Un campeón contra las cuerdas (2)

Gorka describe la historia de su familia y su dificil infancia en Lekeitio. Por otra parte, el extraño chico de Canarias hace una súbita aparición en su vida, pero su actitud distante hacia Gorka continua marcando la relación entre ambos.

Durante los meses siguientes me dediqué de manera concienzuda a entrenar, en los escasos ratos libres que dejaba mi trabajo como albañil. No conocía el desánimo ni el cansancio, y me entregaba de lleno a mi pasión privada, procurando perfeccionar y mejorar los golpes y los trucos del oficio, que no son pocos. Aprendí de modo preciso a fintar (amagar), parar golpes, esquivar de cintura, rodar (lo más difícil e increíble de todo, acercar el rostro al puño guanteado del contrario lo máximo posible cuando el impacto es inevitable para minimizar las consecuencias, venciendo el irreprimible temor que suscita en todos nosotros el inevitable dolor físico) y a colocarme en la distancia precisa, si bien yo siempre he sido un boxeador de tipo fajador, muy agresivo en el ring, pero al menos debía interiorizar la música interna del boxeo, conocer sus tiempos, pues, como dice la Biblia, hay un tiempo de abrazar y un tiempo de abstenerse de ello, y sobre el cuadrilátero ocurre lo mismo, hay un momento para la corta distancia y otro muy distinto para la media e incluso la larga distancia.

Subía algunos findes libres hasta mi tierra natal, Bizkaia, a visitar a mi familia, con la sensación de estar cumpliendo en gran parte mis sueños de adolescencia, y me saltaba por unos días la draconiana dieta que me imponía mi entrenador y manager, pues es absurdo ir casa de mi madre y no ponerme hasta la bola de besugo al horno o de txipirones en su tinta, una receta típica de mi pueblo natal, Lekeitio, situado junto al feroz Cantábrico. Saludaba también al aita, a mi padre de corazón, Aitor Larramendi, el amigo de cuadrilla de mi tío materno Unai, que se casó con mi madre cuando yo contaba dos años, y padre biológico de mi única hermana, Miren, a la que saco cuatro. El me dio el apellido, porque el sinvergüenza de mi padre real, un madrileño de clase alta que veraneaba con su familia en Lekeitio en los años 80, no quiso saber nada de mi madre cuando se quedó embarazada de mí en el verano del 84. Dudo además que por la extremada juventud de ambos, 19 años apenas, hubieran podido hacer mucho más al respecto, pero al menos podía haberme dado el apellido o haberse preocupado en venir a verme alguna vez. Pero nunca apareció nunca más por Lekeitio, y su adinerada familia vendió la hermosa residencia local para adquirir otra aún más lujosa en la reputada playa cántabra de Laredo, donde siguen veraneando a día de hoy. Todo ello con el fin de olvidar cuanto antes el "desagradable incidente" como denominaron ellos a todo el asunto del embarazo de mamá, y desvincular a su muy protegido retoño de cualquier responsabilidad moral o legal en relación a mi persona, ofreciendo incluso a mi madre la posibilidad de abortar (ellos, que eran de misa dominical asegurada) o de dar a su niño en adopción, posibilidades que mi madre siempre rechazó cortésmente. Al parecer les horrorizaba la posibilidad de que su futuro nieto se criara como euskaldún (vasco que habla euskera, y es que no todos los vascos conocen su idioma ancestral, ni mucho menos, por desgracia), y esa fue la excusa perfecta para negar incluso el apellido paterno a la futura criatura (nuestro nieto no llegará a hablar el castellano correctamente, un horror, vamos, decían). Una auténtica majadería, porque en Euskadi sur, quien más, quien menos, todo el mundo domina el castellano hasta cierto punto, y en mi caso ello es evidente y palpable en la redacción de este relato, que creo no desmerece la comparación con el de un castellano o un andaluz cualquiera.

