Un camión cargado de nabos

Doce hombres con los que follaría sin piedad (8 de 8)

Una de las máximas de mi vida  que llevo más a rajatabla es: “El sexo es solo sexo y a la hora de follar no hay porque complicarse la vida metiendo sentimientos de por medio”. Pero una cosa es evitar darle un estrepitoso sentido romántico al hecho de echar un polvo y otra es lo que hizo Borja, el comercial valenciano, que nada más tragarse todo el biberón de leche calentita de  Bernard, se mosqueó porque  una de las solapas de su chaqueta se le mancharon con unas gotas de esperma y se  largó  con un cabreo de tres pares de narices,  despidiéndose  a la francesa.  Su forma de actuar me pareció una total desconsideración hacia las tres personas que  estábamos allí, como si  para él no alcanzáramos la categoría de  personas. Sí,  puede que fuéramos  unos cerditos de mucho cuidado, pero seres humanos al fin y al cabo.

Bastante más amable fue el polaco, que después de reírse junto con Alain y yo de la inapropiada salida de tono del pijo trajeado, se subió el pantalón, se recompuso la ropa lo mejor que pudo  y se despidió de nosotros con una generosa sonrisa. « ¡Qué pena que no quieras correrte otra vez! », pensé mientras lo veía desaparecer por el estrecho hueco de acceso.

Antes de volver a meterme la suculenta polla del madurito vasco en la boca, no pude evitar que mi mente retrocediera hacia los hechos que me habían llevado a los aparcamientos de una gasolinera de la carretera de Pontevedra y a estar devorando un buen cipote entre  tres camiones, habilidosamente estacionados para formar un escondite a la vista de todos.

Las circunstancias que lo habían hecho posible no podían ser más rocambolescas: Mi amigo Mariano y yo viajamos desde  Vigo a Combarro,  nuestra siguiente parada programada en estas vacaciones a lo Thelma y Louise que me he montado por las tierras gallegas,   y nos detuvimos en la  zona de descanso de una estación de servicio.

Al entrar en el restaurante de carretera ubicado en las inmediaciones de la gasolinera, pude comprobar  que entre su clientela y los trabajadores,  nos es que no hubiera paridad de  féminas, es que  no tenían representación alguna.  Mientras desayunábamos  en un ambiente de lo más sugerente, dejé que mis ojos viajaran por el cuerpo de los  fornidos hombres que nos rodeaban.  Había tanto  testosterona y tanto macho por metro cuadrado, que aquello  parecía el decorado perfecto de una peli porno de esas que me veo yo cuando no tengo ganas de salir a buscar cacho  y opto por tener un momento “amorpropio” en la soledad de mi hogar.

Aunque  ni por asomo se cumplían  las estadísticas esa que dicen que por cada diez hombres hay uno que es homosexual, pues éramos trece y ya ese porcentaje estaba superado de sobra por mi amigo y yo. Aun así no faltó quien se me insinuara a la primera de cambio. Alain, un camionero vasco atractivo como él solo, me guiñó un ojo una de las veces que nuestras miradas se cruzaron. No contento con aquella velada provocación,  al pasar por delante de nosotros,  de camino al servicio de caballeros,   me lanzó una mirada de lo más ambigua.

Como no soy de quedarme con dudas de nada, dejé a mi amigo disfrutando de una tranquila sobremesa y me fui detrás de él para averiguar si era cierto que me había tirado los trastos o era yo que  estaba más caliente que un paleto en una playa nudista. Al final resultaron ser verdad las dos cosas.

Me disponía, cual Harry Potter, a jugar con la “varita” mágica del vasco, cuando fuimos interrumpidos por Borja. Como ninguno de los dos teníamos ni puta idea del píe que cojeaba el valenciano, marcamos la tecla “Game over” en nuestra partida sexual, pusimos nuestra mejor cara de circunstancia e hicimos ver que allí no estaba pasando nada.

Alain se marchó y yo me quedé simulando que  meaba. En ese lapso de tiempo,  un tercer individuo vino a hacernos compañía; se trataba de uno de los tres camioneros polacos, concretamente  el más atractivo y a quien yo le había asignado el apelativo  de Bernard. No hacía falta haberse hecho un master de ligoteo en lugares públicos (ni siquiera un módulo de esos que tan de moda están hoy en día), para saber que entre aquellos dos había tema. Me sacudí la churra, me lavé las manos y los dejé solos para que se fueran conociendo más y mejor.

Al llegar al salón del restaurante, me encontré con dos cosas inesperadas: A Mariano pegándose una señora siesta y a Alain, que en vez de aguardarme fuera del local, como era de prever, para llevarme a su camión y terminar lo iniciado, estaba  hablando amigablemente con sus compañeros de mesa. Por su forma de comportarse, ignorándome de un modo más que obvio, supuse que  lo de echar un polvo conmigo había pasado a la historia.

Fue ver salir al polaco del servicio, comentar algo  en la barra del bar con sus colegas de curro e irse a continuación, y de lo más cauteloso, a la zona de aparcamiento, por lo que mis antenas de “aquihaytomate” se pusieron  rápidamente a funcionar.  Si todavía albergaba alguna duda  de que mis sospechas pudieran ser infundadas,  estas se difuminaron a ver Borja  aparecer en el comedor y abandonar  el local de un modo muy similar al de su “pareja” de meadero.

Minutos después, me encontraba en la puerta del restaurante, y haciendo como quien hablaba por teléfono para disimular. Como no fui capaz de vencer la tentación, no tuve más remedio que dar de comer a mis  ansias voyeur (¡Qué no eran pocas!).  Fue ver como los dos hombres se metían  por un hueco que quedaba entre tres camiones aparcados en forma triangular y, olvidando la prudencia no sé dónde, me fui tras ellos. Pese a lo excitante de la escena que me encontré, no me sorprendió ver al rubio trajeado agachado ante el polaco y metiéndole una mamada de mil demonios. Es más, creo que si no hubiera sido así, me hubiera sentido hasta defraudado.

