Un chico normal

Me olvidé de que hay que saber elegir con quién se va uno.

Un chico normal

1 – Uno entre cientos

No he sido nunca un gran amante de esas salas de ambiente gay donde parece que la gente no va a otra cosa que a buscar a alguien con quien echar un polvo antes de irse a dormir, pero estaba tan aburrido en casa, que decidí dar un paseo hasta una que no estaba muy lejos.

Lo primero que me molestó fue que el tío que había en la puerta te miraba de arriba abajo si no te conocía y, si no te veía buena pinta te decía que aquello era sólo para socios. Me quedé un poco pensando en no entrar y en irme a dormir, pero al final hice el intento. Me dejaron pasar sin hacer ninguna pregunta y encontré enseguida un lugar lleno de luces de colores intermitentes que no me dejaban ver con claridad y una música tan estridente que pensé que no me iba a poder entender con nadie ni a gritos. Me acerqué a la barra y pedí una cerveza. Me pusieron un botellín, lo abrieron y me hizo el camarero un gesto con la mano mostrándome los cinco dedos. Entendí que me pedía por la cerveza 5 euros. Intenté decirle con gestos que me pusiese un vaso, pero también me respondió con gestos que me la bebiera a morros.

Estuve allí un rato bebiendo de la botella una cerveza casi caliente y mirando alrededor. Di una vuelta por el salón y algunas dependencias que había. Me pareció casi un laberinto cuando me encontré que me metía en el cuarto oscuro. Di la vuelta y volví hacia la barra. Al pasar por una de las salas con mesas que había, alguien estaba apoyado junto a la puerta y, al atravesarla para seguir mi camino, me pareció que me cogía el culo y me llamaba dándome unos golpes en la espalda. Me volví a mirarlo y me preguntó por gestos que si me apetecía sentarme un rato con él. Me encogí de hombros, le sonreí y asentí. Me llevó a otra sala con mesas pero con menos ruido.

  • Hola – me dijo - ¿Cómo te llamas?

  • Paco – me inventé el nombre -; no suelo venir por aquí.

  • Yo soy Rodrigo – contestó – y sí suelo venir, pero no me gusta tener que hablar dando gritos. Por eso te he traído aquí ¿Bebes cerveza?

  • No – le dije – está caliente y no me gusta chupar la botella.

  • A mí es que me da un asco horroroso – hizo un gesto de vomitar -; no sería capaz de besar a alguien que hubiese bebido cerveza ¡Qué asco!

Yo pensé que si todo el mundo pensase así o se arruinarían las fábricas de una de las bebidas más antiguas del mundo; o aquel tío iba a perderse muy buenos besos.

Hablamos de cosas triviales, tontas e incluso ridículas, hasta que lo vi cambiarse de asiento y se puso junto a mí. Siguió contando chorradas hasta que me pareció que llevaba la conversación hacia donde le interesaba: el sexo. Cuando me vine a dar cuenta, estaba rozando su mano con la mía. No me moví, en realidad no me importaba, pero acabó cogiéndola y acariciándola. Yo ni era ni soy de piedra, así que noté que comenzaba a empalmarme y le pedí perdón para ir al servicio un momento. Tuve que buscar en aquel laberinto hasta que lo encontré (no había servicio de señoras), a la entrada del cuarto oscuro. Entré allí entre miradas insinuantes y un tío, mirándome y sacando la punta de su lengua, se apretaba el paquete en un rincón. Me refresqué la cara y me lavé bien las manos. Estaba pensando en decir a Rodrigo que tenía que irme a casa o en esperar para saber por dónde seguía. Me sequé con papel, respiré profundamente y volví a la mesa. Cuando me senté junto a Rodrigo, hizo un extraño gesto como si se separase de mí:

  • ¿Te habrás lavado las manos, no? – me dijo muy serio -; no soporto que alguien se toque la polla y poner después mi mano ahí.

Me dejó bastante confuso. Me acerqué a su oído y le grité:

  • ¡No he meado! ¡Me he limitado a refrescarme la cara y a lavarme las manos, precisamente! ¡Toma! ¡Huélelas!

Me olió la mano derecha y pareció quedarse más conforme. Al poco tiempo, me estaba convenciendo de mostrarme otros lugares de la sala y acabó llevándome al cuarto oscuro, bajándose los pantalones y apretando hacia abajo mi cabeza con mucha fuerza. Me di cuenta de que lo único que le interesaba era que le hiciera una mamada. Cuando se corrió, fuera de mi boca, se puso bien los calzoncillos y se subió la cremallera para ajustar sus pantalones. Cuando quise insinuarle que a mí también me gustaría acariciarlo un poco, besarlo y, a ser posible correrme, ya iba saliendo camino de la mesa.

