Un desafortunado error (ll)

Todos tenemos un secreto, algo que nadie debería saber. Mis vecinos lo tenían, desde luego, pero cometieron un desafortunado error.

Esa lluviosa mañana seguía conmocionado. Aunque había intentado escribir, apenas sí había logrado garabatear un par de párrafos. Mi pensamiento estaba tan nublado como el mundo que se extendía al otro lado de la ventana. Negros nubarrones descargaban con tristeza una persistente tormenta que había vaciado las calles de gente.

Así también estaba mi cabeza después de volver a cerrar, una vez más, las fotos que había recibido por error la tarde anterior. Eran seis imágenes a cada cual más perturbadora. Componían una especie de relato, el relato de la infidelidad de Luisa, mi vecina de abajo.

La única explicación para semejante error era que el marido de Luisa se había confundido al pasar las imágenes desde su Samsung A12 al ordenador. Seguramente, el imbécil de Alfonso debía poseer un hp igual que yo. Era una marca de ordenadores fiable, con buena relación calidad/precio y, por ende, muy popular.

Entonces volvió a asaltarme la duda de si el marido de Luisa se habría percatado de su error y, una vez más, tuve que convencerme de que era del todo improbable. Alfonso se habría quedado extrañado al ver que la transferencia se había interrumpido, eso seguro, pero luego las habría vuelto a transferir, nada más. Mi vecino hubiera podido darse cuenta de que parte de los archivos sí se habían transferido, pero tampoco en ese caso tendría forma de saber a qué dispositivo habían ido a parar. No existe un historial de descargas por Bluetooth.

Aquel desafortunado error era un callejón cuya única salida sería que mi vecino hiciera indagaciones, algo harto improbable. Por mucho que le preocupase saber quién tenía las fotos de su mujer, nunca se atrevería a preguntar. Aún habiéndose percatado de lo ocurrido, su mejor opción sería olvidarse del asunto. Evidentemente, Alfonso sería el último interesado en que se supiera que había extraviado las fotos de su esposa follando con otro hombre.

Luisa era abogada y trabajaba en una conocida notaría de la ciudad. Se suponía que debía ser una mujer sensata e inteligente, pero ahora, a la luz de aquellas fotografías, yo tenía serias dudas al respecto. Ninguna mujer en su sano juicio se hubiera prestado a dejarse fotografiar en la libidinosa actitud en que mi vecina lo había hecho.

Yo no tenía pruebas, pero estaba casi seguro de que Luisa no le había puesto los cuernos a su marido. Todo era demasiado flagrante y público, más aún, era exhibicionista. Tenía que tratarse pues de una infidelidad consentida, como la que contaba Mayra Montero en su novela “La última noche que pasé contigo”. Una de esas extravagancias en las que suelen caer algunos matrimonios, los más interesantes, desde luego.

Suele ocurrir, muchas parejas optan por la forma más disparatada para hacer frente al mortal aburrimiento conyugal, ese hastío que oxida las relaciones y las hace chirriar. Otras veces, se trata de un pequeño capricho, un antojo de una de las partes contratantes. Tampoco eso es infrecuente, a nadie le amarga un dulce.

Sin embargo, existía otra posibilidad aún más retorcida, como yo pensaba que era el caso. Esa posibilidad era que el propio Alfonso gozara viendo a su esposa acostándose con otros hombres. Aunque, bien pensado, tampoco daba la impresión de que Luisa estuviera siendo coaccionada, obligada a hacer nada que ella no deseara. Todo lo contrario, según aquellas fotos resultaba innegable que Luisa lo había pasado genial. Bien pensado, mi vecina no tenía cara de ser de esas que se dejan engañar o mangonear, y mucho menos por alguien como su marido.

Alfonso era un buen hombre. Demasiado, quizá. Trabajaba como informático en la oficina central de un gran banco. Era un hombre gris, una de esas personas que pasan desapercibidas en cualquier sitio. Caminaba con aire ausente, distraído, y muchas veces mirando al suelo. Aún siendo un vecino cortés y educado, te saludaba habitualmente de un modo distraído. De modo que no, Alfonso no daba el perfil de un hombre capaz de embaucar o coaccionar a su esposa.