No había terminado de desojar la margarita y decidido si me unía a la fiesta o me iba de allí con viento fresco,  cuando alguien se aproximó por detrás y  me puso un rabo de tres pares de cojones: se trataba de  Alain.

Ni que decir tiene que terminamos uniéndonos a los dos rubiales, e incluso  Borja y yo intercambiamos las pollas de nuestros ocasionales amantes. Para mi disgusto, el valenciano y el vasco no hicieron mucha miga, por lo que no pude degustar durante  mucho rato la rosada polla polaca.

Aunque me fastidió un poco que  Bernard se fuera nada más correrse, le lancé una mirada a la erecta polla que tenía ante mí y se me quitaron todas las penas. Atrapé aquel erecto carajo con una mano, mientras que con la otra aprovechaba para masajear los cojones. Levanté la mirada y me encontré con el rostro rebosante de lujuria de mi acompañante. Un rostro sobre el que reinaban unos brillantes y libidinosos ojos pardos. Sin pensármelo me tragué el palpitante miembro. Primero rodeé el ancho capullo con mis labios, succionándolo enérgicamente y, unos segundos más tarde, me lo tragué hasta donde buenamente pude.

En el momento que más entregado estaba al sexo oral, percibí unos ruidosos pasos que se aproximaban. Temiendo que algún cliente del bar nos había  descubierto, me volví sobresaltado hacia el lugar de donde procedía el ajetreo.

Mis miedos se difuminaron nada más comprobé de quienes se  trataban, eran los dos compañeros maduritos de Alain. Dos individuos que llevaban el pedigrí de macho potable escrito en la frente. Por la forma de sobarse el paquete mientras se acercaban,  estaban lejos de parecer sorprendidos, y sí bastante contentos,  con lo que se habían encontrado entre los camiones.

—¡Aúpa pues! — Dijo a modo de saludo el vasco de la calva prominente, a quien yo había bautizado como Nikolás, sin dejar de magrearse burdamente  la churra.

El otro, a quien yo puse  el nombre de Iñaki, permaneció en silencio y se limitó a sonreírme picaronamente por debajo del labio. Eso sí, sobándose el bulto de su entrepierna con unas ganas  tipo “¡Cómo a nadie le importa!”

Aunque en un principio no supe calibrar que demonios había ocurrido allí para que aquellos dos se presentaran de buenas a primeras, no tardé en deducirlo.  Alain, quien cada vez tenía más claro que era veterano en el “cruising” en las zonas de descanso, puede que hubiera  comentado a sus compañeros lo que había sucedido  conmigo en los baños. Al vernos salir al valenciano, al polaco y a mí, sumarían dos y dos, nos seguirían. Seguramente tardaron en entrar porque considerarían que éramos mucho ya o preferían esperar a ver  cómo le iba a su compañero conmigo. Ambas cosas me  sonaban  a mangoneo puro y duro.

Por unos segundos me sentí  manipulado, un mero trozo de carne utilizado para disfrute sexual y aquello me enervó. Sin embargo, lancé una visual a las tres fábricas de testosterona que tenía junto a mí y no me podía agradar más lo que veía, por lo que tomé la decisión de  que si ellos iban a gozar conmigo, yo iba a pasarlo tres veces mejor que ellos (Era cuestión de matemáticas y estas no fallan). Tenía que admitir que los tíos no eran lo que se dicen guapos de pasarela, ni tenían unos físicos propios de los calendarios de bomberos,  pero tenían morbo a espuertas.

Alain era el más atractivo. Tendría unos cuarenta y pocos años, como mucho cuarenta y cinco.  Era alto, de complexión atlética y apenas tenía tripa. Una barba de tres días y unos hermosos ojos pardos era la guinda que me hacía verlo como un pastel al que me gustaría hincarle en diente  Aunque una vez hecha la primera degustación, podía asegurar que no eran sus ojos, ni su barba la parte más deliciosa de su anatomía.

Por otro lado estaba Nikolás, un hombre  de los que ya no se fabrican.  De complexión ancha, y aunque tenía una abultada barriga, poseía unos brazos y un pecho tan enorme que no se le veía gordo, sino fuerte. Su calva prominente y su tez oscura le daban ese aspecto de trabajador de campo que tanto me pone. Supuse que tendría sobre cuarenta y largos años, aunque estaba tan quemado por los excesos de la vida  que aparentaba bastante más.  Por su forma de mirarme y comportarse, supuse que sería un macho de los que te empotran contra la pared y te follan hasta las piernas te terminan temblando de  puro gusto.

El tercero en discordia, Iñaki, tenía esa pinta de  vecino de al lado, hetero cien por cien y   al que estás loco por tirarte. Con una edad  similar a la Alain, un poco más bajo que este y bastante más ancho de espaldas. Ni guapo, ni feo, pero con ese añadido que la masculinidad pata negra dota a ciertos individuos y lo hacen tan sumamente atractivos.  Lo que más me llamaba la atención de él eran sus piernas anchas y su culo, que ya bajo el uniforme de trabajo se intuía duro y apretado. Carecía de ese aire de sobrado de Nikolás, ni emanaba la chulería de Alain, pero tampoco era el típico oso blandito. Lo miré detenidamente y llegué a la conclusión que follar con él tenía que ser la leche en bote.

Saqué a la perra que llevo dentro a pasear y, lanzando una mirada desafiante a  los dos recién llegados, me volví a meter el nabo de Alain en la boca. Mi actitud descarada, lejos de amedrentarlos, los calentó aún más y prosiguieron masajeándose el paquete por encima del pantalón del uniforme, marcando con sus dedos un  prominente y potente  cilindro. Unos segundos después, se bajaron la cremallera y me mostraron orgullosos dos palpitantes vergas, que parecían deseosas de mis atenciones.

Aunque los cipotes de ambos  me resultaban de lo más apetecibles, no podían ser más distintos entre sí. La herramienta sexual de Nikolás era oscura, larga, gruesa y con un  capullo violáceo oscuro, de su punta rebozaban unas  brillantes gotas de líquido pre seminal. El nabo de Iñaki era bastante más cabezón,  un poco más ancho y más corto, con una vena azulada que lo recorría de arriba abajo. A diferencia de su compañero, que los tenía más bien normalitos, lucía unos cojones peludos y enormes que parecían removerse en su bolsa, tal como si estuvieran desafiando  a la fuerza de la gravedad.

