Un completo desconocido
¿Llegamos alguna vez a conocer mínimamente a alguien?
Aquel no podía ser él. No podía ser Joseba. Mi Joseba. Imposible que aquel joven envejecido, de gesto adusto y mirada fría y desafiante fuera el Joseba que yo conocí. Contemplaba atónita la pantalla de la televisión cuando Zuriñe, la alegría más hermosa de mis días, reclamó mi atención con sonoros berreos desde el capazo. Cogí a mi niñita de seis meses y la acuné en mis brazos, mientras repetía para mis adentros que me equivocaba, que el hombre que en aquellos momentos enfrentaba cargos horribles frente al tribunal no podía ser Joseba. Cuando Zuriñe se quedó dormida la devolví a su capazo, no sin antes estrecharla entre mis brazos, sintiéndome afortunada de tenerla. Apagué la tele para no volver a verle, aunque en los siguientes días, siendo un juicio tan sonado, tendría múltiples ocasiones de observar a Joseba entrando a la sala, con la misma algidez en los ojos. Sumida aún en el estupor, me senté al lado de la ventana, y enfrenté, después de tanto tiempo, el recuerdo de mi Joseba mientras mis ojos vagaban por los perfiles del Museo Guggenheim que se alzaba frente a mi casa.
Neruda fue quien me impulsó a hablar con él por primera vez. Llevaba meses llamando mi atención justo por el modo en que pasaba desapercibido a todas horas en el instituto. Cursábamos 3º del antiguo BUP, y recuerdo que siempre encontré llamativa la forma en que apenas se relacionaba y hablaba poco. Solía vestir oscuro y llevaba un discreto corte de pelo al dos. Daba respuestas precisas e inteligentes cuando los profesores le preguntaban algo, cosa que sucedía con poca frecuencia dados su laconismo y su poca predisposición a contestar. Me intrigaba. Creo que yo era la única chica que se sentía desconcertada por Joseba, a una edad en la que la introspección no es un valor apreciado por la mayoría de las chicas. Él no era un atleta, y tampoco se las daba de intelectual, no era un abusador y tampoco parecía un abusado. Más de una vez me sorprendí preguntándome si Joseba se limitaría a ser simplemente un ser humano, a vivir y respirar. Quizás por eso mismo me daba tanto miedo acercarme a él. Pero cuando pasé al lado de su pupitre aquella mañana camino del recreo, y vi abierto su libro de poemas de Neruda por la página de mi favorito ("Me gustas cuando callas..."), pensé que se me estaba dando una especie de señal para que me acercara a él. Me armé de valor. Respiré hondo. Y me limité a quedarme junto a su mesa hasta que volviera del recreo.
Me vio desde la puerta, y yo respondí a su mirada tensando la espalda de repente. Joseba caminó hasta mí sin variar su paso usual, sin gestos amenazantes, con total tranquilidad. Yo había preparado algunas respuestas para lo que me parecía más que previsible: que me preguntara qué hacía yo al lado de sus cosas. Era la reacción que yo esperaba de cualquier otro adolescente de 17 años. Pero Joseba no me dijo nada. Se quedó enfrente de mí, dándome tiempo para que yo misma explicara mi presencia; yo perdí ese tiempo en apreciar la hondura de sus ojos oscuros. Creo que perdí ese tiempo enamorándome de él.
-¿Te gusta Neruda?- pregunté yo segundos después, ya que fue lo primero que improvisé cuando me di cuenta de que Joseba no iba a echarme una bronca-. Lo digo porque he visto que tienes un libro suyo aquí y... le he echado un vistazo. A mí me gustan mucho los veinte poemas de Neruda- caí en la cuenta de que quizás no se acordaba de mi nombre-. Perdona, yo me llamo...
-Raquel, lo sé- me sentí horriblemente halagada de que recordara mi nombre-. Me gustan muchos poetas- replicó-, entre ellos Neruda, pero también otros.
Seguimos hablando de poesía hasta que tocó la campana y tuvimos que entrar a clase, nos recitamos algunos de nuestros versos favoritos y quedé en pasarle algunas traducciones de Baudelaire.
Al principio, la poesía constituyó casi nuestro monotema, y el punto de acercamiento más valioso que tuvimos. Intercambiábamos libros y opiniones, comentábamos metáforas e incluso discutíamos. Descubrí que, en contra de lo que yo había creído siempre, los jóvenes aficionados a la poesía no son todos suicidas en potencia, ni desencantados que se refugian en los versos a la espera de que la adolescencia se termine y les deje encarar el mundo adulto. Joseba tenía sentido del humor, cierta creatividad (a veces componía versos, pero sobre todo tocaba la guitarra en privado) y una dulzura pausada en el hablar que lo convertía, a mis ojos, en un ser irresistible. Poco a poco empezamos a pasar más tiempo juntos, siempre los dos solos, como si temiéramos que incorporarnos a las pandillas del otro pudiera romper aquella intimidad madura que habíamos creado. Tampoco salíamos por las noches, porque Joseba odiaba trasnochar, y yo no me quejaba. Renunciar a la vida nocturna y fiestera que se suponía yo debía adorar a aquella edad no me parecía un precio elevado por pasar todo aquel tiempo tan enriquecedor con Joseba. Nunca me pidió que saliéramos juntos, ni yo a él, de modo que nunca supe qué nombre dar a nuestra relación. Nos disfrutábamos física e intelectualmente, sin prejuicios y sin gravedades.