Si una mujer es más fuerte que su marido, acaba despreciándolo o tiranizándolo. De lo contrario, sólo le queda la opción de rebajarse a sí misma para no degradarlo a él. Por el contrario, si el marido es lo bastante firme, una mujer puede mostrarse tan fuerte como es y llegar tan lejos como es capaz de hacerlo.

Luisa no era una paloma a la que hay que sujetar con la mitad de fuerza que uno cree necesario a fin de no lastimarla. A diferencia de Alfonso, su esposa parecía una auténtica leona. Una mujer capaz de abrirse paso por muy adversas que fueran las circunstancias. Desde luego, Alfonso no parecía el hombre que necesitaba una mujer así. A una leona hay que adiestrarla para que cace para ti, de lo contrario, te arrancará la piel a zarpazos el día menos pensado.

En mi opinión, lo que había pasado era que mi vecino no había sido lo bastante fuerte de carácter como para contender con su esposa. Era ella quien lo manejaba a su antojo. Por lo que había podido ver en esas fotos, Luisa lo había convertido en un pelele que le consentía todos sus caprichos, incluso acostarse con otros hombres.

Yo sabía que Luisa era una de esas mujeres que sabe convencer a los demás, así lo había demostrado en la última reunión de la comunidad de vecinos. Era necesario pintar todo el patio de luces, no bastaba con enmasillar las pequeñas fisuras que habían aparecido. Y gracias que el administrador había logrado hacer que Luisa se diera cuenta de que picar el cemento era un disparate.

Los hombres no suelen intentar parecer más jóvenes de lo que son, quizá por eso Alfonso aparentaba más edad que su esposa. Por aquel entonces yo desconocía la historia de aquella pareja: cómo la inteligente y bonita abogada había logrado ser contratada en una prestigiosa notaría; cuánto había destacado Alfonso en la universidad; los trucos que ella había empleado para arrebatárselo a otra chica; la vida sencilla y acomodada que aquel contable esperaba llevar; la ambición de su joven novia por salir de su pueblo para vivir en el centro de una ciudad; la frustración de la mujer con su dócil esposo; etc.

Con todo, yo no podía concebir que un marido cediera a la exigencia de su esposa de acostarse con otros hombres, y menos todavía que hubiera sido mi vecino quien le hubiera sugerido a ella algo semejante. ¿Cómo había podido alcanzar Alfonso tal falta de carácter?

Luego estaba lo del exhibicionismo. Hay personas que son pudorosas, que se ruborizan por cualquier tontería y hay, por contra, gente a la que todo le da igual, pues tienen tan poca decencia como sentido del ridículo. Sin embargo, había que estar muy mal de la cabeza para follar en un lugar público como había hecho mi vecina. Hoy día todo el mundo lleva encima una cámara de video en su smartphone. Pueden estar grabándote en cualquier sitio, en todo momento, en cualquier circunstancia. Haz una locura, y tu estupidez habrá alcanzado cien mil reproducciones en YouTube media hora después.

Unos días más tarde, cuando me encontré con mi vecino en la rampa del garaje, lo encontré tan inquieto como de costumbre. Alfonso siempre me ha parecido un tipo raro, era tan esquivo que siempre daba la impresión de llevar prisa. Siempre con cara de preocupación, como si tuviera que hacer urgentemente un montón de cosas.

En cambio, yo me detuve. Mi vecino apenas sí me había saludado con un movimiento de cabeza mientras seguía su camino. En aquel instante, viendo al marido de Luisa alejarse, di por cerrado el asunto de las fotos. Alfonso no tenía ni idea de lo que había ocurrido.

Los días pasaban y no había visto a mi ahora adorada vecina ni una vez. Era como si la diosa fortuna quisiera divertirse a mi costa, como si alguien hubiera secuestrado a la reina que vivía en el piso de abajo. Pero un día mi suerte cambió, y también todo lo demás.

