Un cambio en la vida

Esta es mi historia. Historia de una mujer; historia de una sexualidad; historia de una infidelidad. La peor infidelidad es la que hacia una misma se guarda.

Os voy a contar una historia real. No insistiré demasiado en que lo es, porque al caso y a lo que a los lectores afecta, lo mismo da que lo sea o no lo sea. Hace tiempo que quería contarla. Me viene bien para marcar una referencia, una especie de cristalización en el tiempo que defina la línea que separe lo que fue antes y lo que vino después. Cómo las cosas pueden cambiar y puedes llegar a perder los sentimientos e incluso instintos que hasta algún momento parecieron inherentes a tu más intima naturaleza, para verlos sustituidos por otros que quizá nunca hubieras esperado. Aquello del agua de la que nunca creíste beberías.

En fin, como digo, yo quería contarla y supongo que aquí a la gente le gusta leer. Espero que ambas partes salgamos satisfechas del presente negocio. Me ha costado un poco decidir dónde hacerlo, pero finalmente me he decidido por esta web . Saludo.

Un cambio en la vida

Mi vida cambió a partir de un momento dado y fue radicalmente que lo hizo. Como se suele decir, nunca sabes qué va a venir mañana, y en las fuentes que nunca creíste podrías beber algún día, puedes acabar sumergida y anegada. Es así, no hay que darle más vuelas. Hacerlo implica pretender conocer los designios de los dioses, y para los humanos resulta pretensión ésa demasiado osada y futil.

No es tampoco que un día aparezcan cosas que nunca estuvieron ahí, aunque tampoco lo descartaría. En modo alguno. Más bien creo que se trata de demonios internos que acechan en la mórbida oscuridad del alma humana esperando su oportunidad, que saben bien aprovechar y no dejan escapar a poco que pase ante ellos. Como un camaleón que, inmóvil y perfectamente camuflado, invisible a efectos prácticos, lanza fugaz y repentinamente su pegajosa lengua sobre el desprevenido insecto que tuvo la desdicha de acercarse demasiado, enrollándolo y llevándolo irremisiblemente a su boca y de ahí a su estómago, del cual ya jamás escapará.

Alcanzados y pasados ya los cuarenta años, seguía siendo una mujer hermosa.  Muy hermosa, me atrevo y complazco incluso en poder afirmar. Tras tres partos antes de los veinticinco, mi cuerpo seguía manteniendo una silueta envidiable. A ello ayudaba el haber dado a luz tan joven, cuando aún se recupera de ello bastante óptimamente el de la mujer en muchos casos, y la inestimable contribución de la dieta, el ejercicio y el quirófano. Poco de este último, tampoco nada llevado al extremo. Una reducción y reafirmación de senos aún no hacía demasiado, tras lo cual mis pechos continuaron siendo grandes –antes llegaron a ser realmente enormes-, algo de bótox para las primeras arruguillas y  colágeno para mis labios. Quedé prendada de Scarlett Johansson en la primera película suya que vi y desee unos como los suyos como ninguna otra cosa en el mundo. No quedaron iguales, ¡más quisiera yo!, pero el resultado fue bastante satisfactorio de todas formas, luciéndolos hoy carnosos y sensuales.

Como digo y en mi caso al menos, se trató el cambio de algo inesperado, aunque supongo que tampoco carente de antecedente alguno. Depende como se mire. De adolescente, hubo una temporada en que no costaba demasiado al guaperas llevarme al asiento trasero de un coche para sobarme las tetas de turno. Probablemente mentiría si dijera que podría recordar cuántas pollas me comí en similares tesituras y sin dar pie a una relación más duradera de los veinte o treinta minutos que pudiera durar aquello por lo general. Pero vamos, tampoco nada fuera de lo común en una jovencita de dieciséis años medianamente adaptada a su época. Ni de las más guarras, ni de las más castas. Un término medio.

Correspondiéndome sin duda la etiqueta de tía buena por entonces, tampoco era la más, que ese honor correspondía a Raquel, la divina diosa rubia del instituto. Tras ella Susana y, en tercer lugar, Maribel. Castaña clara la segunda y tan rubia como la otra la tercera. Eso sí, tras tan excelsa y magnífica trinidad,  puedo decir orgullosa que formaba parte del grupo más selecto, e incluso afirmar que fui de las más destacadas en él. Pero vamos, el podio quedaba copado por ellas, siendo además las dos primeras, que las gracias como las desgracias no suelen venir de una en una, hijas de papá de abultada cartera. Niñas muy pijas ambas,  con unas melenas deslumbrantes merced a los cuidados semanales en la peluquería y muy fashions hábitos en el vestir. Demasiado para no resultarnos odiosas a todas las demás.

Había por aquél entonces un apuesto muchacho que nos hacía suspirar a todas. Rubio como el sol y guapo como sólo una mujer fascinada puede entender. Una mirada de aquellos ojazos azules suyos bastaba para derretir a la más plantada. Llegaba por las tardes a los alrededores del instituto para marear con el grupillo que en el banco de enfrente quedaba, a lomos de su motocicleta de 250 cc –deslumbrante corcel metálico para una adolescente- y arropado por su cazadora negra de cuero. ¡Estaba buenísimo! Todas esperábamos la hora cual atontadas colegialas, que era lo que éramos en realidad, y sólo tenía que señalar para elegir a la afortunada que ese día cabalgaría en el asiento de atrás de su Yamaha y se abriría de piernas para él. Así somos las chicas.

