Un calor espantoso

En pleno marzo, una ola de achicharrante calor, enmarca un relato de fetichismo.

A las 5:23 horas de la madrugada, la mujer se despertó cubierta de sudor y destapada, aun cuando era un marzo avanzado y la ventana del dormitorio estaba entreabierta, con la persiana bajada. Encendió la luz de la lámpara de la mesita, lo que provocó un gruñido de protesta por parte del hombre que dormía a su lado, y consultó, con ojos entornados y cubiertos de legañas, la temperatura de la habitación.

Treinta y cuatro grados.

Apoyándose en un codo, se incorporó despacio, teniendo en cuenta la importante barriga que lucía, en cuyo interior se gestaba un bebé de casi seis meses. Se calzó las pantuflas, después de buscarlas con los pies durante varios segundos, y se frotó los ojos en un intento de despejarse, aunque no pudo impedir que un bostezo se hiciese paso desde su estómago hasta su boca pastosa. El gesto la provocó un ligero calambre en la zona lumbar. Molesto, pero usual debido a lo avanzado de su gestación.

Pero seguro que la intensa actividad sexual que tuvo hasta altas horas con el hombre que volvía a roncar a su lado, ajeno a la luz crepuscular que invadía el dormitorio, y la posterior sesión de sexo que se provocó a sí misma para conciliar el sueño, también tendrían parte de culpa para que los músculos sobre los riñones se tensaran molestos.

Sonrió recordando el sexo disfrutado hacía pocas horas, pero otra urgencia la hizo olvidar rápidamente sus recuerdos. El calor que invadía el dormitorio (y toda la casa, constató al pasearse por el salón y la cocina en penumbras) no era normal. Y el termostato que regía la temperatura general de la vivienda estaba apagado.

Las noches anteriores se despertó por la mañana bañada en un sudor frío y pegajoso que la asustó pensando en el bienestar de la vida que bullía dentro suyo, pero hoy, repetido el mismo y extraño acontecimiento, una curiosidad, más que temor, se fue apoderando de ella.

¿Por qué hacía tanto calor en casa, estando en marzo y con las ventanas abiertas?

Entró al cuarto de baño a oscuras, se sentó en la taza del inodoro e hizo pis. Oyó el chorro impactando con fuerza contra la loza. Después se limpió con un pedazo de papel higiénico.

Antes de marchar, encendió la luz del espejo encima del lavabo. El flexo titiló unos instantes y a continuación irradió una potente luz que la obligó a entornar los ojos durante unos instantes. Cuando los abrió contempló su rostro. Una cabellera pelirroja caía desmadejada por sus hombros, enmarcando un perfil de líneas redondeadas donde unos pómulos anchos y unos labios gruesos y anaranjados dominaban el rostro. Numerosas pecas de color ámbar dominaban el puente de su nariz y un iris de un azul zafiro rodeaba unas pupilas empequeñecidas aún por la hiriente luz del flexo. Un cuello fino daba paso a unos hombros anchos y redondos que sujetaban las tiras de su camisón, aunque sus dos enormes pechos de piel y carne lechosa captaban de inmediato la atención, tanto por su tamaño como por la infinidad de más pecas anaranjadas entre ellos.

Cogió una bata colgada de la parte interior de la puerta del cuarto de baño, y aunque no se la puso, salió con ella a la galería, intentando no hacer mucho ruido al abrir la puerta corredera.

Se apoyó en la barandilla y oteó la calle que había debajo suyo, cuatro pisos más abajo. Pocas personas transitaban por la acera, y su mirada se detuvo, chasqueando la lengua de fastidio, al ver a un joven hacer eses en un estado de borrachera inconfundible. El joven terminó por vomitar entre dos coches aparcados junto a la acera, seguido de una sonora tos. Otro transeúnte que pasaba en ese momento a su lado, aceleró el paso, evitando cualquier tipo de relación con el joven. Éste, después de quedarse un rato apoyado entre el capó de uno de los coches y el maletero del otro, sobre el charco de vómito, retomó su paso, igual de errático, doblando la esquina y perdiéndose de vista.

Afuera también hacía calor, mucho calor.

–Esto es increíble –murmuró la joven embarazada, pensando tanto en el ambiente enrarecido reinante como en el comportamiento descerebrado de aquel joven. Además, al vomitar el chico, había manchado la rueda de uno de los coches en el que se había apoyado, que precisamente era el suyo.

De todas formas, pensó, no necesitaría el coche para el día siguiente. Ni para el posterior. Anteayer había presentado en la empresa la petición de baja por embarazo, unos cuantos días después de que sucediese aquello.

"Aquello" fue lo que catalizó los acontecimientos sucesivos de estos últimos días.

La mujer embarazada, llamémosla Julia, para evitar bostezos de aburrimiento por la repetición de palabras, se desnudó por completo y se sentó en una silla plástica reclinable en la galería, que acaba de comprar esa mañana.

Apoyados los brazos en los respaldos de la tumbona contempló su abdomen hinchado. Un sudor pegajoso fue abriéndose paso entre sus sienes y sus axilas, acumulándose también entre sus muslos. Aún desnuda, el tórrido calor era insoportable. A luz de la ciudad durmiente, con sus farolas titilando y el bramido lejano de los coches nocturnos, su piel blanquecina contrastaba con el naranja tiznado de marrón de las areolas de sus pezones. Los pechos caían redondos y pesados en sus costados mientras ella intentaba calmarse.

Intentar calmarse, pensó irónicamente Julia suspirando. Intentar calmarse. Joder. No es posible, no puedo. No sé por qué. Pero a cada día que pasa desde esa mañana mi apetito sexual es mayor y más urgente. Más fiero. A duras penas puede encontrar un lugar recogido e íntimo donde aplacarlo con una rápida masturbación. Y cuando ello no es posible, ocurre lo que no debería ocurrir.

–No es usual –dijo el doctor al que visitó hacía varias semanas–. Pero hay ocasiones en que, debido a la acumulación de sangre en la parte baja del vientre por el embarazo, se intensifican sobremanera los nervios en los genitales. Éstos provocan una reacción que la mujer percibe como una excitación, aunque en realidad sea un simple efecto secundario de la gestación.

–No, no es dañino para el bebé, por supuesto que no, Julia –sonrió el doctor ante su posterior pregunta temorosa–. En realidad, mientras no adopte posturas sexuales que sean molestas para usted o el bebé, se podrían considerar hasta beneficiosos esos impulsos: favorecen la unión emocional con su pareja y también son beneficiosos para su hijo: en el coito, debido al ejercicio, hay mayor oxigenación en la sangre; algo que el bebé agradecerá. Los movimientos durante el acto sexual también se trasladan al útero, resultando beneficiosos igualmente para su hijo. Incluso, si hay eyaculación vaginal

Y aquí el doctor calló cuando, explicando a la joven pelirroja las bondades del sexo durante la preñez mientras ojeaba el historial, ella se había acercado a su butaca tras la mesa que separaba al médico del paciente, y comenzaba a frotarle el pene encima del pantalón.

