Un beso en la mejilla
Es todo lo que de esa hermosa niña quiero.
Siempre pensé que asistir a la escuela sería un martirio, mis primos, los que me llevan un par de años, me lo habían dicho. Que tienes que obedecer a una señora que no es tu madre, pero se porta como si lo fuera y que además, suele ser gorda y fea. Que te dejan miles de tareas que te quitan el tiempo para jugar, pero de no hacerlas te ganas unos buenos golpes con la regla. Puras cosas desagradables me contaban acerca de lo que sería mi estadía en el colegio.
Y así, con esa mala imagen de lo que significa estudiar, llegó el primer día y yo, agarrado a la pierna de mi madre como una garrapata, me negaba siquiera a entrar. Mi progenitora, muy apenada porque era yo el único con esa actitud negativa, trataba de convencerme de que me gustaría, pero con cada una de sus palabras mi llanto, que en realidad se trataba de gritos sin lágrimas, se hacía más amargo. No quería separarme de ella, no quería que me dejara en aquel lugar que en mi imaginación lucía horrible, que en mi mente estaba decorado con arañas y monstruos en vez de con globos y payasos.
Seguía llorando, pataleando y en fin, haciendo el berrinche de mi vida, cuando esa señora gorda y fea llamada profesora de la que mis primos me habían hablado, apareció en escena. Era menos agraciada de lo que había creído. Tenía el cuerpo de dos elefantes, el cabello lleno de telarañas, una nariz enorme y puntiaguda con una verruga en la punta y unos lentes que casi hacían desaparecer a sus ojos. La espeluznante criatura, al ver lo difícil que le resultaba a mi madre controlar mi mal comportamiento, se acercaba a nosotros para llevarme consigo, para adentrarme en su mundo de maldad y oscuridad.
Yo le pedí a la autora de mis días que no se lo permitiera, pero ella, volteando su cara para no ver mi sufrimiento, simplemente se despidió, dejándome a cargo de aquella malvada mujer, quien de inmediato me condujo, arrastrándome de las orejas, hasta el salón de clases. Me aventó contra una de las butacas, la que se encontraba hasta el fondo, advirtiéndome que si a ella le hacía uno de esos berrinches, la pasaría muy pero muy mal. Me dijo que no le gustaban los niños caprichosos y que se encargaría de regresarme al camino de la obediencia y las buenas costumbres.
Así comenzó la escuela para mí y, aunque en el fondo me habría gustado que la realidad fuera diferente, me di cuenta que todos esos malos rumores que de mis primos había escuchado, eran ciertos. Aquel cajón con barrotes en las ventanas al que la espantosa profesora llamaba aula, parecía más bien una cárcel. Y aquellos niños que tenía como compañeros, parecían más bien reos de la penitenciaría más custodiada del país, de esos que mantienen en áreas de máxima seguridad porque son como una bomba de tiempo contra la humanidad, uno con peor pinta que el otro. En resumen: todos unos delincuentes infantiles.
Todos me miraban con ganas de asesinarme, como si lo hubieran planeado junto con la celadora y estuvieran esperando un simple descuido de mi parte para hacerlo. Era como si me odiaran, como si sintieran envidia de mi clase y atractiva apariencia, algo de lo que ellos, con esas cabelleras llenas de piojos y esas narices derramando mocos, carecían. Podía entenderlo, pero no por eso los justificaba. Yo no tenía la culpa de que fueran menos guapos que yo. Ese era asunto de sus padres y no mío, pero así son los niños: las criaturas más crueles y egoístas que sobre el mundo pueden existir. A ellos no les importaba quien fuera el culpable de su desgracia, sino con quien podían desquitarse y ese...ese era yo.
Los días pasaron y las tres horas en aquella prisión me resultaban cada vez más insoportables. Me la vivía cuidándome de aquellos maleantes, que en más de una vez habían intentado matarme. Algunos quisieron enterrarme un lápiz en el corazón y otros ahogarme con la leche del desayuno, pero gracias a mi habilidad y fuerza había podido salvar todos sus atentados. Sin embargo, por más resistencia que mostrara me estaba cansando. Necesitaba al menos un poco de ayuda y afortunadamente, el cielo me la envió.