Se llamaba Jhon y era holandés, de padres afincados desde hacía poco en nuestra localidad costera y claro, tan soberbio espécimen de macho de la especie, a las redes de ninguna otra más que la odiosa Raquel podría haber ido a parar. Al poco de comenzar a rondar por allá, ya andaban formalmente emparejados y los escarceos con otras hembras se producían a espaldas de la rubia y con total discreción.

Y así fue como comenzó a trazarse el sino de lo que habría de ser mi vida, el día que sentí temblar mis piernas y aun casi desfallecer, cuando aquellos ojazos como zafiros se posaron en mí de esa manera tan especial y fui yo la seleccionada. En cuanto a volumen pectoral se refiere, al menos triplicaba el de Raquel y, aunque muy probablemente también sus pechos fueran más bellos que los míos a juzgar por lo que se adivinaba sobre la ropa y en bikini, era de suponer que la novedad y diferencia debía suponer algún aliciente para el muchacho, con lo cual me dediqué a pasear ante sus narices toda la voluptuosidad carnal de esta, tan notable, parte de mi anatomía, bien expuesta por ceñidos tops, camisetas y escotes que a veces pasaban de descarados, hasta que no tuvo más remedio que dedicarme la atención reclamada y perforar mis entrañas con su polla para calmar mi sexual ansiedad por él.

Y debió gustarle la cosa, porque repetimos y volvimos a repetir. Y yo encantada, claro, que mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado, sintiéndome fundir de placer en sus brazos; por otro, sintiendo la malsana dicha que deparaba el estar poniéndole los cuernos a la odiosa hembra que todas envidiábamos en cuanto a suerte y beldad.

Hasta que finalmente pasó lo que había de pasar y me dejó preñada. Of course . Como entenderán los lectores, no era cosa de ponerle pegas a tan deseado objeto de deseo, valga la redundancia. El sabía que nos tenía a todas comiendo de la mano y que nada sabríamos negarle, con lo cual era habitual que no usáramos condón. Incluso fue él quien taladró mi entrada posterior por primera vez. Y por tercera, cuarta, quinta… No fue sino hasta bastante después de finalizar aquellos escarceos, que la entregué a otro varón. En fin…

El caso es que ahí no había nada que rascar, claro. Él no iba a dejar a Raquel por mí y ella seguramente acabaría perdonándole el desliz, cómo no. Cualquier chica está dispuesta a perdonárselo a un chico así y yo, siendo mujer también, sabía perfectamente hasta dónde llegaban mis posibilidades frente a la rubia. Hasta cero. Podrían haber planteado judicialmente mis padres, claro, una reclamación de paternidad, con la consiguiente pensión de alimentos. Algo era algo y me hubiera servido en parte para salir del atolladero, pero… ¿cómo se lo contaba? Si hay alguna mujer leyendo esto, entenderá perfectamente de qué hablo.

El caso es que hice lo que más fácilmente podía hacer. Callé y dejé que mi novio pensara que era él el que me había dejado en tal estado. Y como a pesar de ser también él hijo de papá pudiente, la cosa también para él resultaba difícil de afrontar y comentar, acabamos poniendo en situación a nuestros progenitores cuando ya era tarde para abortar.

La niña nació y fe preciosa. Un verdadero ángel rubio y de ojos azules como su padre. Afortunadamente, ya que ambos teníamos en pelo negro como el tizón, él había tenido una bisabuela rubia, con lo cual la cosa se achacó a los devenires de la genética y coló perfectamente.

Por supuesto, Jhon y yo dejamos de vernos. Aunque yo lo hubiera deseado y él probablemente también, ambos teníamos mucho que ocultar y era mejor no tentar a la suerte. Pero como suele no haber uno sin dos, algunos años después, casualmente y en una cafetería del centro, volvimos a encontrarnos. Antes sendas tazas de café, charlamos sobre cómo nos había ido y tal, y él me dijo que hacía ya meses que no salía con Raquel. Al parecer acabaron bastante hartos, la una de sus continuas infidelidades, el otro de sus celos, y finalmente mandándola a paseo. Lo último que sabía de ella era que se había marchado a Australia –no estaba seguro, pero creía que era allí-, donde le iba bastante bien trabajando de modelo. Se llamaban y tal y parecía que la rubia seguía teniendo querencia al holandés. Descubriendo libre el campo y bastante alejado ya en el tiempo el momento en que todo se lió, acabé de nuevo revolcándome en la cama con él y, claro, como no podía ser de otra manera, a terminar preñada.

Esta vez no me alarmé y preocupé tanto como la primera. Incluso me lo tomé con calma. No quería abortar de espaldas a Carlos, mi chico, por miedo a si alguien me veía entrar en la clínica o trascendía el hecho de alguna manera. Además, ya puesta en desparpajo, incluso prefería que pagase él la operación, que Jhon había vuelto a desaparecer –nunca más supe de él- y yo andaba ahorrando para comprarme un vestido al que había echado el ojo. Ya entrados en la veintena, él no tendría problemas para pedirle el dinero a sus padres.

El caso es que no fue la cosa como había esperado. Carlos, en lugar de optar también por el aborto, pensó que era preferible tener al niño. Ya hacía un par de años que vivíamos juntos. Él había acabado su carrera de Derecho y trabajaba en el despacho de su padre, con lo cual no teníamos apuros económicos. Me propuso entonces matrimonio y yo, pensándolo bien, acabé aceptando. El chico era bastante atractivo –no tanto como Jhon, pero bastante también no obstante- y resultaba una oportunidad de apuntar definitivamente el rumbo en mi vida. Yo misma había comenzado a estudiar la misma carrera. Desposar ataría nuestros destinos definitivamente y garantizaría mi futuro como abogada e integrante de una familia adinerada.