Obviamente, desde lo de las fotos, el concepto que yo tenía de ella se había transformado drásticamente. De hecho, era como si haberla visto follar con un hombre que no era su marido, la hubiera convertido de repente en otra mujer. A mis ojos, Luisa había dejado de ser la esposa de Alfonso. Tenía pruebas de que mi vecina era una mujer libre, aún estando casada. ¿Por qué no cortejar a una mujer que se acostaba con quién le daba la gana?

Hasta entonces, ya fuera en la calle o en el portal, la atractiva madre de aquellas dos niñatas siempre me había mirado con el sutil brillo de la picardía cada vez que nos cruzábamos. Sin embargo, yo había resuelto cambiar las reglas del juego. No estaba dispuesto a conformarme con ser solamente ese vecino joven y bien plantado al que una señora, que casi podría ser su madre, miraba con admiración. Nada de eso, yo quería más, quería todo lo que había visto en aquellas condenadas fotografías.

De un modo tan insidioso como imparable, empecé a desear a la voluptuosa mujer de mi vecino. Pasé a fantasear con ella cada vez que me masturbaba y, mucho peor aún, cuando lo hacía con mi novia. En mis sueños, Luisa se vestía con ropa cada vez mas ceñida, usaba prendas hechas para ensalzar sus encantos y no para ocultarlos. Por supuesto, en mis fantasías los ojos de Luisa clamaban a gritos que ella correspondía la atracción que yo sentía hacia ella. Ese interés recíproco nos empujaba a comportarnos como animales. Cuando pensaba en Luisa, cualquier sitio servía para hacer el amor, el cuarto de los contadores, su casa, el garaje... No había nada demasiado temerario.

Estaba pues determinado a flirtear con Luisa a la menor ocasión. Mi primera ofensiva sería una simple mirada. Por supuesto, no la mirada de un buen vecino, sino la de un muchacho que deseaba fervientemente tener una aventura con su vecina.

Mi primer disparo lo efectué una tarde cuando salía del portal con las bolsas del plástico y el papel para el reciclaje. En ese mismo instante, Luisa llegaba de la calle cargada con la compra. Sin pensarlo siquiera, solté todo lo que llevaba en el suelo y tomé el asa de las bolsas de mi vecina.

— Deja que te ayude.

Luisa no esperaba un ofrecimiento que yo no habría hecho la semana anterior. Dudó un instante, lo justo para que yo me apoderase del puñado de bolsas al tiempo que echaba una buena ojeada a sus tetas. Evidentemente, ella se percató de mi indiscreción. Aunque ella no lo supiera, mi descuido había sido intencionado.

Luisa sonrió visiblemente halagada y me dio las gracias. Me pidió que dejara las bolsas en su puerta mientras ella buscaba las llaves en su bolso. Ni que decir tiene que a mí me habría encantado entrar en su casa para explorar el territorio enemigo, pero de momento me contenté con esa pequeña emboscada. Mejor avanzar poco a poco que precipitarme y arriesgarme a salir escaldado.

A partir de ese día, la forma con que Luisa contendía con mis libidinosas miradas comenzó a transformarse. Si al principio la reacción de mi vecina era de franco desconcierto, ésta fue mudando paulatinamente hacía el regocijo, la coquetería y, por fin, a cierto interés en ese descarado muchacho.

La segunda gran ocasión que tuve para minar sus ya exiguas defensas fue una mañana que había salido a correr. Al volver, me di una ducha rápida y después me puse a preparar un poco de arroz. Había adoptado una costumbre propia de todo joven recién emancipado, hacer lentejas de sobra para luego congelar, siempre he adorado el arroz con lentejas.

Mientras “Dune”, de Frank Herbert, me narraba el devenir de Arrakis, escuché ruido procedente del patio de luces. Me asomé con cautela a la ventana y quedé absorto contemplando a mi vecina, quien en ese momento estaba tendiendo la ropa. Hubiera sido arriesgado tratar de adivinar qué tanga era de ella y cuales de sus hijas. Sin embargo, no había duda de cuál era el sujetador de Luisa. Aquella exquisita pieza de lencería era el estandarte que indicaba quien gobernaba aquel territorio.

