Luisa. Estábamos sentados en los pequeños taburetes de madera de la cocina compartiendo una cerveza, de manera que la cordialidad del momento invitaba a hablar y sincerarse sin ambages.
— Me gustaría preguntarte algo —admití en tono confidente.
— Lo que quieras —saltó ella, desenfadada, dejando de masticar para darme un besito— ¡Qué guapo eres, maldito!
— Es sobre eso que dijiste el otro día, que te has acostado con otros delante de Alfonso.
Luisa alzó la cabeza y me escrutó con la mirada.
— ¿Confidencialmente? —preguntó con suspicacia.
— Por supuesto —corroboré.
— Entiendo… Y qué quieres saber.
— Pues, no sé. Yo nunca he visto nada raro.
— No es algo que se pueda airear alegremente —comentó Luisa— Además, tenemos hijas. Ellas no lo comprenderían, a su edad sólo se piensa en el amor eterno.
— Sólo se vive una vez.
— Eso es —dijo posando con ternura la palma de su mano en mi mejilla, mirando a un muchacho a punto de dejar atrás la edad de la inocencia— Es sólo una diversión, una diversión muy emocionante. Unas veces hay suerte y el tipo es increíble, y otras no tanto.
— Imagino que serás tú quien escoge al candidato, ¿no? —pregunté.
— Imaginas bien.
— ¿Y cómo hacéis para que nadie se entere?
— Hay un hotel muy discreto a las afueras de Toledo, El Cigarral. Tiene un restaurante fantástico.
— Ya veo —dije con indiferencia, no queriendo saber más.
— A veces también aprovechamos las vacaciones.
Hice sin darme cuenta una mueca que, evidentemente, Luisa no supo interpretar. Ella ignoraba que yo había contemplado las fotos de una de esas relaciones no del todo extramatrimoniales. Yo nunca le había hablado de la equivocación de su marido, ni tenía intención de hacerlo. Hacía tiempo que había borrado aquellas fotografías y, en lo que a mí concernía, ese asunto estaba olvidado. Además, tanto Luisa como su marido ya tenían suficiente edad para hacer lo que les diera la gana. Claro que, desde un tiempo a esa parte, ya me encargaba yo de que a mi vecina no le quedaran ganas de follar.
— Por cierto, no me preguntes cómo, pero creo que tu hija sospecha algo.
— ¿Cuál de ellas? —inquirió Luisa sin demasiado interés.
— La más joven, la que va al instituto.
— Y qué te hace pensar eso —quiso saber.
— No lo sé —mentí— El otro día me crucé con ella y me miró de un modo raro.
— ¡Aj! —replicó Luisa con desdén— No seas tonto. Lo que quiere es que te fijes en ella.
Luisa me dejó de piedra. No esperaba una respuesta tan cruda por parte de la madre de la muchacha y, ella se percató.
— Va a cumplir diecisiete dentro de nada, Alberto —aclaró, inmóvil y repentinamente seria— Así que andate con ojo, no me la vayas a dejar preñada.
Casi me atraganto con la aceituna que tenía en la boca en ese momento, y si no ocurrió fue sólo porque conseguí escupir a tiempo.
— ¡Joder, Luisa!
— Joder, no. Follar —aclaró, socarrona.
— ¡Qué es tu hija!
Esta vez, Luisa no replicó. En lugar de ello, torció la cabeza a un lado y me contempló con menosprecio. “Hombres...”, era lo que callaban sus ojos.
— Bueno, hablemos de otra cosa —dije francamente incómodo con aquella incestuosa controversia.
— Sí, pero ten condones a mano, ¿entendido? —me apercibió señalándome con el dedo.
Asentí con la cabeza dándome por vencido. Realmente no entendía qué demonios había suscitado aquella situación. Yo sólo había intentado explicarle a Luisa mi inquietud sobre la posibilidad de que su hija supiese que ella y yo teníamos una aventura. Entonces lo comprendí. Si una madre insinuaba que su hija estaba interesada en acostarse con alguien, por algo sería. Luisa debía saber algo más sobre los sentimientos de su hija, pero no pensaba contármelo, como es natural.
Un rato después, cuando su marido llamó a la puerta, Luisa me miró con los nervios a flor de piel. Yo sonreí, me aproximé a ella, y la besé suavemente en el cuello.
— Hagamos que esta noche sea inolvidable —le susurré al oído.
— Adelante —dije conminándole a entrar— Precisamente estábamos hablando de ti.
