Un año de pasión con mi hijo I, El reencuentro
Mi hijo volvió conmigo después de años de separación. Me lo quitaron cuando era un niño, pero él me buscó en cuanto se hizo hombre. Mi cuerpo reacciona ante su presencia de una manera insospechada
Prefacio
Mi hijo terminó de acomodar sus posesiones en las alforjas de la Harley. Se marchaba de mi lado. Lo contemplé como tantas veces; era un mulato sefardí de diecinueve años. Alto, con un cuerpo de musculatura bien definida. Todas las mujeres que conocíamos coincidían en que él despertaba en ellas profundos impactos hormonales, no obstante, yo sabía que él no era consciente de este hecho.
Volteó y me observó, parada a la puerta de la casa. Sentí que su mirada marrón volvía a vencer todas mis barreras emocionales. Sólo él podía escrutar mi alma, reconfigurarla y encenderla, tal como yo hice con la suya. Apreté los puños atrapando la tela de mi falda larga. Mi adolescencia en el Ejército Israelí me había exigido muchas pruebas de carácter, había matado y me había arriesgado a morir, pero ninguna vivencia, ninguna incursión y ningún adiestramiento me habían preparado para el momento de ver partir a mi hijo.
Contuve las lágrimas, mis rodillas temblaron y tuve que reprimir en mi corazón las palabras que hubieran podido revocar nuestra decisión. Si en un principio creí que la despedida sería sencilla de afrontar, me equivoqué. Si en algún momento supuse que querría quedarse tras el adiós, esa fue la única vez que subestimé su fuerza de carácter.
Se marchaba por mi bien, porque su partida había sido la única condición que le impuse para que juntos desafiáramos al destino.
Dejó la moto y caminó hacia donde yo aguardaba. Nos miramos fijamente a los ojos. Detuvo sus pasos a dos metros de mi posición, como queriendo establecer una frontera, como si no hubiéramos derribado juntos todas las barreras de la lógica.
—No te he pedido que te vayas —aventuré—. Al menos no hoy, quizá en un futuro.
Realmente deseaba rogarle que se quedara.
—Lo sé, mamá —respondió con un asomo de congoja—. No puedo seguir aquí después del final. Nuestro año ha terminado y no sería justo para ti.
No podía arrepentirme de lo que habíamos hecho, pero tampoco podía retractarme o suplicarle que se quedara. Tenía que ver cómo se marchaba en busca de su propio destino.
—Sabes que siempre estaré aquí —musité—. Siempre estaré para ti. ¿Prometes que te cuidarás?
—Me cuidaré, Victoria —sus ojos se humedecieron—. Tú sabes dónde localizarme, no me iré al Fin Del Mundo.
Precisamente eso representaba para mí aquel momento; el fin de un mundo de felicidad que juntos habíamos construido. Trató de avanzar y lo detuve con ademán imperativo. No podía darme el lujo de regresar a sus brazos, besarlo y sentir el calor de su corazón, tal como él sintiera el mío desde antes de su nacimiento.
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—Haz lo que debes hacer —autoricé con dolor—. Nunca olvides que… te amo.
—¡También te amo! —respondió en un tono vehemente, muy extraño en él—. Siempre te amaré, pase lo que pase y… llegue quien llegue.
—Me estás lastimando —reconocí tragándome el orgullo de sabra—. Vive, disfruta, olvídame y, si quieres volver a mí, visítame en mi cumpleaños. Pero hoy no quiero que me digas una sola palabra más.
—Soy demasiado tuyo como para olvidarte. Finge que no me has escuchado, pero tenlo siempre en mente. Te amo.
Se encaminó a la moto con su característico paso felino y montó. Mis lágrimas empañaron la escena y apreté los ojos, odiando el llanto como a todo signo de debilidad. Escuché el rugido de la Harley Davidson hasta que se perdió en la lejanía.
Regresé al interior de la casa y azoté la puerta detrás de mí. Caminé tambaleándome hacia la cocina. Gemí desconsolada mientras el llanto empapaba mi rostro y caía en mi escote. Me paré frente a la antigua mesa de roble y golpeé sobre su cubierta hasta lastimarme las manos. Estaba furiosa, herida y triste. Doce meses antes no supe medir las consecuencias de nuestro acuerdo y el dolor de la separación era mi castigo por una mala planificación.