— Hola —saludé, deseoso de salir del anonimato de una vez por todas.

Luisa alzó la vista y me devolvió el saludo junto a una maravillosa sonrisa. Entonces, ella misma echó una ojeada a su escote y me volvió a mirar con desaprobación. Sin embargo, a pesar de haberse percatado del espectáculo que me estaba brindando, mi vecina continuó tendiendo la ropa.

— ¿Te importa que mire un poco? —pregunté sin dejar de sonreír.

— ¿No tienes bastante con tu novia?

— No tiene los ojos tan bonitos como tú —alegué.

— Ni las tetas tampoco.

Su sarcasmo hizo que me echara a reír, pero en el fondo llevaba razón. Ya quisiera Natalia tener unas tetas como aquellas. Ese era, empero, el tributo a pagar por una silueta tan estilizada y delicada como la suya.

No podía dejar de contemplar a la esposa de mi vecino. No sólo era su busto lo que me fascinaba, era la gracilidad de sus brazos mientras tendía la ropa, la provocación subyacente al agacharse para coger otra prenda del cesto. Cada medido movimiento parecía destinado a realzar… ¡¡¡El arroz!!!

— ¡Joder! ¡Ahora vuelvo!—grité entrando a toda prisa en la cocina.

Desgraciadamente, era demasiado tarde para hacer cualquier otra cosa que no fuese tirarlo a la basura. El arroz que no se había pegado al fondo estaba hecho una papilla.

— Por tu culpa me he quedado sin comida —reprendí a mi vecina, bromeando

— Pues baja que te haga algo.

— ¿Me vas a hacer una comida? —inquirí echándome a reír— ¡Voy volando!

Luisa pensó que eso también iba en broma, pero cuando me vio salir por la ventana se tapó la boca de la impresión. Entonces, apoyé los pies en la pequeña repisa que había un metro más abajo, todavía a bastante altura con respecto al patio.

— ¡Qué haces! ¡Te vas a…!

La esposa de Alfonso no tuvo tiempo de terminar la frase. Apenas alcanzó a dar un par de pasos hacia atrás antes de que yo aterrizara en mitad de su patio.

Cuando aquella maravillosa mujer consiguió cerrar la boca y creer lo que acababan de ver sus ojos, me indicó que pasara a la cocina.

— Las mujeres, primero —decliné.

Me quedé apoyado en el marco de aluminio blanco del quicio de la puerta. Mi atalaya constituía un lugar privilegiado desde donde observar a la que era la dueña de todas mis erecciones, aún no siendo consciente de ello. Aquel día de verano la esposa de mi vecino se había enfundado unos jeans que tenían aspecto de nuevos y una blusa de tirantes que quitaban la respiración.

No me extrañaría lo más mínimo que sus hijas, dos sílfides anodinas, no estuvieran dispuestas a acompañar a su madre por la calle. De hacerlo así, las pobres muchachas sufrirían la afrenta de ver que todos los hombres se giraban para observar lascivamente los encantos de su madre, en lugar de mirarlas a ellas.

Eso era, al menos, lo que yo hacía en aquel preciso momento: Admirar el soberbio culazo de Luisa cuando ésta se puso de puntillas para alcanzar uno de los recipientes de plástico del armario; Estimar cuál sería la masa de sus senos cuando Luisa se reclinó ligeramente sobre la encimera para tapar la fiambrera con el moje de tomate con sardinas y, finalmente; Hallar la proporción entre el tamaño de sus senos y la circunferencia de su cintura cuando se acercó para entregarme el recipiente.

— Me has puesto demasiado —dije por educación.

— Con lo grande que eres, no creo que te sobre.

— Tiene buena pinta —admití— A mí me da pereza tener que cocinar todos los días.

Luisa se volvió para censurar mis palabras.

