Un castigo imaginado

Es lo que hay.... por malo.

UN CASTIGO IMAGINADO

Había faltado a mi Señora, mi conducta impropia de un buen sumiso la había enojado, y sabía que tendría que recibir un castigo, un correctivo que me llevara a la buena senda de la sumisión. Lo que realmente me dolía era contrariarla, pero mi temperamento a veces impulsivo me llevaba a manifestarme de forma poco adecuada.

Aquella noche la encontré como todas las veces, sentada frente a su ordenador, envuelta en el halo de divinidad que le caracteriza, concentrada en la pantalla; iba ataviada con un camisón de raso color negro, de tirantes y corta falda. Sus maravillosos pechos se marcaban bajo la fina tela, su respiración rítmica daba a entender que estaba enfrascada en algo que le excitaba. Me acerqué a ella, ni siquiera me miró, solamente notó mi presencia con ese sentido que sólo las diosas poseen, y me arrodillé a su lado.

Por espacio de algunos minutos no se dirigió a mí, no me hizo el menor caso, pero permanecí en posición sumisa, arrodillado, con las manos a la espalda, desnudo como estaba, con las rodillas clavadas en el frío suelo, con mi mente puesta a su servicio, esperando que tuviese a bien valerse de mi sumisión.

Mi mirada estaba fija en el suelo, anhelaba una palabra, aunque fuese de reprobación, pero nada salió de sus esplendorosos labios; abrió un cajón de la mesa a la que estaba arrimada y sacó algo que me tiró al suelo delante de mí. Nada me dijo, pero sabía que aquello me lo tenía que colocar. Lo cogí y lo examiné brevemente; se trataba de una capucha de látex negro cuya peculiaridad era que tenía los ojos tapados y sólo una abertura a la altura de la boca. Me la puse, la ceñí a mi cabeza y la oscuridad se adueñó de mi ser.

Mi Señora depositó en mis manos unas esposas que también me tuve que colocar en las muñecas, atrapando mis brazos en la espalda; no es que fuera a rebelarme o escaparme, nada mas alejado de la realidad, pero ella quería demostrarme que en esa situación, atado, debía de recapacitar sobre mi conducta, y hacerme pensar que si mi Señora me ataba era porque quería que sintiese en la gravedad de mi forma de ser.

Pasaron algunos minutos más, atado y cegado, pero sin moverme un centímetro del lado de mi Señora antes de que se dirigiera a mí; siempre había hablado conmigo, me había hecho entender mis faltas, pero esa vez, realmente enfadada, pretendía darme una lección definitiva. Me indicó, y su voz me pareció la más bella de las salvaciones, que me tumbara en el suelo, frente a ella; así lo hice, sin tardanza, boca arriba, como me lo había dicho, a sus pies, y entonces sentí cómo reposaba sus plantas maravillosas sobre mí. La izquierda fue a posarse sobre mi cara, aprovechando el hueco cóncavo de su pie para atrapar mi nariz, mientras la planta derecha se posaba sobre mi sexo.

Ella siguió absorta en su charla, riendo de vez en cuando, pero sin comentarme nada, como si yo no estuviese; de vez en cuando, ante alguna frase que yo no sabía, sus pies ejercían una ligera presión sobre mí, chafándome la nariz y aplastando mi sexo, pero sin llegar a lastimarme. Yo agradecía esa presión, pues aunque involuntaria, (¿o no?), era el contacto que tenía con mi Diosa.

"¿Sabes lo que estoy haciendo?", me dijo con su maravillosa voz; no le contesté porque no podía hacerlo, pero ella ya sabía que no podía, porque había apoyado su talón sobre mis labios, de manera que me encontraba amordazado por su pie. "Estoy teniendo un placer virtual con un esclavo que acabo de conocer", me dijo.

Yo me sentí morir, mi Señora tenía que recurrir a otro sumiso para encontrar placer, y todo por mi falta de respeto hacia Ella, por no portarme como un buen perrito. Ella no me pedía tanto, pero yo, en mi torpeza, no había interpretado correctamente sus deseos, y eso le dolió. Y ahora estaba pagando mi falta de una manera cruel. Una lagrima escapó de la cuenca de mi ojo, pero no pudo realizar viaje alguno ya que no había espacio entre mi piel y el látex, lágrima que ella no pudo ver pero que seguro que sintió.