Con toda seguridad fue la falta de raices paternas, el saberme (y saber todos en mi localidad natal) huérfano de padre (si bien Aitor supo cubrir con su cariño el hueco enorme que dejó aquel pobre desgraciado posadolescente en mi vida) lo que me convirtió en la persona tímida y algo introvertida que soy hoy en día. De pequeño muchas veces tuve que defenderme a puñetazo limpio de los insultos y puyas de otros niños de mi edad que me llamaban "maketo", "hijo de español" y "medio vasco" y tuve que imponerme en muchas ocasiones por la fuerza física para hacerme respetar en mi entorno, algo que finalmente conseguí en torno a los doce años, cuando todo el mundo pareció aceptar de repente que yo era tan vasco como los demás; aparte de que en ciudades como Bilbao es muy normal que uno o ambos padres no sean vascos de pura cepa, y se da el caso en la televisión vasca ETB de un joven presentador mulato, hijo de padre vasco y madre ecuato-guineana, que habla euskera batúa (el euskera unificado, pensado para que todos los hablantes de dialectos tuviésemos por fin un idioma común, si bien está muy basado en el dialecto guipuzcoano, de mayor prestigio literario que otros, salo el labortano clásico de Euskadi norte) a la perfección, y todo el mundo le considera vasco al ciento por ciento, como debe ser. Pero al entrar en la adolescencia fui yo el que entró en crisis personal, pues me daba cuenta de que faltaba un trozo importante de mi vida al que aferrarme. Si, yo era Larramendi en mi carnet de identidad, pero ¿cómo me llamaba en realidad? ¿sería tal vez Martinez o González, Pérez o Alvarez? Sólo mi madre y los abuelos parecían conocer la verdad, pero ellos no soltaban prenda al respecto: "ya habrá tiempo para que sepas la verdad, laztana" solían repetir de forma monocorde cada vez que le preguntaba a alguno de ellos. Más habladores se mostraban mis aitite-amamak maternos cuando les preguntaba por los boxeadores de la tierra, en especial por Paulino Uzkudun y el malogrado Urtain, ambos nacido en la cuenca del Urola, en la Guipúzcoa profunda.

A mis quince años yo quería repetir sus pasadas glorias, aunque conocía el precio a pagar por ello; debía trasladarme a Madrid, de ahí que todo mi empeño desde los doce años fuera manejarme de manera convincente en castellano (el euskera batúa y el dialecto vizcaino los dominaba desde niño, pues mi familia, que es oriunda de Markina, lo habla de forma habitual), y me entregaba en los ratos libres a la lectura de clásicos en ese idioma, desde el Quijote y el Lazarillo de Tormes hasta las obras de Delibes, Cela o Carmen Martín Gaite, de manera que supiera el día de mañana desenvolverme de manera apropiada en un entorno castellano-parlante. Y debo decir que lo he conseguido, y hasta a veces en mi tierra me llaman con doble sentido el "madrilelkoan", término de supuesto matiz peyorativo que a mí no me molesta lo más mínimo, pues a día de hoy estoy orgulloso de mis raíces madrileñas, o el "ballekakoan", en relación al barrio madrileño en que resido desde hace años, el populoso Vallekas, que la gente allí escribe siempre con k, como si fuese un topónimo vasco (pero sin la preceptiva b del euskera). Lo anteriormente dicho no significa que yo renegara en absoluto de mis raíces vascas, todo lo contrario, procuraba en la medida de lo posible de aumentar mis conocimientos de mi idioma natal, bien fuera leyendo las obras de autores locales (siendo mi favorito con diferencia Bernardo Atxaga, el autor de "Obabakoak" y "El hijo del acordeonista") o escuchando música en euskera, como al llorado Mikel Laboa ("txoria txori fue casi mi canción de cuna"), Negu Gorriak, Oskorri, y otros muchos más cercanos en el tiempo.