En cualquier caso, me dije que en mi caso no se daría lo de que no hay dos sin tres, así que me tracé la cruz mental y ni el mismo Jhon que hubiera vuelto, hubiera conseguido llevarme a la cama de nuevo para romper mi voto de fidelidad a mi esposo. Podía considerarme una mujer muy afortunada porque todo hubiera salido como salió y no era cuestión de seguir tentando a la suerte, así que, aunque hube de esforzarme en ocasiones para resistir tentaciones que salieron al paso, como a cualquier persona, conseguí salir airosa en el empeño y convertirme en una buena esposa.

Como ven, no es que mi caso fuera el de una mujer especialmente viciosa, sino más bien el de una con una extraña combinación de buena y mala suerte. No creo haber hecho nada que no hayan hecho otras muchas sin salirse de lo que más o menos se considera normal, salvo que en mi caso tuve la mala fortuna de quedarme embarazada dos veces. En fin…

Algún tiempo después, decidimos llamar la cigüeña para el tercero, y con ello cerrar definitivamente la fábrica. Salió esta vez niña de nuevo, ahora sí, hija de mi marido. No fue tan guapa como los otros dos, que los mismos genes no tenía en un 50%, pero bastante mona también. Morenita donde aquéllos eran rubios, ojos oscuros donde sus hermanos los lucían claros… un poquito la Cenicienta, vamos, aunque tampoco demasiado, que no era poco agraciada yo precisamente, ni tampoco su progenitor.

Y a partir de ahí pasó a discurrir la vida hasta llegar a convertirse en una monótona sucesión de días, semanas, meses y años. No me di cuenta de ello no obstante hasta que años, bastantes años después, ya siendo adolescentes, volví a encontrarme con la divina Raquel. Tuve gran alegría en ello, créanme.  Pasado el tiempo, también lo habían hecho las envidias y recelos de pubertad, con lo cual supuso un reencuentro muy feliz con una parte de mi pasado.

Besos, sonrisas, abrazos… ¡estaba divina! Los años habían pasado por ella como el agua por la acequia,  mojando y dando color, que no erosionando ni desmejorando. Para nada. Bueno, con algún matiz. Su rostro, habiendo sido siempre mujer de piel seca y sensible, aparecía surcado ahora por algunas arrugas bastante pronunciadas -especialmente patas de gallo -, pero sus ojos seguían tan vivos y brillantes como siempre y sus labios, ahora bastante más gruesos y carnosos -¡también las diosas recurren al bisturí!-, resultaban una auténtica locura de voluptuosidad carnal.

En cuanto a su cuerpo, otro cantar. La muy puta –dicho sea con todo el cariño- seguía siendo una verdadera escultura viviente. Sobre todo su culo, parecía aun magnificado, probablemente merced al gym y la dura rutina de sentadillas , pensé. Me comentó que había decidido no tener hijos y que ello había ayudado bastante en su conservación. A la vista estaba. También que andaba casada con un adinerado empresario sudamericano. Debió conocerla en algunos de sus desfiles, allá por la tierra de los canguros, y quedó prendado de ella al punto. Ahora andaba por acá de vacaciones para ver a su familia, habiendo quedado él por allá.

Quedé bastante sorprendida al ver acercarse a un joven extraordinariamente atractivo. De unos veintipocos años, no más de veintidós o veintitrés. Al principio sólo me fijé en lo bueno que estaba. Rubio, ojos azules… claramente extranjero y con unos músculos hiperdesarrollados merced sin duda a la esteroidea contribución. Luego fue extrañándome al ir comprobando y tomando certeza de que era a la mesa de la terraza en que nos habíamos sentado a tomar un café, que se acercaba para finalmente besarla en los labios y tomar asiento a nuestro lado.

Debí quedar con una expresión bastante estúpida en mi cara, rompiendo ella a reír.

-Es Philip. Philip, this is Angela, a childhood friend – Philip, ésta en Ángela, una amiga de la infancia. Ángela, éste es Philip.

Dos besos de rigor. Seguía estupefacta.

No tuvo empacho ella en confesarme que se trataba de su último capricho. Un gigoló y streaper de por allá, que mantenía a cuerpo de rey a costa de la muy poderosa economía de su marido, el cual no acertaba siquiera a intuir los cuernos que lucía el pobre. Tampoco tuvo ningún problema en admitir que el chico tenía tan sólo 21 añitos y que nunca solía acostarse con hombres mucho mayores que eso, teniendo el límite puesto alrededor de los 27 o 28 más o menos, antes de los 30 en cualquier caso. Incluso se la veía orgullosa y ufana de ello.

Me cayó muy bien mi vieja amiga. Mejor de lo que nunca me hubiera caído en nuestros tiempos de adolescencia y prepubertad. Al cabo de una media hora nos despedimos, intercambiando teléfonos y prometiendo llamarnos y quedar para la próxima vez que volviera por aquí, ya que en un par de días regresaría a Australia. Incluso me invitó a viajar allá a visitarla. Lo dicho: me cayó genial.

Anduve a partir de ese encuentro reflexionando acerca de lo que estaba siendo mi vida. ¿La estaba viviendo como quería vivirla, o más bien arrastrada por la inercia social y de los acontecimientos que habían marcado su evolución? Raquel exprimía La suya. Cuando llegara a la vejez,  tendría la plena satisfacción de haberla disfrutado al máximo. ¿Podría decir yo lo mismo? Grave crisis que a todos nos afecta en algún momento.