Subí la rodilla derecha a la cubierta de la mesa y estiré el cuerpo para aferrar el borde, dejando el pie izquierdo sobre el suelo y separando mucho las piernas. Grité los nombres de mi hijo, el que yo le diera originalmente, el que la crueldad hiciera figurar de manera oficial y el que después elegí tratando de reivindicarlo.
Las paredes me devolvieron los ecos de mis gritos mientras yo, en la misma postura que hubiera adoptado minutos antes, en el acoplamiento de despedida, oprimía furiosamente los músculos internos de mi vagina para parir el semen que mi hijo depositara dentro de mí, quizá en el último orgasmo que compartiríamos.
Primera parte
Muchos habitantes de Puebla Capital tuvieron motivos para odiar ese domingo de otoño de 1993. El día amaneció frío y evolucionó hasta convertirse en una noche de tormenta. Yo tenía razones de sobra para amar esa fecha, pues mi hijo alcanzaba su mayoría de edad y este acontecimiento invalidaba cualquier obstáculo legal que me impidiera volver a estar con él.
Durante mi primera juventud estuve en el ejército de mi natal Israel. Terminada la campaña donde participé, me mudé a Barcelona. , buscando un lugar en el mundo, encontré trabajo como enfermera en la consulta de un médico de barrio. La España de principios de los años setenta no ofrecía grandes oportunidades para una extranjera sin familia y carente de recursos.
Para los hombres, yo era la atractiva sabra rubia, de figura curvilínea desarrollada en el entrenamiento del Krav Magá; a pesar de la rudeza de mi formación militar, conservaba todo el encanto del poder femenino. Pero yo deseaba el contacto erótico con otras mujeres, de hecho nunca había tenido amoríos con varón alguno. Sorteando muchas dificultades conseguí tener algunas amantes a quienes pude mostrar el potencial oculto del placer lésbico.
Un hombre, a quien secretamente apodaba “Samael”, se enteró de mi gusto por otras mujeres y consiguió pruebas contundentes para chantajearme. Me amenazó con hacer públicas las fotografías que me había mandado tomar desde lejos, donde yo aparecía en actitudes más que comprometedoras con mis ocasionales compañeras de lecho. Yo no tenía nada qué perder, pero ellas tenían familias y prestigio. Accedí a ser la amante de Samael a cambio de su silencio. No negaré que mi cuerpo disfrutó del continuo contacto sexual con él, pero mi espíritu se revelaba siempre que me veía forzada a atender sus necesidades.
Quedé embarazada a finales de diciembre de 1974. Cuando Samael se enteró, me entregó las fotos y negativos que me comprometían y desapareció de mi vida por un largo tiempo.
Sin importarme el estigma social que en aquellos días señalaba a toda madre soltera, amé a mi hijo desde el momento en que supe que llegaría. Aborrecía a Samael y las circunstancias que lo habían llevado a mi lecho, pero el ser que se desarrollaba en mi interior era una nueva razón para aferrarme a una vida que, repentinamente, tenía sentido para mí. Mi alma convirtió en gozo aquello que el alma de Samael iniciara como una bajeza.
Dejé de asistir a los eventos de la comunidad. Las mujeres con quienes alguna vez compartiera lecho y placeres me dieron la espalda. Viví el ostracismo, aunque no sufrí por ello. Cada vez que alguien me gritaba una ofensa o me miraba con desprecio, yo acariciaba mi vientre y bendecía al hijo cuya existencia, ya desde entonces, llenaba de dicha mis días.
Di a luz a un varón sano y vigoroso. Físicamente mostraba la combinación de la ascendencia afrosefardí de su padre y mi ascendencia rusa. Fue un bebé tan despierto que llamó positivamente la atención del personal de maternidad.
Casi desde el principio supe que mi hijo no era como todos los demás niños que yo había conocido antes. Nunca lloraba, siempre estaba alerta y parecía absorber toda la información de cuanto lo rodeaba. Me sorprendió la rapidez con que dejó de necesitar pañales, empezó a caminar y a hablar. Yo dedicaba todo mi tiempo a su cuidado, pues el médico para quien trabajaba me permitió llevarlo a la consulta todos los días y, como en realidad no daba molestias, su presencia no era problema. Me convertí en el centro de su mundo y él en el mío, sellando un vínculo indestructible entre ambos.