Lo que ocurría es que yo era consciente desde crío que, para cumplir mi sueño, el de llegar a ser un boxeador profesional, debía ampliar horizontes y conocer otras tierras, como habían hecho muchos otros vascos antes que yo. A quien me afeaba que no me dedicara más a la construcción del solar nacional, que solía ser algún colega de la cuadrilla, le respondía que Euskal Herria se construía de muchas maneras distintas, y una de ellas era ofreciéndole algún trofeo importante a nivel deportivo (yo soñaba ya con el título europeo de la EBU en la categoría de pesos medios, como el recientemente conseguido por el gallego Iván Pozo en la categoría de peso mosca). Yo sabía que de las glorias del boxeo no se puede vivir, porque es un oficio muy mal pagado, pero mi vocación innata podía con todo. Muchas tardes, al salir del instituto, si hacía buen tiempo, me paraba un rato en el puerto a contemplar la labor de descarga de los arrantzales, los pescadores del lugar, y de ahí proviene mi apodo actual, "Kaio", gaviota en euskera, también un poco con el doble sentido que gastamos los vascos, pues muchos colegas querían decir no sólo que pasaba mucho tiempo en ese hermoso muelle frente al Cantábrico, sino que tenía un poco la cabeza en las nubes, volando como los pájaros y soñando con mundos lejanos que habitan en éste. Por suerte he podido demostrar que no soñaba despierto, y que mis ambiciones estaban bien encarriladas desde muy joven. En cuanto cumplí la mayoría de edad, me trasladé a Madrid con una maleta en la mano y muchos sueños por cumplir; también llevaba un sobre con unos datos y una dirección escrita a mano de forma primorosa por mi madre; en ellos venía escrito el nombre de mi padre biológico, y la dirección de los padres, al menos en los años 80. Se llamaba Rafael Arizmendi Ramos, y según mi madre procedía de una familia de recia raigambre navarra con solar en Pamplona desde los tiempos del rey Sancho el Mayor. Bueno, después de todo también por parte de padre tenía raíces vascas, pues para muchos nacionalistas (no violentos, como yo, pues un boxeador de verdad jamás abogaría por la violencia fuera del ring, algo que es un mandamiento primordial en el noble arte del boxeo, el más pacífico de todos los deportes, a pesar de las apariencias) el País Vasco se compone de las tres provincias vascas, más los tres territorios históricos vasco-franceses (Iparralde) y Nafarroa, la Navarra española (existe también la Navarra francesa, la llamada Baja Navarra). Es una idea muy polémica, pues especialmente en Navarra hay mucha gente en contra de esta idea, algo que respeto, del mismo modo que más adelante tuve que tragarme el orgullo nacional cuando me enteré que había gente en otra comunidad vecina (no mucha, a decir verdad) que reclamaba como propios territorios históricamente vascos.

Y en esas estaba cuando un buen día, hará dos años, saliendo de marcha por el centro histórico de Bilbao con mis colegas, me pareció ver de refilón a mi contacto canario despidiéndose con un afectuoso beso en la mejilla de una mujer de mediana edad, que supuse su madre, y montando en un coche aparcado en la acera. Me giré asombrado para terminar de identificarle, pero las bromas continuas de Mikel y Jon me sacaron de golpe de mi burbuja mental, en la que sólo tenía cabida en ese momento el morenazo de Tenerife. "Anda la hostia, pensé en castellano, así que era vasco después de todo. Y Bilbaitarra, por eso desconoce el euskera, como la mayoría de sus paisanos, por cierto". No le di más vueltas, pero aquello me dio que pensar durante los meses siguientes…aquello me consumía, porque a pesar del tiempo transcurrido el jodido mutil seguía gustándome mucho, más que nadie que hubiera conocido con anterioridad, más que el Unai aquel de mi instituto de Lekeitio, ese que sólo tenía ojos para las neskak de su edad, y a mí me miraba sólo como a un buen amigo, algo lunático y obsesionado con el boxeo, quizá, pero divertido y buen tío, decía de mí, yo, que me derretía por sus huesos, y hubiera dado media vida por un beso furtivo suyo en la solitaria campa a la salida de clase. Yo le veía tan guapo como a Julen Guerrero o a Mikel Arteta, pero me di cuenta pronto que era una pasión imposible, y aquel primer desamor adolescente influyó mucho en que decidiera finalmente liarme la manta a la cabeza y mudarme a Madrid con lo puesto, apenas terminar mis estudios de ESO.