Comencé a plantearme muchas cosas y a replantearme otras tantas. Raquel… la bellísima Raquel. Antes objeto de envidia, ahora, quizá, modelo ideal. Ella disfrutaba de su cuerpo abandonándose al placer en brazos de chicos guapísimos que bien podrían ser sus hijos. Ni siquiera se planteaba la cuestión del respeto debido a su marido. Ojos que no ven corazón que no siente, era su lema. Admiré su valentía, resolución e independencia. Cierto que también yo en su momento fui infiel a Carlos, pero el motivo fue mi debilidad, no mi fortaleza, como ocurría en el caso de Raquel.

Sentí necesidad de autoreivindicarme. Lo primero que hice fue cortarme mi larga melena negra. A Carlos le encantaba que lo llevase largo y así lo había hecho desde que nos conocíamos. A mí sin embargo siempre me habían gustado las melenitas muy cortitas y el pelo idem. Ni corta ni perezosa, hice entonces que me lo cortasen dejando un flequillo asimétrico cruzando parte de mi rostro por delante, nuca rapada pro detrás.

Me encanté al verme en el espejo. Tanto que no dudé en dejar una generosa propina al peluquero. Y más aún me encantó al ser testigo la expresión de Carlos. Expresión de sorpresa, de decepción… Me sentí fuerte, victoriosa. Ya digo, me encantó.

Fue una sensación de euforia debido a un motivo un tanto trivial diréis, pero son esos pequeños detalles los que te dan la seguridad de que puedes abordar empresas más audaces con la misma decisión. La siguiente, claro, era ponerle los cuernos a Carlos. No porque me hubiera sentido atraída por ningún chico en particular ni por especiales deseos de sexo, sino tan sólo por demostrarme a mí misma que podía ser mala también. Tenía que hacerlo, saber que no estaba vencida por la vida y la obligación de lo que de una se espera.

El objetivo fue uno de los chicos que teníamos en plantilla en el bufete. Para esas alturas, debo comentar que Carlos y yo ya llevábamos años ejerciendo con éxito, y habíamos comprado una participación del 40% en el de un reputado profesional, amigo y ex compañero de facultad de su padre.

El chico era un  fantasmón. Uno de esos jóvenes que se te harían odiosos de no contar con una encantadora sonrisa y unos ojos de pícaro que, sin más solución, determinaban que te cayera simpático. Un ligón empedernido que gustaba de alardear con pelos y detalles de sus conquistas, sobre todo cuando se trataba de mujeres emparejadas, más aún si eran cercanas y conocidas, tanto ellas como sus maridos o novios. Ya digo, alguien que te debería caer como una patada en la barriga, sabiendo positivamente que lo que hace es reprobable, pero que no puedes evitar te resulte simpático por el simple hecho de ser buen mozo.

Era el mío. El hombre que necesitaba. A pesar de admitir, ya veis, que el muchacho me resultaba agradable por su atractivo físico, no miento cuando digo que nunca me había planteado siquiera nada con él. Una persona puede ser fiel a su pareja, sin que ello impida que pueda apreciar el atractivo de otros hombres. Tampoco él había intentado nunca nada conmigo, pese a sí haberlo hecho con la otra mujer atractiva que trabajaba con nosotros –eran dos las féminas que lo hacían, pero sólo una era atractiva-, una joven pasante de 22 años. Muy guapa.

Sin embargo ahora la cosa cambiaba. Yo quería ponerle los cuernos a Carlos. Quería ser una mala chica, cuanto más mala mejor. Y para ser muy mala, mejor cuanto más afrentosos resultaran esos cuernos. ¿Quién mejor pues, que alguien que sabes positivamente no se va a morder la lengua y va a comentarlo en el bufete sin empacho? De sólo pensar en nuestros empleados mirando y cuchicheando en voz baja al vernos pasar a Carlos o a mí, se me mojaba el coño.

Comencé a flirtear un poco con él. Nada exagerado. Me dejaba la camisa más desabrochada cuando él andaba cerca, le ponía ojitos, alguna mirada… Ya digo, nada excesivamente descarado, pero que dejaba claro el cambio de actitud por mi parte hacia él. Claro para él y claro para los demás, que tanto interés tenía en que lo entendiera, que no me preocupaba que otros también lo hicieran. Tan sólo cuidaba que Carlos no anduviera cerca.

Llegó un día en que habíamos de desplazarnos a Barcelona. Un importante cliente nuestro, empresario en el ramo textil, tenía que tratar sobre un contrato con uno suyo catalán, y debíamos acompañarle para las negociaciones. De los asuntos más importantes solemos encargarnos Carlos, yo o Esther, que es la otra fémina no atractiva del bufete que cité, amén de profesional muy competente. Antes también Ignacio, el creador y socio mayoritario del bufete, amigo del padre de Carlos como comenté, pero cada vez menos conforme se iba haciendo más mayor.

El tema éste me correspondía a mí, ya que era quien normalmente había tratado con el cliente. Normalmente solemos hacernos acompañar por alguno/s de los chicos con menos experiencia, para que así vayan cogiendo tablas. Huelga decir que seleccioné a Pedro, el guaperas socarrón. Por supuesto. Ignacio no obstante, sugirió que viniese también Juan Carlos, el nuevo. OK, sin problemas.

Ya en el avión, Pedro demostró que no perdía comba follándose a una de las azafatas en el aseo. Una atractiva rubia de sonrisa fácil y más fácil apertura de piernas a lo visto. Me cayó bien. Y también Pedro me resultó más simpático por el detalle. El resto del viaje transcurrió entre comentarios jocosos y chistes un tanto verdes relacionados con el capítulo que mi empleado acababa de protagonizar.