— Me organizo mejor por semanas —añadí con aire travieso— La semana del arroz, la semana de los macarrones, la semana de las lentejas…

Luisa negó con la cabeza sin levantar la vista, pero vi claramente como se esforzaba para no reír. Era el momento de la verdad, de ser intrépido e intentar conseguir algo más que un poco de moje.

— Yo… Pensaba que me ibas a hacer otra clase de comida.

Esta vez, Luisa sí que me miró. Lo hizo de forma sombría y con evidente intención de reprenderme por aquellas insolentes palabras. No en vano acabada de insinuar que pensaba que ella me haría una mamada.

En lugar de hacer lo que a mí me hubiera gustado, Luisa me miró con condescendencia y me puso la mano en la mejilla de forma casi maternal.

Repentinamente furioso, me aparté de ella. Había sido como si su mano me hubiera quemado la piel. No pensaba dejar que aquella mujer me tratara como a un crío. Sufrí tal ataque de cólera que la empujé contra la encimera y la besé. Le comí la boca con tal pasión que mordí su labio inferior sin darme cuenta de lo que hacía.

¡AH!

La esposa de Alfonso se apartó bruscamente de mí y llevó su mano al foco de dolor. Al revisar sus dedos y ver el pequeño rastro de sangre, Luisa se me quedó mirando sin dar crédito a lo que había ocurrido.

— Lo siento —me disculpé totalmente desolado.

Atónita, mirando sin ver, Luisa volvió a fijarse en la sangre de sus dedos al tiempo que, inconscientemente, chupaba la herida que teñía de dolor sus labios.

La había marcado con un mordisco, así que me preparé para recibir la bofetada que sin duda merecía. Y, en efecto, Luisa se abalanzó sobre mí pero, en vez de agredirme, empezó a comerme la boca con una pasión desaforada.

Durante unos maravillosos segundos fuimos literalmente arrollados por una pasión enorme e imparable. El sabor de la sangre llenó mi boca e hizo fluir la adrenalina por mis venas. Sus brazos me atraían casi con tanta fuerza como mis dedos estrujaban su trasero. Nos besamos con la urgencia propia de los amantes, con la desesperación de una pasión furtiva. Solté entonces el botón de sus jeans y…

— ¡No! —gritó Luisa volviendo a apartarse de mí— Mis hijas… Van a llegar.

Hubo otro silencio, otra subida de tensión durante la cual Luisa y yo nos escrutamos con la mirada. Poco a poco mi pulso cardíaco comenzó a serenarse y la sangre volvió a fluir por mi cerebro, permitiéndome pensar. Ella no había lamentado lo que había pasado, no había dicho que hubiese sido un error que no podía volver a repetirse. No, la esposa de Alfonso había venido a decir que ese no era el momento, nada más.

— Oye, no tendrás una escalera por ahí —pregunté para zanjar la incómoda situación— He olvidado coger las llaves.

Aquello bien podría haber sido un sueño, pero no lo había sido. Desde ese día, los ojos de mi vecina despedían deseo cada vez que nos encontrábamos, y esas ocasiones comenzaron aumentar descaradamente.

En efecto, la coincidencias dejaron de ser fortuitas. Yo solía encontrarme con mi vecina cuando ésta salía de trabajar y la acompañaba durante un tramo de calle o dos. De vez en cuando, Luisa salía del trastero justo en el momento que yo entraba en el garaje. En esas ocasiones, entrábamos juntos al ascensor y era allí donde Luisa saciaba su sed en mi boca. Aquello era tremendamente excitante y arriesgado. Luego me divertía verla disimular el sofoco cuando la puerta se abría y ella me decía “hasta luego” como si tal cosa.

Una tarde, cuando regresaba de hacer la compra, ocurrió lo que los dos deseábamos, pero ninguno había planeado. Yo subía en el ascensor cuando éste paró de improviso en la primera planta. En ese momento, Luisa estaba cerrando la puerta de su casa y, al girarse y verme dentro del ascensor, se sorprendió.

Estaba preciosa, realmente arrebatadora con aquel vestido de grandes flores moradas y rojas sobre fondo negro.

— Subes —dije sin pensar.