Recuerdo perfectamente la noche en que me dijo "te quiero". La adolescente que yo era luchó por aflorar en aquel momento terriblemente conmovedor, pero no la dejé. Me limité a mirarle a los ojos, sentirme feliz de tenerle y nadar en la dicha sin importar que me ahogara. Llevábamos seis meses juntos, y las clases acababan de terminar. Los dos habíamos aprobado, y Joseba me había llevado a un caserío que había pertenecido a sus abuelos, a varios kilómetros de Bilbao, para que lo celebráramos durante toda una noche. Yo le dije a mis padres que me quedaba a dormir en casa de una amiga.
Me emocionó que Joseba se hubiera molestado en adecentar el caserón para que no se notaran tanto las huellas del estado de semi abandono en que lo tenía su familia; olía a recién limpiado y había flores distribuidas por toda la estancia principal. También las había en la habitación, un dormitorio que poco había cambiado en los últimos cincuenta años, según me explicó. La cama era la misma que habían estrenado sus abuelos en su noche de bodas (no así las sábanas, por suerte), y los pocos muebles de que disponía estaban hechos en recia madera rústica. Se notaba que la casa había sido construida en un tiempo en el que todo se hacía para que durara.
Cenamos poco, porque en la nevera apenas había con qué hacer una ensalada y un par de yogures. Joseba pareció avergonzado por no haber previsto mejor este detalle, pero yo le quité toda importancia. Nos metimos pronto en la habitación, iluminada por dos candelabros de cuatro brazos cada uno. La luz titilante de las velas confería a la escena un aire de película, de momento irreal y frágil. Me sentía flotando.
Ya había hecho el amor con Joseba antes de aquella noche, no por precoces sino porque los dos éramos ciertamente desprejuiciados en ese aspecto, pero me di cuenta de que aquella ocasión iba a ser diferente. Lo percibí, simplemente, pero no podía verbalizarlo. No podría decir en qué era diferente, más allá de la ambientación, quizás en el modo en que me besó, abarcando mis labios con una avidez no exenta de su delicadeza habitual. Presagié algo pero no supe actuar en consecuencia. Buena parte de mis días posteriores los pasé sin saber si debía lamentar o agradecer no haber hecho nada.
Estábamos de pie a la entrada del dormitorio, abrazados por la cintura y por las lenguas, con la calma que da el tiempo a los amantes. Nos aguardaba una noche larga para nosotros solos, sin prisas ni agobios, e íbamos a aprovechar el tiempo como si cada segundo fuera un diamante. Joseba me sujetó un momento la cara, con infinita ternura; se despegó unos milímetros de mis labios y habló en voz baja pero firme:
-Te quiero mucho, Raquel. Que no se te olvide nunca.
-Y yo te quiero a ti, Joseba- le contesté al borde de las lágrimas más felices que jamás habían asomado a mis ojos-. Tú tampoco dejes que se te olvide- añadí tratando de sonreír, pero obteniendo como mucho esa mueca extraña producto de mezclar emociones en una misma cara.
Apenas volvimos a intercambiar palabra el resto de la noche. Todo lo que necesitamos comunicarnos, nos lo transmitimos con caricias, con besos, con miradas. Después de lo que acababa de decirme, yo tenía ganas de comerme a Joseba y de que él me devorara a mí. Me retiré el pelo a un lado para que él tuviera acceso a mi cuello, una zona especialmente sensible, como Joseba ya había comprobado en otras ocasiones. Si me alcanzan bien el punto que conecta el cuello con el hombro pierdo todas las resistencias, si las tengo. Mi camisa era de cuello barco, y dejaba los hombros al aire. Él se colocó detrás de mí y me abrazó por la cintura; me balanceaba como si bailáramos al son de una música que sólo se oía en nuestras cabezas, al tiempo que sus labios se divertían a lo largo de mi cuello, y su lengua daba fugaces pasadas que me erizaban el vello de la nuca.
En su abrazo noté que se estaba excitando. Su dureza crecía contra mí, cada vez más conforme sus manos buscaban liberar mis pechos por encima de la camisa. Le encantaba tenerlos así, con los pezones apenas sobresaliendo de la tela. Yo dejé caer la cabeza hacia atrás, feliz de rendirme, y pasé los brazos por detrás de su cabeza para acariciarle el pelo. Eso le franqueaba el acceso a mi parte delantera, en la que se empleó con fruición mientras yo me apretaba contra él para enardecerme sintiendo su hombría. Me di la vuelta porque extrañaba sus labios, y desde aquel beso en adelante se nos acabó la calma. Me condujo a la cama con pasos rotos, tropezando con nuestras ansias; me desnudó y le desnudé como si tuviéramos mil mudas allí esperándonos en caso de que nos rompiéramos las ropas.