Mientras escribía y leía una de sus manos, la izquierda, se deslizó hasta su tesoro, su sexo estaba empapado ya, estaba disfrutando con esa relación virtual y yo seguía a sus pies. No sabía si le excitaba la charla en sí o el tenerme allí humillado y dolido, sabiendo que yo estaba loquito de contento por estar allí, con ella.

Su mente estaba empezando a maquinar, estaba muy excitada y podía acontecer cualquier hecho entre Ella y yo; en un momento dado retiró sus pies de mi cuerpo y me dijo que me incorporara y quedara de rodillas entre sus piernas. Así lo hice sin tardanza, a ciegas, sin tocarla; mi Señora me colocó una mascarilla sobre la boca, el único sitio por donde podía respirar, y la conecto mediante un tubo a su sexo. Ella volvió a su charla y siguió masturbándose, mientras yo me limitaba a aspirar su húmedo aroma, embriagado por su esencia emborrachándome de su placer. Sus pies se apoyaron sobre mis muslos, sin tocar el frío suelo. Sin yo saberlo, mientras me incorporaba, ella se había calzado unos zapatos de tacón de aguja, tacón que estaba muy

Pasamos así un buen rato, todo el aire que llegaba a mis pulmones era fruto de su excitación, y aunque era placentero, me dolía mucho que mi Señora tuviese que buscar otro sumiso para su placer. Me juré que eso no volvería a pasar, me prometí que solamente viviría para su servicio, que me entregaría sin ninguna limitación, pasando por encima de mis necesidades, solo para Ella.

Un rato después ella terminó su charla, cortó la comunicación y entonces fue cuando se concentró en mi persona; me miró a los ojos, con un atisbo de pasión en los suyos y una aureola de rubor en sus mejillas. Me quitó la mascarilla y tiró todo ello lejos de la mesa. "Siente mi sexo", me dijo; yo la obedecí y pude observar que estaba muy mojado y excitado. No lo podía ver pero lo sentía. "Para esto te tengo, quiero alcanzar esta excitación con tu sumisión, y creo que tendrás que trabajar mucho para conseguirla, ¿no crees?". Asentó azorado; entonces me arrancó la capucha que llevaba puesta liberándome de mi encierro. Me miró a los ojos, vio el arrepentimiento en ellos. "Te gustaría limpiar a tu Señora, seguro, ¿no, perrito?", inquirió.

Al momento mi pene tomó vigor, se endureció, y balbuceè un "si, señora" apenas audible. Ella comprobó mi estado de excitación. "Veo que no entiendes nada, esclavo. Vas a limpiarme, desde luego", me dijo mientras se ponía de pie. Avanzó hacia mí, y yo, en mi torpeza una vez más, esperé a que su sexo se plantara en mi boca y mi lengua hiciese tan deseado trabajo; pero mi Señora tenía que darme una lección. Colocó mi cabeza entre sus piernas, en efecto, pero en vez de colocar su sexo en mi boca lo hizo sobre mi cabello, y allí se restregó, empapando mi pelo son sus flujos vaginales. Se separó y volvió a encapucharme, devolviéndome a la oscuridad.

"Perrito, voy a hacer de ti un buen esclavo, y creo que la única forma es hacerlo a base de tu propio placer, ya verás como no vuelve a suceder nada que me desagrade", me dijo. Yo estaba cegado, y lo único que sentía era el repiqueteo de sus tacones en el suelo, por toda la sala, dando vueltas entorno mío, hasta que se paró a la altura de mi cabeza, se agachó y me dijo que si deseaba que jugase con mi ano, mientras colocaba entre mis labios un consolador de plástico. Le dije que sí, y se volvió a levantar y colocarse detrás de mí. "Entrégame tu culo, esclavo", me dijo y yo levanté mi trasero y abrí mis nalgas. Ella apoyó el consolador en la entrada de mi ano, y cuando pensé que iba a sentir la penetración de aquel instrumento, un azote bastante fuerte cayó en mis nalgas.