Sin dejar de tragarme, ni por un momento, el caliente sable de Alaín, les hice un gesto con los dedos para que se aproximaran un poco más. Una vez estuvieron lo bastante cerca, cambie  el carajo de Alain por la morena verga de Nikolás, me coloqué de tal manera que mis manos pudieran alcanzar las pollas de los otros dos y me puse a masturbarlos suavemente.

No sé si a aquel machote vasco le habían mamado muchas veces el nabo tan bien como se lo estaba haciendo yo, pero el caso es que comenzó a gemir compulsivamente y de un modo bastante estruendoso. Fue tal el jaleo que formó  con sus jadeos que mi camionero de los ojos pardos le tapó la boca con la mano.

—¡Tío, no seas sinsorgo! Déjate de tanto suspiros y hostias que la gente está  ahí mismo, ¿o quieres que te oigan pues?

El tono del vasco, ignoro si sería su modo habitual de expresarse entre ellos o no, me pareció de lo más violento. Como yo estaba allí para hacer el amor y no la guerra, decidí seguir con mi turné de  degustación del rico nabo vasco y cambie la “odolkia” de Nikolás por el  exquisito champiñón de Iñaki.

Aunque la respuesta ante mis labios sobre su polla fue menos escandalosa que la de su paisano, no fue menos gratificante para mí. Levanté la mirada y vi cómo, sin perder detalle de lo que yo le hacía, se mordía el labio de un modo de lo más morboso y lanzaba entrecortados bufidos. En  un instante  determinado nuestras miradas se cruzaron y  me regaló una sonrisa de absoluta complicidad. Por unos segundos,  y en aquel reducto de sexo impersonal, el atractivo camionero me hizo sentirme alguien especial.

Absorto en devorar el palpitante embutido de aquel ejemplar de macho vasco, no me di  cuenta de que los otros dos habían empezado a cuchichear entre ellos. Por eso no pude evitar sorprenderme cuando  Alain me dio  una palmadita en la espalda para llamar mi atención y, con ese tono chulesco tan característico suyo, me dijo:

—¡ Chiqui !, aquí  estamos muy a la vista y  a la larga pueden terminar pillándonos! ¿Te vienes con los tres a la cabina de mi camión pues?

La invitación no podía ser más sugestiva, aquellos tres tíos me gustaban a rabiar y allí en medio, como mucho únicamente les podría practicar una mamada y poco más. Sin embargo, en el espacio cerrado que era la parte trasera de la cabeza tractora de un tráiler era otra cosa, aunque era un sitio pequeño y  un poco apretado para cuatro personas, no dejaba de ser un lugar donde era factible cualquier  modalidad sexual (incluida una follada salvaje como las que a mí  tanto me ponen).

Lancé una pequeña visual a sus entrepiernas y tres tremendas erecciones de caballo me recordaron lo que me perdería si decía que no. Intentando que no se me notara lo mucho  que me excitaba su proposición, me quede observando muy serio a Alain y  me limité a asentir  bobaliconamente, como si fuera un adolescente inexperto.

Fue comprobar que accedía a su petición y los hombres se miraron complacidos, poniendo cara de críos traviesos cuando  terminan saliéndose con  la suya.  Guardaron lo mejor que pudieron sus tiesos cipotes dentro de los calzoncillos y  se terminaron de vestir. Alain, nada más cerró su bragueta, me pegó una sonora  cachetada en el culo y me pidió que fuera con ellos a su camión.

El vehículo era uno de los que estaba aparcado de aquella manera tan singular. Al subirme a él, mi cabeza se retrotrajo  hasta el verano anterior a entrar en la Universidad, al mes que pasé acompañando a mi tío Paco en sus largas rutas. Por un momento me sentí un  adolescente otra vez, sin embargo la vida había endurecido a mi inocencia, había dejado de mirar al mundo con ojos faltos de malicia y  aprendido a desconfiar de las personas. Sabía que de aquellos tres lo único bueno que podía esperar es que me hicieran disfrutar como nunca y que debía estar alerta por si la cosa se torcía en cualquier momento. El sexo conmigo sería un mero desahogo físico  y en la cabina de aquel camión al romanticismo no se le invitaría a entrar.

—Meteos en la parte de atrás pues —Nos dijo amablemente Alain a sus dos compañeros y a mí —, saco la tractora de aquí   y la aparco en un sitio más tranquilo.

Para mi sorpresa, el pequeño habitáculo  era más amplio de lo que yo había imaginado y, a pesar de lo corpulento de mis acompañantes,  supuse que cabríamos los cuatro sin problemas, pues al meternos los tres sobraba bastante espacio.  Había un enorme camastro, bastante limpio y confortable. Por lo que, en la medida que me iba sintiendo más cómodo,  mis miedos a echar un polvo sucio e  incómodo se fueron disipando.

Los dos camioneros se sentaron frente a mí y se pusieron a tocarse el paquete de forma descarada. Estuve tentado de irme hacia ellos, pero comprendí que no eran lo que esperaba que hiciera pues parecían aguardar  educadamente a que llegara Alaín para empezar con la fiesta.

Los pocos minutos que estuvo conduciendo en busca del “sitio más tranquilo” se me hicieron súper eternos, pues ansiaba  volver a devorar los enormes garrotes que se marcaban provocativamente bajo la tela de los uniformes de trabajo de aquellos dos machotes de la carretera que tenía frente a mí. Cuando percibí como nos deteníamos y a continuación se paraba el motor, ya estaba caliente a más no poder y había construido en mi mente un sinfín de posturas para practicar con aquel trio de chicarrones del norte.

Alain entró y se puso junto a mí. Sin darme tiempo a reaccionar me echó un brazo por la espalda y pego su cuerpo al mío de una forma casi intimidadora. A continuación  me cogió la barbilla entre sus dedos, acercó mi boca a la suya  y me metió la lengua hasta la campanilla. A pesar de la brusquedad, la forma que aquel tío tenía de besarme no pudo parecerme más placentera.