La cara de Luisa se descompuso a causa de las implicaciones de esa única palabra. Vi la duda en sus ojos, ese miedo que lo destruye todo. Vi que deseaba subir conmigo, pero que la atenazaban las imprevisibles consecuencias de lo que podría ocurrir. Le tendí mi mano para animarla a decidirse y, un instante después, la puerta comenzó a cerrarse. Fue en ese último momento cuando decidí asumir el mando de los acontecimientos, y de nuestras vidas. Di un paso fuera del ascensor haciendo que la puerta invirtiera su sentido y volviera a abrirse. Después, tomé a Luisa de la mano y tiré de ella, no para forzarla a entrar, sino para ofrecerle mi ayuda, acompañarla y hacerle saber que estábamos juntos en eso, pasara lo que pasara. La mujer de mi vecino me suplicó con la mirada que le dejara huir, pero yo estreché su mano con más fuerza todavía. Entonces sí, cuando la atraje hacia mí, Luisa dio un paso con temor, y luego otro, y otro más, hasta que ambos estuvimos dentro del ascensor y las puertas se cerraron.

No solté su mano en ningún momento, ni siquiera para abrir la puerta de mi casa. La conduje por el largo pasillo de mi guarida, mientras ella iba escudriñando de pasada cada estancia. A pesar de su edad y experiencia, todo en ella traslucía inquietud: su mirada esquiva, su respiración agitada, el sudor de sus manos…

— ¿Quieres hacerlo? —pregunté al llegar al dormitorio.

Luisa se había puesto tan tensa que tardó en contestar, pero su primera respuesta consistió en besarme.

— Sí —dijo, y después añadió— Con una condición.

Permanecí en silencio mientras Luisa meditaba lo que iba a decir.

— Nada de líos —dijo por fin.

Enseguida se dio cuenta de que yo no acababa de entender.

— Nada de compromisos —aclaró— Ni exigencias. Tú tienes tu vida y yo la mía.

Me hubiera gustado preguntarle a Luisa por qué decía aquello, pero me pareció demasiado obvio. Nada de enamorarse.

— De acuerdo —acepté.

Le pedí que se quitara las bragas. Para aquel entonces yo había planeado y repasado cien veces como pensaba hacerle el amor esa primera vez. De modo que, en cuanto mi vecina se deshizo de sus bragas tal como yo le había indicado, hice que se sentara en el borde de la cama.

Luisa se quedó perpleja cuando me vio ponerme de rodillas y empezar a besarle los pies. Centímetro a centímetro, cambiando sucesivamente de una pierna a la otra, mis besos fueron recorriendo el empeine de sus pies, sus tobillos, sus pantorrillas, las rodillas y el interior de sus muslos.

Mi adorada vecina había separado las piernas para facilitar que me abriera paso hacia su intimidad. Sin embargo, justo antes de que los labios de mi boca rozaran los de su sexo, me desvié y mis besos tomaron rumbo hacia sus senos. Noté la hendidura de su ombligo bajo la fina tela de su vestido. Luego atravesé el profundo desfiladero que se formaba entre sus senos, llegué a su torso, y al mismo tiempo que ascendía por su cuello, retiré los tirantes de su vestido, así como el sujetador.

Tomé ambos senos con mis manos y, tratando de contenerme, los comencé a masajear. Al chuparle con ansia los pezones, ella jadeó. Le comí las tetas como si en el mundo no hubiera nada mejor, desde luego yo nunca había visto unos pechos como los suyos.

Fueron varias las cosas que me llamaron la atención de sus tetas. La primera fue la palidez de la piel, casi tan blanca como el yogur. La segunda fue el tamaño de sus pezones, pequeños en relación al tamaño de sus senos. En último lugar, me quedé prendado de un pequeño lunar que tenía en el seno izquierdo.

Mi adorada vecina observó con ansia como mi boca volvía a descender por su abdomen hasta perderse entre sus piernas, y mi lengua le arrancó un profundo suspiro. Mis labios se adhirieron a los suyos, y mi escurridiza lengua arremetió contra el brillante clítoris de la mujer de Alfonso.