Cuando ya estaba pensando en el plan de huída, cuando había sacado todos mis ahorros del cochinito para sobornar a quien se dejara, algo inesperado y hermoso sucedió. La gorda y horrible profesora, con esa voz de sargento malhumorado, anunció la llegada de una nueva alumna. Cuando escuché la noticia no le di mucha importancia, pensé que se trataría de una delincuente más que no tardaría en unirse a esa conspiración en mí contra, pero me equivoqué. A la celadora se le había olvidado mencionar que esa nueva alumna era más que un simple humano: era un ángel, una diosa.
Desde que entró al salón, disipó toda esa oscuridad con el resplandor de sus alas, que combinaban perfecto con su celestial belleza y su atuendo de princesa de cuento de hadas. Su cabello rubio y rizado brillaba como el sol, cayendo con gracia por sus hombros y su frente. Sus ojos negros y de largas pestañas captaron mi atención al cruzarse con los míos y su boca pequeña con una fina capa de labial rosa devoró mi corazón.
Se llamaba Ángela, que nombre tan más apropiado. Se llamaba Ángela y caminó hacia mí, con su vestido blanco moviéndose por el viento que provocaban sus alas y su sonrisa quitándole el sentido a todos los ahí presentes. Se llamaba Ángela y se sentó a mi lado, mirándome con una ternura que sólo había visto en las pinturas de la virgen María. Se llamaba Ángela y me extendió su mano, para saludarme. Y entonces fui yo el que me sentí como un criminal que no merecía siquiera tocarla, pero lo hice, me atraía como un imán. Y al tacto de su tersa y blanca piel todo mi cuerpo se estremeció, sentí un extraño cosquilleo que me recorrió entero y no me permitió decirle mi nombre la primera vez que me lo preguntó. Me ponía más que nervioso. Saberla tan cerca me inquietaba.
El tiempo transcurrió tal vez más lentamente que en días anteriores y yo no terminé esos ejercicios que generalmente completaba en unos cuantos minutos. Su presencia me volvía un idiota y no podía hacer otra cosa que contemplarla. La malvada profesora, que de repente ya no se veía tan gorda ni tan fea, me regañó por no haber terminado mis labores, pero no me importó. Ángela me consoló con una mirada cómplice y un hasta mañana.
Me despedí de ella y esa imagen que tenía sobre la escuela dio un giro completo. De pronto, las arañas y los monstruos que decoraban las paredes ya no estaban y mis compañeros, a los que antes veía como delincuentes infantiles de la peor calaña, lucían como niños comunes y corrientes. Incluso la profesora se deshizo de esos lentes, esa nariz y esa verruga y, con una voz que ya no se parecía a la de un sargento malhumorado, me dijo adiós. Todo había cambiado gracias a ella, gracias a Ángela. Siendo otras las circunstancias me habría sentido aliviado de que las clases llegaran a su fin, pero ya no era así. Apenas habíamos salido y ya la extrañaba, ya quería que llegara la mañana siguiente para sentarme a su lado y contemplarla como la obra de arte que era.
La tarde y la noche fueron poco menos que una tortura para mis ansias de volver a verla. Mis dedos golpeaban con rapidez cada superficie que encontraban, delatando mi desesperación. Ya en la cama, me movía de un lado para otro sin poder cerrar los ojos. Miraba el reloj cada dos minutos sin, obviamente, notar que avanzara demasiado. Escuchaba a los perros callejeros aullar y por poco les hacía compañía, para desahogar un poco mi pena y mis ansias. Me estaba volviendo loco, pero finalmente el sueño me venció y dormí con una eterna sonrisa en mis labios, pues soñé con ella.