Llegados al hotel, nos dirigimos a recepción mientras el botones se hacía cargo de las maletas.

-Buenas noches.

-Buenas noches.

-Tenemos reservadas dos habitaciones. A nombre de García Cortés.

Echó un vistazo el recepcionista al ordenador.

-Sí, aquí les tengo. Una individual y otra doble con dos camas.

-No, no… ha debido haber un error. Pedimos una individual y otra doble, pero con una sola cama.

¡Teníais que haber visto las caras de Juan Carlos y Pedro! Se giraron hacia mí como accionadas por sendos resortes, una expresión indefinible, a caballo entre la estupidez y lo boquiabierto, en sus rostros.

-Pero el caballero que llamó dijo…

-El caballero debió cometer un error. ¿Es posible subsanarlo?

-Sí, claro… claro que sí –aceptó finalmente, en su mente, con toda seguridad, claro lo que estaba ocurriendo. Estaba decidida a buscar otro hotel sin no hubiese resultado posible, pero también convencida de que no sería así. Aquel era el hotel por el que siempre optábamos cuando algún asunto nos llevaba a la ciudad condal, con lo cual sabía que cuidarían a sus clientes y no pondrían objeciones.

-Estupendo. Ah, y no hace falta que le comente nada al caballero, ¿de acuerdo?

-Por supuesto –me respondido bastante embobado.

-Gracias –le obsequié entonces con una sonrisa y un billete de 20 € de propina.

-Muchas gracias señora. Sus habitaciones son las 42 y la 66 entonces.

-Gracias.

Nos dirigimos entonces al ascensor. Los chicos se veían todavía estupefactos y yo me sentía encantada. No me preocupaba Juan Carlos. No creía que fuera a comentar nada al regreso. Al fin y al cabo, soy su jefa. Pero aunque lo hiciera, había decidido que ya esos temores no habrían de volver a condicionarme nunca más. Si había de romperse mi matrimonio, pues muy bien, que se rompiera. Nada iba a impedir que esa noche gozara de una buena ración de polla por todos mis agujeros.

Ya en el ascensor, parecieron un tanto tensos, como cuando subes en éste con algún desconocido y no sabes a dónde mirar o qué cara poner. Yo por mi parte, estaba muy tranquila. Sentía que dominaba la situación y con ello y quizá por primera vez, mi vida.

-Ángela… la habitación… ¿quién va a la individual y quiénes a la doble?

-Oh vamos, no seas estúpido.

Era tan guapo como irrisorio resultaba en aquellos momentos. Sonó entonces el “clint” que señalaba habíamos llegado al segundo piso, en el cual se ubicaba la habitación 42.

-Buenas noches Juan Carlos -me despedí del otro muchacho.

-Buenas noches Ángela –se despidió él también con una expresión indescriptible en su cara.

Se cerró la perta de nuevo para continuar el ascenso. Nos miramos. Sonreí.

-Espero que haya dejado algo para mí esa preciosa rubia del avión.

Sonrió él también, al tiempo que me rodeaba con cu brazo derecho la cintura para atraerme hacia él. Sentí su mano sobar mi culo al tiempo que nuestros rostros quedaban muy cerca.

-No te preocupes, que dejó más que suficiente para darte lo que andas buscando.

Me besó entonces con pasión y yo me sentí derretir. Si bien, como dije antes, la cosa no había comenzado motivada por un deseo sexual propiamente dicho y en sí, ahora ya este móvil había cobrado muy poderosa existencia y pesaba tanto o más que el original. Tanto que cuando finalmente se abrió de nuevo la puerta, seguimos besándonos. Una indefinible intuición, pues mantenía los ojos cerrados me hizo saber que había alguien esperando para entrar, y también que, probablemente, Pedro sí lo o los había visto. No me importaba. Estaba tan caliente, que tal detalle no vino sino a excitarme aun más, con lo cual fui a coger su mano izquierda por la muñeca para llevarla hasta mis tetas y restregarla allí con fuerza. No se hizo rogar él tampoco demasiado, comenzando a sobarlas con auténtico deleite.

-¿Les queda para mucho, jóvenes? –se escuchó una voz senil.

Abrí aquéllos entonces para encontrar a una pareja de ancianos expectantes. Reí divertida por la situación.

-Mejor en la habitación, ¿no? –apreció él.

-Sí caballero. Mejor en la habitación –le respondí con una sonrisa al pasar junto a él. También él me sonrió. Y ella.

-Venga hija, diviértete, que eres joven y guapa.

-Gracias señora.

Nada más entrar en la habitación y dar la luz, me tomó por los brazos para, empujándome y colocándome contra la pared,  volver a morrearme y sobarme las tetas y el culo a placer. ¡Fue fantástico! Una pasión que no recordaba desde hacía mucho. Pensé en Carlos. ¿Sería el capaz de ésta todavía de proponérselo? Probablemente no.  Recordaba las palabras de Raquel, que me había hablado de cómo el fuego de los hombres se va apagando con la edad y en la misma medida en que el nuestro se va tornando incendio incontenible.

“Es así, cariño. La mujer alcanza  su momento de mayor calentura entre el final de la treintena y hasta avanzada la cuarentena, mientras que ellos lo hacen en la veintena temprana. La combinación perfecta es mujer cuarentona-veinteañero. Es la edad en que nuestro fuego sexual se torna abrasador, mientras que el suyo comienza a apagarse a partir de los 30. Llegados a los 40, sólo quedan fantasmas o ilusos que se tragan los orgasmos fingidos de sus mujeres. Hazme caso. Si aspiras a encontrar quien apague el tuyo realmente, busca entre los chicos de la edad de tu hijo.”