Y de vuelta a Madrid, pero ya metidos en el 2008, muchos combates de boxeo amateur e incluso neoprofesionales más tarde, se acercaba el soñado día de mi debut en el mundo del boxeo profesional cuando una tarde de invierno me encontraba haciendo sombra y guanteando en mi gimnasio vallekano con otros compañeros, y tuve que frotarme los ojos para no caer de espaldas de la emoción. Allí enfrente, entrenando en la sala de musculación, estaba el chaval de Canarias, el presunto bilbaino, aún más fibrado y definido que cuando le conocí y con un corte de pelo más moderno y un discreto piercing en la ceja derecha que no le recordaba de aquella noche en Tenerife. ¿Se trataría en todo caso de la misma persona? En vista de que no podía concentrarme en absoluto, y que la vista se me escapaba sin querer hacia la sala de máquinas, donde aquel joven desconocido entrenaba ajeno a mi morbosa curiosidad, le pedía permiso a mi entrenador para continuar el resto de mi entrenamiento en la sala de aparatos ("bueno, pero no abuses del peso, hay que fortalecer el tren superior y las piernas, pero un boxeador debe ser ágil, no convertirse en un mazacote de músculos"), me recordó por enésima vez. Mi curiosidad hacia el recién llegado iba en aumento, y aproveché la forzada cercanía para pedirle que me ayudara a tirar en el press de banca. El chico no dio muestras de reconocerme en absoluto, pero cuando se lo pregunté de modo indirecto por el infalible método del descarte empezó a mostrarse algo más nervioso y evasivo.

Perdona, ¿tú eres bilbaino, pues? – le pregunté de entrada, exagerando mi mejor acento de la tierra para que relacionara la pregunta con mi evidente ascendencia vasca.

No, claro que no – respondió todo ufano, utilizando de forma impecable su mejor castellano neutro, por lo que no supe identificar claramente su procedencia, como la primera vez que le escuché hacía dos años - ¿A que viene eso, tronco? ¿Tengo cara de vasco, o qué?

Bueno, ahora que lo dices…un poco sí. Yo soy de la zona, sabes, y me suena tu cara de algo, pensé que te conocía de vista de Bilbao ("puto mentiroso" pensé para mis adentros de él sin manifestarlo gestualmente. ¿Porqué querría negar una obviedad tan inocua como esa? ¿es que renegaba de sus orígenes?) - O tal vez te he visto en Tenerife… ¿podría ser? – le dejé caer de forma en apariencia inocente, incorporándome para descansar tras la última serie de press, pero lanzándole una incendiaria mirada de lo más comprometedora. El muy cabrón captó en seguida la indirecta, pero optó por lanzar balones fuera y escaquearse cuanto antes.

No, creo que te confundes de persona – me miró a los ojos de forma intensa el hijoputa para soltar esa maldad – de hecho nunca he estado en Tenerife, aunque me encantaría. Bueno, si necesitas más ayuda, estaré entrenando por la sala, ¿vale? – y se puso los cascos en los oídos y subió el volumen de la música al máximo.

"Salvado por la campana, cabrón" – pronuncié en baja voz en cuanto se dio la vuelta. Por hoy había sabido torearme, pero yo estaba seguro de que era él y no su primo el de Zumosol el ardiente joven que había conocido una noche de primavera en un pintoresco lugar del sur tinerfeño, y, obcecado y de ideas fijas como soy, no pensaba parar hasta desenmascararle y que se definiera de una vez en relación a mí. Sabía que era una intromisión intolerable en su intimidad, pero ya que el destino me ofrecía esta segunda oportunidad de hacer mío al potente chicarrón norteño, no podía desaprovecharla, hubiera sido un crimen de lesa humanidad desperdiciar mi renacida buena suerte.