  • ¡Oye, tío! – me gritó -, me caes bien.

  • ¿Te gustaría que comiéramos mañana juntos? – pregunté -.

  • ¿En un restaurante o en tu casa? – me preguntó un tanto distante -; no me gusta ir a casa de desconocidos y no tengo para pagar restaurantes.

  • Donde tú digas – le respondí -, a mí me da igual; yo pago. Es por charlar un poco sin tanto ruido.

Se levantó, dejó una tarjeta en la mesa y se despidió de mí con unas palabras que no pude oír.

En la tarjeta estaba su nombre (sin apellidos) y su dirección. Estaba claro que quería que fuese a su casa.

2 – Costumbres habituales

Llamé a la puerta, pero me pareció que no se oía el timbre. Esperé un poco y fui a llamar otra vez cuando abrió Rodrigo, no muy sonriente, y me hizo con la cabeza un gesto para que pasase.

  • ¿No fumarás, verdad? – fueron sus primeras palabras -, aparte de que no soporto a los fumadores, es que en esta casa no hay ceniceros. Siéntate, si quieres.

Se volvió hacia la entrada. Vi que allí estaba la cocina, pero cuando miré el salón detenidamente, me quedé perplejo. Tenía un sofá en el centro mirando hacia el balcón, una lámpara de pie en cada rincón y, detrás del sofá, había una tele antigua con un vídeo VHS tan antiguo también como el pequeño equipo de música. La pared de enfrente estaba pintada de negro y la de la televisión de amarillo fuerte. No había más muebles. Me senté en el sofá mirando a la persiana a medio bajar y esperé un buen rato hasta que apareció:

  • No me gusta – dijo – que me hagan esperar. Te dije que estuvieses aquí a las doce: Es la hora del almuerzo.

Era la una y media y en casa (y en casi todos los sitios), se come sobre las dos. No quise decirle nada porque no había oído sus palabras al despedirse, pero sentí deseos de decirle que en mi casa se desayunaba por la mañana, se almorzaba sobre las dos y se cenaba sobre las diez y que eso era bastante más normal entre los humanos en España.

Traía en sus manos el teléfono y me dijo (sin preguntarme, ni por cortesía), que iba a pedir dos pizzas y que había metido agua en el frigorífico para que estuviese fresca. Llamó por teléfono y oí algo que nunca había oído:

  • Sí, señorita, buenas tardes. Quería pedir dos pizzas medianas del 10. Sí, pero sin queso y con bastante chile picante.

Interrumpí su conversación con un gesto:

  • ¿Pizza sin queso? – exclamé - ¡Pero si el queso es parte de la pizza! ¡Eso es como pedir una ensalada sin verduras!

  • No me interrumpas – me dijo -, el olor a queso me da náuseas.

Ya no pude seguir oyendo lo que decía y mi vista se perdió en el balcón semicerrado.

Poco quiero o puedo narrar de lo que sucedió en la espera, porque la mayoría del tiempo estuve solo en el salón y él en la cocina. Cuando llegaron las pizzas, se asomó a la puerta del salón y me dijo que me fuese para la cocina, que no pensara que iba a comer en el salón. Bueno, me dije, no habiendo comedor, mejor en la cocina. Pero cuando pasé a la pequeña cocina, vi que abría las cajas con aquellas dos tortas de pan cubiertas de chile en una pequeña encimera. Sacó una botella de cristal blanco llena de agua del frigorífico y puso un vaso para cada uno.

  • ¡Hmmm,! – exclamó - ¡Tengo hambre ya tan tarde!

Cuando fui a tomar una de las porciones de la pizza, le vi sacar dos platos, dos cuchillos y dos tenedores. Los puso junto a las cajas y esperé a ver qué hacía él. Bueno, no tiene nada de malo, pero era la primera vez que me veía obligado a comerme una pizza sin queso, cubierta de chile picante y con cuchillo y tenedor.

Afortunadamente, el almuerzo no fue muy largo y pasamos al salón a sentarnos un poco. Le dije que si podía poner algo de música suave o romántica y, poco después, comenzó a sonar Nirvana.

  • ¿Tomas eso como música romántica? – exclamé -; no es que no me guste, pero

  • Es muy romántica – dijo -, excitante y fuerte. Llega al corazón para situaciones como estas.

