Un baño de caricias

Una dura jornada laboral, un baño relajante, un mensaje, una lamada telefónica...

Se descalzó nada más llegar a su habitación en aquel hotel. Una habitación amplia, con recibidor y suelo de madera sobre el que caminó hasta llegar al baño y empezar a llenar la bañera.

Luego al dormitorio, donde dejó caer sobre la cama su bolso, su maletín de trabajo, expedientes y dossieres que había recogido en esa reunión que la había mantenido todo el día ocupada y lejos de su ciudad de origen.

Desabrochó lentamente su rebeca de punto de color verde, doblándola con sumo cuidado y dejándola encima de una silla. Después, su falda de gasa que deslizó hasta el suelo. Bajo la silla, sus sandalias de piel.

Sacó del bolso su caja de cigarrillos y mientras la bañera terminaba de llenarse, se fumó un pitillo saboreando cada calada, como si en cada bocanada soltara, además del humo, uno a uno todos esos momentos de su día de los que quería desprenderse tras su agotadora jornada laboral.

En el cuarto de baño terminó de quitarse la ropa interior y mientras lo hacía, se miró en el espejo. Contempló sus senos y su vientre desnudos, desmaquilló su rostro y cepilló su pelo recogiéndolo con un palillo chino alto para evitar que se le mojara. Se sumergió en la bañera y cerró los ojos. El contacto con el agua caliente erizó su piel. Reposada como estaba y sin necesidad de mirarlo, vio su cuerpo flotar. Tenía los pies hinchados y los movía dentro del agua, provocando olas para masajearlos.

El vaivén de las olas llegaba hasta sus pechos pasando por su vientre. Su relajante baño se vio gratamente interrumpido por un sms en su móvil… ¿Qué tal tu noche? ¿Qué haces? Era él, que desde hacía a penas unos días, la sorprendía con algunos mensajes que ella recibía con una sonrisa.

A los pocos minutos, un nuevo sms… así que dándote un baño y no me has invitado… Ella ya pensó en la sonrisa que él habría puesto al escribir aquello y lo imaginarlo en el salón de su casa, tumbado en el sofá y habiéndole quitado el sonido a la TV, como si con ese gesto buscara la mayor de las intimidades para comunicarse con ella. Y volvió a sonreír.

No tardó mucho en sonar el teléfono y percibir desde el otro lado su voz, casi susurrante, y a veces entrecortada por la poca cobertura. Mientras hablaban y sumida en una ligera levitación, ella acariciaba su propio cuello con las yemas de sus dedos. Lo hacía despacio, desde la base de su oreja hasta el nacimiento de sus pechos, dibujando su hombro, entreteniéndose en cada peca como si tocara las teclas de un piano y cuya música saliera de su boca convertida en suspiros.

Apenas rozaba sus pezones, bastaba el eco de su voz para despertarlos y endurecerlos bravíos con cada palabra. Su vientre temblaba al acariciar su ombligo y en un sin querer, sus rodillas se separaron, abriendo sus piernas que contemplaba y de las que presumía. Sacaba un pie del agua, levantándolo y dejando que el agua resbalara por sus tobillos y jugara entre sus dedos. Y en ese momento echó de menos el mar, añoró no estar cerca de una playa y que la luna fuera quien la bañara.

Aprovechó que la llamada se había cortado para salir de la bañera y envolver su cuerpo en una toalla. Se tumbó en la cama, boca arriba y desnuda y se cubrió con la sábana, dejando uno de sus pies al descubierto, como siempre hacía, fuera invierno o verano. Ella decía que era una tonta manía, pero aquello la identificaba y a veces, resultaba gracioso verla como en pleno invierno se tapaba hasta las cejas y su pie permanecía fuera de la cama, frío como el hielo.

Y de nuevo sonó su teléfono. Oírle le resultaba tan relajante como excitante. Esa tranquilidad que le daba el saberle ahí y a la vez la inquietud de no tenerle, era tan mortificante como placentera. Él le pedía que no pensara en nada, que se dejara llevar y que le imaginara allí, junto a ella en aquella cama, sin cuya presencia parecía vacía. Era como una lucha entre dos partes de ella misma. Una, que quería dejarse llevar por la invitación de sus palabras, abandonarse a acariciar su cuerpo con el deseo que él describía. Y la otra, la que le impedía hacerlo, la que se negaba a imaginarle allí y reclamaba a gritos su presencia, la de su cuerpo, la de su carne. Ella no quería pensarle, ella deseaba que estuviera allí, de verdad, con la piel pegada a la suya, boca con boca, sexo con sexo. Y en ese enfrentamiento de sus dos yo, rompió a llorar como una niña, ahogada entre lágrimas y gemidos, entre temblores y escalofríos. Cerraba las piernas con fuerza, apretando sus rodillas, como si con ese gesto, por un lado se negara el placer que sentía y por otro, no quisiera dejar de sentir el tamboreo que el latir de su propio sexo le proporcionaba. Y resistiéndose una vez más a aquellas imágenes que su propia mente le devolvía, tan pronto pellizcaba sus pezones como se los cubría evitando que cualquier mano que no fuera la suya y estuviera presente se los pellizcara.

Y en esa lucha llegó al orgasmo, envuelta entre las sábanas, regada en un sudor que olía a deseo y a hembra, con el corazón acelerado y clavado entre sus piernas, arañándole las entrañas y quemándole el alma en un quejío.

Tras aquello mil preguntas que sin razón se hacía, mil dudas que la envolvían y de nuevo sus palabras que se dejaban oír al otro lado de la línea telefónica más sosegadas, más tibias, lejanas a las que minutos antes sonaban con intensidad y retumbaban en sus adentros mientras entre lágrimas pedían que la follara y suplicaban que la deseara.

Ya daba igual que él volviera a hablarle de aquella otra mujer, ese fantasma al que ella había empezado a tener miedo y que la devolvía al mundo real cuando, sin quererlo, se abandonaba a pensarle en cualquier momento, aún sabiendo que no debía hacerlo y solo se lo permitía en pequeñas dosis, cuando se desprendía de aquel escudo con el que desde hacía más de un año se había cubierto el cuerpo y el alma para no ser herida.