Miré a sus compañeros por el rabillo del ojo y nos miraban como si estuvieran viendo una película para adultos: sin perder detalle y apretando de manera soez sus atributos. Estuve tentado de hacerle una señal para que se aproximaran, pero  los brazos de Alain me atenazaban con tanta fuerza que me era imposible moverme.

Sentir el recio cuerpo de aquel hombre aplastando al mío, me tenía con los sentidos a flor de piel. Su boca se me  pegaba como una ventosa y su lengua se retorcía con la mía de un modo casi doloroso, dejándome en el paladar el agradable sabor de su masculinidad. A cada segundo que pasaba tenía más claro que aquellos tres tenían de heteros puros lo que yo de Virgen de las Cruces. No era la primera vez (ni la última)  que los camioneros se pegaban una fiesta con un desconocido,  cada vez me sentía menos cazador y más mosca en la tela de una araña.

Una vez Alain me demostró todo lo que había aprendido en aquel cursillo de primeros auxilios que le pagó su empresa,  y tal como si fuera uno de los maniquís que se usan  para dichas prácticas,  me pasó a Nikolás con la intención de que  siguieran ensayando conmigo la respiración boca a boca.

El calvete resultó ser igual de “delicado” que su colega, me atrapó entre unos fornidos brazos que me recordaron los tentáculos de un pulpo y me metió la lengua con la misma brutalidad. Su aliento emanaba el amargor de la nicotina, un sabor que nunca he soportado y que por momentos me hizo sentirme un poco molesto. En vano intenté zafarme de su abrazo y cuando me soltó para cederme a Iñaki, ya me había terminado acostumbrando al desagradable aroma de sus labios y no me hubiera importado seguir morreándome con él, pues he de reconocer que el tío lo hacía muy, pero que muy bien.

El tercer hombre resultó ser bastante más tierno que sus precedentes. Aunque no era ningún blando y me agarró con la misma fuerza que sus compañeros, había algo en él que lo hacía diferente. Como si no solo buscara su disfrute, como si su objetivo pasara porque yo también estuviera a gusto con él.

Sus manos no se limitaban a apretarme y a sobarme de manera desmedida, había cierta ternura en su toque. Sus labios no se apretujaron contra mi boca, sino que su lengua pareció pedirle permiso a mis labios para entrar y cuando me besó, la pasión de su lengua me regaló un poco de ese afecto  del que todos andamos tan necesitamos. En sus brazos me sentí como si el tiempo se hubiera detenido, pues sin querer me estaba dando algo  que, por  mucho que yo lo negara, pedía a gritos: hacerme sentir alguien especial.

Nos sacó de nuestro idílico  ensimismamiento la voz de Nikolás, que, en tono jocoso, recriminó   a su compañero de trabajo:

—¡Macho, deja de andujiar tanto! ¡Que eres más canso que llevar un cuto debajo del brazo!

Aunque no me enteré de mucho, hice lo que hago normalmente en las películas subtituladas cuando no me da tiempo de leer todo el texto: deduje lo que pasaba por el contexto.

Como lo que sucedió fue que Iñaki dejo de meterme mano, entendí que fue aquello lo que le había pedido aquel  cacho de carne bautizada de Nikolás, quien apenas vocalizaba  y utilizaba al hablar  un tono parecido al de los pastores de mi pueblo cuando azuzaban al ganado (él debía pensar algo similar de mí, pues también ponía cara de no enterarse de mucho cada vez que yo abría la boca).

Lo siguiente que hicieron, como si ya estuviera pactado entre ellos, fue bajarse los pantalones hasta la rodilla,  sacarse la churra fuera y sentarse, uno junto al otro, frente a mí con la espalda levemente reclinada. Tuve que poner cara de no saber de qué iba la cosa, pues Alain, a la vez que me invitaba con un gesto que me uniera a ellos, me dijo:

—¡No te cortes, Chiqui ! Las tres son para ti pues, así haz con ella lo que te venga en ganas.

Me quedé contemplando las tres duras vergas que se erguían como recias columnas ante mí y  cada cual la encontraba más exquisita.  Me sentí como un crío en una pastelería, sin saber que dulce escoger. Tiré por la calle de en medio y opté por seguir el mismo orden que ellos habían seguido para meterme mano.

Me deslicé de un modo casi felino hacia Alain. Trepé por sus piernas como un gatito, aunque sé que mis movimientos podían resultar un poco afeminados, en aquel momento guardar las apariencias me importaba un bledo. Aquellos tres sementales me habían escogido para ser su putita y eso era en lo que yo convertiría para ellos. Si la leyenda urbana de que los vascos follaban poco tenía algo de cierta, les había tocado la lotería de navidad y en agosto, porque  un maricón del sur, como yo, les iba a ordeñar sus vergas hasta sacarle  hasta  la última gota de leche.

Cuando mi boca llegó a su entrepierna, en lugar de abalanzarme sobre su polla como todos aguardaban, me detuve olisqueando sus huevecillos. No eran muy gordos, ni grandes, pero eran muy peludos y emanaban ese fuerte olor a macho tres jotas que tanto me pone. Tras toquetearlo levemente con la yema de mis dedos, me los metí en la boca. Primero uno, luego el otro y por último los dos a la vez.

—¡ Ahívalahostia ! ¡Qué cabrón estás hecho! ¡Vaya gusto que me has dau !

Escucharlo decir que le complacía lo que le hacía,  hinchó de un modo brutal mi ego  y seguí pasando mi lengüita por su bolsa testicular, me arriesgué un poco e incluso llegué a rozarle levemente el perineo.  Cuando me cansé de los prolegómenos, y sintiéndome observado por los otros dos hombres que seguían  tocándose burdamente sus atributos, me lucí  de lo lindo a la hora de mamarle el nabo.