Comencé a tomarme aquello con mucha calma, le miré sonriente y le dije a toda voz:

  • Sí, sí, es fantástico lo romántico que me siento y como empiezo a excitarme.

  • ¡Vamos a la cama! – dijo a continuación -, pasa por aquí.

Me llevó directamente al cuarto de baño, se cepilló los dientes y se quedó esperando y mirándome.

  • ¿Falta algo?

  • ¿No pensarás acostarte conmigo sin cepillarte? – dijo con cara despectiva.

Ya me pareció demasiado pedir y no pude contenerme:

  • Mira, Rodrigo – le dije tranquilo -; soy una persona que cuida mucho su aseo personal, pero no llevo el neceser a la calle como un monedero. Si no te importa, espera sentado un poco a que me coma uno de estos chicles.

  • ¿Chicle? – exclamó otra vez - ¡Ni se te ocurra! ¡Qué asco! ¡Y menos si son de menta!

  • Pues entonces, amigo mío – le dije con calma -, gracias por tu exquisita pizza y me voy a mi casa. Creo que encontraré allí a personas.

  • ¡No!, espera – gritó - ¿Te vas a ir sin hacerme una mamada?

  • Me parece que sí – le dije -; y sin cepillarme los dientes, ni comerme el chicle ni lavarme las manos para comerte la polla. Búscate un muñeco esterilizado de plástico que bombee bien.

Me fui hacia la salida y seguía mis pasos hablando sin parar, pero ni siquiera recuerdo lo que iba diciendo. Al salir de allí, tomé el coche y me fui a un bar donde me veía a veces con algunos amigos, me pedí un café, fui al servicio a vomitar toda la porquería que daba vueltas en mi estómago y me senté en la barra pidiendo un vaso de agua. Sentía deseos de llorar o de gritar o de tirar por los suelos todo lo que había en el mostrador, cuando alguien puso su mano en mi hombro.

3 – Los estrafalarios

  • ¡Chico! – oí decir - ¿Te encuentras mal?

  • ¡Carlos! – me sorprendí - ¿Qué haces por aquí?

  • Vengo a tomar un café – me dijo -, es la hora y no lo perdono. Pero te veo mala cara, perdona que te lo diga.

  • He tenido una experiencia muy rara – le dije -; con un tío que conocí anoche. Ni siquiera he almorzado. Bueno, sí, pero lo he vomitado todo.

  • ¿Te has visto obligado a comer algo raro? – preguntó extrañado -. Mira, Chico, si me invitan a comer algo que no me gusta no lo pruebo ¿Para qué? ¿Para pasar luego un mal rato?

  • No es eso Carlos – le dije -, casi no sé cómo explicártelo.

Le conté por encima lo que me había sucedido y me interrumpió en cierto momento:

  • ¿Rodrigo? ¡Ja! Se llama Pepe y sé de quién hablas. Por favor, no te dejes llevar por esos sentimientos ¿Sabes una cosa? En casa se desayuna por la mañana y se almuerza a partir de las dos, después del trabajo. Si comemos pizza, comemos pizza, no masa de pan tostada con pimiento picante y sin queso. Afortunadamente, Chico, has tenido el valor de plantarle cara. Te hubiera obligado a hacer cosas más raras aún.

  • ¿Más raras? – me asusté - ¿Qué cosas?

  • Tómate el café calentito – me puso el brazo sobre el hombro -, esperaremos un rato, te contaré cosas de ese energúmeno y comerás algo. No quiero verte así.

Nos sentamos a una mesa y me dijo que conocía a ese tal Rodrigo (Pepe, según él). Me comentó que era un tío extrañísimo, muy escrupuloso y muy guarro al mismo tiempo. Obligaba a sus nuevos conocidos a una higiene fuera de lo normal y les obligaba a mamársela pasando por el baño antes, claro.

  • ¿Te sientes un bicho raro, verdad? – me preguntó sonriendo
  • ¡Pues ya somos dos! Y me parece que hay millones de bichos raros en España y poca gente «normal» como él. Mira, Chico; tú y yo hemos sido pareja bastante tiempo y todo se acabó por una tontería ¿Te parezco un bicho raro porque fumo, tomo café, bebo cerveza o como chicle?

Me dejó pensativo. Tenía su mano sobre la mesa y puse la mía sobre la suya.

  • Nunca – le dije -, nunca debimos separarnos, pero esta experiencia me va a costar mucho trabajo olvidarla.

