Un campeón contra las cuerdas (1)

Gorka es un boxeador vasco que reside en Madrid por motivos profesionales. Tras un desastroso combate en Canarias, conoce a un misterioso chico peninsular, por quien se siente inmediatamente atraido.

I wanna roll with him

Quiero moverme (por ahí) con él

A hard pair we will be

un par de tipos duros vamos a ser

A little gambling is fun

un poco de juego es divertido

When you´re with me I love it

cuando estás conmigo, me encanta

Russian roulette is not the same without a gun

la ruleta rusa no es lo mismo sin un arma

And honey when it’s love

y cariño, cuando hay amor

If it’s not rough it isn’t fun

sin rudeza no hay diversión

I’ll get him hot,

le pondré a cien

Show him what I’ve got

le enseñaré lo que valgo

Can’t read my, can´t read my

no puede leer mi, no puede leer mi

He can´t read my poker face

él no puede leer mi cara de póker

Poker face (Lady Gaga)

Cara de póker (Lady Gaga)

¡Kaixo! Me llamo Gorka Larramendi, tengo 23 años y soy boxeador profesional. La historia que quiero compartir con vosotros empezó hace tres años, cuando era todavía neprofesional y tuve que desplazarme desde Madrid, la ciudad donde resido habitualmente por mi trabajo, a Santa Cruz de Tenerife para combatir contra un prometedor prospecto canario llamado Goyo Martinez, en la categoría de pesos semipesados. La velada se celebró en el Pabellón multiusos Pancho Camurria de la capital tinerfeña, y aquel chicarrón canario, además de contar con la ventaja añadida de contar con el público del pabellón a su favor, resultó ser un marrullero de mucho cuidado, algo no muy habitual en el noble arte del boxeo, pero que a veces ocurre; y no me refiero a los insultos de rigor y a sus continuas provocaciones antes y durante el combate, del consabido tipo de "Eh, vasco de mierda, ¿Cómo se dice en tu idioma "Te vas a comer la lona con los piños, puto separatista?", sino a su forma de boxear ultradefensiva y correosa, y a su modo de abalanzarse sobre mí para bloquearme y perder tiempo si conseguía aturdirle momentáneamente con un golpe.

Puesto que esto no es un foro de boxeo, os ahorraré los detalles técnicos de la pelea, simplemente reseñar que, tras dos primeros asaltos muy igualados, al dar inicio el tercero, el muy cabrón aprovechó un momento en que bajé la guardia inadvertidamente tras endilgarle una serie de jabs de tanteo previo, y me atizó un inesperado directo de izquierda que me pilló totalmente de sorpresa, algo que nunca le debe suceder a un verdadero profesional, y me derribó al instante. El referee inició la cuenta de seguridad, pero saqué fuerzas de donde no había, y conseguí levantarme en el número siete…yo estaba para entonces tan aturdido que creí escuchar la numeración en euskera, lau, bost, sei, zapzi…pero de algún modo conseguí levantarme del suelo y ganar tiempo acercándome a las cuerdas. El árbitro se acercó para interesarse por mi estado, y realizar las preguntas de comprobación de mi estado físico y mental.

  • ¿Cómo te llamas?

Gorka

¿Qué más?

Ni… Gorka Larramendi naiz – dije lo primero que me vino a la mente.

En castellano, por favor.

Gorka Larramendi soy… pues – estaba tan mareado que ni siquiera recordaba el orden correcto de las frases en castellano. Aquel modo de expresarme, propio del vascuence, no convenció al referee, que decidió parar la pelea, y, por tanto, declarar ganador de la misma al peleador canario.

Este, ni corto ni perezoso, en un gesto antideportivo que invalidaba moralmente su victoria, me levantó el dedo corazón de la mano derecha aprovechando un descuido del árbitro, y me dijo algo que nunca había escuchado encima de un ring, y menos después de haber ganado un combate: "Esto es lo que merecen los terroristas como tú, rojo de mierda". También debo decir que una parte del público afeó públicamente su gesto con silbidos y gritos de desaprobación, mientras sus incondicionales le jaleaban y aplaudían tan censurable acción. Y por muy acostumbrado que estuviera yo a ese tipo de comportamientos, seguía doliéndome que la gente me juzgara por mi nombre y por mi origen, y me costaba aceptar que habría gente a la que nunca llegaría a gustar por el simple hecho de ser vasco y estar orgulloso de ello. Mi entrenador, Matías, estaba indignado con el comportamiento de ese chulo matón de barrio, y decidió pedir la revancha, que la otra parte aceptó de antemano. Me quedaban, por tanto, unos meses para preparar la estrategia necesaria y derrotar al "chicharrero" pegajoso aquel.