Me introduje primero el capullo  y lo aprisioné con mis labios como si se tratara de  una bola de helado. Mi descarado vasco volvió a soltar otro “ ¡Ahivalahostia!” de los suyos, que me incitó a que, sin reducir la fuerza con la que succionaba su tranca, fuera metiéndomela poco a poco en la boca, hasta que su glande tropezó con mi campanilla y tuve una pequeña arcada.

Sin dejar de tragarme el erecto carajo, miré por el rabillo del ojo a los otros dos participantes de la improvisada orgia. Puede que hubieran compartido alguna que otra boca y algún que otro culo, pero si me tenía que basar en la cara de pasmo que se les había quedado al verme chupar con tanto ímpetu el cipote de su colega, cada vez tenía más claro que  nunca con alguien tan apasionado y con tan poco sentido de la dignidad como yo (Ni, ya puestos, que  la mamase tan estupendamente).

Puse  a mi lado más maricón en acción y con la misma celeridad que comencé a devorar el caliente sable de Alaín, me lo saqué de la boca y me lancé por la polla que tenía más cerca: la de Nikolás.

El moreno nabo del brutote vasco era  toda una delicia. Lo atrapé entre mis dedos y comencé a acariciarlo desde la punta hasta la base, banalidad que consiguió que el tío comenzara a mover la cabeza y a hacer una especie de aspavientos.

Sin dudarlo ni un segundo le acaricié la pelvis con la mano que tenía libre y, al ver que no me ponía ninguna objeción, fui subiéndola  hacia su pecho.

Su barriga parecía un balón hinchado: dura y redonda. Su  abultado pecho era carnoso y sus pezones eran duros. Todo su tórax estaba cubierto por una tupida manta de pelos. Acariciarlo me ponía como una moto. Busqué su mirada y sus ojos eran dos cuencos rebosantes de fría lujuria. Asumiendo que el placer con aquel tipo era una vía de un solo sentido, me metí  de lleno en mi papel de sumiso y acerqué mis labios a su prepucio.

Le di un lengüetazo a la parte superior del glande  y el corpulento individuo lanzó un descomunal jadeo. Pese a que me parecía desorbitada su reacción, comprobar el modo en que lo hacía gozar  me excitaba enormemente. Tanto que tras saborear un poco la morada cabeza, me metí el ancho trabuco hasta el fondo, con lo que conseguí que terminara  lanzando un bufido con el que casi me deja sordo.

Estuve un ratillo mama que te mama, sacando y metiendo aquel mango de  palanca de cambio en mi boca hasta que  terminé regando  sus cojones con mis babas. Habría seguido más tiempo, pues era muy ancha y tanto más tenía que abrir  la boca para no darle con los dientes, mejor me lo pasaba yo. Sin embargo, tenía muy claro de que de continuar a aquel ritmo, terminaría eyaculando de un momento a otro y mi intención era  que se corriera, al igual que los otros dos,  follándome. Así que cambié la sabrosa morcilla por el hermoso ciruelo de Iñaki.

El nabo del vasco más amable era el más pequeño de los tres, aunque no me parecía menos delicioso. Su glande parecía un champiñón tan suculento que parecía estar gritándome: «¡Cómeme!». Obediente que soy comencé a lamerlo suavemente, como si quisiera prolongar con ello el satisfactorio momento.

De nuevo mis ojos chocaron con los suyos y comenzaron a hablar en silencio. Seducido por su semblante, y sin dejar de mirarnos, atrapé sus enormes huevos con la mano, los empujé suavemente hasta terminar introduciendo por completo  el ancho y firme apéndice en la profundidad de mi boca.

Desnudé a la erecta churra del calor de mis labios y bajé hasta sus cojones. Durante un instante disfruté olisqueando el aroma a virilidad que  estos emanaban, para terminar chupeteándolos y mordisqueándolo suavemente. Unos segundos después, y sin dejar de acariciarle los testículos,  reanudé la mamada con más ahínco si cabe.

Al igual que hice con su compañero, le metí la mano bajo la camisa de trabajo y acaricie su barriga. Aunque tenía tripa, era menos voluminosa que la de Nikolás y también menos peluda.  Sin dejar de mamar la palpitante verga, paseé mis dedos por la zona abdominal del encantador cuarentón. Lo volví a mirar,  la ventana de sus ojos se había cerrado y sus dientes se clavaban en su labio inferior de un modo de lo más sugerente.

Saber que lo tenía sumido en un pequeño éxtasis, propició que mi mano siguiera hacia su pecho y, tras apretar sus duras y peludas tetas, terminé  jugando con unos hinchados pezones que me gritaban en silencio que los pellizcara sin piedad.

Subí la mano con la que le agarraba los huevos hasta su pecho y hundí  con frenesí mi cabeza en su pelvis. La erecta verga salía y entraba de mi cavidad bucal con la misma celeridad que yo apretaba sus tetillas entre mis dedos: de un modo salvaje y tierno a la vez. Entiendo que no me pasé, ni fui demasiado violento, pues de sus labios lo único que salía eran quejidos de placer y los anchos botones cuanto más lo apretaba más se endurecían.

De repente noté como unas manos me daban una cachetada en el culo, miré a mi lado y Nikolás seguía junto a nosotros, por lo que deduje que quien golpeaba mis nalgas no podía ser otro que Alaín. Seguramente, al no ponerle ninguna pega, entendió que me gustaba, por lo que siguió con la improvisada sesión de “spaking” (más sonora que dolorosa).

Me sentí como en el séptimo cielo, un machote azotándome sin piedad el trasero, uno que se dejaba que le pellizcara los pezones mientras le comía la polla. Irremediablemente no pude evitar darme cuenta que estaba dejando de lado a Nikolás. Generoso como soy (a veces de bueno que soy, termino haciendo el tonto), llevé una de mi manos al pecho del calvete y fui tanteando el terreno para saber si le ponía un poco de dolor.

Cuando mis dedos apretaron su pezón un quejido escapó de sus labios, estuve tentado de quitar la mano pero él me lo impidió diciendo:

—¿Dónde vas, tontolab a? ¡Sigue machucando ahí pues, que me está gustando  un montón!

