Un año de pasión con mi hijo V, Festín incestuoso
ADVERTENCIA: RELATO TOTALMENTE SEXUAL Mi hijo y yo dejamos atrás los tabúes, los miedos y prejuicios impuestos por la sociedad. Nuestros cuerpos vibran con el placer que aprendemos a darnos mutuamente
Elyk hurgó entre mis nalgas con una mano para verificar que la unión de nuestros genitales era total. Después me abrazó con fuerza. Caminó, conmigo a cuestas, hacia mi habitación.
Lo que con cualquier otra persona habría representado el final de un encuentro sexual, al lado de mi hijo se convertía en el inicio de una sesión de sexo apoteósico y desenfrenado.
En la casa de junto, el vecino puso el LP “Breathless”, de Kenny G.; en ese momento no supe si fue para evitar escuchar cómo follábamos mi hijo y yo o para darnos una serenata de música sensual y relajante que enmarcara nuestros primeros coitos incestuosos.
Elyk me llevó a mi habitación y dando la espalda a mi cama, se dejó caer junto conmigo. El cuerpo de mi hijo chocó con el colchón, su verga me penetró hasta el útero y ambos gritamos apasionados. Con la respiración agitada, apoyé mis manos sobre los pectorales del chico que había parido dieciocho años antes.
Tras permitir que recuperara el aliento, mi hijo hizo que me enderezara sin desacoplarme. Quedé de rodillas, al borde del colchón, con el cuerpo de mi hijo entre mis muslos y su hombría dentro de mi coño. Él estaba acostado, con la mitad del cuerpo sobre la cama, las piernas flexionadas y los pies apoyados en la alfombra. Me sostuvo por la cintura con ambas manos y, con una sonrisa de medio lado, volvió a follarme como nunca hubiera podido hacer su padre.
Durante el programa de acondicionamiento físico militar, yo había inculcado a mi hijo la idea de saber aprovechar los elementos del entorno para atacar o defenderse; en esta ocasión, parecía aplicar ese modo de pensar al sublime arte de dar placer a su propia madre.
Aprovechando la postura, Elyk impulsaba la pelvis hacia delante para penetrarme hasta la matriz, enfatizando el movimiento con el tirón que daba a mi cintura con ambas manos. Yo, excitada hasta el límite, recibía su verga y la apretaba con los músculos internos de mi vagina para gozar de la inmersión y el desplazamiento en retroceso que era amortiguado por los resortes del colchón.
Él aprovechaba el rebote que brindaba la cama para tomar más impulso y volver a penetrarme con brío mientras me sostenía por la cintura para evitar que me cayera. No sabía si aquello lo había aprendido en algún VHS pornográfico de los que yo solía comprarle, pero la idea de tomar la cama como juguete sexual rompió el concepto de lo que yo consideraba un mueble de descanso.
La verga de mi hijo recorría todo mi canal vaginal, manteniendo activas y estimuladas mis zonas erógenas internas. Mi “Punto G” parecía arder en oleadas de gozo y enviaba señales incandescentes a todas mis terminaciones nerviosas.
Mis tetas saltaban sin control, al ritmo del rebote de mi cuerpo penetrado incontables veces por el mástil de mi hijo. La expresión en el rostro de Elyk indicaba el más sublime estado de felicidad que jamás le hubiera conocido. Quizá, de haber sabido que mi hijo gozaría tanto follando conmigo, me habría atrevido a seducirlo desde el día que cumplió dieciocho años.
Los vecinos subieron el volumen de la música y comprendí que se debía a que, involuntariamente, yo había estado gritando de placer por la faena amatoria que habíamos montado.
Los estímulos de placer rudo, el sentirme escuchada, la expresión de dicha en el rostro de mi hijo, el contraste de nuestras tonalidades de piel y los aromas que desprendían nuestros cuerpos fueron factores que, entremezclados, me hicieron proferir un grito aún mayor que los anteriores para expresar la descarga de dicha que me recorrió por el orgasmo múltiple que se apoderó de mi cuerpo.
Me corría incesantemente. Todo mi organismo parecía conectado a una corriente pasional que se me figuró interminable. Oleadas de dicha recorrían mis terminaciones nerviosas mientras mi coño oprimía la verga incestuosa que no cejaba en su empeño por multiplicar mi deleite, mostrarme hitos del placer que nunca creí posibles, llevarme hasta el límite y seguir encaminándome para romper nuevas barreras.