Los días siguientes me masturbé pensando en el misterioso chico del norte, una práctica que tuvo su fuerte en los meses inmediatamente posteriores a conocerle, pero que había remitido después, ante la seguridad manifiesta de que no volvería a entrar en mi vida, por pura lejanía geográfica, especialmente tras saber que vivía en Bilbao, como yo imaginé desde un principio. Toda mi vida emocional empezó a girar de nuevo en torno a él, e incluso modifiqué los horarios de mis entrenamientos (algo que no le pasó inadvertido a mi entrenador, que se imaginaba que estaría tonteando con alguna chica, y por eso llegaba media hora tarde todos los días) para coincidir con sus horarios, típicos de un oficinista, por otra parte. Al pasar de las semanas y de los meses, me fui dando cuenta de dos cosas, una buena y otra mala. La buena es que el pibe aquel había llegado para quedarse, es decir, que no estaba de visita circunstancial en Madrid, sino que vivía aquí (¿tal vez siempre lo había hecho, y sólo visitaba a su familia en Bilbao de vez en cuando? De hecho, yo le vi despedirse de la que parecía ser su madre, como si se marchara a algún otro lado). La mala es que, me reconociera o no, y yo doy hecho que sí, no me hacía ningún caso, me ignoraba por completo, y se dedicaba a entrenar sólo o con un colega de su edad (en torno a los 25) de lo más pegajoso, a quien empecé a coger una tirria impresionante cuando descubrí horrorizado que no sólo le dejaba beber de su misma botella de agua mineral durante los entrenamientos, sino que a veces incluso le chuleaba el móvil para hacer alguna llamada breve, y en el vestuario utilizaban indistintamente el mismo gel y se esperaban a la salida como los novios formales. "Joder, Gorkita, que mala suerte tienes, para un tío que te gusta y no sólo no te hace ni puto caso, sino que además te tienes que comer el marrón de soportar a estos dos tórtolos en plan parejita feliz mientras tú te comes los mocos y las ganas inflando a hostias al saco en la sala de boxeo. Que injusto es el mundo, pues", me repetía a veces al observar a lo que sólo podía calificar como una pareja ideal, algo pija quizá, pero encantadores ambos. Ni siquiera podía echarles en cara que fueran groseros con nadie…el pipiolo hablaba con algunos de mis compañeros, se interesaba por la técnica del boxeo, y alguna vez, cuando comprobaba que yo no estaba entrenando, al parecer se metía a clase, al principio por probar, luego le gustó y lo cogió por costumbre. Eso sí, de mí pasaba totalmente, y me evitaba con sumo cuidado. Parecía completamente ajeno a mi dolor, y a la profundidad de mis sentimientos hacia él.

Me veía además en la ingrata necesidad de recurrir al sexo fácil, con nocturnidad y alevosía, para saciar mis ansias carnales, muy de vez en cuando, también es verdad, y así una noche cualquiera descubrí que el falso de su novio se dejaba caer de vez en cuando por cierto tipo de locales muy abundantes en el mundo gay, a los que yo acudía rara vez de madrugada, cruzando los dedos para que ningún conocido me reconociera al entrar o salir, y a los que acudía el tiempo imprescindible para descargar mi litrona de semen y punto, sin mayores ambiciones. Por eso me sentí asqueado y confuso al comprobar que aquel desgraciado, al que había visto salir en muchas ocasiones del portal de la casa de mi amado, (eran vecinos de calle míos, para mayor desgracia), con quien al parecer convivía, se introducía en una cabina con otro salido como todos los que estábamos allí en ese momento. Era él, de eso estaba seguro, y el pensamiento de que mi amor platónico estaba siendo engañado por su pareja me dolió en lo más profundo, pero me di cuenta de que yo no era nadie para influir o intervenir en la relación de esos dos, y me vi obligado a dar salida a mi rabia interior reventando a pollazos el culo abierto de un voluntario en aquel sórdido local, y acostándome aquella noche con lágrimas en los ojos por mi mala suerte a la hora de enfocar mi (inexistente) vida sentimental.