Si había hecho alguna conjetura sobre cómo debía ser follar con aquellos  tres tipos, la realidad estaba superando de largo cualquier expectativa. Tenían morbo a rabiar, unas buenas pollas y gustaban del sexo duro. ¿Se podía pedir más después de desayunar?

Alain, supongo que harto de golpear la tela de mi pantalón, decidió bajármelo y, tras quitarme los slips,  prosiguió golpeando mi trasero desnudo. Las primeras cachetadas fueron más estruendosas que dolorosas, pero fue aumentando el nivel y le tuve que pedir que parara pues me estaba comenzando a hacer daño.

Ignoro cuál fue la cara que puso pues, tras la breve pausa, seguí a lo mío: seguir jugueteando con las tetillas de los otros dos vascos y chupando el nabo cabezón de Iñaki. No obstante, su reacción no se hizo esperar, magreó suavemente mis nalga y se puso a mordisquearlas a continuación, para terminar fundiendo soberbiamente  su boca  con  mi ojete.

¡Joder!, solo de recordar con la maestría con la que devoró mi ano me pongo como una moto. Sin pensármelo, me entregué por completo al placer que me regalaba su húmeda lengua, me puse casi en cuclillas  y  erguí el pompis lo máximo que pude, con el único objetivo de que Alain pudiera practicarme más cómodamente el beso negro.

En la nueva postura me sentía incapaz de seguir jugueteando con los pezones de los otros dos y chupar el nabo de Iñaki, así que me puse a masturbarlos acariciando con los dedos los pliegues de su glande. Un bufido por parte de Nikolás me dejó claro que el cambio de posición no había sido mala idea del todo.

Alain, tras dejarme empapado el culo con su saliva, se puso a intentar meter un dedo en su interior, cuando vio que entraba con facilidad lo hizo con dos. Intentó meter un tercero, pero lo detuve diciendo:

—¡Hijo mío, no seas bestia y échale un poco más de saliva! ¿No ves que no está suficientemente lubricado?  Tan seco como está seco me  lo vas a terminar irritando.

Volví la cara levemente y me encontré que mi predisposición lo hizo sonreír picaronamente.  Sin decir nada se levantó, abrió una puertecita que había en uno de los laterales y extrajo de su interior  una especie de neceser negro.

Chiqui, aquí tengo una cosa mejor que la saliva —Dijo sacando del bolsito, lo que supuse que era un bote de lubricante.

Reconozco que muy pocas cosas me consiguen sorprender, pero aquello lo hizo. No solo tenían menos  pedigrí de heteros de lo que yo pensaba, aquellos tíos (pese a ser vascos) follaban más a menudo de lo que yo hubiera imaginado. Pero como no estaba allí para hacer un perfil psicológico del camionero medio, sino para follar como un descocido, reseteé mi mente de cualquier pensamiento que no fuera lujurioso, empujé mi culo para atrás un poco más e invité a Alain a que siguiera horadando mi orificio anal con sus dedos.

Tras untar una buena cantidad de lubricante en mi ojete, el atractivo vasco introdujo un dedo, luego dos y por último el tercero.

¡ Aúpa pues, como traga!—Dijo más satisfecho que sorprendido.

El tercer dedo intentó ser seguido por un cuarto, pero aquel tipo no estaba muy puesto en aquello y le fue imposible.  Quizás también se deba a que todo eso de meter puños en el culo y tal me parece una salvajada y me cierro en banda a ello. Una doble penetración, a pesar de que también tiene su parte dolorosa, me parece más factible pues, en parte, quien sigue manteniendo el control de  lo que entra o no en mis esfínteres soy yo y no un posible descerebrado que se cree todo lo que ve en cualquier portal de Internet.

No hizo falta decirle nada y desistió de su intento. Volvió a meter la mano en el neceser y en esta ocasión sacó un bote de Popper. «¡Pero qué preparados para la vida moderna están estos tíos!», me dije cabeceando levemente en señal de perplejidad.

Alain pegó dos enormes esnifadas y a continuación cedió el frasco a sus compañeros. Mientras observaba como Nikolás e Iñaki se metían por la nariz una buena dosis de Popper, note como las manos del dueño del camión agarraban fuertemente mis glúteos y jugueteaban con mi lubricado agujero.

—¿Quieres? —Me preguntó Iñaki con los ojos vidriosos por el efecto de la droga.

Me encontraba aspirando el relajante líquido cuando noté que un cuerpo extraño invadía mi agujero trasero, al principio creí que era la polla de Alain, pero al tocarlo vi que se trataba de un gordo consolador. Con los sentidos obnubilados, me dejé hacer y cuando me quise dar cuenta el cacharro se había insertado por completo en mi recto.

No sé qué se les infundía a aquellos tres tipos, ni que se pensaban que era aquello. Me fueron dando la vuelta como si estuviera en una especie de tío vivo y  se fueron turnando para meterme y sacarme el falo de plástico a su capricho.

Yo por mi parte, cada vez estaba más caliente y con más ganas de sentir las pollas de aquellos tres en mi interior. Iñaki pareció leerme el pensamiento y  le pidió un preservativo a Alain. Mientras se lo ponía, me miró buscando mi aprobación. Sumido en la vorágine de sensaciones en la que estaba, me limité a asentir con la cabeza de un modo que  hasta se podía interpretar como una especie de súplica.

Sin dilación, se colocó detrás de mí,  puso su  gordo apéndice sexual en la entrada de mi recto y empujó. No fue nada delicado, pero estaba ya tan abierto que su brusquedad no me molestó lo más mínimo, es más si lo hubiera hecho de un modo más suave no lo hubiera disfrutado tanto. Como si estuviera poseído por el espíritu de Johnny Rapid, alargué mi mano hasta las otras dos pollas y comencé a masturbarlos.

Tal como suponía el vecinito de al lado era un monstruo en el arte del mete y saca. Bombeaba sus caderas contra mis glúteos de una forma bestial, por  unos momentos se comportaba como un animal salvaje ávido de placer y en otros lo hacía como un amante deseoso de hacer disfrutar a su pareja. Envuelto en la lujuria que me regalaba, me metí la morcilla de Nikolás en la boca y me puse a chuparla como un poseso.