Alfonso se quedó paralizado. Evidentemente, no estaba preparado para que su esposa y yo le recibiéramos cogidos de la mano. El hombre, que ya rondaba la cincuentena, había acudido vestido de forma bastante elegante. Llevaba unos Dockers beige y una camisa blanca que le hacía bastante barriga. No es que estuviera gordo, pero resultaba evidente que se trataba de un hombre sedentario, de esos que prefieren leer el periódico a salir de paseo.
Fue un alivio hacerle sonreír con un comentario banal acerca de la caducidad de los muebles de IKEA. Además, una vez entramos en el salón y el marido de Luisa vio los entrantes sobre la mesa, tuve claro que Luisa había conquistado a aquel tipo por el estómago.
Alfonso parecía sentirse realmente cómodo e ilusionado con la velada que teníamos por delante. Después de todo, el marido de Luisa resultó ser un gran conversador, de modo que la cena transcurrió de forma muy entretenida.
Luisa y yo habíamos improvisado una parodia según la cual, ella sería abogada, yo el último fichaje de su bufete, y Alfonso un importante cliente. No obstante, al final decidimos posponer esa interesante idea para otra ocasión en que dispusiéramos de suficiente tiempo para preparar cada personaje a interpretar en la trama de fraude fiscal que habíamos comenzado a esbozar.
Después de dar cumplida cuenta de los tres entrantes, clásicos y efectivos, que habíamos preparado para la ocasión, me disculpé un segundo y fui a traer la fuente con el secreto de cerdo en salsa roquefort que Luisa y yo habíamos cocinado esa misma tarde.
A mi regreso, sorprendí a mi amante hablando en susurros con nuestro invitado. Ambos sonrieron al verme. Aquel ambiente cordial se debía, entre otras razones, a que casi habíamos terminado con la botella de Corazón Loco, la primera de las dos botellas de vino tinto que había seleccionado aquella mañana en el súper.
Una vez serví la carne, y antes de tomar asiento, me excusé nuevamente para ir a la cocina a por la otra. Se trataba de un delicioso caldo del Duero de nombre más que sugerente, Cueva Lujuria.
— Oye, Luisa —intervine mientras descorchaba la botella a su lado— Le has contado a Alfonso lo de nuestra primera vez.
— Alberto, no creo que sea el momento —rehusó disimuladamente.
— ¡Agh, mujer! —la reprendí— No seas así, seguro que a tu marido le parece la mar de interesante.
Lo que fue a mí, no se me había escapado ni la evasiva de Luisa, ni el repentino interés de mi vecino. Evidentemente, ambas reacciones revelaban que Luisa había omitido confesar a su esposo bastantes cosas.
— Bueno —se decidió por fin a aclarar— Lo que pasó es que Alberto se quedó sin comida y…
— … Y tú esposa se ofreció a hacerme la comida —tomé la palabra al primer titubeo de mi vecina— Lo malo fue que, de tanto mirarle las tetas, tu mujer se percató de que yo también tengo mucho que ofrecer.
— ¿Mucho que ofrecer? —inquirió Alfonso mirándome con complicidad.
Antes de que Luisa pudiera resolver la duda de su esposo, me bajé la cremallera del pantalón y extraje mi miembro a través de la abertura.
— Quizá a esa carne le iría bien un poco más de salsa, no crees, querida —sugerí extrayendo también mis testículos a través de la abertura.
Durante un apasionante momento, hubo un tenso intercambio de miradas entre Luisa y su marido. Finalmente, Luisa se giró hacia mí y me brindó su mejor sonrisa de complicidad. A escasos centímetros de ella, mi verga lucía capaz de hacer frente a cualquier reto que ella se atreviera a plantear.
Una parte del cerebro de Luisa se preguntó si debía tolerar mi desvergonzado comportamiento. A la otra parte, mucho más interesada en la polla que se curvaba hacia arriba hasta casi tocarle la barbilla, no podía importarle menos esa conducta. Larga, gruesa y surcada de venas, era un sueño hecho realidad para una mujer madura. Presa de la ansiedad, mi vecina se mordió el labio inferior, se le hacía la boca agua.
Indiferente a la presencia de su esposo, la ávida mujer posó su lengua en la base de mi verga y fue lamiendo muy despacio los dieciocho centímetros de duro miembro viril que la llevarían hasta el glande de mi polla y, por ende, al principio de su mamada.