Después de que mi hijo cumpliera un año me percaté de algo extraño. El niño no sonreía con alegría; salvo una sonrisa de medio lado que parecía sardónica, no expresaba emoción alguna. Su risa, motivada por mis cosquillas en nuestros juegos, carecía del timbre cristalino y alegre que caracteriza la hilaridad infantil. Sé que me amaba con toda su alma, pero faltaban en su talante ciertos elementos que distinguían a la mayoría de las personas.
En vez de manifestar temor, mi hijo parecía tener un instinto de conservación muy básico, útil en los casos en que se sintiera amenazado, pero sin empañarse con los miedos infantiles a la soledad o la oscuridad. Jamás lo vi enojarse por nada, cuando se enfrentaba a un nuevo desafío parecía reflexionar la manera de superarlo e insistía cuantas veces fuese necesario para cumplir sus objetivos. No se frustraba, no se aburría y siempre parecía soñar despierto.
Cuando cumplió dos años intenté que interactuara con otros niños, pero le fue imposible relacionarse con ellos. No entendía los conceptos de competitividad, diversión o el objetivo de los deportes. Cuando lo cuestionaba sobre estos puntos me respondía que todo aquello le parecía inútil.
Investigué sobre la situación de mi hijo. En aquella época se sabía poco o nada respecto a la condición Asperger y, gracias a mis pesquisas, descubrí información sobre los llamados “Niños Índigo”. En los libros que conseguí sobre el tema se decía que, un infante con las características de mi hijo no mostraría las emociones que no pudiera sentir.
La información sobre los “Niños Índigo” era incompleta y, años después lo sabría, parcialmente falsa, pero me sirvió en su momento para entender que él era distinto a los demás y requeriría de enseñanzas adecuadas.
Tracé varios esquemas de acción y reacción para que mi hijo aprendiera lo que en el futuro se esperaría de él. Fue muy sencillo explicarle lo que significaba el amor, pues era el sentimiento que mejor se le daba. Términos como odio, codicia, celos, tristeza o ira se escapaban completamente de su alcance y sólo pude hablarle de ellos de forma teórica. Sonreía de medio lado y meneaba la cabeza diciendo que todo aquello “no parecía inteligente”.
Trabajamos día y noche para crearle una especie de disfraz social que le permitiera desenvolverse entre los demás. Él y yo consideramos como cualidades los detalles que lo hacían distinto del resto de los niños. Jamás sufriría por depresión, nunca sabría lo que significa sucumbir bajo un estado de stress, era inmune a los efectos negativos de la cólera, la apatía, el desaliento o el odio.
Su capacidad de aprendizaje era sorprendente. Aprendió a leer y escribir, en castellano y hebreo, en poco menos de mes y medio. A los tres años dominaba estos dos idiomas, leía libros destinados a chicos de más edad y absorbía conceptos matemáticos con una capacidad superior a la mía.
A cambio de un limitado esquema emocional, mi hijo contaba con una sorprendente capacidad de deducción lógica y le era sencillo crear intrincadas estructuras de razonamiento que muchas veces me clarificaron ciertos aspectos de la vida y el mundo. Yo le enseñé a desenvolverse en una sociedad que difícilmente lo aceptaría y él me orientó sobre los pasos lógicos para cambiar positivamente mi percepción sobre nuestro entorno. Era como haber parito y tener a mi cuidado a un pequeño filósofo.
Dejé de buscar compañía sexual, dedicándome en cuerpo y alma al cuidado y formación de mi hijo. Él era el centro de mi universo y yo fui el principal motor del suyo. A pesar de lo dura que fue para mí la temporada en que Samael me sometió, de las limitaciones económicas y de los desafíos que planteaba el día a día, los cinco primeros años de la existencia de mi hijo fueron los más dichosos de toda mi vida. Pero esta felicidad me sería arrebatada.
Los padres de Samael vivían como exiliados en México. Habían fundado una empresa tabacalera y contaban con los medios económicos para corromper autoridades y comprar abogados. Me quitaron a mi hijo por la fuerza y se lo llevaron a vivir con ellos, le cambiaron el nombre y lo desvincularon legalmente de mí. Desesperada, crucé el Atlántico para recuperarlo. Lo seguí hasta el Distrito Federal. Fui detenida al intentar sacarlo de casa de sus abuelos.