He vivido muchos momentos sexuales buenos, algunos inolvidables. El momento vivido con los tres vascos se estaba convirtiendo en uno de los segundos, no solo porque los tíos encendieran mi libido fenomenalmente, no solo porque el lugar me parecía de lo más sugerente y  lo hicieran con un morbo que te cagas, sino sobre todo porque era la primera vez que hacían sentirme alguien  especial  desde que empezaron  las vacaciones.

El siguiente en colocarse a mi retaguardia fue Nikolás. Al igual que hiciera cuando me besó,  el refinamiento brilló por su ausencia y me la metió de golpe. A pesar de lo dilatado que ya estaba, a pesar de que mi cuerpo estaba preparado para lo que yo supuse una salvaje estocada, una electrizante punzada me recorrió la espalda y no pude evitar gruñir de  puro dolor.

En su favor tengo que decir que me folló  de un modo  brutal y una vez mi recto se acomodó a su ancha verga, me hizo gozar como pocas veces lo habían hecho. Los efectos del botecito relajante se dejaban ver todavía en mí, enmarañando mis pensamientos e introduciéndome en una especie de arenas movedizas donde el sexo era la única cosa  que parecía tener sentido.  Del mismo modo precipitado que el calvete metía y sacaba su morcilla de mi culo, yo propinaba sendas mamadas a las vergas de Iñaki y Alain, alternando los favores de mi boca entre ellas dos.

Estaba claro que aquellos tipos no se llamaban Kinder, pero sí que  venían cargados  de sorpresas. Cuando yo creí que ya nada me podía impresionar de ellos, el macho pura cepa de Nikolás bajó las manos de mi cintura hasta mi pelvis, cogió mi polla entre sus dedos y comenzó a masturbarme,  mientras me decía algo al oído que no supe capaz de entender.

Aquel gesto derrumbó  la imagen  egoísta que me había hecho de aquellos tipos, sentirme deseado como hombre y no como un agujero donde meterla hizo, no  solo que surgiera la  gran perra que llevo dentro,  sino que saque a pasear el reparto completo de ciento un dálmatas. ¡No me había sentido más puta en los días de mi vida! (Lo que viniendo de mí,  no es poca cosa).

Me puse eufórico, entendí aquel gesto como un todo vale y  llevé la mano a los traseros de los dos machotes que tenía ante mí y los empujé para aproximarlo a mi boca un poco más, de manera que dejé  sus tiesas churras una enfrente de la otra. Los envites que mi penetrador me propinaba, no ayudaban mucho, pero pese a ello probé a meterme ambas en la boca al mismo tiempo. No sé qué me daba más morbo, si frotar el nabo de Alain contra el de Iñaki e intentar meterme ambos  en la boca o la postura tan incómoda en la que había puesto a los dos, rozándose el pecho y el abdomen, con las caras tan juntas que sus bocas quedaban frente a frente…

No sé por qué, me dio la sensación de que  entre los camioneros existía una especie de pacto no escrito, parecía que sí tenían permitido tocar a otros tíos, pero nunca lo hacían entre ellos,  como si su hombría fuera a mermar con ello. Creo que tensé más la cuerda de lo debido, pues noté que empezaban a encontrarse un pelín incomodos con la puñetera posición.

De buenas a primeras las manos del calvorota abandonaron mi polla y me agarraron fuertemente la cintura. Por la fuerza con la que lo hizo y la potencia que inculcó a sus caderas, me quedó claro que se estaba corriendo, por lo que no  me hizo falta escuchar su grito a lo Tarzan para enterarme de lo que sucedía.  Una vez terminó de dar su do  de pecho,  sacó su tranca de mi interior y permaneció agarrado durante unos instantes a mis caderas en completo silencio.

Yo por mi parte, como no estaba dispuesto a renunciar a mi triple ración de polla, seguí mama que te mama a los dos soldados que todavía seguían firmes y con ganas de dar mucha guerra.

Alain sacó su nabo de mi boca y se movió como pudo hacia donde estaba Nikolás, que por lo que pude intuir se había quedado como pillado después de echar toda la leche y no cedía su sitio a su colega de curro.

—¡ Ranca de ahí, tío! —Dijo empujándolo levemente.

El tiempo de colocarse un preservativo fue lo que tardó el atractivo vasco en taladrarme los esfínteres con  su palpitante falo. De una sola estacada lo introdujo hasta que los cojones hicieron de tope y,  una vez la acomodó, comenzó a mover las caderas como si estuviera bailando el “abambabalubabalambambún” de Elvis.

Me volví a meter el champiñón  del amable vecinito en la boca y comencé a mamársela al ritmo de los envites que le pegaban a mi cuerpo. Alain daba muestras de ser un experto en trabajarse culos porque sabía cuándo parar y cuando moverse con más brío. El tío era cañero a más no poder y me estaba follando con una maestría tal,  que me costaba recordar cuando fue la última vez que me lo hicieron tan bien.

Repentinamente sentí como salía de mi interior y no volvía a entrar más. Un poco escamado, me saqué el nabo de Iñaki de la boca y volví la cabeza para saber que ocurría. El tío había cogido el consolador que me metió al principio y lo estaba untando con una sustancial cantidad de lubricante.

Como me quedé mirándolo con cara de no saber de qué iba la cosa, me sonrió con esa chulería suya y me dijo:

Chiqui, tienes un culo muy sagaz, le he metido mi cipote y parece que quiere más y he pensado, para que te quedes agusto ,  meterte el dildo junto con la mía pues.

La idea de que el nabo de plástico junto con la del camionero profanara mi culo, me pareció de lo más sugerente. No sé qué coño vio en mi cara el vasco, pero me sonrió satisfecho y,  sin borrar la picarona risita de su rostro, me preguntó:

—¿Te han hecho alguna vez una doble penetración?

—Mi apellido es “doblepenetración” —Dije con todo el descaro y chulería del que era capaz.

—¡Aúpa pues!