Clavé las uñas en las manos que sujetaban mi cintura mientras el imparable ariete negaba toda posibilidad de tregua a mi cuerpo en pleno paroxismo. Cerré los ojos con fuerza y noté que estaban anegados en lágrimas de dicha.
Eones de lujuria después, me dejé caer sobre el cuerpo de mi hijo cuando sentí que la intensidad de mi orgasmo disminuía. Él redujo la fuerza de sus penetraciones para permitirme disfrutar los últimos estertores del clímax. No solamente su verga se adaptaba a ala perfección al interior de mi coño, sino que sus instintos amatorios parecían ser compatibles con los míos. Su cuerpo estaba genéticamente diseñado para satisfacerme y sus facultades de amante estaban programadas para congeniar con las mías.
Cuando detuvimos el movimiento noté que Elyk no se había corrido en este acoplamiento.
Me sentía pletórica. Hubiéramos podido detener nuestro encuentro en ese momento y me habría quedado satisfecha, pero no deseaba cortar ahí. Me desacoplé de mi hijo sintiendo que de mi coño escurría una considerable cantidad de fluidos de ambos. Su semen, eyaculado durante el acoplamiento que tuvimos en el salón, y mis secreciones vaginales descendieron en una mezcla que empapó los testículos de Elyk.
Él subió las piernas a la cama y posó su cabeza en mi almohada. Me acomodé de rodillas al lado de mi hijo. Él acarició mi espalda, cintura y nalgas. Besé su cuello y descendí con mi boca por su torso mientras restregaba mis tetas sobre su piel. Llegué a su entrepierna y me encontré con su hombría, erecta y cubierta por nuestros fluidos. Lamí con lascivia desde la base hasta el glande, procurando recolectar con mi lengua cada gota de la mezcla; me excitaba sobremanera paladear los sabores de los fluidos de mi vagina combinados con los de su semen. Parte de mi mente era consciente que la sociedad podría considerar incorrecto lo que estábamos haciendo, pero mis hormonas dominaban mis actos. Tras meses de represión, finalmente podía expresar en la carne los deseos sexuales que ardían en mi alma.
Abrí la boca cuanto pude y me introduje la mitad de la verga de mi hijo. Succioné y chupé ruidosamente mientras él acariciaba mis cabellos y pronunciaba frases de amor que en nada se diferenciaban de las que hubiera podido decir a cualquier otra mujer que no fuera su madre. Hice subir y bajar rítmicamente mi cabeza para darle placer sin encaminarlo al orgasmo, después sostuve su virilidad con una mano para recrearme lamiendo sus genitales. Mordisqueé suavemente la piel que cubría sus cojones, lamí los fluidos sexuales que los empapaban e incluso intenté infructuosamente metérmelos en la boca. Abandoné el sexo oral cuando creí necesario seguir follando; quería que mi hijo volviera a correrse dentro de mí.
Con entusiasmo, me incorporé, parándome sobre el colchón con el cuerpo de mi hijo entre mis pies. Dándole la espalda, descendí hasta situarme a horcajadas sobre su abdomen. Él me acarició desde los hombros, haciendo descender sus manos por mi espalda y llevándolas a mis nalgas para darme fuertes apretones. Acomodé su glande en la entrada de mi coño y me empalé hasta el útero en un largo movimiento de penetración. Ambos gritamos apasionadamente.
Elyk separó sus piernas, haciéndome abrir las mías al máximo, me sujetó por la cintura con sus manos y yo me incliné para apoyarme en sus muslos e iniciar un intenso giro de caderas.
La cadencia de mis movimientos hacía que la verga de mi hijo estimulara profundamente mis puntos erógenos internos, gracias a su forma curveada. Nuestros cuerpos estaban conociéndose y, al mismo tiempo, me sorprendía cuánto teníamos en común. Era como si dos bailarines experimentados se encontraran por primera vez en una pista y pudieran formar pareja inmediatamente.
Mis giros de cadera se intensificaron y pronto dejé de ejecutarlos para concentrarme en adelantar y hacer retroceder las nalgas, buscando que el glande de mi hijo coincidiera con mi “Punto G”. Elyk me recostó sobre su cuerpo y me abrazó para apoderarse de mis tetas y masajearlas. Ambos gritábamos y gemíamos, nuestros genitales chapoteaban y las patas de la cama crujían por la intensidad de nuestros movimientos.