No pude evitar una risita. Tenía razón. El sólo imaginar a Carlos -y había sido él hombre ardoroso y ahora bien conservado, no vayáis a pensar- bajo aquel ímpetu sexual a día de hoy, se me hacía idea ridícula e irrisoria. En cambio Pedro… ¿Cuántos tenía él? ¿Treinta? ¿Treinta y tres? No recordaba. En cualquier caso andaba en el límite, pero estaba claro que aún no había pasado al otro lado.

-¿De qué te ríes? –preguntó con una sonrisa separando momentáneamente su boca de la mía. Y es que había sido gracioso eso de reír con las bocas selladas.

-No es nada.

Reí de nuevo. Ligeramente, tampoco es que lo hiciera a carcajadas.

-Me estaba acordando de Carlos.

Su cara fue todo un poema al escuchar aquello. Ahora sí reí con más ganas, aunque tampoco sin llegar a la hilaridad.

-Eres una  chica revoltosa, ¿eh? –comentó , al parecer, gratamente sorprendido y con una sonrisa de suave perversión que se me hizo irresistible.

-No lo sabes tú bien –afirmé convencida con otra media; la boca entreabierta, invitándole a invadirla de nuevo con su lengua.

No se hizo de rogar. ¡Dios! Cuando aquel chico besaba sabía lo que hacía. ¡Me tenía toda encharcada! Ahora mantenía mis brazos bloqueados con sus manos contra la pared, un palmo a cada lado de mi cabeza. Bajo aquella deliciosa indefensión, “soporté” sus avances casi presa del delirio.

Cuando separó de nuevo sus labios, los míos intentaron buscarlos ansiosos. Era como ser interrumpida en un orgasmo. Quería más. Pero me tenía bien atrapada y su mejilla salió victoriosa en el pulso contra la mía. Dulce derrota. ¡Fue delicioso! De sentir su lengua en mi boca, pasé a hacerlo en el interior de mi oreja. Húmeda caricia bucal que Carlos no me prodigaba desde hacía tanto. El adorado intruso pugnó contra la entrada de mi conducto auditivo externo, casi como si quisiera introducirse en mi cerebro desde allí.

Creo que suspiré. No recuerdo exactamente si fue así, hay que entender que en esos momentos una no va guardando relación de sus reacciones. Tan sólo se limita a sentir. Lo seguro es que sí debí hacerlo cuando, tras descender a continuación mordisqueando mi cuelo -¡maravilloso!-, se lanzó a devorar mis pechos cual adorable antropófago tras largo periodo de ayuno.

El primer mordisco me hizo daño, pero no quise protestar. Por un lado se trataba de un dolor que hasta resultaba placentero: por otro, no quería a arriesgarme a frenar aquello. El chico estaba desatado y pensé que una reacción como aquella por mi parte podría cortarle y hacer menguar su fuego. Para nada estaba dispuesta a correr el peligro de ver algo así materializado.

-Procura no dejarme ningún moratón –le pedí, eso sí, o algo parecido. Relato de recuerdo, no literalmente. Es posible que las palabras exactas no fueran esas, e incluso que en algún momento la memoria me engañe y la secuencia de acontecimientos resultara ligeramente distinta –¿primero beso y después caricia, o primero caricia y después beso?, por ejemplo-. En cualquier caso, nada sustancial ni que afecte a la experiencia en sí. Los pequeños detalles no alteran las vivencias en sí.

No quedé muy segura de si me había entendido o prestado atención, dado el propio estado de excitación que mostraba. Con los dientes, sin soltar en ningún momento mis muñecas, comenzó a desabrochar los botones de mi camisa. Algo delirantemente lento. La boca no tiene la pericia de los dedos. Yo estaba loca por que me comiera las tetas y aquello se demoraba como un suplicio. Dulce suplicio no obstante, que tampoco me llevó a protestar. Esa noche estaba allí para descubrir y aprender, no para exigir. Iba a dejarle hacer las cosas a su manera. Ya habría tiempo después para juzgar y, a lo que parecía por lo seguido hasta el momento, difícilmente el veredicto sería distinto a uno de culpabilidad. ¡Culpable de proporcionarme un orgasmo como en muchos años no había vuelto a sentir! ¡Condenado a volverme a proporcionar aquel placer muchas más veces en lo sucesivo!

Con los dientes mordió el sujetador para, tirando hacia arriba, desnudar mis pechos que ante él explotaron en toda su voluptuosidad carnal.

-¿Son naturales?

Parecía sorprendido. Sonreí.

-¿Qué esperabas? ¿Silicona?

-Carla me había dicho…

Se interrumpió él mismo para mirarme compungido. Reí divertida.

-¡Pero mira que eres gamba! Anda, sigue comiéndome las tetas.

Ahora ya directamente, no sobre la tela de la camisa. Of course . Sabía que circulaban aquellos comentarios sobre mis pechos. Había muchos que no podían creer que unos tan voluminosos y bien puestos a mi edad, no fueran operados. Ningún problema por mi parte. Por un lado, lo cierto era –y es- que, si bien no había silicona dentro de ellos, sí habían pasado por el quirófano para una operación de reafirmación. Pedro temía haber metido la pata al descubrir un comentario de una de mis empleadas que pudiera molestarme. No había caso. Carla era un encanto de niña y una pasante muy competente.