–¿Y su pareja? –preguntó el doctor con gesto alarmado, sintiendo ella el bulto crecer bajo su mano. Era evidente que el galeno no estaba escandalizado por el comportamiento de la joven. Se podría decir, incluso, que estaba halagado.

–Mi pareja me ayudó a hacer el niño y no sirvió para nada más, por lo que mi hijo y yo nos alegramos de que ya no esté en nuestras vidas –respondió Julia haciendo girar la butaca hacia ella y abriendo la bragueta.

–Esto es producto de su embarazo, de las hormonas, Julia. Cálmese y verá como

–¡Oh, cállese, por favor! Antes he requerido de sus servicios como médico, ahora requiero sus servicios como hombre. ¿Me va a ayudar o no? –preguntó sacando el miembro hinchado al aire.

El ginecólogo tragó saliva y consultó su reloj. Luego se levantó y se acercó a la puerta de la consulta a paso vivo (con el pene sacado y bamboleándose medio erecto, como una vara de zahorí) y corrió el cerrojo. Después volvió junto a su paciente con el mismo paso urgente y la hizo sentar sobre su mesa. Julia había aprovechado para bajarse las bragas y arremangarse la falda del vestido, solícita.

El doctor examinó con ojo clínico el aparato sexual de la joven y se mostró en sus labios una sonrisa amplia y libidinosa, acompañada de unos ojos entornados y un ceño fruncido.

–Hum –gruñe el ginecólogo apoyando sus manos en la cara interna de los muslos de la joven, muy cerca de su vulva–. Labios mayores hinchados, labios menores ampliamente irrigados de sangre mostrando un color encendido y ya cubiertos de secreciones vaginales. El clítoris está rosado y excitado, expuesto parcialmente. La entrada a la vagina excreta lubricaciones abundantes que

–Oh, Virgen santa, doctor –pide Julia con voz quejumbrosa, asiendo la cabeza del doctor por la nuca y estampando su cara contra su sexo–. Ya sé que estoy cachonda, lo que necesito es que me haga un apaño ya, joder.

A los pocos segundos siente, por fin, su lengua lamer su interior y gime desconsolada.

–Shhh –se alarma el doctor suplicándola silencio, con un dedo en los labios, incorporándose–, hay más pacientes, Julia, por amor de Dios. ¿Quiere buscarme la ruina?

La joven pelirroja sonríe con ojos brillantes y aprovecha el movimiento para despojar al ginecólogo de sus pantalones y bajar los calzoncillos de color fucsia. La bata blanca que viste parece un remedo de pantalla de cine iluminada por la claridad del amanecer que muestra el amplio ventanal detrás del temeroso doctor. Esto es una película equis, y ella es la protagonista desbocada de cabellera y deseos flamígeros, necesitada de carne tubular que le llene el coño. Un putón desorejado. Una ninfómana carente de sentimientos. Solo quiere aliviar la comezón que la corroe el interior.

El doctor se relame los labios de satisfacción y aplica sus manos sobre los pechos de Julia, mientras ésta le acaricia los testículos cubiertos de vello oscuro y ensortijado.

Los amasa, pellizca, comprime. Son dos buenos melones, piensa él, olvidando su condición de médico. Pero no puede dedicarles mucho tiempo, porque la paciente, agarrando con decisión su miembro se lo ensarta en la vagina.

Dios, está ardiendo por dentro, se asombra él al sentir su pene aprisionado en la carne interior de Julia. Esta joven está furibunda y el ansía del deseo la embarga por completo, no es normal. Pero no tiene tiempo de pensar mucho en ello porque Julia, atenazando las caderas del ginecólogo con las piernas, le obliga a hundir por completo el pene en su interior.

Con suavidad, logra pensar el ginecólogo entre espasmos y retortijones de placer, con suavidad, no vayas a hacerla daño, por Dios bendito.

–No se me frene, puto medicucho –jadea Julia sudando copiosamente por el febril esfuerzo de impedir con sus piernas que el médico refrene sus movimientos– ¿Es que nunca ha follado como Dios manda? ¡Rómpame el coño de una puñetera vez!

Y el médico, herido en su amor propio de hombre, entrecerrando los ojos y frunciendo el ceño con fuerza, dejando atrás ya de forma definitiva su condición de galeno, desdeñando el qué oirán los demás pacientes en la sala de espera, la agarra con decisión de las caderas y apremia la cadencia de sus embestidas.

Y cuando el deseo embarga al hombre y siente su orgasmo acercarse, las manos de ella lo separan del cuerpo femenino.

–Yo ya estoy, doctor, gracias por el polvo.

–Pero… –balbucea el hombre mientras siente sus testículos revolverse de ira y tensión.

–Otro día, si acaso, le dejo correrse, no se me ponga a llorar –responde la pelirroja incorporándose con rapidez al ver el mentón del ginecólogo temblar de ira y frustración.

El doctor, aún con el pene tieso, cubierto de fluidos, igual que sus ojos a punto de llorar, no puede pronunciar una palabra.

–Bueno, otro día no, mejor dicho la próxima semana, que tengo consulta el jueves. ¿A la misma hora, no? –pregunta Julia subiéndose las bragas y colocándose el vestido después.

El ginecólogo no asiente. Su miembro se va desinflando y sus testículos se van replegando en la bolsa escrotal. Aquí ya no hay tema, chicos, parecen decir, hoy nos toca jodernos y aguantarnos.

–¿Salgo ya o no le importa recibir a los demás así? –pregunta Julia descorriendo el cerrojo de la puerta.

El médico gira la cabeza, inmóvil en su posición, y la mira con ojos inyectados en sangre y el corazón aun bombeando adrenalina a un ritmo despiadado. Pero se deja caer en su butaca, con los pantalones bajados y el pito pringoso, escudándose tras la mesa.

–Oiga, por cierto, ¿sabe por qué hace tanta calor en la calle? –dice Julia con la mano en el manillar de la puerta, antes de abrirla.

Pero como el alelado doctor no responde, ella supone que no tiene respuesta.

–Hasta la próxima visita, señorita Julia –consigue balbucear él, por fin.

Ella le sonríe y sale de su consulta con aire ufano.

Ya verás, ya. Te voy a matar de placer para la próxima, maldita putorra, piensa el ginecólogo.

Cuando entra la siguiente pareja a la consulta se da cuenta que hoy su butaca está más fría de lo habitual.

Las 5:58 horas. Julia, repantingada en su tumbona de plástico blanco, recordando la experiencia de la visita al ginecólogo de hace varios días, no puede evitar que sus dedos recorran la parte interior de sus muslos sudorosos, acercándose a su fuente de placer. Tampoco puede evitar que sus dedos, al final, converjan sobre su sexo anhelante, deseoso de una caricia. O varias.

Comienza a masturbarse de forma metódica. El deseo la abruma y somete su voluntad.

Todo por aquel incidente, pensaba. De eso hacía varios días, un poco antes de la visita al ginecólogo. En el trabajo.