La familia de Samael no presentó cargos en mi contra a cambio de que yo respetara la orden de restricción impuesta por las autoridades. Se me prohibió acercarme a menos de un kilómetro de mi hijo hasta que él cumpliera la mayoría de edad.
Me permitieron despedirme de él en privado. Le inquietaba el que nos separáramos y le confundía el cambio de nombre. Yo le aseguré que lo prepararía todo para el día en que él cumpliera dieciocho años y nadie tuviera poder para separarnos. El cambio de nombre alcanzaba niveles tan devastadores que él no comprendería hasta que necesitara relacionarse con otras personas. Yo le había dado el nombre de mi padre, pero la familia de Samael, como una broma absurda o en venganza contra mí, le había impuesto legalmente el nombre de un Ángel Caído, expulsado junto con Luzbel. Pedí a mi hijo que no se dejara afectar por esto. Le dije que, secretamente, se hiciera llamar en su interior “Elykner”, “Señor de la sabiduría”. Este era el nombre original de aquel Ángel Caído antes de ser expulsado del Paraíso. Esperaba que bastara, pues fueron soluciones pobres para problemas enormes que ni él ni yo podíamos resolver.
Pedí a Elykner que no olvidara nada de lo que yo le había enseñado y que no se convirtiera en la clase de personas que eran sus familiares paternos. Ambas peticiones estaban de más; mi hijo difícilmente olvidaba lo que yo le decía y su condición le hacía invulnerable a la contaminación emocional.
Mi alma se desgarró como nunca creí posible al verme vencida y tener que entregar a mi hijo en manos de gente sin escrúpulos. Procuré no derramar una sola lágrima cuando el abuelo me aseguró que Elyk estaría bien. Hubiera querido destrozar al hombre con mis propias manos, pero esto habría complicado las cosas y la separación se habría presentado de todas maneras.
No me resigné a perderlo, aunque no podía luchar contra las autoridades compradas por la familia de Samael. Me quedé en México, mudándome a Puebla Capital, lo bastante cerca del Distrito Federal como para permanecer al tanto de la vida de mi hijo y lo bastante lejos para no inquietar a su familia. Semanalmente, le enviaba cartas que nunca obtenían respuesta.
México fue una sorpresa para mí. El papel de la mujer dentro de la sociedad no estaba tan limitado como en la España de ese tiempo. Una mujer sola, si bien no contaba con oportunidades, tampoco se veía impedida para trabajar, desarrollarse económicamente y emprender un negocio.
Los primeros años trabajé como enfermera geriátrica, después logré fundar una tienda de antigüedades que creció con un taller de restauración. Más tarde conseguí contratos con empresas de utilería teatral, televisiva y cinematográfica y mi posición económica se estabilizó para progresar. Todos los conocimientos adquiridos como kibbutznik en artes, oficios y cultura general, eran valorados y daban fruto en el nuevo país.
Y, mientras veía que los negocios fructificaban, enviaba cartas a mi hijo, marcaba los días en el calendario y esperaba a que llegara el momento en que pudiéramos volver a estar juntos. Durante esos años contraté gente que me mantuvo informada de la situación de Elyk. Contaba con fotografías de él, tomadas desde prudencial distancia, supe cuando terminó la Primaria, la Secundaria y la Preparatoria en colegios para chicos psicotípicos, no aptos para él. Su familia paterna pronto se aburrió del “niño novedad” para relegarlo cuando los hermanos de Samael trajeron más nietos al clan. Las diferencias entre su comportamiento y manejo de emociones con respecto a los demás le granjearon el desprecio y los insultos de todos los miembros de aquella familia.
Así pasaron trece años, durante los cuales adquirí una casa, talleres y el local de la tienda de antigüedades. Progresé en el aspecto económico y me sostuve anímicamente con la ilusión de recuperar a mi hijo cuando este cumpliera dieciocho años. En el tema sexual, conocí a varias mujeres con quienes compartí grandes experiencias lésbicas. La libertad de conceptos de aquella sociedad, si bien no era plena, al menos sí era más tolerante que la España de los años setenta. Así llegó aquella noche de otoño de 1993.