Debido a un hecho no esperado mi ano se contrajo y mis nalgas se cerraron. "¿Qué pasa, no quieres que juegue con él?", me dijo, ante lo cual volví a ofrecerle mi trasero. Fueron cinco los azotes recibidos con el mismo método, y al final se levantó y volvió a rodear mi cuerpo. Entonces escuché silbar una fusta en el aire; comprendí que iba a azotarme y me prometí resistir hasta el final sin moverme ni un ápice. La fusta silbaba en el aire, pero no rozaba mi piel. Un silbido más y al instante una caricia en mis nalgas que me hicieron dar un bote que me separó varios centímetros del suelo.

"Vaya, una caricia te disgusta, por lo que veo", me dijo mi Señora, "Parece ser que prefieres la fusta". Había sido víctima de mi propia imaginación, ella estaba jugando conmigo, y sentí que seguía fallándola. "Bueno, si prefieres los azotes a mis caricias, los tendrás, esclavo", y diciendo esto, al momento comenzó a descargar sobre mi trasero una infinidad de golpes; alternaba cuatro leves con uno más fuerte, así por espacio de un buen rato, hasta que se cansó. "No te entiendo, la verdad, pero vas a tener lo que mereces", me dijo.

Ella estaba excitada con ese juego, yo estaba excitado con su tratamiento, estaba feliz aunque quería agradarla, debía aprender mucho aún para servir como se merece a una Diosa. Me dio la vuelta y mi pene saltó en el aire como un resorte. Lo miró complacida. "Seguro que querrías que te acariciara, ¿no es así, esclavo?", me dijo. Yo hubiera dado cualquier cosa por que lo hiciera, por sentir su dulce mano sobre mi pene, pero en vez de eso lo rodeó con una cuerda, lo tensó y lo ató a mis tobillos. La posición de mi pene era dolorosa, la erección forzada me dolía pero me excitaba a la vez; ella se acercó a mi cabeza y me dijo que ella quería recibir placer viendo aquella grotesca figura de mi pene.

Se acuclilló sobre mi cara y me metió el consolador en la boca; se sentó sobre él y comenzó a introducírselo en su sexo, subiendo y bajando por él como si de un miembro viril se tratase. Para más pasión, para que mi pene creciese aún más, si es que era posible, abrió la abertura de mis ojos, y una visión celestial apareció ante mí. Sus maravillosas nalgas estaban a pocos centímetros de mi cara, subiendo y bajando, expandiéndose y contrayéndose, su sexo relleno por el plástico elemento y los flujos manando de entre sus labios. Era una visión celestial, quedé embobado ante tanta belleza y lujuria.

Alcanzó el orgasmo tan cerca de mí, y yo sin poder saborear el placer de mi Diosa…., hubiese deseado tragar su intensidad, su pasión, pero no me lo permitió, no me lo merecía. Sólo era una prueba de lo que podía conseguir si alcanzaba la suficiente humildad y sumisión hacia ella; me tenía totalmente entregado.

"Hay otra cosa que sé que te excita mucho, pero todo va a seguir en la misma línea que hasta ahora hasta que me demuestres que te lo mereces. Tengo ganas de orinar. Seguro que te gustaría beberlo, ¿verdad?", me dijo mirándome a los ojos. Hubiera dado mi vida por aquello, por saborear el néctar de mi Señora, pero tenía otros planes. Cerró la abertura de mi boca, aislándola del exterior, y sólo mis ojos quedaron al descubierto. "Mira lo que puedes obtener si te lo mereces", me dijo agachándose una vez más sobre mi rostro.

Un chorrito de orina salió de su interior y golpeó con fuerza en mi cara, pero sin tocar mi piel, ya que el látex hacía de aislante; algunas gotas se depositaron en la cuenca de mis ojos, nada más. Los tuve que mantener cerrados mientras mi Señora terminaba de orinar sobre mí. Cuando lo hizo, delicadamente tomó un pañuelo de papel y me los limpió, me cerró de nuevo la abertura de los ojos y me encadenó a la mesa por medio del colar que llevaba yo al cuello.

"Ahora me voy a dormir, quiero que recapacites y me manifiestes si quieres ser mi esclavo o no. Eso es todo", me dijo desapareciendo por la puerta y apagando la luz.

Me quedé solo, atado, encapuchado, desnudo y atado a la mesa, y decidí que si, que haría lo que fuese necesario y aún más por ser digno de servirle como un buen esclavo. Nunca más volvería a tener queja de mí.

exclav