Trabajo del que ya puede irse despidiendo, pensó poco después de salir de la empresa esa mañana. Por múltiples causas. La primera por cogerse la baja por maternidad tan pronto. Las otras son más prosaicas

Julia continúa acariciándose con gestos sistemáticos su sexo cubierto de fino vello ambarino en la tumbona, incrementando su temperatura corporal y su libido.

Maldito trabajo

–Fina, ¿puedes cubrirme unos instantes, cariño? –pregunta Julia a su compañera mientras se levanta de la silla y se quita el mandil donde el logotipo de la conservera la cubre por completo la panza. Fina asiente con una sonrisa cómplice y la señala con la cabeza que vaya rápido al servicio.

Cuando Julia comentó a su supervisor su embarazo hacía meses, éste, pensando en el bienestar de la trabajadora a su cargo, la proporcionó un mandil de talla superior.

–Así no te quedará tan ceñido y seguirás trabajando cómoda, que para eso venimos aquí, ¿no? Para trabajar–dijo con una sonrisa estúpida no exenta de orgullo. Lo primera es pensar en los trabajadores a tu cargo, había decidido él. La regalaría un mandil extra valorado en doce euros.

Julia le respondió ese día con otra sonrisa y, en cuanto desapareció de la cadena de envasado, con un corte de mangas.

–Un mandil para tu puñetera madre, jodido cabrón –pensó.

Álvaro, el compañero que tenía Julia a la derecha, la miró con aire deliberadamente ausente mientras la veía alejarse, sopesando los pros y los contras de largar al supervisor la ausencia reiterada en el puesto de trabajo de su compañera. No era la primera vez que se iba así como así, desde que se quedó preñada. Que Julia abandonase su puesto, fuera de los descansos pactados en el convenio laboral, suponía trabajar un poco más, y, últimamente, el meter anchoas en tarritos, se le había antojado una tarea impropia de su valía. Impropia y monótona.

Él, un licenciado en Filosofía, camino de conseguir una diplomatura en Historia del Arte. Vamos, anda. Y lo mejor que había encontrado era embutir unas jodidas anchoas en tarritos diminutos y rellenarlos a continuación de aceite pringoso. Ocho horas al día, de lunes a viernes, y un sábado de cada tres.

Allí arriba tenía que estar, pensó, volviendo la cabeza para mirar la pequeña planta superior de la nave al fondo, donde, tras unos ventanales con cortinillas venecianas, los mandamases decidían si hoy había que embutir una anchoa más o menos en cada tarrillo o si para el próximo año tendrían una pausa extra para mear. Allí arriba debía estar, sí.

Su mirada se desvió hacia Julia, que se alejaba en dirección a los servicios a paso rápido para evitar ser descubierta.

Menudo cuento le echa ésta. Y luego querrá cobrar como los demás. Si quieres hijos, te jodes, apechugas y trabajas lo mismo, con bombo o sin él. Y si no, no haber follado sin condón, por idiota.

Sus ojos se posaron en el trasero de la compañera embarazada y sonrió con glotonería.

Menudo culazo tiene la muy puta, hay que joderse, pensó realamiéndose. Y cómo le han crecido las tetas, a la par que la tripa. A esa pelirroja me la follaba yo por el culo a la mínima oportunidad, sin miramientos. Y luego me la cascaba en sus tetas. Menudo par de globos que tiene la muy zorra.

Mientras Álvaro continuaba con sus elucubraciones, Fina le miraba de reojo, con el ceño fruncido.

Éste dará problemas, pensó la primera vez que Álvaro se sentó en el tramo Y–5 de la cadena de envasado, para cubrir la baja por incapacidad de una compañera. A sus cuarenta y ocho años, Fina había aprendido a calar a las personas con rapidez. E igual de rápidas eran sus manos a la hora de envasar anchoas, lo que la había permitido conservar el puesto cuando llegó la crisis de las anchoas marroquíes del noventa y cuatro.

–Fina, cariño, yo también me meo, vengo enseguida, no tardo –dijo Álvaro levantándose sin mirarla.

Uy, esto no pinta nada bien, pensó Fina, pero sólo dijo "Eso, no tardes, venga" mientras Álvaro seguía el camino de Julia hacia los servicios. Un puesto vacío se cubre rápido, pero dos… Y esas miradas que Álvaro echaba a la pobre Julia, cuando ésta no se daba cuenta, no prometían nada bueno. Pero había aprendido que, además de sus manos rápidas, su boca debía estar cerrada y sus pensamientos confinados en el fondo de su mente, al menos durante el trabajo. Sólo así seguiría "conservando" su puesto mañana.

Julia no se molestó en correr el cerrojo del servicio, dejando la puerta algo entornada. Colgó el mandil de talla extra en la parte superior de la puerta, avisando que el inodoro del cubículo estaba ocupado y se bajó los pantalones y las bragas para sentarse en el inodoro. Un sonoro chorro de orina golpeó con fuerza la loza.

Desde hacía varias semanas, tenía unas urgentes ganas de orinar que venían sin avisar, producto de la compresión en su vejiga a causa del bebé que se gestaba en su interior. Para colmo, el convenio laboral sólo estipulaba tres pausas para necesidades fisiológicas de cinco minutos en cada jornada. Algo claramente insuficiente para las embarazadas.

Cuando terminó de mear, se dio cuenta que no tenía papel higiénico. El porta–rollos estaba vacío.

Después de soltar varios tacos, resolvió: no me queda más remedio que buscar en los servicios de al lado. Mientras se paseaba con el sexo al aire y andares de pato con los pantalones bajados, oyó un sonido lejano que le pareció provenir de la nave. Debía darse prisa en volver, pero ahora tenía que encontrar un puñetero trozo de papel: unas gotas de orina se le iban escurriendo por el muslo derecho. Por fortuna, en el de al lado había un rollo entero sobre la cisterna.

No se molestó en cerrar la puerta mientras se limpiaba, por lo que cuando tiró el papel a la taza se quedó pasmada al ver delante suyo a Álvaro, apoyando sus brazos en el dintel de la puerta.

Su compañero exhibía una sonrisa gatuna y un bulto considerable en la entrepierna que el mandil del trabajo no ocultaba; más bien lo realzaba. Álvaro sería de su altura, enjuto y con cara chupada. Más joven, de unos veintitantos, pero ya canoso y con un mentón huidizo. Y sus ojos brillaban de lujuria contenida.

Se dio cuenta que el chico tenía los pantalones bajados hasta los tobillos, al igual que sus calzoncillos de color morado. Igual que ella.

Antes de que pudiese gritar, Álvaro entró en el cubículo y la amordazó con una mano en la boca, obligándola con un empujón a sentarse con violencia en la taza aún abierta del inodoro.

Julia no supo cómo su agresor consiguió desembarazarse de los pantalones sin auxilio de las manos, pero cerró la puerta de una patada y alargó la mano para correr el cerrojo mientras con la otra mano mantenía la mordaza en su boca.

Julia estaba tan aterrorizada que su cuerpo no emitió ningún movimiento. Sólo sus ojos azulados se revolvían inquietos y temerosos, encharcados ya por unas lágrimas que empezaban a aflorar.