Me sonrió con complicidad entonces. Después mordió uno de mis pezones y yo me creí morir. Dolía, pero era un dolor que no resultaba desagradable. Al menos no en aquella intensidad, ligera todavía y que inclusive aceptaba una mayor presión todavía. Luego pasó a mordisquearlos más suavemente, lamiéndolos y mamando también deliciosamente. Fui en ese momento consciente de su juego. No andaba tan desatado como me había parecido entender. Muy por el contrario, se estaba empleando a fondo para demostrarme toda su ciencia en la cama. ¡Adorable muchacho! Reí de nuevo.

Dejando mis tetas entonces, alzó la cabeza para mirarme a los ojos de nuevo.

-Veo que eres muy guasona.

Quizá no le había sentado demasiado bien aquello. Al fin y al cabo, el pobre actuaba movido por la mejor voluntad. Bueno, tampoco debía haber enfadado demasiado. Era parte del juego el tira y afloja.

-Ahora me toca a mí –afirmé desafiante. La mirada perversa, trémula la entreapertura de mi boca.

¡Qué maravilla! Cuando las cosas resultan ideales –en materia de sexo se entiende-, todo sale rodado. Si antes había “forcejeado” sin éxito en algún momento para liberar mis muñecas, ahora simplemente se escurrieron de su presa cuando me escurrí hacia abajo. No hacían falta palabras para que intuyera a la perfección cuál era el momento de reforzar y cuál el de aflojar.

De rodillas ante él, comencé a desabrochar los botones de su pantalón de franela negra. En un  principio tuve la idea de seguir el mismo excitante juego que él y hacerlo con los dientes, pero deseché la idea a medida que descendía. Quizá en otro momento. Ahora estaba demasiado excitada para entretenerne en esas cosas.

¿Cuánto tiempo hacía que no había hecho una mamada? ¿¿Seis años? ¿Siete? ¿Más? No, más no, pero tampoco menos de cuatro. Eso seguro. Con el tiempo, la intensidad del sexo en mi relación con Carlos había ido decreciendo. De habérmelo pedido se la hubiera hecho, pero ciertamente sin ganas. Él podía intuir eso y nunca lo hizo. O al menos yo creí siempre que se debía a ese motivo. Yo tampoco le pedía a él otras cosas. En mi caso, simplemente no me apetecía. Ahora era distinto.

Cuando conseguí tocarla con mis dedos, me sentí gratamente estremecer. Aquel tacto tan suave… Con toda seguridad, ni menos ni más suave que el de la de  Carlos, pero resulta todo tan diferente cuando es el deseo y la fiebre sexual quienes guían tus movimientos…

En cambio me sentí algo desilusionada cuando finalmente apareció su polla ante mis ojos. Ya andaba morcillota y camino de la erección, pese a lo cual mostraba un tamaño bastante discreto. Había esperado algo más goloso a la vista. En fin…

Comencé entonces a mamar con deleite. Lo primero que aprecié al paladar, fue un ligero sabor a orín. Ya antes lo había captado al olfato. No quise decir nada. Pedirle que se lavara hubiera implicado implícita llamada de atención sobre aquel detalle. Hacerlo probablemente le hubiera cortado y no encontré el detalle de suficiente importancia como para ello.

-Házmelo con las tetas también -me pidió en un momento dado. Al primer momento no supe cómo tomármelo. ¿Quería decir aquello que no lo estaba haciendo suficientemente bien solo con la boca? No, más bien no. Sus movimientos de pelvis contra mi cara daban a entender lo contrario.  Le miré desde abajo a los ojos. Sonreí.

-Por supuesto.

Me gustó hacerlo. No era algo que hubiera prodigado mucho. Sí había hecho unas cuantas pajas con las tetas, pero nunca había sido algo en lo que me especializara particularmente. Mis amantes, incluido Carlos, las habían usado más que nada para sobarlas y mamar de ellas. Ver la mirada de Pedro ante las perspectiva de lo que le esperaba, encendida y encantada, me dio la certeza de que en lo sucesivo en cambio, haría muchas más.

Y no debí hacerlo muy mal, porque al cabo de unos minutos me tomó por el brazo para, ansioso, llevarme a la cama.

-Una condición –únicamente objeté con una misteriosa sonrisa.

-La que quieras.

-Nunca he bebido semen.

No pareció encontrar problema en ello.

-Vale, no te preocupes.

-No me has entendido.

Me miró ahora extrañado.

-Quiero hacerlo esta noche.

Sí, quería hacerlo. Aquella noche debía marcar un cambio importante en mi vida, y era cosa de señalizarlo bien. Y además, ciertamente me apetecía. Quería un cambio radical. En lo sucesivo iba a disfrutar del sexo y de la vida. Era como un nuevo despertar, como arribar de nuevo a la pubertad con nuevos propósitos e intenciones.

-Dejo de mamártela y vamos a la cama para que me folles bien follada, pero quiero que te corras en mi boca. Tu leche la quiero en mi boca.

Semejó divertirle la propuesta, si bien tampoco fue la reacción que hubiera esperado. Pensé que iba a resultarle especialmente excitante la idea. En cambio ya digo, se mostró divertido pero nada más.

Al primer pollazo me la hundió hasta los huevos. En la posición del perrito y desde atrás. Andaba ya más que lubricada, con lo cual yo misma fui la que a ello le incitó con mis movimientos. Fue maravilloso. Un orgasmo continuo casi desde el principio y hasta que él también se corrió sobre mis glúteos. Después se lamentó, casi antes de acabar de vaciarse.

-¡Ah, perdona! Olvidé…

-Te voy a matar –aseguré susurrante y melosa, todavía a cuatro patas y de espaldas a él, ligeramente ladeada la cabeza para sonreírle-. La siguiente la quiero en la boca sin falta.