Tenía todo preparado para ir al Distrito Federal el martes siguiente. Planeaba recuperar a mi hijo y esta vez no habría poder legal que me lo impidiera. Me encontraba en el taller anexo a la casa. Estaba revisando uno de los vestuarios de utilería que tenía que entregar a una empresa teatral. Me miré al espejo con el vestido puesto, era uno de los trajes de gala destinados a la obra de “Juana La Loca”.
Afuera, la tormenta desataba toda su furia. El LP “Never Too Much”, de Luther Vandross, intentaba hacerse oír bajo el fragor, desde el tornamesa que trabajaba a todo volumen.
Me serví el cuarto vaso de Johnnie Walker y brindé a la salud de mi reflejo. El espejo me devolvió la imagen de una mujer de treinta y siete años, bien conservada gracias a la disciplina militar y el rudo acondicionamiento de casi todos los días, deseada por todos los hombres que la miraban y amada por todas las mujeres que lograban compartían su lecho. El vestido de cortesana me quedaba realmente bien y me sentía triunfadora por haber llegado al decimoctavo cumpleaños de mi hijo con las condiciones económicas para entablar batalla si se presentaba el caso. Había dejado de ser la joven madre desposeída para convertirme en una fiera que no dudaría en hacer rodar cabezas.
De un largo trago bebí la mitad de whisky. Se terminó el lado A del “long Play” y escuché entre el estruendo del aguacero que llamaban a la puerta.
No esperaba a nadie, pero me preocupó que el visitante estuviera debajo de la tormenta. Dejé el vaso de licor sobre una mesa del taller y estuve a punto de correr a abrir. Me detuve; llevaba puesto el vestido de utilería y no podía permitir que se estropeara accidentalmente a causa de una salpicadura de agua de lluvia.
Me desnudé a toda prisa mientras el visitante insistía en su llamado. Como estaba sola en casa, no llevaba siquiera un tanga; sólo acerté a ponerme una playera larga y corrí a la puerta.
Mi corazón se aceleró al ver al recién llegado.
—¡Victoria! —gritó entre el ruido del aguacero—. ¡Soy Elykner, tu hijo!
Lo hice pasar y cerró la puerta tras de sí.
Abracé a Elyk sin importarme que estuviera empapado. Era tan alto como había sido mi padre. Se parecía a Samael, sobre todo en el tono mulato de su piel, pero en su semblante había mucho del lado masculino de mi familia. Su mirada marrón, franca y directa, parecía escrutar todo mi ser, desde los poros de mi piel hasta lo más recóndito de mi alma. Lucía una barba de varios días y, bajo esta vellosidad, el acné que delataba su edad.
Me colgué de su cuello y él acunó su cabeza entre mi mejilla y mi brazo izquierdos. Tomó mi cintura con ambas manos y no pude contener un prolongado llanto.
Sentí que cada una de mis lágrimas venía cargada con todas las emociones que estallaron en mi interior. Mi dolor por la separación, mi angustia por no saber puntualmente si mi hijo se estaba alimentando bien, si recibía buenos tratos o si se abrigaba para ir al colegio, mi ira al saberme desamparada y desposeída cuando me fue arrebatado, mi soledad emocional, parcialmente paliada en la carne de mis ocasionales amantes lésbicas, mi frustración y mi espera explotaron en ese llanto incontenible que me hizo aferrar el cuello de mi hijo como si temiera volver a perderlo. Pero, por sobre todas las cosas, la emoción que recorrió todo mi universo interior fue la dicha de haberlo recuperado, reforzada por el hecho de que él no había esperado un solo día más allá de su decimoctavo cumpleaños para buscarme. Reencontrarse conmigo fue su primera decisión como adulto y ese acto no tendría precio para mí.
Elyk, viendo mi reacción, estrechó el abrazo en actitud de varón protector. Los papeles habían cambiado; el niño que alguna vez se refugiara entre mis brazos me brindaba los suyos a manera de escudo contra el mundo.
No recordaba haberme sentido más dichosa y mi cuerpo temblaba en consecuencia. Me aferré a él con más fuerza y noté cómo el agua que rezumaba su camisa había empapado mi única prenda. Mis senos estaban en contacto con su torso, oprimidos bajo la presión de nuestros cuerpos y sentí que mis pezones se endurecían a la vez que mi sexo se encendía con contracciones instintivas y un escurrimiento de humedad íntima que me asustó.