–Escúchame bien, pelirroja –susurró Álvaro pegados sus labios a su oreja izquierda. Su aliento le quemaba la piel y la hacía temblar de pánico. El estado de shock en que Julia se encontraba fue interpretado erróneamente por Álvaro como una muestra de sometimiento. O quizás de resignación, pensó, aunque prefería que no fuese el caso.

–Ya sabes qué es lo que quiero –prosiguió–. Tú te dejas hacer, y luego volvemos cada uno a nuestros puestos, y aquí paz y después gloria. Además, te aseguro que vas a disfrutar mucho, perra. Si gritas, todo Dios vendrá a ver qué pasa. A mí me despiden. Pero tú no te irás de rositas: diré que no he podido forzar la puerta a menos que tú me hayas dejado entrar. Y, por cierto –sonrió Álvaro enseñando unos dientes desparejos y algo amarillentos–, te he hecho varias fotos con el móvil paseándote en el servicio con las bragas bajadas y limpiándote el coñito con la puerta abierta. Tú dirás.

Julia no consigue pensar nada. Solo tiembla angustiada. Pero al menos razona que Álvaro tendría las de ganar. Tiembla como una posesa y el temblor es, de nuevo, erróneamente interpretado por Álvaro como un asentimiento de su cabeza y la libera de su mordaza.

Aunque Julia quiere gritar, no puede. Sus brazos yacen exangües a sus costados y se deja hacer cuando Álvaro la hace levantarse y colocarse inclinada sobre el inodoro apoyada en la pared del fondo del cubículo. Levanta una pierna para que él la saque una pernera del pantalón arremangado y las bragas a continuación, para luego separar sus piernas con un toque en sus pies.

–¿Alguna vez te la han enchufado por el culo, Julia? –pregunta Álvaro quitándose el mandil y apoyando su cuerpo sobre la espalda doblada de Julia. Sus manos se cuelan debajo de la blusa de ella y se cierran sobre sus pechos, hundiendo las uñas en la maleable carne, a través del sujetador.

Precisamente hoy tenía que ponerme el de encaje, lamenta ella. Pero otro pensamiento la hace olvidar esa minucia: el pene de Álvaro descansa entre sus nalgas lechosas, advirtiendo del posterior internamiento en su ano. En su ano virgen. Y aquel miembro no es ninguna tontería. Lo nota gordo y duro. Y dolorosamente caliente.

–¿Sabes? Al fin le encontrado una utilidad práctica a los incómodos guantes de látex del trabajo –comenta Álvaro cuando introduce un dedo lubricado de aceite de oliva en el ano de Julia. Ésta da un respingo al notar el plástico tibio en el recto, aunque reconoce, cuando el dedo comienza a girar y doblarse en su interior, que la sensación es placentera.

Aunque ello no oculta el hecho de que la estén violando. Una lágrima cae derramada de su mejilla impactando en la cisterna del inodoro. Julia se acuerda de una tarde, hace años, cuando su madre la dijo, al verla salir con sus amigas de marcha, vestida con una minifalda ceñida, que lo difícil en una mujer no es bajarse las bragas; eso lo hace cualquiera con una borrachera encima o una obnubilación amorosa. O, Dios no lo quiera, drogada hasta arriba. Lo difícil es subírselas a tiempo, añadió.

Y esta vez, aunque no hubiese pensado que las palabras de su madre pudiesen ser interpretadas de forma tan literal, se lamenta de no haberla tenido en cuenta cuando siente un segundo dedo internarse en sus tripas, dilatando su esfínter.

Al menos, piensa, buscando la parte buena al asunto (si es que la puede haber), esto quizás ayude en mi estreñimiento.

El tercer dedo, sin embargo, pulveriza la posibilidad de sentir placer. Se interna de improviso, con alevosía (al menos, con más alevosía que los otros dos) y el dolor que le provoca en el anillo del esfínter le acuchilla por dentro. Por suerte, consigue relajar poco a poco el ano lo suficiente para minimizar el sufrimiento. Además, la mano libre de Álvaro está ahora pellizcando con saña su pezón, retirada la copa del sujetador por debajo de la blusa, y los ramalazos de placer pectoral mitigan el padecimiento anal. El pecho colgante se menea con los vaivenes de la sodomización digital y el pezón retorcido la restalla calambres de placer por el vientre. Julia no puede evitar gruñir, y el gruñido suena a martirio, pero también a placer, y eso es algo que se le escapa a Álvaro.

Necesito sentir en la palma de la mano sus pezones erectos, decide un Álvaro que siente como su polla vibra de emoción. Antes de follarla el culo necesito estrujar sus tetas. Pero para ello necesita despojar a Julia de su blusa y la prenda interior. Algo complicado cuando tienes la atención puesta en ensanchar un agujero con los dedos de otra mano. Lo intenta y falla. Lo vuelve a intentar, y vuelve a errar.

–¡Me cago en el puto sujetador! –exclama Álvaro arrancando la blusa e intentando desabrochar el sostén con movimientos torpes.

No es difícil desabrochar el sujetador con una mano, piensa Julia, pero el muy payaso lo quiere hacer con la zurda y con la otra mano continúa azuzándome el culo. Así no vamos a llegar a ninguna parte, decide tras unos segundos de espera, y perdido la paciencia, se desembaraza de los tirantes y se lo desabrocha ella misma con un movimiento diestro y certero. La prenda cae al inodoro con un sonido de "chof", y Julia chasquea la lengua de fastidio. Bueno, mejor mojado que roto, se consuela.

Para Álvaro, el gesto, olvidando apretujar los pechos desnudos y bamboleantes mientras la sigue penetrando con los tres dedos, es el signo inequívoco y triunfal de la confirmación de Julia ante la sesión de sexo. Pero algo le dice que el rumbo de los acontecimientos no se desarrolla como él quiere.

–Ya sabía yo que lo estabas deseando, puta desorejada –sisea apretando los tres dedos hasta el fondo.

Julia reconoce también, de repente, lo que ha hecho. Allanar el camino. Facilitar la violación. Predisposición. De perdidos, al río, se lamenta. La situación requiere un giro de ciento ochenta grados.

–Si no, me lo hubieras roto, manazas. Deja de hablar y métemela ya, que es para hoy.

–¿Qué? –balbucea Álvaro parpadeando confuso.

–Que si me la metes, lo haces ahora, criajo de mierda –dice Julia girando la cabeza y mirando frente a frente a su agresor con ojos de un azul gélido, sin lágrimas–, que tus dedos ya ni los siento. ¿No ves que ya tengo el culo bien abierto? Métemela ya, joder.

Álvaro abre la boca para contestarla pero no pronuncia ninguna palabra. Julia entorna una sonrisa. Ya no hay predisposición, es iniciativa. Álvaro detiene el movimiento de sus dedos en el interior de Julia y suelta el pezón atormentado.

Ahora la puntilla, piensa ella, al ver la punta del pene replegándose derrotado entre sus lechosas nalgas.