Nos tendimos entonces boca arriba en la cama para charlar un poco. Él se levantó al cabo de unos minutos para tomar un par de botellitas y cocacolas del pequeño frigorífico del hotel y preparar un par de cubalibres. Luego seguimos hablando.

-Nunca hubiera imaginado que fueras así.

-Así… ¿cómo?

Se sintió atorado.

-Así de fogosa… caliente.

-¿Te molesta?

Giró el rostro para mirarme socarrón. Luego me dio un beso con lengua.

-Me encanta. Pero nunca lo hubiera imaginado. Eres una mujer increíble.

-Oh, vaya. Explícame eso.

-Siempre te había conocido tan seria… ¿Habías hecho algo así antes? Es decir… -me miró repentinamente preocupado- si no es indiscreción preguntarlo.

Reí encantada con mi conquista. ¡Era adorable! Ahora fui yo la que le besó. Ligeramente, sin lengua esta vez.

-No me molesta. Olvida que soy tu jefa. Esto que estamos haciendo no forma parte de tu contrato, ni va a verse perjudicada tu posición en el bufete pase lo que pase. Te lo prometo. Pregúntame lo que quieras y no temas molestarme. Tengo oídos, ¿sabes? –Sonreí pícaramente-. Sé lo que se cuenta de ti y aun así he decidido hacer esto. Ya cuento con que eres un golfo y un caradura.

-¡Ja, ja, ja¡ -rió ahora y yo lo acompañé.

-Está bien. La pregunta es pues: ¿Le habías sido antes infiel a Carlos?

-Sí.

-¿Sí? –se mostró muy sorprendido, haciéndome reír de nuevo.

-Pues claro que sí. Muchísimas veces.

Me sentía bien. Aquello no era cierto, vosotros ya sabéis, pero me gustaba la sensación de ser una mujer infiel a su marido. Me gustaba. Mucho.

-Y muchísimas más se lo voy a ser –añadí acercándome para besarlo de nuevo.

-¡Uff! ¿Quién lo hubiera dicho?

Me agradó su sorpresa.

-¿Por qué?

-Se te ha visto siempre tan correcta… tan respetuosa con él. Por eso me extrañó cuando antes me dijiste que te habías acordado de tu marido.

Reí divertida.

-¿Por qué te hace gracia? –se vio también él divertido.

-¿Crees que soy una mujer respetuosa con mi marido? ¿Una buena esposa?

-Pues yo hubiera jurado que sí. Al menos hasta esta noche.

Reímos.

-Pero me llamaste revoltosa cuando te dije que me había acordado de Carlos. Pareció que te gustaba que lo fuera.

-Sí.

-¿Por qué?

-No sé… fue morboso.

-¿Te pareció morboso estar poniéndole los cuernos a tu jefe y que además me acordara de él mientras me morreabas y me tocabas las tetas? –le pregunté sonriendo juguetona.

-Sí… -aceptó él ya más suelto-. Fue excitante. ¡Pero no se lo digas nunca!

-¡Ja, ja, ja! –reímos.

-Ahora verás…

Estirándome para alcanzar el bolso que permanecía en el suelo, extraje de él el móvil. Volviendo a la cama después, hice una llamada al de Carlos.

-¿Estás loca? ¡Son la una y media de la mañana!

Sí, entre unas cosas y otras había pasado el tiempo…

-Hola Ángela –se escuchó la voz de Carlos al otro lado del aparato.

-Hola Carlos –respondí sin perder mi pícara sonrisa ni dejar de mirar a Pedro a los ojos. Accioné el manos libres, al tiempo que con un dedo ante mis labios le conminaba a guardar silencio.

-Estaba ya durmiendo, me has despertado. ¿Ocurre algo?

-No, nada… -le respondí mientras me inclinaba sobre la entrepierna de mi amante- Es sólo que tengo que hacer un par de llamadas mañana y necesito el número de expediente de lo de Gonzalo Ribelles. ¿Puedes pasármelo?

-Claro, un momento…

Comencé a mamar entonces con deleite, mientras el ya nuevamente cornudo de mi marido se dirigía al despacho de casa para buscar el archivo.

-Vale, apunta… -se escuchó al cabo de unos minutos-. ¿Estás?

-Sí, sí… no te preocupes. Es que me duele un poco la garganta. Parece que me he constipado un poco y no quiero tener la voz tomada mañana. Por eso prefiero hablar poco, pero tú di que te escucho.

-Vaya… sí, métete en la cama y cuídate. Apunta pues.

Pedro estaba a punto de partirse de risa, haciendo verdaderos esfuerzos para no acabar en ello y  así delatando su presencia. Yo por mi parte, mamaba y le miraba a los ojos igualmente feliz.

Esta vez sí cumplió. ¡Y cómo! Quién hubiera dicho que ya llevaba dos corridas en las ultimas cinco o seis horas. M encantó. No tanto el sabor del semen, que ni fú ni fá –algo irritante al paladar, pero nada que llegue a lo desagradable tampoco-, como el morbo de sentir a un hombre derramarse en tu boca y beber hasta la última gota de su esencia. Es como si absorbieras su vitalidad. Como una especie de vampirismo sexual. Me encantó. Por supuesto, bastante después de haber colgado. Por supuesto.

Al día siguiente nos levantamos temprano. Nuestro cliente nos esperaba en el despacho del suyo. Mientras me abrochaba la camisa, Pedro llegó por detrás para rodearme con sus brazos y agarrarme las tetas. Me gustó mucho su forma de expresarme  su atención para con su jefa.

-¿Repetiremos?

Ladeé la cabeza para sonreírle encantada. Nos besamos.

-Claro que sí cariño.

Continuará.