Joseba me paladeó. Noté su lengua recorrer todos los rincones de mi piel expuesta, como si yo fuera un caramelo al que nunca se le acaba el azúcar. Yo intentaba tomar algo de iniciativa, pero él no me dejaba. Fue como si quisiera ser la única parte activa en aquel intercambio. Incluso se esmeró especialmente en el sexo oral, poniendo un primor renovado en deslizarse por recovecos que hasta para mí era nuevos. Me condujo a las estrellas, no de la mano, sino de la lengua. Me apetecía realmente hacer lo mismo con él, sin estar del todo recuperada del hermoso orgasmo que acababa de dispensarme, aún con la respiración entrecortada, pero también me lo impidió.
Me penetró casi de inmediato. Con dulzura, con suavidad, con melancolía incluso. Yo estaba desconcertada, quería hacerle preguntas, pero poco a poco, al ritmo al que se aceleraban nuestros corazones y nuestras caderas, me entregué por completo al placer pleno que estaba sintiendo y preferí dejar las preguntas para después. Joseba me besó en los labios justo cuando explotó en su orgasmo. Se retiró de mí sin dejar de mirarme a los ojos, y luego me abrazó, con firmeza pero con ternura. De repente, todas mis preguntas se agolparon cobardemente en mi boca. Sabía que tenía que indagar en su actitud, tan extraña, pero no pude; se me impuso el silencio desde dentro. Me limité a quedarme abrazada a él, cara a cara, tan cerca que cada uno respiraba el aire del otro y se alimentaba de su calor. Me dormí rogando que algún día pudiéramos pasar así todas las noches de nuestra vida.
A la mañana siguiente, desayunamos juntos, desnudos en la cama y luego volvimos a la ciudad. Mis padres no sospecharon que no había pasado la noche con mi amiga. Supongo que sospechar nunca fue el punto fuerte de mi familia.
De los siguientes días tengo un recuerdo confuso. Recuerdo con claridad la noticia del atentado, aquella misma tarde, porque fue de una brutalidad que no por usual era menos repugnante. Un coche bomba a tope de explosivos al lado de una casa cuartel: diez muertos, entre ellos dos mellizos de apenas tres meses. Recuerdo la cara de espanto de mi madre cuando la Ertzaintza se plantó en casa. Recuerdo que me desmayé cuando empezaron a preguntarme por Joseba. Que me costó meses convencerles de que ignoraba que mi novio militara en una banda terrorista. Esto era rigurosamente cierto. Ni siquiera sabía que Joseba tuviera inquietudes políticas. Nunca hablamos de eso. De repente, aquel chico melancólico, introvertido, apasionado por la poesía, con el que había deseado y soñado pasar el resto de mi vida, se me presentaba como un asesino fanático. El peso del mundo, con toda su crueldad y todo su horror, cayó sin piedad sobre mis espaldas.
Durante meses luché, en vano, por entender qué había ocurrido, quién era Joseba. El mismo chico que me había tratado como a una princesa, había cometido un acto aberrante. El mismo chico que me había dado con mimo la mejor noche de placer de mi vida, era el responsable de la muerte de diez personas. El mismo chico que me había pedido que no olvidara cuánto me quería, había desaparecido de mi vida para convertirse un criminal. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Cómo podía haber pasado tantos meses con él sin recelar ni un solo momento? En el fondo de mí solamente cupo una certeza, que nunca llegué a admitir del todo. Que aquella noche era su despedida, que realmente me amaba y que fue así como quiso despedirse de mí. Ya no puedo ni contar las miles de veces que maldije haberle conocido.
Joseba me marcó mucho. Para bien y para mal. No volví a enamorarme, convencida de que es un esfuerzo inútil en la medida en que nunca llegarás a conocer bien a la persona con la que estés, y que por tanto siempre habrá espacio para las sorpresas desagradables. Pero no deseaba estar sola en la vida, e hice todo cuanto pude hasta que al final logré traer a Zuriñe a este mundo desquiciado lleno de desconocidos, en el que yo le enseñaría que aún hay sitio para la verdad, la belleza y la bondad.
Zuriñe, mi niña preciosa. Me horroricé al pensar que aquel Joseba frío y desafiante, con la mirada prepotente de los fanáticos, no había dudado en matar a dos niños más pequeños, más indefensos, que ella, que se desperezaba entre mis brazos, que sonreía y me devolvía la fe en el podrido género humano.
¿Quién era Joseba? Un completo desconocido. Como todos nosotros.