Mi hijo reconoció el momento en que un nuevo orgasmo se insinuaba en mí. Me penetró a fondo y, abrazándome con fuerza, impulsó el cuerpo para girar conmigo. Quedé boca abajo, él tiró de mi cintura, se arrodilló detrás de mí y, sin retirar su hombría del coño que le dio la vida, concretó la postura para dejarme en cuatro y tomar el control de la follada.
Su padre, único varón en mi vida sexual hasta aquel día, nunca me había penetrado en esa postura. Yo alguna vez la había probado con alguna amante lésbica, usando consoladores, pero ningún juguete que hubiera probado tenía la forma y dimensiones de la verga de mi hijo.
El orgasmo que sintiera insinuarse momentos antes empezaba a declararse. Mis caderas acudían al encuentro de la hombría de mi hijo. Ambos gritábamos con cada penetración y gemíamos en cada retroceso.
Sentí que una corriente de energía me sacudía entera cuando el clímax me asaltó por enésima vez. Mi hijo se inclinó en un rápido movimiento, me abrazó por debajo de las tetas y besó mi cuello desde atrás mientras aceleraba sus embestidas. Apreté su verga con los músculos internos de mi coño mientras ambos gritábamos enloquecidos. Me derramé en un orgasmo húmedo y él me recompensó con una penetración profunda destinada a disparar su semen en lo más profundo de mi intimidad.
En aquella corrida entendí todas las figuras retóricas que pudieran describir la gloria del orgasmo, la plenitud y la felicidad. El cuerpo de mi hijo había vuelto al mío, había irrigado con su simiente la cavidad que lo concibió y ambos estábamos felices.
Cuando terminamos de corrernos, caí desmadejada sobre el colchón. Mi hijo quedó acostado sobre mí, con su verga en erección incrustada en mi coño. Le indiqué que se moviera y retiró su falo de mi interior. Finalmente, se acostó a mi lado y acarició mi espalda mientras yo apretaba los músculos vaginales para impedir que escapara su simiente.
Me puse boca arriba y alcé las piernas para disfrutar de la sensación de sentir mi intimidad colmada con el semen que Elyk acababa de eyacular.
—¿Tu verga sigue erecta? —pregunté sorprendida al ver que mi hijo parecía listo para seguir follándome.
—Mamá, apenas me he corrido dos veces —sonrió de medio lado—. Harían falta otras dos o tres para sentir que he terminado.
—Iremos poco a poco —dije acariciando su verga—. Fuiste a entrenar y acabas de darme la follada más intensa de mi vida. No has desayunado y ya es tarde. Date otra ducha y ve a la cocina, dejé todo preparado para ti.
—Gracias, mamá —musitó agachándose para besar mi frente—. Ha sido fantástico. ¿Podemos repetir más tarde?
Habría reído si hubiese tenido la certeza de que él no se inquietaría por esa reacción. Le sonreí, orgullosa del semental que había parido.
—Repetiremos —contesté cerrando los ojos, inmersa en esa sensación de paz posterior al orgasmo—. Lo haremos esta noche si así lo deseas. Ahora, Elyk, date otra ducha y desayuna.
Mi hijo se puso en pie y salió de mi habitación para dirigirse a su baño. Recogí con la zurda parte de los fluidos que empapaban mis muslos y olí la mezcla para después lamer mi palma. Cerré los ojos y escuché que mi hijo cantaba mientras abría las llaves de la ducha.
Contemplé la idea de alcanzarlo en el baño y volver a follar con él, pero desistí. Tenía que permitirle desayunar y yo necesitaba unos segundos de soledad para recrear en mi mente lo que acababa de suceder entre nosotros. Decidí ponerme en movimiento. Necesitaba liberar la vejiga y ducharme.
Momentos después, sentada en el retrete oprimí los músculos vaginales para parir el semen que mi hijo depositara en mi interior minutos antes. Las sociedades, las normas, los convencionalismos o las religiones podían considerar reprobable lo que acababa de suceder entre nosotros, pero nuestros cuerpos, nuestros espíritus y nuestra historia lo habían exigido. Nuestra unión sexual había sido imprescindible, ambos la deseábamos, ambos la necesitábamos y quizá nos habríamos causado un daño irreparable si nos la hubiésemos negado. Tras orinar y expulsar el semen tiré de la cadena y pasé a la ducha. Escuché que mi hijo cerraba las llaves del agua y, siempre cantando, terminaba de bañarse. Comencé mi propio aseo mientras tarareaba una vieja tonada; repentinamente me puse tensa.