–No me irás a dejar ahora así, tirada, ¿verdad? No me vengas ahora con que es tu primera vez, no me jodas, por Dios.

Álvaro cierra la boca y saca sus dedos del ano sonrosado de Julia. Quizás no haya sido buena idea, piensa, no sé si me quedaré a gusto. ¿Y si la hago daño? O peor, ¿y si le hago daño al bebé?

De forma que, esquivando la mirada de Julia, la cual sigue inclinada y solícita, y con igual torpeza que con el sujetador, intenta subirse los pantalones con una mano, hasta que se da cuenta que se está pisando los bajos de la prenda.

Sin pronunciar palabra se termina de vestir, tratando de calmarse, y la con cabeza gacha, sale fuera del cubículo y musita antes de marchar un "vuelve pronto, Julia, que el supervisor estará al caer". Álvaro se aleja con rapidez y Julia cierra la puerta echando el cerrojo y se sienta en la taza del inodoro.

La mirada fija en la puerta y una sonrisa en la cara.

Ahora me da hasta pena, el pobre chaval, piensa. Repara en un teléfono móvil en el suelo, al lado de sus zapatos. El móvil de Álvaro. Se mira la cara sofocada a través del reflejo de la pantalla del aparato. Tiene el pelo rojo revuelto, las pecas de las mejillas encendidas y se está mordiendo el labio inferior.

Un cosquilleo que parece un lamento recorre su ano y la recuerda que ha estado a punto de ser violada, sin embargo.

Igual que Sergio, su ex, piensa. En cuanto les pides algo, te dejan tirada. Con un bombo o con un calentón del quince. Porque reconoce que Álvaro se lo estaba currando. Un poco más y la habría penetrado. ¿Qué placer hubiese sentido? Porque, mal que la pese, admite que estaba comenzando a disfrutar.

Para cuando se quiere dar cuenta, dos dedos se han introducido en su vagina. La intriga saber que aspecto puede tener su cara al correrse. No se asombra al notar su interior húmedo y caliente. El muy idiota…, piensa fastidiada, al final me toca hacerlo todo a mí. Con el pulgar se acaricia el clítoris y rápidamente alcanza el orgasmo, extendiendo las piernas tensas en el aire y apoyando la punta de los zapatos en la puerta.

Ya estaba cachonda, piensa cuando su respiración se calma y el corazón aminora el ritmo de los latidos, fue sencillo. No obstante, cuando las convulsiones del éxtasis la revolvieron las tripas, no pudo evitar cerrar los ojos para capturar esa sensación de abandono dentro suyo, perdiendo la oportunidad de ver su rostro desencajándose por el placer en la pantalla del móvil, por lo que, al fin y al cabo, se ha hecho un dedo para nada, de mala manera y no precisamente cómoda, sentada en la taza del inodoro.

Rescata su sujetador del interior de la taza y deja caer el móvil de Álvaro en su lugar, viéndolo girar y desaparecer en el agua amarillenta al tirar de la cadena.

Adiós chantaje, piensa mientras se sube las bragas y los pantalones." Maldito criajo…", escucha Julia una chirriante voz interior, "y tú… tenías que abrir la boca justo cuando estaba a punto de metértela. Y, ahora ¿qué? Te has hecho una paja a disgusto, sin pena ni gloria."

Esto lo tengo que remediar –responde en voz alta para sí–. Tengo que encontrar una buena polla que me llene de verdad, no unos puñeteros dedos que te dejan a medias.

De modo que Julia sale de los servicios después de constatar ante el espejo ajado que hay sobre los lavabos que su aspecto no evidencia nada extraño. Mete el sujetador húmedo en el bolso, recoge el mandil de talla superior que sigue en la puerta y dirige sus pasos hasta el ascensor que la lleva hasta la primera planta, la de zona noble.

Al salir del ascensor se topa con Hermenegildo, el dueño de la empresa. Un hombre cuarentón de cuerpo atlético y mirada inexcrutable.

–Disculpe, don Hermenegildo –le dice Julia cogiéndolo del brazo, porque está a punto de desaparecer en el ascensor–. Vengo a decirle que me cojo la baja por maternidad.

–Deberá hablar con el departamento de personal, señorita –responde el dueño algo asombrado de que un empleado le retenga. Y que ose hablar con él, incluso. Nota bajo la manga del traje como los dedos de la joven (bastante guapa, por cierto, piensa confundido) no sueltan su brazo.

–Y ellos se lo dirán a usted y usted decidirá si me conceden la baja o no, que ya sabemos, don Hermenegildo, cómo funcionan las cosas. Usted ya lo sabe; se lo he contado, y los dos nos evitamos mandos intermedios, que sólo sirven para cuando no se necesitan, ya me entiende. Me llamo Julia Comeña.

Y el dueño de la empresa, no puede evitar sonreír ante el comentario hiriente pero certero que pronuncia la joven. Nota como la tripa de la joven está hinchada, pero no tanto como la de su ex antes de parir al inútil de su hijo, y no cree justificable la baja con tanta antelación.

Pero asiente dándose por enterado y Julia le indica que dejará unos cuantos folios en blanco firmados sobre su taquilla, para que los rellenen a su gusto, y lo deja marchar.

–Por cierto, don Hermenegildo –dice Julia antes de que las puertas del ascensor se cierren–, ¿sabe usted por qué hace tanto calor en marzo?

–¿Y por qué habría de saberlo, señora Comeña?

–Señorita. Porque ustedes, los ricos, suelen saber las cosas antes que los demás, de siempre. Por eso lo digo.

Don Hermenegildo la responde encogiéndose de hombros, mostrando su ignorancia ante la pregunta de Julia y las puertas del ascensor se cierran, separándolos.

Diez minutos después, Julia sale de la fábrica, después de despedirse de Fina y los demás compañeros y compañeras. Y de Álvaro, que no la dirige la mirada, mientras se aplica con celeridad desacostumbrada a seguir embutiendo anchoas en tarritos.

Julia, repantigada en la tumbona, ya tiene dos dedos dentro de su vagina, afanándose en arrebañar con las uñas su interior, mientras su otra mano masajea con rudeza los pechos ya enrojecidos. Nota como se va resbalando por la tumbona a causa del sudor que baña por completo su cuerpo y mientras los primeros retortijones de tripas la avisan del orgasmo, se lamenta de haber comprado una tumbona de plástico, sin ningún cojín que retenga su cuerpo empapado.

Cuando los inicios del orgasmo comienzan a hacerla temblar las tripas, los primeros rayos de sol despuntan sobre los edificios de la ciudad.

Son las 8:47 horas cuando Julia se viste con la bata que cogió del cuarto de baño y entra en el piso de nuevo, con su cuerpo doblegado por el esfuerzo de la masturbación y los ecos de los placeres recordados. Al pasar por el dormitorio escucha los ligeros ronquidos del hombre aun dormitando y entra, de nuevo, al cuarto de baño para ducharse.