En vista de mi estado de abatimiento por el incomprensible fallo defensivo "Mantén la distancia, Kaio (mi apodo, que significa gaviota en euskera), bajas mucho las manos antes de atacar, te lo tengo dicho, y dejas descubierto un par de segundo el rostro, lo suficiente para que un boxeador oportunista como este te suelte un directo en la mandíbula. Luego repasamos el vídeo, anda, ahora vete a descansar", el entrenador me mandó descansar, pero yo no pude dormir en toda la noche, dándole vueltas una y otra vez a mis manifiestos fallos defensivos.

Antes de regresar a Madrid para continuar los entrenamientos, nos quedamos un par de días en el sur de la isla, en concreto en la zona de la Playa de los Cristianos, tomando el sol y retomando fuerzas para la inevitable vuelta a la normalidad el lunes siguiente. La noche posterior a la pelea, tras haber repasado con el entrenador una y mil veces el maldito vídeo del combate, me rayé por completo y decidí salir a dar una vuelta en solitario. Matías sabía que en esos momentos prefería intimidad, pero me advirtió, aunque no era necesario en mi caso, que no me dejara llevar por la sensación de distancia y de aventura que representaba estar en un lugar donde no me conocía nadie.

Nada de mujeres ni de alcohol, ¿entendido, Gorkita?.

Joder, que cosas tienes, Matías. Agur.

No mentía al decir aquello. En realidad soy abstemio y no me gustan las mujeres, pero esto último era algo que le ocultaba cuidadosamente a mis mentores deportivos; dudo que ellos sospecharan nada por entonces, puesto que yo vivía entregado de la mañana a la noche a mi vocación boxística, aquella misma que me llevó a abandonar mi querida tierra vasca para probar fortuna en Madrid como figura del boxeo.

Mi intención era simplemente darme una vuelta por el paseo marítimo, tomar algún refresco en alguna terraza, escuchar algo de música con los cascos y despejarme un rato, "desboxizar" mi vida durante un par de horas y relajarme un poco. Nada fuera de lo normal. Pero cuando el demonio trabaja lo hace bien, y nada más pisar la inmensa y anodina recepción del hotel me crucé con un chico de mi edad que vestía de forma muy parecida a mí (camiseta de tirantes y bermudas-tobilleros blancos). Nos miramos un momento de reojo antes de dirigirnos cada uno por su lado a la salida; "parece vasco el mutil, que raro" me dije a mí mismo, y era cierto, había en su bonito rostro una cierta dureza de aizkolari gupuzcono o de txirrindulari navarro, unos rasgos marcados que me llamaron poderosamente la atención desde el primer momento, y me obligaron a seguirle con la mirada (él avanzaba delante de mí) mientras se dirigía en dirección a la salida, y torcía a la derecha. "Joder, esto sí que es raro. Por ahí no se va al paseo ni al pueblo. A lo mejor va a recoger el coche de alquiler para ir al Puerto o a Santa Cruz, de farra". Y como no tenía nada mejor que hacer, y el chiquito me gustaba mucho, la verdad, decidí seguirle disimuladamente, a ver por donde salía. Me había parecido percibir al mirarnos de soslayo segundos antes un cierto deslumbramiento con mi persona, pero claro, eso es muy relativo, y a lo mejor mi físico de deportista le llamó la atención. Claro, que él también estaba cachitas y tenía un culito respingón precioso que me hizo la boca agua mientras le seguía rumbo…¿al acantilado?.

