Un desafortunado error

Todos tenemos un secreto, algo que nadie debería saber. Mis vecinos lo tenían, desde luego, pero cometieron un desafortunado error.

Yo no soy como Joel Dicker, que escribió su mejor novela sentado a la mesa de un bullicioso café. A mí me gusta el silencio, de hecho, necesito una quietud casi total para poder escribir. Por eso, escribo en mi dormitorio, porque es el lugar más tranquilo de la casa. Así es, mi santuario a la diosa Creatividad está sobre una exigua mesa plegable en un rincón de mi habitación.

Por suerte, en el edificio donde vivo tan sólo somos seis vecinos. En uno de los áticos vive una pareja de lesbianas de gran poder adquisitivo ya que, una es médico y la otra abogada. De momento no tienen hijos. El otro ático está ocupado por un soltero misterioso del que apenas sé nada. Podría ser cocinero, pues tiene forma de cocinero, o un contrabandista de armas entrado en carnes, no tengo ni idea. En la puerta de al lado, hay a un matrimonio joven con niños pequeños. La presencia de esas pequeñas y adorables criaturas es, sin embargo, la que determina los momentos en que puedo o no sentarme a escribir. Abajo, hay una pareja de ancianos y, por lo poco que sé, él está francamente jodido. Lo sé porque una mañana me topé con una corpulenta señora que me explicó que era de “ayuda a domicilio”, y que venía a levantar al abuelo, a limpiar y hacer tareas domésticas.

Sin embargo, esta historia trata sobre la familia que vive justo debajo de mí.

Esa tarde, cuando regresé de recoger a Robin de casa de mi madre, aproveché para ponerme a escribir. Aunque Robin sea mi perro, es mi madre quien viene a casa todas las mañanas y se lo lleva a pasear. También le da de comer antes de que yo vaya a recogerlo y, por ello, tengo el convencimiento de que mi perro come mejor que yo.

Me llamo Alberto y nací a orillas del Mediterráneo. Aunque en España sea algo inaudito, a mis veintitrés años ya estoy medio emancipado. El piso en el que vivo es de mis padres, y el alquiler que me cobran es simbólico. He de aclarar que, si bien tengo novia, a efectos prácticos sigo llevando vida de soltero. Hace ya dos que Natalia y yo empezamos a salir, pero de momento ella vive y trabaja en otra ciudad, de modo que sólo nos vemos los fines de semana.

Si a mi tierna edad ya me he emancipado, es gracias a que de joven estudié como un cabrón y hoy día ejerzo como visitador médico. Para explicarlo de modo comprensible, soy una especie de representante de productos farmacéuticos. Madrugo más o menos en función de qué pueblos me toque recorrer ese día, pero eso me permite tener las tardes libres.

En lo relativo a mi aspecto físico, he de decir que soy bastante alto y corpulento, ya que practico deporte casi a diario. El ciclismo es mi gran afición junto a leer novelas de todo tipo y escribir relatos con final feliz, como a mí me gusta decir. Aunque no soy muy atractivo, nunca he tenido especial dificultad para seducir a alguna que otra incauta. Mi axioma a la hora de flirtear es: “El éxito es cuestión de estadística. Cuantas más veces juegas, más probabilidades tienes de ganar, o de llevarte una bofetada”.

Con todo, siempre hay algo que nos hace distintos a los demás, especiales de algún modo. En mi caso, esa peculiaridad es el color de mi piel, pues soy mulato. Mi abuela era una hermosa maliense y, a sus genes les tengo que agradecer el mágico contraste entre el color de mi piel y el de mis dientes, así como el tamaño de mi miembro viril.

Todas las mujeres con las que he yacido han intentado engullir toda mi verga en uno u otro momento, todas. Sin embargo, sólo dos lo han conseguido. Una era la díscola adolescente que atendía la panadería donde compraba el pan cada tarde. Cuando a Ana le apetecía invitarme a pasar a la trastienda, cerraba la puerta con llave y giraba el cartel de “Vuelvo en quince minutos” para que pudiera leerse desde la calle.