La mampara, una vez que su barriga hace que su cuerpo ocupe el doble de espacio que antes, se le antoja una celda transparente donde se siente apretada. Pero no tiene otra cosa, con lo que se despoja de la bata colgándola en una percha detrás de la puerta y se mete en el plato de ducha cerrando a sus espaldas el cristal de la mampara. El agua, primero fría, calma e insensibiliza todo su cuerpo, en especial su sexo, pero, poco a poco, la va notando tibia y llega un punto en el que la encuentra realmente caliente.

Inservible para detener su ansia. Lo que la corroe por dentro. El agua caliente no hace sino empeorar el asunto y, otra vez, empieza a notar como algo dentro, ahí abajo, comienza a desperezarse y a reclamar atención.

Sus dedos acuden presurosos y solícitos.

Julia no puede evitar gemir cuando nota los pezones tan endurecidos y sensibles que el sólo contacto con el agua, el simple roce de una gota, acrecienta su deseo.

No puedo seguir así, no es justo, piensa mientras una nebulosa rojiza empieza a invadir su mente, desplazando los demás pensamientos. Quiero sexo, pero no a todas horas. Así no puedo vivir a gusto, con este ansia que no me deja un momento de respiro, de descanso, de relajación.

Mientas sus dedos se abren paso entre el ensortijado vello flamígero de su pubis hasta su vulva, con el agua exacerbando sus sentidos, un chorro de pis, traicionero porque ha salido sin que ella lo pidiese ni avisase, se mezcla con el agua en el plato de ducha, tiñendo el agua de amarillo. Y calentando aún más el ambiente.

Julia se olvida que está miccionando y entreabre los labios, dejando que el agua hiriente que cae desde arriba se cuele entre sus dientes apretados. Ha alcanzado la entrada de su vagina con los dedos, separando sus pliegues hinchados, y nota con disgusto que también está húmeda por dentro. Disgusto que pronto se diluye entre latigazos de placer cuando varios dedos se cuelan en su interior.

Un pensamiento se resiste a morir entre las nubes rojizas que se adueñan de su mente. Hoy tengo que ir de nuevo al banco, piensa, a firmar el préstamo personal. Espero que esta vez no ocurra nada raro, desea, pero sabe que su cuerpo es traicionero y hará lo que él quiera, sin tenerla en cuenta. Como la vez anterior.

Roberto estrecha la mano del hombre que se levanta de la silla para marcharse y se despide con una sonrisa aun cuando le ha denegado el préstamo que solicitaba. Por fortuna se le ocurrió mirar en el registro de morosos antes de que firmara el contrato y allí encontró una deuda de telefonía móvil que arrastraba desde hacía años. Suficiente para denegar cualquier petición.

Mientras el hombre se aleja, Julia se sienta en la silla ocupada antes por el hombre y Roberto se asombra de tener enfrente de él a una mujer tan atractiva. Un ligero fastidio se fue abriendo paso entre las explicaciones que daba al hombre que abandonaba ahora la sucursal de por qué no podía obtener el préstamo, cuando vio a la joven pelirroja embarazada abanicarse con un folleto y de pie. Veinte minutos de pie. Y con el aire acondicionado estropeado. Su condición de embarazada la otorgaba un asiento con tal que ella solo se hubiese fijado en él, incluso se lo ofreció su compañero, pero ella declinó la oferta con una sonrisa mientras se apoyaba en la otra pierna y continuaba abanicándose el rostro y el escote.

Un escote formado por el gran triángulo dejado por el cuello de una blusa vaporosa con los dos botones superiores desabrochados, mostrando un canalillo largo y profundo, auspiciado por los dos enormes pechos que la pelirroja poseía, y cuyos pezones arañaban con ansia incómoda la tela de la blusa. Variadas pecas de tonalidades anaranjadas parecían encenderse como luces en su esternón, y el efecto era debido a un sudor que recorría por completo la parte visible de su cuerpo, dejando amplias manchas oscuras en la tela que cubría las axilas. Una falda floreada y amplia ocultaba sus piernas y su mesa de trabajo la impedía ver el calzado que la chica llevaba. Los mechones anaranjados e iridiscentes de su cabello parecían revolotear por su rostro angelical al abanicarse mientras exhibía una sonrisa condescendiente hacia la anciana que miraba su tripa con admiración.

Y luego estaban esos ojos acerados, brillantes, arrebatadores. Imposible no perder la mirada en ellos.

Sonrió con sonrisa profesional mientras estrechaba la mano de Julia, una vez que ésta tomó asiento.

–¿En qué puedo ayudarla, señorita? –preguntó.

–Buenos días, venía para contratar un préstamo personal de unos diez mil para hacer frente a los gastos de los primeros meses del niño.

–Esto está bien, hay que comenzar a pensar de inmediato en el bienestar de la criatura. ¿De cuánto está, por cierto?

Julia duda que la pregunta sea profesional, pero considera que si la ven más necesitada, quizás pueda apelar a un sentimiento de empatía.

–De ocho meses y dos semanas. Dentro de poco saldré de cuentas.

–Qué bien, ¿no?

Julia ignora que Roberto acaba de ser padre hace cuatro meses y sabe perfectamente que Julia no llevará más de seis de embarazo. Al instante se da cuenta de la estrategia de la joven. Pero se cuida de permitir que su rostro muestre su conclusión y exhibe una sonrisa lobuna.

–Pues si me deja su DNI, veremos qué podemos hacer.

Julia se coloca el bolso en el regazo y rebusca en el interior en busca de la cartera donde está el documento. Los movimientos de sus brazos hacen bambolearse a sus pechos y Roberto no puede evitar dar un respingo en su silla al ver la carne de los globos revolverse mientras los pezones siguen fijos, erectos, inamovibles.

Esos pezones le llaman, le susurran, le suplican. Muérdenos, pellízcanos, chúpanos. Te daremos un regalo, sí, un dulce regalo, Roberto.

Julia sonríe para sí porque ha notado la alteración de Roberto de reojo y su mente va calculando una nueva bifurcación de su estrategia. Entrega el documento a Roberto mientras se muerde el labio inferior sonriendo.

–Una ya no sabe qué tiene en el bolso con tantas cosas

Roberto sonríe condescendiente e introduciendo datos en el ordenador, examina los resultados con aparente concentración. Pero no puede evitar el sentirse azorado. Su miembro se rebulle entre sus piernas esperanzado, pero se dice a sí mismo que su mujer y su hijo son suficientes para él. Para reafirmar su pensamiento mira de reojo las fotos de su familia, pegadas en el marco inferior de la pantalla.

–No veo los datos de su pareja

–Es que no estoy casada –responde Julia, que ha retomado el abaniqueo haciendo que su cabello rojizo se alborote, sintiendo una gota de sudor resbalando por la nuca. Y el movimiento hace que sus pechos se agiten vibrantes. Roberto tiene un ojo en la pantalla y otro en las tetas oscilantes.

–Las cuentas a su nombre no están compartidas, están solo a su nombre. ¿Sólo tiene los ingresos de la nómina?

Julia asiente mientras separa las piernas permitiendo que sus bragas, empapadas de sudor, reciban algo de aire fresco tras la falda.