Luisa se olvidó por completo de sus buenos modales y refinamiento. En un visto y no visto, la mujer de Alfonso se llenó la boca con más de un tercio de mi verga y se puso a mamar arriba y abajo con desesperación. El placer de su boca tuvo como inmediata consecuencia que mi verga engrosara más todavía, ocupando su boca por completo. A la obstinada mujer de mi vecino no le importase que se le fuera a desencajar la mandíbula. De hecho, sus chupadas se hicieron más audibles a cada momento.
Desvié los ojos un instante para echar un vistazo al marido de tan soberbia mujer, y no me extrañó lo que vi. Alfonso había dejado de cenar y se estaba masturbando mientras disfrutaba del espectáculo, algo totalmente comprensible. Su fascinante esposa no olvidó chupar mis pesados testículos. Aquella hembra la mamaba con las ganas de una universitaria, el talento de una divorciada y la experiencia de una ama de casa.
— ¡Sigue, preciosa! ¡Ya casi está! —azucé a Luisa, seguramente de forma innecesaria, pues ya debía haber percibido el líquido preseminal emerger de mi capullo.
Luisa musitó algo sin dejar de mamar ni un solo segundo. Mi vecina parecía haber asumido que mi verga estallaría dentro de su boca. Aparentemente, a Luisa no le importaban las consecuencias, o eso creía yo. Justo cuando mi verga iba a entrar en erupción, Luisa tomó su plato y vomitó mi verga directamente sobre el filete de carne.
Completamente pasmado, presencié como mi miembro bombeaba esperma a espasmos regulares. Chorro a chorro, una espesa capa blanquecina fue sepultando la cena de mi vecina. Con todo, cuando la eyaculación pareció haber llegado a su fin, Luisa asió mi verga y logro sacar un último chorrito de esencia.
— ¡Dame! —exclamó Alfonso al otro lado de la mesa.
De pronto, el marido de Luisa le arrebató el plato de las manos y eyaculó también sobre la cena de su esposa.
No sé qué fue más dramático, la mamada con que Luisa me había obsequiado o verla saborear uno a uno cada pedacito de aquel tierno filete. Lo peor del caso fue que cuando la abogada hubo devorado toda la carne, su esposo le pasó el cesto del pan. Envilecida, Luisa comenzó a mojar en la salsa de semen y roquefort, llevándose las sopas de pan a la boca como si se tratase de un exquisito manjar.
Alfonso volvió a sentarse y contempló como su esposa rebañaba el plato. Sin embargo, yo pensaba ya en el postre.
Después de desnudar a Luisa meticulosamente, las yemas de mis dedos buscaron cada zona erógena de su cuerpo. Primero encontraron unos senos grandes y firmes a causa de la excitación. Luego di con una gruta encharcada y resbaladiza y, por último, con un diminuto orificio en comparación con las nalgas en donde se hallaba.
Acaricié y luego pellizqué ligeramente sus pezones, lo imprescindible para hacerla rabiar sin causarle dolor. Luego tuve que bajar la cabeza para introducir cada uno de ellos en mi boca, eran una delicia dura y rugosa. Los succioné con ansia, hundiendo mis mejillas cada vez que los chupaba. Lo hice a un ritmo pensado para que su coño se contrajera para mí, para que ella percibiera mi deseo por ella.
A continuación, le pedí a Luisa que separara las piernas y enterré mi lengua en su sexo. Derretida por dentro, un torrente de fluidos emergió de lo más hondo de su ser para inundar mi paladar. Mi madura vecina estaba más que preparada para recibirme. Aunque yo la guié hasta el sofá, fue ella quien a horcajadas sobre mí, llevó mi miembro hasta su pringosa abertura y lo deslizó en la calidez de su sexo.
— ¡Qué mojada estás! —jadeé en su oreja haciéndola estremecer— Tu coñito está hecho para mí.
De repente, la ira y el egoísmo se apoderaron de todo mi ser. Tomé a Luisa de las nalgas y le indiqué como deseaba que contoneara las caderas. Sin embargo, el voluptuoso cuerpo de aquella señora comenzó a cargarse de energía y en seguida su culazo comenzó a botar sobre mí.
Un lánguido quejido emergió de la garganta de Luisa en el momento que distendí su esfínter y hundí un par de dedos en su trasero. Al contemplar el estupor en los ojos de mi vecina, supe que acababa de adivinar cuales eran mis intenciones y, justo entonces, el sexo de Luisa se plegó entorno a mi verga con la fuerza de su orgasmo.
— Ahora te vas a reclinar en el sofá y te follaré este coñito tan dulce hasta que te fallen las piernas —le advertí— Luego, cuando te desplomes, te follaré ese culito que siempre tiene ganas de verga.