Sería necesario dedicar un párrafo muy extenso para detallar todos los tatuajes, piercings y demás complementos con los que Ana adornaban su exuberante anatomía. Sin embargo, éste no es el momento ni el lugar oportuno para hacerlo, ya que ésta es la historia de la otra mujer que se ha tragado toda mi verga.

“Ahora o nunca” era un relato inspirado en un texto de elamanuense que había leído tiempo atrás. Aquel relato narraba el encuentro sexual entre una muchacha y su jefe, un hombre maduro y con carácter. Sin embargo, yo había utilizado esa escena sexual para rematar la azarosa vida de una muchacha de extrarradio decidida a afrontar las dificultades y salir adelante.

Esa tarde de viernes, la calma imperante ayudaba a escuchar las vidas ajenas y a escribir las propias. La inspiración parecía haberme tocado con su barita mágica, mis dedos bailaban frenéticamente sobre el teclado cuando, un inoportuno aviso se desplegó en la parte inferior de la pantalla. Acepté y seguí narrando como la joven secretaria se ganaba un sueldo extra haciendo de webcamer una vez concluida su jornada laboral.

Me hallaba tan ofuscado con la escena que tardé unos segundos en darme cuenta de la estupidez que acababa de hacer. Cuando quise abrir la ventana de descargas descubrí que ya iba por el 83%.

Maldiciendo mi estupidez, hice click apresuradamente en detener la descarga de archivos y me quedé mirando el ordenador sin entender qué demonios había ocurrido. Yo esperaba que un virus o un gusano apareciera en cualquier momento en la pantalla, pero no sucedió nada, de modo que intenté respirar con normalidad y pensar qué demonios hacer.

Efectivamente, allí estaban, seis archivos que contemplé como si fueran tarántulas. Consideré apagar el condenado ordenador, pero, ya con más calma, me fijé en que la extensión de los archivos era .jpg y que el símbolo de la izquierda las identificaba, efectivamente, como imágenes. Yo había esperado que se tratase de archivos autoejecutables o .php de Internet, algo chungo.

Seleccioné con cautela el primer archivo y después hice click en el botón derecho para ver las propiedades. El tamaño, las dimensiones, la información sobre el Samsung A12 con que se habían tomado, todo parecía indicar que realmente se trataba de simples fotografías.

Repasé por segunda vez el nombre de los archivos: La Habana 007, La Habana 011, La Habana 078, etc. Tenían que ser fotos, y más me valía que así fuera, porque había decidido jugármela. Crucé los dedos y…

Expiré con alivio al ver que se trataba, en efecto, de simples fotografías. Menudo mal trago había pasado. Mi vecino debía haberse confundido al seleccionar en su teléfono el dispositivo donde iba a mandar esas fotos. Por aquel entonces, Bluetooth era el modo más sencillo de trasferir imágenes o música entre dos aparatos que estuvieran cerca el uno del otro: un ordenador, un teléfono, la tele, etc. Todo disponía de conectividad mediante Bluetooth y, cada vez que uno quería mandar algo, debía seleccionar entre una infinidad de dispositivos disponibles. De modo que sí, era muy fácil cometer un desafortunado error si uno no se andaba con cuidado.

Tras el susto que me había llevado, me sentí aliviado ante aquella sencilla explicación. Entonces me fijé en la fotografía de mi vecina. Por supuesto, yo tenía ni idea de que mis vecinos de abajo hubieran estado en La Habana, pero a tenor del nombre y de lo que se veía en la foto, así debía haber sido.

En la instantánea, Luisa, mi vecina, conversaba con un hombre de color. ¡Con un negro! ¡Qué cojones! Estaban de pie junto a la barra de un elegante restaurante de ambientación criolla. Ella sonreía con una gran copa en la mano mientras el tipo le decía algo al oído.

