Un cojo torturador y un legionario tuerto violador

Un cojo bastante voyeur espía a una mujer en un parque. Con la ayuda de un legionario tuerto la secuentran para usarla. Primera parte.

La observé. Llevaba un falda muy corta. Todos los días, casi a la misma hora, se sentaba en uno de los bancos del jardín de enfrente de mi casa. Se la veía descarada, con la blusa bien abierta para enseñar el canalillo. Debía ser una zorra calientapollas. Yo la miraba todos los días desde mi ventana. Si yo hubiera sido más joven seguro que me tenía allí a su lado, intentado meterle mano. Pero desde que aquel jodido tren me cortó el pie, pues no me veo acercándome a una puta caliente como ella. Y ella allí siempre, sonriendo y abriendo las piernas. Un día vino con un pantaloncito corto, bien metido por el coño. Me abrí el pijama e intenté resucitar a mi polla, pero sólo conseguí terminar corriéndome dentro del calzoncillo, joder con la puta esa, me dije.

Hoy he pensado que no lo puedo resistir más, que tengo que hacer algo. Recordé, entonces, a un amigo reciente. Un legionario algo loco que he conocido en la clínica de rehabilitación. En una pelea le sacaron el ojo y le aplastaron varias costillas. Pero aún así es joven y seguro que le da lástima a la zorra esa, me dije.

He ido perfilando mi plan. Menos mal que, pese a lo de mi pie, tengo un aparato con el que a trancas y barrancas puedo conducir mi coche. Y también esa casa de campo que me dejaron mis padres, donde hay una leñera subterránea más silenciosa que un panteón de ricos. Pero hay que pensar todo bien, que luego el diablo estropea las ideas mejor hechas. Pero es que ya no puedo resistir esas pajas que me dejan agotado. Además, a veces no llego a tiempo de echar la leche al suelo y me mancho la ropa. No es que me importe mucho, pero me jode luego sentir la tela como acartonada.

Tras varias rondas de invitaciones, que me costaron un huevo, convencí al legionario. Le dije: -Miguel, tú te la follas y luego yo me encargo de todo. Quedamos al siguiente lunes, un día de la semana donde el parque suele estar bastante vacío. Desde mi ventana vi cómo llegaba hasta el banco de la zorra y le pedía permiso para sentarse. Se había arreglado bastante, el cabrón, con su mejor traje nuevo, y encima con la condecoración de guerra en la solapa. Le vi hablar con ella. Seguro que le estaba contando que sus heridas eran de su estancia en Irak. ¡Menudo pájaro! Nada de decirle que fueron de una pelea con gitanos, mientras estaba borracho como una cuba.

Con mis prismáticos, comprados en una tienda de chinos pero bien buenos, vi que ella abría y cerraba las piernas de furcia que tiene. Bien íbamos. Pasó un buen rato hasta que vi la mano de Miguel sobando el cuello de ella, y luego acariciando sus rodillas. Era prudente al principio, pero contundente luego. Apenas la dejaba respirar. Casi le comía los labios cuando la besaba. La golfa abría los muslos para dar facilidades. Enfoqué mejor los prismáticos: la mano de Miguel se metía entre los muslos. Miré su cara: boqueaba como un pez. Y la mano de la zorrona caía de vez en cuando, como por casualidad, sobre el paquete de Miguel, que parecía hincharse por momentos. Yo le había dicho que le sobara las tetas, que quería verlo desde arriba, que eso me ponía mucho. Y la verdad es que el chico no paraba, hasta creo que apretaba bien los pezones para que yo lo viera. Puse los prismáticos al máximo. Veía ya trozos de tela y carne, labios abiertos, las lenguas entrando y saliendo, incluso Miguel, yo creo que para darme un poco de envidia y porque no había nadie a la vista, le subía la falda hasta el punto de que veía yo bien a las claras su mano entrando en las bragas negras de la gran zorra. Seguro que bien mojada.

A ver si al final se la tira en el jardín y adiós plan, pensé por un momento. Me temí lo peor. Pero no. Cumplió como un hombre. Siguió el plan de decirle que iban a tomar un café en alguna de las cafeterías que están al salir del parque. Yo salí de casa como una flecha, aunque eso sí renqueando, en dirección a mi coche. Y allí iban, bien amartelados por la calle mientras yo, sentado al volante, me tocaba la bragueta, y estaba más nervioso que una primeriza en su noche de bodas. Bueno, un golpe súbito en el cogote, y ya estaba bien dormidita y atada, sus bragas en la boca, en la parte trasera del coche. Cubierta con una manta y con Miguel a su lado por si se despertaba la perra. Arrancamos a toda velocidad. Y ahora, media hora de marcha hasta llegar a mi chalet. Allí ya tenía todas las cosas preparadas: había bajado una cama vieja y unas cadenas que usé, en tiempos más felices, para atar a mis perros. También algunas otras cositas de mi cosecha personal para cuando acabara Miguel. El con follarla ya tendría bastante. Yo quería hacer otras cosas.... (seguirá).

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