El aroma de la piel de mi hijo, la firmeza de sus brazos que me rodeaban, el calor de su respiración y la caricia de su barba ahora directamente sobre mi cuello me hicieron estremecer. Quizá se debió al whisky , la soledad o la inmensa felicidad que sentí por el reencuentro, el caso es que, sin quererlo, sin habérmelo planteado siquiera, el abrazo que compartíamos me había excitado sexualmente.
Elyk, desconociendo el efecto que su presencia provocaba en mi cuerpo, movió la cabeza para colocar su boca sobre mi oído.
—Te amo —susurró con toda la emotividad de la que era capaz—. He deseado este momento desde el día en que nos separaron.
Jadeé excitada. Separé las piernas un poco, solo lo justo para permitir que mi vagina, protegida por mi playera y la ropa de él, sintiera la presión de nuestros cuerpos. Gemí y vibré con mi corazón acelerándose mientras mi sexo exigía atenciones. El abrazo había pasado de ser el encuentro entre una madre y su hijo a convertirse en el momento en que una mujer madura, de temperamento ardiente, se excitaba en brazos de un atractivo joven que no se percataba del efecto devastador que provocaba en ella.
Supe que tenía que parar aquello cuando sentí sobre mi sexo la respuesta instintiva de Elyk. Su erección se hizo notar bajo los pantalones. Froté mi vagina un par de veces sobre aquella hombría que se insinuaba imponente. Me odié de inmediato.
Quise soltarme del abrazo, salir corriendo y llorar de dolor. No me explicaba cómo era posible haber sentido atracción por mi propio hijo. No podía creer que un abrazo fraterno hubiese podido llegar tan lejos.
—Mamá, estoy aquí —intentó consolarme con voz suave—. He venido a ti. No te he olvidado. Pudieron separarnos por un tiempo, pero te amo como siempre te he amado.
—¿De verdad me recuerdas? —pregunté tontamente sólo por no quedarme callada.
Traté de separar mi vientre de su abdomen y él, no sabiendo lo que pretendía, aferró mi cuerpo con fuerza. Yo lloraba, ya no por el reencuentro, sino por los reproches internos que me hacía a mí misma. Me parecía abominable la excitación que me recorría entera. Nunca ningún hombre había podido encenderme de la manera que lo estaba haciendo mi hijo sin proponérselo.
—¡Por supuesto que te recuerdo, mamá! —exclamó con amor —. Te recuerdo con toda claridad desde mucho tiempo antes de que me destetaras. Sigues siendo tan hermosa como entonces.
Lo amamanté hasta que cumplió los tres años. Sus palabras y mis deseos prohibidos proyectaron en mi mente la imagen irreal de mi hijo, ya adulto, en la misma postura que adoptaba cundo de niño bebía la leche materna que yo le brindaba.
Lo imaginé, con el rostro barbado, succionando mis pezones erectos y haciéndome gritar de placer. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no arrancarme la playera y ofrecerle mi cuerpo en ese mismo momento.
—Ve a quitarte esa ropa empapada y toma un baño caliente —ordené con voz temblorosa—. Yo prepararé algo para cenar.
Nos separamos. La erección de mi hijo era más que evidente, pero, fiel a sus actitudes de toda una vida, no mostró signos de arrepentimiento. Enseñé a Elyk la habitación que ya tenía preparada para él. Solamente me faltaba comprarle ropa nueva, pero ese detalle lo resolveríamos al día siguiente. Noté que mi hijo no traía equipaje, pero no quise preguntar el motivo hasta que él estuviera duchado.
Me encerré en mi habitación. Lejos de disminuir, la excitación sexual ardía en mi interior, encendiendo mis entrañas como si se tratara de un fuego líquido que parecía inextinguible. Me remordía la consciencia sentirme tan atraída por el ser que parí dieciocho años antes. Me sentía sucia, maligna y, por primera vez en mi vida, dispuesta a ofrecer mi cuerpo a un hombre sin barreras ni restricciones.
Desde mi llegada a Puebla, conocí gente y me integré a un círculo de amistades. Todos los varones de este grupo habían pretendido algo más allá conmigo, pero siempre tuve algún motivo para rechazarlos. Era posible que mi experiencia con Samael me hubiera bloqueado para el sexo hetero, o quizá deseaba y buscaba subconscientemente algo distinto a lo que ellos podían ofrecer. Nunca lo tuve muy claro, el caso es que siempre me evadía a un paso de entrar en la cama de cualquier hombre.