Luisa ya no era ninguna chiquilla. Las chiquillas eran más bien sus hijas, que rondarían los dieciocho años, si no los habían cumplido ya. Luisa los que debía estar a punto de cumplir serían cuarenta o cuarenta y cinco.

El paso del tiempo es cruel con las mujeres, pero mi vecina seguía siendo una auténtica belleza. Se teñía de un rubio suave y sensato que disimulaba bien las canas. Poseía una espesa melena rizada y casi siempre se recogía el cabello de las sienes con un pasador. Sus cejas tenían un final afilado, sus ojos eran azules y despiertos y su boca era comérsela, simplemente. Con todo, las incipientes bolsas en los párpados, las patas de gallo y la pérdida de tersura de las mejillas indicaban el deterioro de la que en tiempos debía haber sido la chica más guapa de la universidad, pero que ahora, en la oficina bancaria donde se dejaba la piel, siempre iría después de la becaria de turno.

De hombros para abajo, era otra historia. A diferencia de su marido, Luisa se siempre había esforzado para mantener una figura esbelta y femenina. A mi modo de ver, el cuerpo de mi vecina era mucho más voluptuoso y sensual que el de sus hijas. Mientras éstas parecían dos finos juncos, su madre tenía el porte fuerte y fascinante de una diosa del Olimpo.

En la imagen que tenía en ese instante delante de mí, Luisa llevaba un sencillo vestido de lino blanco. Una prenda ideal para salir a pasarlo bien en las calurosas noches del Caribe. Su acompañante no le andaba a la zaga en elegancia, si bien su atuendo dejaba ver a las claras que debía tratarse de un nativo de la isla. Era alto y nervudo, de facciones maduras y ojos astutos. Vestía unos pantalones beige impecablemente planchados y una camisa cuyo estampado habría llamado la atención en cualquier otro lugar del mundo.

Por un lado, sentí curiosidad por saber quién sería ese negro y qué le estaría diciendo a mi vecina para hacerla reír de aquella manera. Por otro, me pregunté dónde demonios estaría Alfonso, mientras aquel tipo flirteaba con su mujer.

En un intento de responder a ambas preguntas, abrí la siguiente imagen. La habana 011 era el fotograma de unos bailarines en plena acrobacia. El fornido cubano aparecía del lado izquierdo de la imagen. Tenía un brazo levantado y mi vecina giraba suspendida frente a él. Realmente, aquel hombre sabía lo que se traía entre manos, dirigiendo con su movimiento una coreografía perfecta.

Por su parte, Luisa seguía tan exultantemente feliz como en la imagen precedente. Su gesto de concentración indicaba la gran velocidad con la que su cuerpo giraba sin apenas tocar el suelo con la punta de su pie. Otra cosa que daba vértigo era la fuerza centrífuga que moldeaba aquel níveo vestido en su cintura y revelaba las bonitas piernas de mi vecina.

Un último detalle que llamó mi atención fue que, mientras todo el mundo a su alrededor parecía estar contemplándolos, aquel negro miraba directamente a la cámara. Ese hecho desvelaba que el tipo era consciente de que les habían hecho o les iban a hacer esa fotografía.

Fue en ese preciso instante cuando comprendí que el fotógrafo no podía ser otro que Alfonso, el marido de mi vecina. Sólo él podía haber tomado aquella foto y haberla guardado, aunque de poco le había servido amén del desafortunado error que acababa de cometer.

Esforzándome en contener mi frecuencia cardíaca, pasé a la siguiente imagen, “La Habana 021”. La apasionada escena me conmocionó de tal modo que inconscientemente me llevé una mano a la boca para contener una exclamación de asombro. Aunque la imagen era bastante oscura, podía distinguirse al fornido cubano y a mi vecina besándose en un aparcamiento. Los coches centenarios hacían que la foto diera la impresión de pertenecer a una época ya pretérita, casi podía escucharse el sonido lejano de los ritmos latinos que habían estado bailando. Sin embargo, había en aquella instantánea un detalle que jamás perdería vigencia, y era el contraste de color y raza entre los amantes. No, esa sería una controversia atemporal.