Apenas necesité un par de minutos para que Luisa gozara del primer orgasmo.

— ¡AGH! —gruñó Luisa como una bestia salvaje.

No tuve piedad. Sabiéndola indefensa, continué azuzando su clítoris para elevarlo al paraíso del placer, haciendo que todo su cuerpo se retorciera sobre la cama.

— ¡Para! ¡Para! —rabió enredando sus dedos en mi cabello y tirando de él para apartar mi boca de su sexo.

Cedí, obviamente, pero como represalia introduje un par de dedos en su vagina y sonreí al ver como se sobresaltaba. Una mezcla de jadeo y sollozo salió de su boca cuando mis dedos comenzaron a entrar y salir cuidadosamente de su sexo. Incapaz de abstraerse de lo que ocurría entre sus piernas, la mujer de Alfonso empezó a gozar como la lasciva mujer que era.

De su negativa a recibir mi lengua entre sus piernas, surgió la idea de infiltrarla a través del otro orificio. Se trataba de una hendidura tan lóbrega y estrecha que pocas mujeres la usaban para ese tipo de intercambios. Sin embargo, yo no era un comerciante honorable, sino un contrabandista.

Le di la vuelta sobre el colchón para ponerla boca abajo y luego levanté la parte baja de su vestido para dejar al descubierto aquellas colinas redondeadas. El paisaje desde el lugar donde me encontraba era sobrecogedor. Sus nalgas se alzaban inexpugnables frente a mí. Sin embargo, yo conocía el sendero que me permitiría adentrarme en ese territorio hostil.

La punta de mi dedo partió de un lugar a medio camino entre el paraíso y aquella fosa de la perdición. Poco a poco fue ganando altura hasta que no tuve otra opción que emplear mis propias manos para abrirme paso en aquel desfiladero. Entonces vi el estrecho pasadizo.

A la vista de la buena disposición con que Luisa acogió mi dedo entre sus fuertes glúteos, supe que mi vecina no se apuraría como las jóvenes de mi edad cuando la tratase de encular.

¡PLASH!

Sin pensármelo dos veces, propiné un buen azotazo sobre aquel culazo que tarde o temprano sería mío. Con todo, era consciente de que no me debía precipitar. De modo que, en esa incursión preliminar me limité a distender el esfínter de mi vecina con un par de dedos, cosa que hice de forma meticulosa gracias a la saliva necesaria a tal efecto.

Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron cuando Luisa comenzó a masturbarse al mismo tiempo que yo metía y sacaba aquellos dos dedos en su trasero. El infeccioso frenesí de mi vecina fue apoderándose de mí al percatarme de como la mujer respingaba el culito en busca de la penetración.

Poseído por la lujuria, utilicé el ímpetu de aquella desaforada mujer para presentar un tercer dedo a la entrada de su trasero. Tras un himpás de esfuerzo, la osada esposa de Alfonso no tardó en retomar los movimientos ascendentes y descendentes, sodomizándose a sí misma a la vez que se masturbaba.

Aquella señora jadeaba casi sin resuello, estaba fuera de sí. Supe de inmediato que no debía perder aquella oportunidad. Con los movimientos ágiles y precisos de un consumado espadachín, me situé sobre ella y asesté una profunda estocada en su trasero.

¡OGH!

Mi vecina dio un respingo entre jadeos y convulsiones, cosa que aproveché para meterle en el culo toda mi verga. La esposa de mi vecino, sufrió una nueva conmoción que hizo que todo su cuerpo diese otra sacudida de manera instantánea. Ese temblor, espasmódico y arrítmico, se prolongó durante un buen rato sin otra explicación que las intrigas de los dedos de Luisa, unos dedos largos y huesudos que podía notar conspirando muy cerca de mis testículos.

Durante todo aquel tiempo, vi a mi vecina experimentar más orgasmos de los que jamás había visto alcanzar a una mujer. Durante todo aquel tiempo, aguardé inmóvil para no interrumpir aquellos segundos de locura. No obstante, en cuanto Luisa se hubo serenado mínimamente, fui yo quien inició un comedido vaivén que no tardaría en pasar a ser una sodomía en toda regla.