Con mi hijo había ocurrido algo completamente distinto; sin proponérmelo, había dejado caer todas mis barreras y me había permitido desear y sentir. Quizá mi subconsciente buscaba recuperar todo el tiempo perdido reintegrando a Elyk dentro de mi vida a niveles que no resultaban normales en una relación entre madre e hijo. Me dolía la situación; nunca creí que el deseo sexual pudiese conllevar tantos remordimientos.
Apreté los dientes con rabia mientras unía las piernas. Mi vagina segregaba flujo sin que pudiera controlarla y preferí no tocarla. Cerré los puños y, gimiendo enfurecida, me golpeé varias veces y sin piedad sobre los muslos, buscando que el dolor disipara mi excitación. Escuché el rumor del agua de la ducha e imaginé a mi hijo desnudo, bañándose despreocupadamente mientras yo me excitaba con su presencia.
Los golpes no consiguieron el efecto que buscaba. Contemplé la idea de abrir el cajón, tomar mi consolador y darme placer de una buena vez, pero no quise caer en la tentación de gozar un orgasmo nacido por las reacciones que mi hijo había despertado en mí.
Pasé a mi baño y me desnudé. Lavé mi vagina con el agua del bidet y el contacto con mis dedos en mi intimidad fue tan intranquilizador que me sentí anímicamente peor. Necesitaba ser penetrada y, tuve que reconocerlo, todo mi cuerpo deseaba que mi hijo fuese el segundo hombre dentro de mi vida sexual.
Tras el aseo volví a la habitación. Me puse un tanga que tuve que volver a quitarme de inmediato, pues se empapó con las secreciones de mi sexo. No podía pensar con claridad y no encontraba la manera de despejarme y sacudirme el calentón sin acudir al consolador, cosa que me prohibí terminantemente.
Escuché que Elyk salía del baño y pasaba a su habitación; debía apresurarme para preparar la cena. Elegí un discreto vestido de algodón, con botones al frente, que me llegaba a las rodillas. No me puse tanga, mi sexo pulsaba con cualquier roce o estímulo.
Fui a la cocina, afuera seguía lloviendo torrencialmente. Habían pasado unos cuantos minutos desde la llegada de mi hijo y todo mi mundo estaba trastocado. Me sentía más excitada que nunca, los pezones me dolían y se marcaban en la tela del vestido, mi vagina exigía caricias y mi respiración era agitada. Si mi hijo llegaba a deducir el estado en que me encontraba, aparte de odiarme a mi misma por ello, me sentiría avergonzada con él. De no haber bebido whisky, quizá habría tomado un somnífero para calmarme.
Puse a calentar el café y la sopa de pollo mientras preparaba pan con Nutella. Intenté serenarme; debía mantener la mente fija en el sentimiento de dicha por haber recuperado a mi hijo. Necesitaba poner en claro mis ideas, pensar en su bienestar yen la mejor manera de apoyarlo para que buscara su futuro ahora que ya era un adulto. Escuché que Elyk salía de su habitación y venía a la cocina. Al verlo, mis intentos de serenidad se derrumbaron.
Mi hijo, recién bañado, sonriendo como sólo yo sabía distinguir su más alta manifestación de alegría, venía desnudo, con una toalla enrollada en torno a la cintura. Se sentó en una silla y me miró con fijeza. Apoyó su tobillo derecho sobre su muslo izquierdo para evitar, sin éxito, que yo notara la erección que tenía. Estuve a punto de dejar caer el pan que sostenía en una mano temblorosa.
Durante mi carrera militar había enfrentado a la muerte, había disparado, incursionado en terreno enemigo, salvado o destruido vidas ajenas y arriesgado la mía. Todo este trabajo de alto riesgo lo desempeñé con un temple de acero, una mente fría y una precisión quirúrgica. No existían manuales de instrucción, ejercicios o entrenamiento especializado para apagar el deseo incestuoso de una madre por su hijo.
Me sentí sucia y maligna al contemplar su cuerpo esbelto y velludo, de musculatura compacta. Me sentí vil e impura al morderme involuntariamente el labio inferior mientras un escalofrío recorría mi columna vertebral y el calor se acumulaba desde mi vientre hasta mi entrada vaginal.