Saltaba a la vista que aquel hombre sabía como tratar a una mujer. Había enredado sus dedos en la rubia melena de Luisa a fin de conducir su boca a sus propios labios. Mi vecina, francamente superada, apoyaba una mano sobre el abdomen de su amante, aunque sin ninguna intención de contenerlo. No, Luisa se sometía tanto a él como a su propio deseo, gozando de que aquel negro le comiera la boca.

De lo último que me percaté fue que mi vecina no era tan modosa como yo pensaba. Al contrario, en la penumbra que adhería sus cuerpos pude intuir una mano. Una mano que tenía que ser de la esposa de Alfonso, ya que la palma estaba sobre la entrepierna del cubano.

Intenté imaginar la mano de mi vecina palpando mi erección, recorriéndola en toda su longitud como la mujer más dichosa del mundo.

Un fugaz recuerdo acudió súbitamente a mi cabeza. Era la conciencia de la afectuosa sonrisa de Luisa cada vez que nos cruzábamos en la escalera. Hasta entonces, yo siempre había considerado a mi vecina como una señora casada, como la madre de esas dos muchachas con quien solía cruzarme en el portal. Sin embargo, ahora entendía ese brillo enigmático, esa candidez en los ojos de la mujer de mi vecino. No era que Luisa me contemplara como un buen partido para sus hijas, sino que veía como un pequeño objeto de deseo para sí misma.

Nadie llega a conocer completamente a otra persona, pero mi propia experiencia me susurraba multitud de variables sobre lo que podría encontrar en la siguiente imagen. Aposté por una escena de sexo todavía más explícita.

Contuve la respiración en el momento de pulsar sobre la cuarta imagen, “La Habana 042”.

Acerté sólo en parte. No era la esposa de Alfonso quien devoraba el monumento natural con que aquel tipo debía estar dotado, sino que era él quien tenía la cabeza entre los muslos de mi vecina.

La mujer de Alfonso estaba echada sobre el capó de uno de los coches clásicos. Tenía las piernas a la vista, y sus zapatos habían desaparecido. Luisa estaba tumbada cual larga era sobre la pulida y brillante chapa metálica, si bien tenía la espalda arqueada y la boca abierta en un rictus de inmenso placer.

Me imaginé a mí mismo hundiendo la lengua en esa cálida confitura que la esposa de Alfonso debía tener las piernas. Al contrario que otros hombres, yo nunca había hecho ascos a los manjares femeninos. Para mí, la mejor forma de preparar el sexo de una mujer antes de saborearlo, era aclararlo bajo el chorro de agua templada de la ducha, nada más.

Estaba convencido de que el sexo de mi vecina sería como el agua del mar que, cuanta más se bebe, más sed da. Aunque tampoco es que yo me supiera contener, más bien todo lo contrario. A mí me hubiera gustado atrapar la vulva de Luisa entre mis labios y tirar suavemente de ella. Me pondría perdido chapoteando en su sexo y luego le chuparía con fuerza el clítoris para hacerla rabiar. Por último, introduciría en su sexo un par de dedos a fin de duplicar el placer de mi vecina, y también tantearía su ano con la yema de un dedo para observar cuál era su reacción.

Aunque Luisa fuera una mujer madura, puede que todavía fuera virgen por atrás. No son pocas las casadas que no se lanzan a probar el sexo anal hasta encontrar un amante, o peor aún, hasta que se divorcian y le ofrecen a otro hombre lo que nunca quisieron entregar al esposo.

Al ver que solamente me quedaban dos imágenes por abrir, maldije haber detenido la descarga cuando todavía faltaba un archivo más. Intentando mantener la serenidad pasé a la siguiente imagen, “La Habana 060”.

El encuadre de la fotografía era prácticamente idéntico a la anterior. A primera vista, sólo había dos cambios. En esta imagen, Luisa permanecía tumbada sobre el capó del viejo vehículo, sólo que en vez de estar boca arriba estaba boca abajo. La punta de sus pies apenas sí rozaba el suelo, lo cual servía para hacerse una idea de cuán alto era aquel coche.