— ¡Sí! —jadeó, agitándose como loca.
— Claro que sí —dije apretando los dientes— Y además te masturbarás para que tu esposo vea como te corres mientras te follo como a una perra .
Creo que fue entonces cuando Alfonso empezó a hacernos fotos, no con un viejo teléfono como con el que me había enviado por error aquellas fotos de Luisa, sino con un resplandeciente último modelo con unas prestaciones mucho mejores que las de aquel Samsung A12.
En un primer momento, no me gustó que lo hiciera. Sin embargo, he de reconocer que supuso un gran aliciente ver al marido de Luisa pulular a nuestro alrededor mientras me follaba a su mujer.
Sin darme cuenta comencé a darle sugerencias para que tomara fotos desde uno u otro ángulo. Recuerdo haber tendido a Luisa sobre la mesa con sus pantorrillas apoyadas sobre mis hombros. Recuerdo haber follado vigorosamente su sexo haciendo mis testículos chocar contra sus nalgas con un sonido tan erótico que hizo que ella me clavase las uñas en los brazos. Recuerdo haberla tendido sobre el sofá y haberle pedido a Alfonso que grabara la cara de su esposa mientras le introducía mi miembro en el ano. Recuerdo haberla cabalgado analmente haciendo restallar mi pelvis contra sus poderoso trasero. Recuerdo como Luisa se despatarró sobre mí y le urgió a su esposo que lamiese su clítoris mientras ella se contoneaba con mi verga profundamente enclavada en su coño. Recuerdo como aquel desgraciado logró que Luisa tuviera un maravilloso orgasmo mientras otro hombre insuflaba su esperma en el útero de su esposa. Lo recuerdo y, además, guardo todas las fotos.
Pasó el tiempo y, aunque Luisa, Alfonso y yo volvimos a quedar para cenar en un par de ocasiones más, lo que más ilusión nos hacía tanto a ella como a mí era pasar la tarde en mi casa, y poder hacer el amor sin la molesta presencia de su marido ni su irreverente sesión fotográfica.
Todo parecía marchar bien hasta que un día al llegar a casa me topé con la hija menor de Luisa sentada en el tramo de escalera que subía de su casa a la mía. En un primer momento temí que me estuviera esperando para intentar algo, pero la chica echó las piernas hacia la pared para dejarme pasar. Deduje pues que se habría saltado la última clase y estaba haciendo tiempo para no levantar sospechas. La hija de Luisa se apartó con indiferencia, sin dejar de teclear en su móvil, un jodido Samsung A12.
— ¿Tú? —fue lo único que acerté a decir mientras todos los sucesos de los últimos meses iban encajando unos con otros dentro de mi cabeza.
El despecho de la hija menor de Luisa al no haberme fijado en ella. Las fotos de La Habana enviadas por la muchacha deliberadamente a mi ordenador para provocar el adulterio de su propia madre. La ignorancia tanto de Luisa, como de su marido aquel malintencionado envío de fotos. El hecho de que el móvil de Alfonso no coincidiera con el que había enviado las fotos. Todo encajaba, incluida la burlona sonrisa de aquella pérfida niñata.
No dudé ni un instante. La cogí a la muchacha de la muñeca e hice que se pusiera en pie y me siguiera dando traspiés.
— ¡Cállate! —le ordené tajantemente cuando se atrevió a preguntar qué demonios me creía que estaba haciendo.
Forcejeé con ella para ponerla de bruces sobre mis rodillas, pero con el tercer azotazo en su escuálido trasero, la muchacha se resignó a recibir dócilmente su castigo. No podía creer que aquella niñata hubiera estado detrás de todo. No sé cuántos azotes le propiné, pero cuando decidí que había sido suficiente la chica tenía el culo colorado.
Temblaba sobre mis rodillas como un perrillo, sollozando y gimoteando como una mocosa. Al verla afligida y asustada, pensé que quizá había sido demasiado cruel con la muchacha. Fue entonces cuando, pasé un dedo suavemente sobre su vulva haciendo que diese un respingo.
La chica siguió inmóvil y en absoluto silencio mientras yo comenzaba a acariciar su sexo con inmensa dulzura. El contraste no pudo ser mayor, la muchacha paso de padecer un severo castigo a ser deliciosamente masturbada por el mismo hombre.
Después de darle tiempo a recuperarse tras aquel rabioso orgasmo, le indiqué que se vistiera y se marchara de mi casa.
— Me llamo Laura —dijo deteniéndose en la puerta, sin atreverse a mirarme.
— Alberto —respondí con resignación.