Poco después, desesperado de poder acercarme de nuevo a él (me dedicaba las más inexpresivas muestras de rechazo, y si me veía en una punta de la sala, él invariablemente se alejaba en dirección contraria; al menos, aunque fuera para mal, me dije, no le resultaba indiferente, que es lo peor que le puede pasar a una persona en mi situación) me tragué el orgullo y le pregunté a mi compañero de entrenamiento quien era el extraño chaval que entrenaba desde hacía meses en la sala, y a quien no conseguía sacar ni media palabra.

Ah, ¿ese? Se llama Germán, y es de Cantabria. Me ha dicho el pueblo del que procede, pero no se me termina de quedar el nombre, es algo compuesto, empieza por Castro, eso estoy seguro

¿Castro-Urdiales? – pregunté al instante. Ahora empezaba a cobrar sentido parte del rompecabezas germaniano.

Sí, tío, ahora que lo dices…¿es un pueblo grande o qué?

Bueno, está creciendo mucho, gracias a los nuevos residentes bilbainos que se trasladan allí por la relación calidad-precio de la zona. Y es que, aunque es territorio cántabro cien por cien, está a sólo a 35 km de Bilbao. Es un puerto histórico muy bonito y con playas muy elegantes. En la zona todo el mundo le conoce como Castro a secas, y allí viven ahora tantos vascos como cántabros, se puede decir sin exagerar.

O sea, que sois casi vecinos…joder, que raro que no le conozcas, con nosotros habla mucho.

A lo mejor no le gustan los vascos – dejé caer yo como disculpa – porque a mí no me dirige la palabra.

Bueno, ya sabes como son estas cosas entre comunidades, nadie soporta al vecino de al lado. No te lo tomes mal, Gorka, es un buen tío, y sabe mucho de boxeo, además. Ojalá vinieran muchos como él a entrenar.

De modo que no me había mentido, y no era vasco, como yo imaginaba, sino cántabro. Muchos castreños acuden a Bilbao por proximidad para hacer sus compras, y hasta para asuntos médicos (Santander, la hermosa capital provincial, queda a 75 km de distancia, el doble que Bilbao), y muchísimos bilbainos veranean en Castro y en la cercana Laredo (entre ellos la familia de mi padre biológico, otra razón más para no pisar su famosa playa de la Salvé). Ahora que recordaba y ataba cabos, el curioso símbolo que llevaba Germán tatuado a la espalda, y que yo había observado tantas veces en las duchas del gimnasio, no era otra cosa que el llamado "láburu" por sus defensores, la bandera alternativa y extraoficial de Cantabria, que algunos colectivos minoritarios en la sociedad cántabra querían promover como oficial y que seguía un diseño supuestamente inspirado en el pendón guerrero que utilizaban los guerreros cántabros en sus guerras contra Roma, y dentro de las filas del ejército romano después. Bueno, al menos ahora sabía el terreno que pisaba, lo que no era poco avance. Nuestras relaciones con nuestros "primos hermanos" los cántabros eran buenas en general, compartimos un medio natural parecido y, de algún modo, me podía entender con Germán mejor que con un extremeño o un valenciano, por poner dos ejemplos cogidos al vuelo. La cercanía física es lo que tiene.

Y, hablando de cercanías físicas, la de mi padre biológico resultó ser la de mayor cercanía geográfica, pero la de mayor distancia emocional, incluso cuando se decidió finalmente a responder a mis apremiantes cartas para que me permitiera conocerle y hablar con él. Lo necesitaba para conocer de donde venía y adonde me dirigía en la vida, le explicaba en la carta, y tras mucho pensárselo, decidió transigir y dar su brazo a torcer. El encuentro fue fijado a mediodía en un conocido y nada módico restaurante madrileño de postín y euskéricas reminiscencias, Zalacaín, y hacia allí me dirigí un viernes de junio a mediodía, con la emoción pintada en el rostro, y mis mejores galas para la ocasión.

(Continuará)