La estaban follando, simple y llanamente. Era imposible afirmar si el rictus de su rostro reflejaba un insufrible dolor o un tremendo placer. Boquiabierta, mi vecina tenía ojos de estupor. Sus dedos estaban tensos sobre la superficie metálica que, de haber podido, Luisa habría estrujado como una delicada sábana de algodón.

Tras ella, aquel energúmeno arremetía contra su grupa sin contemplaciones. A juzgar por el gesto de esfuerzo, el tipo la follaba con ahínco. De hecho, el negro la sujetaba de las caderas para no desperdiciar ni una pizca de ímpetu.

A pesar de la cara de espanto de mi vecina, era evidente que el negro no la estaba sodomizando. Ello se debía a que, a juzgar por la posición de su mano, el tipo debía tener el pulgar metido en el ano de mi vecina. Quién sabe, quizá acabara de introducírselo y de ahí el estupor de Luisa.

Una vez más, dejé volar mi imaginación para ponerme en el lugar del cubano. Me planteé como sería poner a prueba a mi vecina, durante cuántos minutos tendría que follarla con rudeza para hacerla alcanzar un estrepitoso orgasmo. Lo cual me hizo preguntarme si Luisa sería de las que gritaban o de las que se reprimían de algo así, si aquella rubia madura sería de las que cuando empiezan a correrse ya no saben parar, de las que enlazan un orgasmo con otro hasta que ya no pueden más.

Solamente quedaba una foto más.

Di un respingo en cuanto aquella imagen se reprodujo en mi ordenador. A diferencia de las anteriores, aquella fotografía había sido tomada a mucha menor distancia. Era un primer plano. Fue como si mi vecina hubiera aparecido de repente frente a mí, mirándome y con una gran polla negra entre los labios.

En efecto, se había guardado el hambre para el postre, un enorme canuto de caña de azúcar que casi no le cogía en la boca. Y lo mejor fue constatar que aquel dulce iba relleno con una ingente cantidad de crema. El espeso chorretón blanquecino que adornaba en mentón de Luisa sugería que ésta se había visto desbordada por la generosa corrida del cubano, dejando claro que sus grandes testículos no eran un mero adorno, sino un auténtico alambique de esencia masculina.

Sin darme cuenta, comencé a fantasear con la soberbia mamada que mi vecina le habría hecho a aquel negro para hacerle eyacular. La imaginé cabeceando con insistencia, chupando enérgicamente el tieso cigarro habano con sus labios, lamiendo toda aquella enorme banana y, finalmente, succionándola de manera enérgica a fin de extraer todo el jugo.

No conseguía entender lo de mi vecino. Alfonso había presenciado como otro hombre, un negro, cortejaba a su esposa, había contemplado como se marchaban al aparcamiento de la sala de fiestas y, por último, aquel descerebrado había presenciado como follaban a su mujer sobre él capó de un coche. Es más, mi vecino había realizado un exhaustivo reportaje fotográfico de todo el adulterio, desde que el tipo se había presentado a su esposa, hasta que le había llenado la boca de esperma.

Por suerte esa noche era viernes y cuando mi chica llegó nos abrazamos y besamos aún más efusivamente que de costumbre. Lo que Natalia no se esperaba fue que me sacara la verga allí mismo y le ordenara ponerse de rodillas.

Ni que decir tiene que mientras mi chica se afanaba, yo aproveché para cerrar los ojos e imaginar que era la esposa de mi vecino quien me estaba comiendo la polla en ese preciso momento. La suma de ambas cosas, sumada a la calentura que traía, provocó que no me demorase en eyacular. Entonces, mientras arrojaba toda mi rabia en la boca de mi chica, juré que el imbécil de mi vecino no tendría que regresar a La Habana para ver como se follaban a su mujer.

CONTINUARÁ