Puse las manos sobre los cachetes de  mi trasero y los separé todo lo que pude, abriendo de par en par  mi más que dilatado ojete. Aquella provocación hizo que Alain me metiera el nabo de plástico y a continuación me intentara meter el suyo. Los primeros intentos, y más que todo por la postura, fueron infructuosos.

Como no estaba dispuesto a  no darse el capricho, cogió el bote de Popper me lo acercó a la nariz para que le diera un par de esnifadas. Con la química actuando en mi cuerpo, la doble penetración se hizo realidad en el tercer intento. Volteé la cabeza hacia el lado y me encontré con Nikolás que miraba lo que sucedía con los ojos como plato y con cara de incredulidad.

Preso de la lujuriosa locura del momento volví a devorar la polla cabezona de Iñaki, con tal frenesí que a los pocos segundos, el corpulento camionero comenzó a dar señales de correrse y me apretaba la nuca como si con ello fuera a obtener más placer.

Me zafé como pude de su agarre y su corrida fue a parar a mi cara, en lugar de a mi boca como él esperaba. Ya bastante loco era meterme en una cabina con tres desconocidos, como para tragarme el esperma de uno de ellos. Aun así, sentir el pegajoso y caliente líquido recorriendo mis mejillas fue de lo más reconfortante.

Intuyendo que ya a Alain le quedaba poco para eyacular, comencé a pajearme de un modo frenético, para mi sorpresa Iñaki, quien todavía no se había recuperado del tremendo polvo que había echado, apartó mi mano de mi verga y prosiguió haciendo lo que yo había iniciado.

La dolorosa y placentera doble estocada que se clavaba en mis esfínteres, el modo que Iñaki sacudía mi miembro viril y los efectos del alucinógeno que dominaba mis sentidos, consiguieron que varios trallazos de semen dieran por finalizada aquella vorágine sexual.

Mientras mi mente volvía poco a poco a la cruda realidad, noté como Alain derramaba su esencia vital sobre mi zona lumbar. Me abracé a  Iñaki, le di un pequeño piquito y me recosté sobre su pecho hasta que nuestras respiraciones volvieron a la normalidad.

Mientras nos limpiábamos con toallitas húmedas los posibles restos biológicos que pudieran haber caído sobre nuestro cuerpo, conversamos un poco, más por compromiso que por otra cosa. Yo les conté que vivía en  Sevilla y que estaba allí de vacaciones.  El verdadero nombre de Iñaki, era Agosti, y el de Nikolás, Jon.  Los tres eran de un pueblo de Pamplona, pero que trabajaban en Bilbao. Supongo que para intentar justificar su hombría me contaron que estaban casados y que aquellas cosas las hacían porque estaban muy calientes, que a ello lo que les gustaba realmente eran las mujeres. Les puse mi mejor cara de chuparme el dedo y no les rebatí algo que me parecía más falso que los billetes del rey Manolo I.

Como ni yo estaba allí para hacer amigos y ya estaba todo el pescado vendido, puse la excusa de que mi amigo me estaba esperando y me largué lo más rápido que pude.

Epilogo

Sé que sentirme mal conmigo mismo no me da derecho a ser borde con JJ. Pero es que después del sueñecito de los cojones no tenía ganas de escuchar sus batallitas.  ¡Qué real parecía todo! Si hasta creo que me duele el culo de la doble penetración y todo.

He optado por no hablar, porque en realidad me siento sucio. Sé que no ha sucedió nada, pero también me enseñaron que se peca de pensamiento, palabra, obra u omisión. ¿Por qué tengo estos putos sueños? Podría achacarlos a la influencia de JJ, a su forma de ver la vida, a ese “carpem dien” constante del que hace gala, pero sé que no es verdad.

Como no quiero ser más grosero de lo que ya he sido con mi amigo, mi mejor amigo, voy a darle un poco de conversación aunque sean obviedades.

—¿De qué dices que conoces a los chicos que nos han invitado a su casa en Combarro?

JJ sale del ensimismamiento en el que estaba sumido y me dice:

—¿Qué?

—¿Qué de qué conoces a los dos tipos de Combarro?

—Del trabajo.

—¿Solo del trabajo?

—¿Me estás preguntando que si me he acostado con ellos?

Su pregunta me coge un poco con el píe cambiado  y me limito a contestarle con un leve movimiento afirmativo  de cabeza.

—No, todavía no, pero nunca digas de esta agua no haz de beber.

El descaro con el que me responde, vuelve a romper mis planteamientos de las cosas. Temiéndome lo peor, le hago ver mi enfado ante lo que pueda tener planeado.

—¡A mí me dejas tú y no me metas en tus historias!

—¡Uy, ya salió la monja de clausura! —El retintín de sus palabras me toca los cojones, pero como voy conduciendo no le digo nada —Tú has lo que te parezca o acaso te pongo yo un puñal en el pecho para que hagas lo que yo.

—No.

—Pues eso, no pongas el parche antes de que salga el grano.

Me quedó en silencio durante unos segundos, pero como me sigue sin convencer lo que me cuenta, vuelvo a la carga otra vez.

—¿Cómo es que te han invitado?

Esta vez quien se queda pensativo es él, por el rabillo del ojo lo veo menear la cabeza con cierto desconcierto, pone cara de circunstancia y me dice:

—¿Tú has pensado en cambiar de trabajo?

Perplejo ante la pregunta, hago una gallegada y le respondo con otra:

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque  eres tan persistente que de tele operador de Molestar quedarías de puta madre.

Hago un mohín de desagrado ante su chiste sin gracia y vuelvo a insistir:

—¿Me vas a contestar o no?

—¿Quieres estar pendiente de la carretera que el Tonton dice que quedan cinco minutos para Villa del Camborro?

—¿Entonces no me lo vas a contar? —Esta vez mis palabras están cargadas de cierta sorna que JJ pilla  a la primera.

—¡Calla y conduce! —Me dice sonriendo con cierta condescendía.

FIN

En dos viernes volveré con: “Desvirgado por sus primos gemelos”

Estimado lector, aquí concluye “Doce hombres con los que follaría sin piedad”, ojalá hayas disfrutado de su lectura lo mismo que yo escribiendo.

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