Porque aquel misterioso muchacho se comportaba de manera estrambótica. Apenas dejar atrás el hotel, se paseó por los alrededores de una solitaria cala, que a esas horas (las diez de la noche) estaba completamente vacía. O tal vez no, porque de las lejanas rocas del fondo empezaron a surgir unas oscuras sombras cual si fuesen la misma Andra Mari saliendo de su refugio cavernoso del monte Amboto, y se dirigieron, cual zombies en procesión nocturna, directos hacia donde se encontraba mi vecino de hotel, al pie del acantilado. Sospeché que tal vez se tratara de algún punto de venta o tráfico de estupefacientes, pero el comportamiento de los tres zombies salidos de las lejanas tinieblas me demostró que lo que se cocía en aquella playa salpicada de guijarros y conchas marinas era otra variable del comportamiento humano, una que a mí sí me podía llegar a interesar, y mucho. El joven de las bermudas se dio la vuelta de repente, tras llegar al borde del precipicio, y en su bajada a la playa se topó con los tres extraños que habían salido a su busca. El juego que siguió parecía más bien el cortejo del pavo real o del urogallo, y consistía en que los cuatro daban vueltas alrededor de la playa cruzándose continuamente unos con otros pero sin cruzar palabra alguna, aunque observándose mutuamente con cierto detenimiento y desde una fingida posición de dignidad. Tres de ellos parecían muy jóvenes, dos de ellos aparentaban ser de la tierra, muy morenos de piel y grandotes, como muchos canarios, y el otro era un guiri de aspecto nórdico y unos treinta y cinco años, que en seguida desistió de su empeño, y abandonó la playa al poco rato. Los tres restantes iniciaron una especie de persecución del ratón y el gato, que yo contemplaba atónito parapetado tras la carrocería de una SEAT Trans en las inmediaciones de la playa. Al cabo de un par de minutos, los chavales locales hicieron una seña al de apariencia vasca e iniciaron un nuevo éxodo, esta vez según parecía, en dirección a una plantación de plátanos situada justo encima de la abandonada cala, y en donde se introdujeron sin temor alguno, como si la hubieran hollado cientos de veces antes (y quizá no exagere al decir esto).

Picado por la curiosidad, y con un calentón de cojones, decidí seguir al trío de efebos hasta el interior de la enorme plantación, que tenía algunos oportunos huecos en su vallado que permitían el acceso a inesperados visitantes como nosotros. Al principio, oscuro como estaba y en aparente silencio, vagué un poco perdido por entre las hileras de inmensos árboles de gruesa corteza y exuberante vegetación alrededor. Tras deambular un par de minutos por los extensos pasillos centrales de aquel lugar, creí escuchar unos cuchicheos a lo lejos y unas deformadas risas en baja voz. Me acordé de la película "Señales", en las que un asustado granjero busca entre los maizales la probable presencia de los invasores alienígenas, y en ese amenazante lugar, pensé, podía encontrarme cualquier cosa, incluyendo algún perro guardián bien entrenado para su función, pero no me importaba. Necesitaba saber que estaba ocurriendo en ese sitio, y que pintaba el chico de los pantalones blancos en todo ello. Me fui acercando sigilosamente hasta el punto exacto del que procedían aquellas voces, y creí percibir a los tres muchachos de antes enfrascados en plena actividad sexual, dos de ellos de pie, el presunto vasco y un joven lugareño, y el otro ofreciéndoles placer oral alternativamente a ambos. Me puse tan cachondo con la situación que me saqué la polla allí mismo, y me dispuse a pajearme sin perder detalle de la caliente escena que estaba sucediendo a escasos metros. Los tres chavales se fueron alternando a la hora de comerse sus respectivos rabos, pero para cuando fue el turno de mi imaginario vasco, estaba ya tan cachondo que no pude por menos que salir de mi escondite y darme a conocer ante aquellos tres salidos, guardándome el cipote a duras penas en el pantalón.

Joder, que susto me has dado – se quejó de inmediato el peninsular, subiéndose de inmediato los pantalones, en un súbito ataque de pudor. Ya de pie, me dirigió una escrutadora mirada policial y me dedicó una mirada-barrido de cabeza a pies, sin mostrar reacción alguna que me indicase si le gustaba lo que tenía enfrente - ¿Qué coño buscas aquí, tío?

Pues…lo mismo que vosotros, imagino – fue mi balbuceante respuesta. Yo estaba sorprendido por el desenfado de aquel mutil, y trataba de ubicarle mentalmente en el mapa lingüístico de Euskadi por las pocas palabras que había pronunciado. Pero, por más que intenté diseccionar su acento, no me sonaba demasiado vasco. Una cosa estaba clara, y es que no era hablante habitual de euskera, porque no tenía el soniquete propio de los euskero-hablantes. Tal vez fuera un vasco castellano-parlante, de Alava, o del mismo Bilbao, quien sabe, pero su acento, aunque sonaba familiar, era demasiado débil como para asegurarle un lugar en el horizonte vasco.

Sin ninguna vergüenza por su parte, me rodeó por completo dos veces, como si estuviera visitando un mercado de esclavos en la antigüedad, fijándose tal vez en mi abultado paquete y en la curva que marcaba el culo en la trasera de mis pantalones antes de decidirse a sentar cátedra de nuevo:

Está bien, puedes quedarte.¿que os parece?