  • Pues estás muy equivocado – me dijo muy serio -, hay mucha gente que ha tenido el «placer» de conocer a ese «Rodrigo» y es gente con autoestima, saben lo que hacen y saben qué es lo más normal en las costumbres. ¿No me irás a decir que es normal pedir una pizza sin queso? ¿Has comido alguna vez una paella sin arroz? ¡Vente a casa! Te prepararé un plato raro: una tortillita suave y un poco de verdura. Allí se puede fumar y, si te apetece, puedes comerte un chicle para limpiar tus dientes después de comer. Me parece que debo ser tan raro como tú.

Acepté su invitación. No podía seguir solo y Carlos era un tío que me atraía mucho. Dejamos una vez de ser pareja por una tontería que ni merece la pena recordar.

Me preparó una merienda suave (hecha por él), me la sirvió en la mesita del salón con una cerveza y nos fumamos unos cigarrillos después de comer. Su mano se posó sobre la mía.

  • Chico – me dijo -, me siento culpable de que nos separásemos, pero más culpable me siento de no haberte avisado de que ese tal «Rodrigo», debe de ser un enfermo mental. Yo creo que es un tío obsesivo que intenta imponer sus extrañas ideas a los demás. Sepárate de él siempre que lo veas si no quieres encontrarte en situaciones muy embarazosas. La gente le da de lado; eso es por algo.

  • Soy yo el que me siento culpable de nuestra separación – le dije -; yo lo he pasado mal, pero imagino que salir de aquel romance no fue un camino rosas para ti.

  • Eso pasó, Chico – me dijo -, ahora quiero que olvides a ese tío y que no te sientas ni un inútil ni un bicho raro. Y si lo eres… - se echó a reír -, creo que me gustan los bichos raros.

Se acercó a mí sin más y comenzamos a besarnos. Pensé que nuestra unión iba a restablecerse. Con mucho cariño, me tomó de ambas manos y me preguntó que si quería estar con él un rato.

  • Te deseo, Chico – me dijo -, y deseo tenerte entre mis brazos como antes y que sientas esas caricias que piensas ahora que son cosas extrañas.

  • Yo también te deseo, Carlos – le contesté -, y creo que no tengo que darte más explicaciones.

Me llevó al dormitorio y nos sentamos vestidos en la cama. Mientras nos besábamos, empujó mi cuerpo hacia atrás y comenzó a desabrocharme la camisa y a acariciar mi pecho. No podía dejar de mesar sus cabellos mientras su cabeza se desplazaba poco a poco hacia abajo. Noté que aflojaba el cinturón y me abría el pantalón. Comenzó a acariciarme la polla por encima de los calzoncillos. Noté que ya estaba bastante húmeda cuando tiró de mi culo un poco hacia arriba y bajó mis pantalones y mis calzoncillos dejándolos caer al suelo y chupando con delicadeza mi glande, saboreando mi fluido, hasta comenzar a introducirla en su boca. Sentí una paz inmensa, pero tiré con cuidado de su cabeza hacia arriba y le miré sonriendo:

  • Vamos a quitarnos la ropa – le dije -, que no quiero que se te manche la colcha.

  • Tengo lavadora – contestó - ¿No lo sabías?

Se levantó y me incorporé para dejar toda mi ropa en una silla y, ya desnudos los dos, nos metimos en la cama y nos fundimos en un largo abrazo que me pareció una bienvenida de nuevo a su hogar.

  • Los dos lo hemos pasado mal separados – dijo -; al menos eso me parece.

  • Pues debe serlo – lo besé en el cuello - ¿Te gustaría que volviésemos a estar juntos? ¿Cómo antes?

  • Me encantaría, Chico – dijo rozándome los labios con la lengua -, pero evitando el error que cometimos los dos. No es raro discutir o no estar de acuerdo, pero si sabemos llevarlo bien y tolerándonos, no me gustaría perderte otra vez.

  • ¿Quién me iba a decir a mí que iba a tenerte otra vez en mis brazos? – le susurré -. Después de lo que me ha pasado, me siento en la gloria.

Me di cuenta de que se ponía poco a poco boca abajo. Recordé que le encantaba que lo penetrase así y me puse sobre él y le mordí el lóbulo de la oreja.

  • Tengamos un nuevo noviazgo – le dije – y volvamos a vivir luego juntos para siempre. Sería para mí algo muy especial.

  • No pienses ahora en eso, Chico – farfulló -, ya estamos juntos. Los demás detalles ya los hablaremos.

Me estaba esperando y comencé a moverme arriba y abajo y, con su ayuda, comencé a penetrarlo despacio. Me apretó la mano y pensó en voz alta:

  • Me parece ahora que nunca hemos estado separados.