Algo había salido mal, lo sabía y no podía dar marcha atrás. No se trataba del hecho de haber tenido sexo con mi propio hijo, se trataba del planteamiento en que habíamos basado nuestra relación de amantes. Fui clara y tajante, nuestra relación solamente duraría un año a partir de ese día. Él se marcharía después y ambos terminaríamos lastimados.
El vecino apagó la música y escuché que cerraba la puerta de su casa. Instantes después se marchó en el auto. Toda mi alegría de minutos antes fue desplazada por un sentimiento de temor al futuro sin Elykner. Habría gemido si no hubiese temido que él me escuchara e interpretara mi llanto como señal de un arrepentimiento que en verdad no sentía. Me estremecí de dolor. Mi coño no me estaba reclamando atenciones, pues había recibido más de lo que nunca tuvo, mi alma era la que necesitaba consuelo. No había un juguete sexual capaz de darme la serenidad necesaria para alegrarme después de que nuestro año de pasión terminara.
El llamado del timbre me sacó de mis reflexiones. Escuché a Elyk caminando descalzo hacia la puerta de entrada y, después, el saludo y las risas de Giovanna. Seguramente la chica acababa de traerme el Phantom. Meneé la cabeza con dolor, sabiendo que, a la larga, no podía competir con una mujer como ella, que podría tener una relación amorosa con Elyk sin que la sociedad pudiera cuestionarla. Solo pude desear que, después del plazo de amantes que nos habíamos permitido, mi hijo pudiese encontrar una compañía adecuada y ambos fuesen felices. Yo había prometido que sería para él durante nuestro año y que él podría experimentar todas las cosas que deseara; eso podría incluir a nuestra amiga en su vida sexual.
Terminé de bañarme, me sequé con la toalla y salí desnuda del baño para vestirme de nuevo. En ese momento entró Giovanna a mi habitación.
—¡Hola, Victoria! —saludó con una sonrisa lasciva. Traía las ropas que había dejado en el salón y mi biper—. Te han estado buscando del taller, parece que hay un nuevo cliente que necesita artículos de utilería.
—¿No vas a preguntarme nada? —inquirí agachándome para buscar un tanga en el cajón.
—Lo visto no es juzgado —respondió sonriendo—. Llamé a la puerta y encontré a tu hijo recién bañado, vistiendo solamente un bóxer. Tu ropa estaba tirada en el salón, junto con la suya y acabas de bañarte también. Dos más dos siguen sumando cuatro y estoy segura de que has follado con él.
Me mordí los labios, desnuda ante la hija de mi amante lésbica, con un tanga en la zurda. Ella me tomó por los hombros y me miró a los ojos.
—Ya lo habíamos hablado, Victoria —susurró—. Me parece maravilloso que lo hayan echo. No te negaré que me causa morbo y no dejaré de recordarte que te pedí que, si llegaban a hacerlo, me invitaran después. Es algo que desearía compartir con ustedes, si me lo permites.
Asentí. Mi amor de madre no se contraponía con mi amor de amante; sabía que Elyk necesitaría de una novia y prefería que esta fuera Giovanna, a quien conocía desde siempre y a quien le debía el haberme protegido cuando estuve a punto de ser follada por Manolo.
—Vamos a pasarlo en grande, ya lo verás —sonrió y me tomó por los hombros para mirarme a los ojos.
Le sonreí y nos dimos un pico en los labios para sellar el acuerdo.
Costó trabajo separarme de ella, pero necesitaba prepararme para salir al taller y encontrarme con el cliente de utilería. Me apresuré a vestirme, nerviosa por el hecho de que dejaría a Elyk y Giovanna solos en casa.
Una vez lista pasé a la cocina. Mi hijo y nuestra amiga estaban desayunando. Él vestía solamente con un bóxer que no disimulaba el poder de su erección y ella se había quitado el chaleco, quedando con un top que marcaba las areolas de sus pezones enhiestos. Ambos parecían excitados.
Tras despedirme de ellos y encargarles que “se portaran bien”, salí a la calle, monté en el auto y me dirigí al taller.