Que se saque la yubiyanga – bromeó uno de ellos señalando mi paquetón – para unirse al club hay que pagar cuota.

A este le dejamos pasar gratis – añadió el otro admirado al contemplar mi bien dotada munición. Pero a mí lo único que me importaba en aquel momento era mi morenito de Bakio, mi guaperas de Bermeo, que miraba mi nabo con gesto adusto, sin mostrar emoción alguna. "Vaya, este va de duro, como me gustan a mí los hombres. A ver lo que da de sí el muchacho".

Le ofrecí a chupármela, y él no se resistió, si bien la compartió con uno de los dos canariones. No diré que no me excitó la doble mamada, pero yo soy un hombre de ley, y quería conseguir atrapar la atención de mi paisano, el único que me interesaba de los tres, aunque reconozco que el producto local era de primera calidad. Me di cuenta que era un experto en esas cuestiones, se la llevaba a la boca con una alegría y un ímpetu avasalladores, y daba cien vueltas a los canarios a la hora de manejarse con la lengua: Si es que los vascos cuando nos ponemos a algo, lo hacemos bien… me decía a mí mismo, con los ojos cerrados de puro placer, mientras el tercer canario me levantaba la camiseta hasta los hombros y me lamía los pezones con goloso deleite. Cuando mi moreno se levantó, fui yo quien se bajó a darle el placer que merecía su hermoso cuerpo, y me supo a gloria aquel capullo rotundo y regordete, que se movía travieso en el interior de mi boca, bendecida aquella noche de primavera por tamaño honor. Yo es que soy muy sentimental, y aquel pibe, como dicen en Madrid, me llegó en seguida. Y yo pensé que a él también le ponía mucho yo, porque cuando me incorporé me recibió con un morreo espectacular, algo que me emocionó y me dio alas para decidir que el resto de la noche lo reservaría para nosotros dos; los dos chavales canarios se resignaron al hecho consumado, al ver que yo agarraba fuertemente de la mano a mi deseable vizcaíno (porque en mi calenturienta imaginación ya le había otorgado el mismo gentilicio que yo, sin prueba alguna, de momento) y me lo llevaba al fondo de la hacienda, al pie de un inmenso y solitario plátano, donde nos entregamos nuevamente a los más diversos placeres bucales, antes de que se sacara del bolsillo un preservativo y me pidiera que le follara con ganas aquella noche, porque le había puesto a cien y no quería irse de allí sin probar como la clavaba un semental como yo. Nunca me habían definido de ese modo, y, aunque eso me convertía en un simple fornicador y no en el galán de ensueño que yo soñaba, le di por bueno de momento, y me entregué de manera arrebatada a mi empeño.

Tenía aquel tío un culo de lo más apetecible, y yo llevaba muchas semanas de sequía sexual, entre entrenamientos, carreras por el parque y dieta draconiana para dar el peso fijado en el pesaje oficial del combate; esa fue la razón por la que me le follé con tanta ansia, acariciando su potente pecho mientras le fusilaba por detrás (esto es lo único que un boxeador hace por la espalda, me dije a mí mismo bromeando mientras le reventaba el esfínter), y sus gemidos de placer, las manos apoyadas en el tronco del árbol, hacían subir mi temperatura corporal a extremos impensables minutos antes. No sé si los dos chicos canarios continuaron lo empezado entre ellos o si estaban de mirones a lo lejos, pero me daba igual, para mí sólo existía aquel chaval que me volvía loco y al que le penetraba con una voracidad desconocida por mí hasta la fecha. Esto es más que sexo, me repetía en voz baja, y poco sabía yo que era el comienzo de una duradera obsesión con aquel atractivo joven de varonil presencia y probadas dotes amatorias.

Tras corrernos finalmente sobre el tronco del árbol, al que donamos nuestros vitales líquidos para no manchar nuestras ropas ni levantar sospechas a la salida, me apresuré a saludar al desconocido compartidor de sexo, ofreciéndole la mano abierta, y estaba a punto de presentarme, cuando una inoportuna llamada al móvil de mi hermana Miren me obligó a disculparme un momento, mientras él se abrochaba la costurilla del pantalón y me dirigía una misteriosa mirada plena de interrogantes.

Sí, Miren, dime- respondí en castellano. Ella me respondió en dialecto vizcaíno, mi verdadero idioma natal, pero cuando vio que yo seguía respondiendo en castellano, se olió que algo raro sucedía, pues yo utilizaba el euskera, por una cuestión de comodidad, incluso delante de mi entrenador, que siempre bromeaba diciendo que le pitaban los oídos de lo que debía criticarle en mi idioma, aprovechando que no se enteraba de nada.