Roberto elimina la sonrisa de sus labios y traga saliva. Debido tanto a los movimientos provocadores de Julia como a la pésima respuesta que tiene que darla, porque no puede ofrecerla ninguna clase de préstamo con tan bajos ingresos.

–Su silencio significa que no, ¿verdad? –pregunta Julia con su tono de voz más lastimero.

Roberto asiente pero, de repente, una solución se abre paso en su cerebro. Quizás

–En realidad, señorita Comeña, tiene razón, no se la podría conceder el préstamo. Pero existe la posibilidad de que pueda proporcionárselo si se cumplen ciertas condiciones.

Julia parpadea aparentando sorpresa, deteniendo su abaniqueo. Una gota de sudor resbala ahora por su sien derecha y se hunde entre los mechones pegados a su pómulo.

Por supuesto que hay una posibilidad, piensa, te tengo cogido por los huevos, aunque aún tú no lo sepas. No hay más que verte las miradas que me echas a las tetas para darse cuenta.

–… porque si contrata –de repente se da cuenta que Roberto la está hablando, mientras ella se jactaba interiormente de su victoria sobre él– el seguro de la casa, el del coche y crea un plan de pensiones, habrá suficientes productos fidelizados que me permitan ofrecerla ese préstamo.

Julia sonríe de oreja a oreja y asiente con rostro feliz.

Y es entonces, de improviso, como siempre, cuando nota su vejiga apretarla el bajo vientre. Solo hace veinte minutos, por Dios, se lamenta.

–Necesito ir al servicio, por favor. No tendrán

Roberto no puede evitar sonreír al acordarse de las numerosas carreras que se pegaban su mujer y él cuando salían de paseo y debían volver deprisa a casa o entrar en algún sitio porque ella se quejaba de que se "iba por la pata abajo". Fue una época en la que entraron a tantos bares y cafeterías, que en algunos hasta ya les sonreían al entrar.

–Por supuesto, faltaría más, sígame, por favor –respondió Roberto mostrándola el camino hasta el servicio privado.

Julia le siguió atravesando una puerta disimulada en un rincón de la sucursal que llevaba hasta el servicio. Al lado estaba la caja fuerte del banco. Sacó las llaves del bolsillo del pantalón e intentó abrir la puerta cerrada, pero la cerradura no admitió la llave. Descubrió media docena más, de diferentes colores, y aspecto casi idéntico, en el llavero. Roberto no iba nunca al servicio en el trabajo.

Mientras iba probando con la tercera, sonrió con azoramiento a Julia, la cual había escondido las manos en la entrepierna, cruzando las piernas y mordiéndose el labio inferior. Sus cejas anaranjadas se curvaban hacia arriba y unas arrugas en la frente mostraban sin ninguna duda una tensión atroz.

–Por favor, dese prisa –suplicó Julia, sintiendo las primeras gotas de orina empapar sus bragas, ya de por sí húmedas por el sudor.

Cuando por fin abrió la puerta (llave morada, para más señas), Julia entró rauda y cerró la puerta tras de sí.

Roberto suspiró y se fijó en varias gotas amarillentas en el suelo, donde antes se había encontrado Julia. Se imaginó que no había podido retener por tanto tiempo la orina y ésta había resbalado por las piernas, llegando hasta los zapatos.

Un reguero de orina bajando por los muslos, se imaginó él. Un líquido caliente y rezumando las bragas discurriendo hacia abajo, empapando seguramente la falda. El olor característico de la orina le embotó las fosas nasales. Para cuando se quiso dar cuenta estaba acuclillado y husmando las gotas amarillentas del suelo, jugando con ellas con la punta de los dedos.

¿Pero qué estoy haciendo, por Dios?, pensó alarmado, levantándose. Pero tuvo que aflojarse el nudo de la corbata porque sentía una opresión en el cuello que le impedía respirar con normalidad.

En realidad, Roberto estaba excitado. Y él mismo se dio cuenta al notar su pene tieso bajo el calzoncillo, pugnando por salir del pantalón.

Entonces se dio cuenta de que Julia hacía varios minutos que había entrado en el servicio. ¿Cuánto tardaba su mujer en mear?, se pregunta intentando recordar aquellos paseos.

Estará limpiándose, pensó, e intentando hacer desaparecer el olor a pis de sus piernas y sus bragas. Y de su falda, quizás.

Pero transcurrieron cinco minutos y Roberto seguía esperando cada vez más intranquilo mirando su reloj. No oyó ningún ruido tras la puerta. Había intentado borrar las gotas de orina con la suela de los zapatos, pero el rastro húmedo persistía en el suelo y seguía notando el olor a pis en el pasillo.

Por fin, armándose de valor, golpeó con los nudillos la puerta del servicio.

–¿Está bien, Julia? –preguntó sin darse cuenta que la había llamado por su nombre.

Al no obtener respuesta, Roberto abrió la puerta sin pensarlo dos veces.

Julia estaba desnuda por completo, apoyada en el lavabo, con las manos detrás suyo asiendo el borde blanco de loza. El cabello le caía desordenado por el rostro inclinado, con su barbilla pegada al esternón. El azul de sus ojos refulgieron y de su labio inferior un hilo de saliva caía hasta sus pechos de piel blanquecina y pezones bulbosos. La tripa oronda daba paso a un pubis poblado de vello anaranjado y ensortijado, donde varias gotas de orina y sudor yacían atrapadas entre los bucles. Las dos nalgas se aposentaban sobre el borde del lavabo, apretada la carne contra la loza y sus dos esbeltas piernas, pecosas y de piel lechosa, estaban separadas y la mantenían de puntillas, con los gemelos recubiertos de piel empapada. A sus pies un enorme charco de orina cubría la base de la columna del lavabo. A la derecha yace la ropa arrebujada de Julia y su bolso, encima de la tapa del inodoro.

–No me dio tiempo –dice Julia en voz baja y rictus serio, sin un asomo de culpa en su tono–. Te estaba esperando, pero no quiero tu cara de asco ni tu pena, quiero tu polla, quiero que el olor intenso de tu semen se lleve el olor a pis que me sube desde abajo cubriéndome por completo.

Roberto da un paso atrás y siente como su corazón parece que le va a estallar dentro del pecho. El olor a orina cubre por completo el servicio, es cierto. Parpadea porque una gota de sudor ha atravesado su ceja y se ha colado por la comisura de su ojo derecho. Su mujer y su hijo yacen olvidados en lo más recóndito de su mente masculina. Casi no existen.

Da otro paso atrás, pero es para coger impuso y abalanzarse sobre una Julia que lo recibe alzando su rostro y encaramándose a la cuenca del lavabo, apoyando la espalda en el espejo trasero y permitiendo que su pelvis se levante y la raja de su sexo se muestre en todo su anaranjado esplendor.

Antes de que Roberto la estreche la cintura, su lengua ya se internado en la boca de Julia, aprisionando con sus labios los de ella, sintiendo un ardor que le impulsa, más si cabe, a explorar el interior de Julia.