Por fin amaneció y, para la sorpresa de mi madre, me levanté sin que me lo dijeran. Tomé un baño sin la ayuda de nadie y me vestí con el mejor atuendo que pude encontrar en mi clóset. Le pedí que me preparara un emparedado extra y, sin siquiera desayunar pues no quería más alimento que la imagen de Ángela, salimos con rumbo a la escuela.
La autora de mis días condujo a toda velocidad porque yo así se lo pedí. Un tránsito le puso una multa por pasarse un alto, pero me ofrecí a pagarla con mis ahorros por haberla presionado a pisar el acelerador a fondo. Podría haberle entregado mi alma si con eso hubiéramos llegado más pronto a la puerta del colegio. Lo único que quería era verla y mi sueño se cumplió. El auto de su padre se estacionó junto al nuestro y los dos bajamos al mismo tiempo, cruzando nuestras miradas como por instinto, como si estuviéramos destinados el uno para el otro.
Tan hipnotizado estaba con su belleza y tan contento de volver a verla, que olvidé algo más que despedirme de mi madre. Entramos caminando uno al lado del otro, juntos hasta nuestros respectivos asientos y después nos sentamos a aguardar a los demás, a mis compañeros y a la profesora, para dar inicio a las clases. Y me límite a contemplarla, esperando la campanada que anunciara el recreo, momento que aprovecharía para conquistarla y ganarme algo más que su sonrisa.
El momento llegó, la campana sonó y todos, tomando nuestras loncheras, salimos al patio para desayunar. Le sugerí que nos sentáramos en la banca más alejada y aceptó. Con un temblor incontrolable en mis manos, saqué el emparedado extra y se lo di, diciéndole que lo había preparado con todo mi cariño y especialmente para ella. Lo tomó con sus manos de muñeca de porcelana y, después de darme las gracias por tan encantador detalle, me dijo que cerrara los ojos. En medio de la oscuridad fui sintiendo como se acercaba a mi rostro. Mis puños también estaban cerrados y apretaba los dientes. El estómago se retorcía en mi interior. Luego de unos segundos de intenso nerviosismo, me besó en la mejilla, con esos labios pintados de rosa. Una sensación parecida a la que se experimenta cuando se orina después de mucho tiempo aguantar, se originó entre mis piernas y viajó por todo mi cuerpo cuando sentí esa tierna e infantil caricia. Ella era un ángel y con ese beso me había llevado al cielo.
Habiéndome recuperado de esa tormenta de emociones, abrí los ojos para entrar en una realidad mucho menos perfecta que aquella donde la niña más hermosa me besaba. Ángela no estaba a mi lado. Fue tan grande la alegría que me dio volver a verla, que había olvidado mi lonchera en el coche de mi madre, por lo que no pude darle ese emparedado con el que me ganaría su corazón. Todo había sido un sueño, todo excepto esa sensación de estar orinando. Mis pantalones estaban mojados y Ángela no estaba conmigo.
Cuando creí que las cosas no podían empeorar, el ser más precioso sobre la tierra, al darse cuenta de que estaba alejado del grupo y sin alimento alguno, se me acercó para invitarme de su almuerzo. Me dio un trozo de pastel, al mismo tiempo que secaba con una servilleta esa mancha en mis pantalones. No pude ni probar bocado. No me estaba dando un beso, pero aquello se sentía mucho mejor. Los colores se me subieron a la cara y sólo atiné a decir gracias y sonreír como un idiota. Un par de minutos después, se detuvo y regresó con sus amigas, dejándome con la rebanada de pastel y lo que después, por boca de mis primos, los que me llevan más de un par de años, supe era una erección, palabra que no me dijo absolutamente nada.
Mis planes no resultaron como lo esperaba, pero tampoco estuvieron mal. Ya tendré otra oportunidad para conseguir ese beso en la mejilla que cumpla mis fantasías. Por el momento me dormiré y soñaré con ese ángel que me quita la respiración y por el que pierdo el sentido. Ese ángel al que siento que ya amo.