¿Qué pasa? ¿Estás con alguien, Gorka?

Mmmm…sí, se puede decir que sí…- fue mi lacónica respuesta. Me di la vuelta y allí estaba el chaval, al pie del árbol, y sonriente por una vez, esperando a que terminara de hablar por el móvil, algo que yo deseaba sucediera de inmediato.

Bueno, entonces hablamos luego. Solo dime una cosa…¿es guapo?

Lancé un significativo suspiro, antes de responder en euskera batúa, como sucedía siempre que estaba algo nervioso o alterado, y me salía el lado más formal del idioma natal. Quise hacerlo así, para que mi acompañante, que, en apariencia, no era euskera-parlante, no se enterara del motivo último de mi conversación.

Bai, oso polita da, eta ere jatorra.

Fueron tan sólo siete inocentes palabras en mi lengua natal, pero que parecieron ejercer un inmediato efecto en mi planazo nocturno. Noté enseguida al mirarle que le había cambiado la expresión, un halo de miedo, tristeza o simple asco le asomó al rostro, y se despidió con un escueto: "Bueno, gracias por todo, hasta luego" antes de salir escopetado en dirección a la verja, y dejarme allí tirado. Yo sólo le había dicho a mi hermana que me parecía un chaval guapo y majete, pero no sé que coño debió interpretar aquel tío, porque salió por patas del lugar, como alma que lleva el diablo. Me pareció extraño que un vasco actuase así, por lo que deduje que debía ser de otra comunidad, tal vez cántabro, riojano o castellano viejo, quien sabe. Me despedí de mi hermana sin más explicación y salí corriendo para intentar darle alcance, pero entre lo oscuro del lugar (era una noche de luna nueva) y que temía tropezar y caer de bruces por los intrincados senderos de la estancia, el caso es que cuando acerté a dar con la salida, allí ya no había nadie a quien poder buscar. Ni rastro del morenazo, y mucho menos de los dos canariones de antes, que a saber donde estarían ya a esas horas, tal vez incluso estaban dándole a la manivela por su cuenta en el interior del picadero-platanar aquel. Ahora me quedaría sin saber los detalles vitales de tan asustadiza presa, y un regusto amargo de doble derrota (deportiva y vital) me recorrió el cuerpo, y me hizo maldecir la mala suerte que llevaba escrita en la frente. Sí, había echado un polvo monumental, eso era verdad, igual que había combatido bien los dos primeros asaltos la tarde anterior, pero a la hora de la verdad mi objetivo se había esfumado: vencer a los puntos o por K.O. a mi oponente y conseguir una cita en un futuro próximo con mi contacto de hoy. Yo hubiera tirado millas para reunirme con él en Navarra, León o La Rioja, donde quiera que viviera aquel fabuloso ejemplar, porque me gustaba mucho y no quería perder la oportunidad de ser feliz a su lado, ahora que había encontrado a alguien que por fin me gustaba de verdad, y no aventuras de una noche, que me repelen profundamente, si bien antes las perseguía para que mi entrenador no sospechase mi tendencia sexual. Pero ahora, al conocerle esta noche, mi punto de vista había cambiado radicalmente al respecto. Yo necesitaba volver a verle, saber quien era, ofrecerle mi amistad, y hasta mi cariño, si se prestaba a ello, mirarle a los ojos y sentirme reflejado en ellos, cogerle de la mano en la intimidad de mi cuarto y besarle en los labios hasta desgastarle las comisuras. Soy hombre de palabra, y le hubiera sido fiel sin dudarlo, y entregado devoto a su tierna rudeza, que tanto me atraía y tanto recordaría en mis solitarias noches madrileñas en los meses venideros.

Mientras paseaba ausente de mí por el acantilado de la recoleta cala que habían hollado sus benditos pies horas antes, miré al calmado océano, que era el mismo mar que bañaba el pueblo donde nací, a muchos kilómetros de distancia, y me juré a mí mismo que si volvía a encontrarme con el muchacho de la mirada dura y el gesto desafiante, no cejaría hasta doblegar su recelo inicial hacia mí y convencerle de mi bondad intrínseca y de mis nobles intenciones hacia él. El caprichoso destino me concedería el deseo escondido que mi corazón anhelaba, pero las pruebas a que me iba a someter para conseguir acercarme a tan huidizo personaje serían suficientes para agotar la paciencia del más pintado.

(Continuará)