Mi miembro empezó a ir y venir dentro de su trasero a un ritmo contenido. Sin embargo, Luisa permanecía aturdida a causa de la sobredosis de placer y a mí aquello me empezó a fastidiar. Después de haberla visto y oído rugir como una auténtica leona, me frustraba aquella indolente pasividad.

— ¡A cuatro patas!

Así fue como puse remedio a la apatía de mi vecina, haciendo que se colocara a cuatro patas y volviéndosela a meter por el culo con rudeza.

¡AAAH!

Acogí aquel chillido como prueba de que volvía a tener toda su atención. Pensé por un momento atender el clítoris de Luisa, ahora que ella era incapaz de hacerlo. Sin embargo, comprendí que ella ya había tenido de sobra y que lo más probable era que Luisa estuviese deseando que yo también me corriera.

La tomé pues de las caderas y empecé a arremeter con ahínco contra su culazo. Por suerte, la esposa de mi vecino inició aquel último asalto con renovado vigor, de no haber sido así, no habría aguantado.

¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!

Era alucinante ver mi verga aparecer y desaparecer entre el rotundo par de nalgas de una mujer hecha y derecha. Me sentía como si acabara de descubrir un tesoro, a mi madura vecina le gustaba el sexo anal. Como si hiciera falta comprobarlo, extraje mi miembro de su trasero.

— ¡Qué maravilla!

Aquella visión hubiera sobrecogido al soldado más curtido. En el surco que dividía en dos su trasero, Luisa tenía un agujero del tamaño de una moneda. Si bien la abertura era pequeña en comparación con su trasero, la infamia que supondría que su esposo se enterase sería inmensa.

— ¡QUÉ HACES! ¡FÓLLAME! —urgió mi vecina de improviso.

Junté toda la saliva que tenía en la boca en ese momento y escupí en aquel hueco deshonrado. Aunque casi se había cerrado, solamente fue necesaria una leve presión sobre su ano para que éste se distendiera, dejara entrar mi verga, y Luisa volviera a dar un respingo.

Pensé por un momento qué ocurriría si su marido nos descubriera, y eso fue mi perdición. Mi imaginación echó a volar y mi verga hizo lo propio. Casi creí ver a Alfonso entrar en mi dormitorio y quedarse atónito delante de nosotros mientras el cabecero de forja resonaba contra la pared con cada arremetida.

¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!

Opté entonces por alzarme sobre los pies y tomar a Luisa de los hombros. De ese modo, la visión sería aún más espeluznante para su marido. En esa postura, Alfonso contemplaría el sexo de su mujer y comprendería lo que le estaban haciendo.

Ese día mi verga alcanzó un grosor sensiblemente mayor al habitual, prueba de ello fueron los ahogados gritos de mi vecina mientras mordía la almohada.

Apenas alcancé a atisbar la urgencia que precede al orgasmo, mi verga explotó en el trasero de Luisa sin previo aviso. Luego sí, hundí todo mi miembro en su interior, aplasté mi pubis contra sus nalgas, y gocé al sentir como bombeaba mi ardiente esperma en el culazo de la esposa de mi vecino.

El tumulto pasó, nuestra lujuria se disipó, pero mi miembro aún permanecía atrapado entre las nalgas de Luisa cuando me disculpé. Le prometí que no había sido mi intención sodomizarla, que me había dejado llevar, que no volvería a ocurrir…

Luisa balbuceó.

— Qué —dije, al no entender.

— Sí volverá a ocurrir.

— No —la rebatí con firmeza.

— Embustero —adujo ella, volviéndose y mostrándome una bonita sonrisa— Si ni siquiera me la quieres sacar.

Divertida, Luisa comenzó a contonear el trasero para mofarse de mí y, sí, volvimos a hacer el amor. Esa vez nos salió bastante mejor, algo que según mi vecina, es lo que suele ocurrir con los jóvenes.

CONTINUARÁ