Sus dedos resbalan en la piel sudorosa de la espalda y rápidamente suben hacia arriba, en busca de los tan ansiados pechos de la joven. Tibios y pesados, constata al apretujarlos. Los dedos resbalan en la carne dúctil y convergen en los pezones rígidos e hinchados.

Roberto se deja hacer, morreando a Julia, cuando ésta le despoja de la chaqueta y le quita el cinturón para luego bajar los pantalones y los calzoncillos que caen al suelo sobre el charco de orina. Con dificultad, a causa de su tripa hinchada, agarra el miembro enarbolado de Roberto y estira el prepucio hacia abajo descubriendo el glande ya cubierto de humedades y lo restriega sobre su sexo, empapándolo con su orina y sudor.

Los dedos de Roberto siguen apachurrando la carne de sus tetas mientras Julia dirige la punta del pene hacia la entrada de su vagina. Después clava las uñas con fuerza en las nalgas de Roberto, obligándole a penetrarla. Cuando siente como el miembro se abre paso en su interior, exhala un gemido de placer seguido de un ronco gruñido de congoja al notar como de sus pezones rezuma un chorro de leche.

–¡Joder! –no duda en exclamar Julia al sentir los dedos de Roberto pellizcar sus pezones, provocando que más regueros de líquido blanquecino broten de sus pechos empapando la camisa de él.

Roberto se inclina y estira las tetas hacia arriba para meterse los pezones húmedos en la boca. Nota los pinchazos de las uñas de ella en sus nalgas y, cada vez que clava las uñas en su carne, hunde con una embestida desbocada su miembro en el interior de Julia.

Pero lo que más ansía son las tetas. Absorbe con fruición la leche que desprenden los pezones. Ah, gime gozoso, ¡cuántas veces su mujer se ha puesto furiosa al acercarse a sus pechos lactantes para saborear el jugo que solo su hijo puede catar! Gritos, chillidos e insultos como pervertido, calentorro y animal han sido escupidos de los labios de su mujer. Pero él solo quiere probar la dulce leche de su mujer.

Pero la leche que mana de los pechos de Julia no es dulce. Es caramelo. Dulce a rabiar. Tibia y sabrosa. Y él quiere más y más, no se cansa de mamar.

Julia se siente algo molesta al sentir las tetas tirantes, pero la verga que la rellena el coño y el cosquilleo en los pezones de los sorbos de Roberto incrementan su ansia. Pero con Roberto mamando, concentrado en sus pechos, estando ella pendiente del ritmo de la penetración, no alcanzará el orgasmo nunca. Retira las manos de Roberto de sus tetas y éste se queda con la boca abierta, con un hilillo de baba blanquecina cayéndole por la mamola. Parece a punto de llorar. Como un bebé. Le han quitado su juguete favorito.

–Luego tendrás toda la leche que quieras –le consuela–, pero ahora quiero que me rompas el coño. Ya. Ahora.

Ante la promesa fácil, Roberto no se lo piensa dos veces y toma las riendas de los empellones, imprimiendo un ritmo demencial. Apoya las manos en el espejo sobre el lavabo y aprieta los dientes para aliviar los calambres que empiezan a recorrerle los muslos. Pero duran poco. Porque comienza a sentir como el semen fluye de sus testículos maltratados al ser golpeados contra el borde del lavabo en las embestidas. Fluye y asciende por su pene. Retiene por unos instantes la simiente en su interior porque así disfrutará más de la eyaculación. Cierra los ojos y agacha la cabeza, concentrándose.

Julia, presintiendo el orgasmo de Roberto, se saca el miembro de su interior y lo agita con frenesí, escurriéndosele varias veces entre los dedos a causa de sus propios fluidos que lo cubren.

La primera descarga no la ve pero al instante siente un goterón ardiente golpear en la barbilla. Los siguientes trallazos de semen se derraman sobre sus pechos y su vientre hinchado, discurriendo hasta su sexo, donde el agujero de su vagina aún está abierto, anhelante, esperando una simiente que no llegará. Roberto descarga una cantidad considerable de esperma grumoso y viscoso que adereza con gruñidos y exabruptos. Resopla como un poseso.

Y es sólo cuando sus testículos le manda una señal de dolor ante los golpes recibidos, cuando él se da cuenta que su orgasmo ha concluido y que Julia aún bufa por el esfuerzo hecho. Roberto tiene la respiración desordenada y su garganta está seca. Está sediento. Se lanza como un poseso hacia los pechos de Julia, hacia sus pezones rezumantes.

Julia le permite mamar unos minutos, se siente en deuda con ese hombre cuyo esperma algo amarillento y de olor penetrante y rancio la hecho olvidarse del tufo a orina que tiene debajo suyo en el suelo. Sus dedos se hunden en el cabello apelmazado de Roberto y le va acariciando con suavidad la nuca y los hombros. Deja que el pegote de semen, ya frío, que cuelga de su barbilla fluya en hilillos por entre sus pechos. No la importa.

–¿Sabes por qué hace tanto calor en marzo? –pregunta Julia.

Y como Roberto no responde, ella le obliga a mirarla, levantándole la cabeza, pero él no suelta el pezón de sus labios. Le repite la pregunta.

Roberta niega con la cabeza y sigue succionando leche.

Son las 9:18 horas cuando Julia sale de la ducha y se está secando el pelo enfrente del espejo. Oye como el hombre que ha dormido a su lado ya se ha levantado y está armando barullo en la cocina abriendo armarios y buscando algo para desayunar. Huele el aroma a café recién hecho y unas tostadas, y al poco oye las noticias de la radio.

Una mañana de un día cualquiera, piensa, mientras frota la toalla con energía sobre los mechones anaranjados de su cabello.

Julia se viste con un albornoz y camina descalza hasta la cocina. Antes de entrar un pensamiento aparece en su mente.

Yo vivo sola. Hoy he dormido con un hombre. ¿Qué pasó anoche? Joder, ni siquiera me acuerdo de su nombre. Ni de su cara. ¿Quién será? ¿El ginecólogo o Álvaro? ¿O quizás Pedro, el primo? Creo que es Luis, el del taller. No, no puede ser Luis porque tiene mucha tripa y el hombre en la cama no.

–Buenos días, cariño –saluda Hermenegildo en calzoncillos, acercándose y plantando un beso tierno en los labios de una Julia que no puede ocultar su desconcierto en el rostro, algo que el director de la conservera advierte preocupado–. ¿Te pasa algo?

Como Julia no responde, Hermenegildo cree que está enfadada por algo. Pero no intuye porqué. Se le ocurre algo para sonsacárselo.

–¿Sabes?, ya sé por qué estamos teniendo tanto calor en marzo, me lo ha dicho mi amigo Fidel, el hombre del tiempo de la tele.

Julia sigue sin pronunciar una palabra. Pero se acerca al director de la empresa donde trabaja y, acuclillándose, le baja los calzoncillos, mostrando un pene circuncidado y respingón.

Ah, ya me acuerdo, sonríe Julia al llevárselo a la boca.

Ginés Linares.

gines.linares@gmail.com

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