Me obligué a prestar atención a la cena. Di la espalda a mi hijo mientras seguía untando Nutella en los panes.
—Elyk, ¿Por qué no has traído equipaje? Pregunté para romper el silencio.
—Tuve un altercado con el tío Joel. Los abuelos me ocultaron tus cartas durante todos estos años, hace dos semanas descubrí una, pero esperé a cumplir los dieciocho para reclamarles. Joel me golpeó, salí corriendo de la casa y robé su motocicleta. De cualquier modo, tenía pensado venir a la dirección del remitente. Si tú me recibes aquí, nada ni nadie podrá separarnos.
Apagué el café y la sopa, dejé lo que estaba haciendo y acudí a su lado. Me sentí furiosa conmigo misma por haberme excitado con el cuerpo de mi propio hijo cuando él necesitaba otra clase de atenciones, más normales y mundanas. Elyk necesitaba que yo me comportara como su madre, no como una puta con ganas de ser penetrada.
Me acuclillé a su lado y toqué su pómulo izquierdo. Efectivamente, tenía un hematoma que, junto con los moratones que presentaba sobre las costillas, evidenciaba lo que había sucedido.
—Te derribó y te pateó estando en el suelo, ¿no es cierto?
—Sí, pero yo fui más rápido —casi pude atisbar orgullo en sus palabras—. Como no sé pelear, me levanté y corrí a la salida. Tomé sus llaves y robé su moto.
El instinto maternal me ayudó a sobrellevar mi excitación. No dejé de sentirme ansiosa por la presencia de mi hijo, pero al saber que podía hacer algo por él, el deber se impuso. Me incorporé y fui a mi habitación para volver con un tubo de ungüento antiinflamatorio. Odiaba haber estado tanto tiempo separada de Elyk, si él hubiera crecido a mi lado, a esas alturas habría aprendido a defenderse. Me prometí remediar esa situación cuanto antes.
Apliqué pomada sobre los golpes de mi hijo y después cenamos mientras compartíamos información; él me habló de su vida en casa de sus abuelos, parte de la cual yo conocía gracias a mis informantes. Yo le hable de mi trabajo y los negocios. Durante toda la cena no dejé de deleitarme con su voz, el movimiento de sus manos al hablar, su sonrisa de medio lado y el conjunto de masculinidad que él representaba.
Mi vagina había estado segregando flujo, en una permanente solicitud de caricias incestuosas que yo debía evitar a cualquier precio. Bajo mis nalgas, el vestido se encontraba empapado y no podría levantarme sin que él lo notara.
—Elyk, tienes mucho acné —dije para rellenar un silencio dentro de nuestra conversación—. ¿Te tocas?
—A veces, pero no he llegado a provocarme el orgasmo —reconoció sin pudor—. En casa de los abuelos era difícil tener privacidad. La abuela siempre me vigilaba y me estaba prohibido encerrarme en mi habitación.
La tensión sexual me estaba matando. Mi hijo había malinterpretado mi pregunta, creyendo que me interesaba saber si se masturbaba o no, cuando lo que deseaba averiguar era si se tocaba el rostro con las manos. Aferré el borde de la mesa de roble y apreté los dedos contra la madera para contener un jadeo. Estaba demasiado excitada, tenía remordimientos de consciencia por mi estado físico y tenía miedo de que él notara mi deseo.
No me sorprendía la naturalidad con que Elykner tocaba según qué temas conmigo, cuando era pequeño me costó mucho trabajo hacerle entender que ciertas cosas era mejor no compartirlas con los demás, pero siempre supo que podía hablar conmigo sobre cualquier tema.
—¿Dónde está la moto? —mi voz tembló al preguntar.
—Afuera. Conduje mientras pude, pero después arreció el aguacero y tuve que arrastrarla un par de kilómetros hasta llegar aquí; tampoco era cuestión de abandonarla.
Cualquier otra madre habría reprendido a cualquier otro hijo por el robo de un vehículo; tratándose de nosotros, no tuve más remedio que enorgullecerme y sentirme satisfecha por su velocidad de reacción al escapar de casa de sus abuelos.
—Elyk, ve a descansar —ordené tratando de que mi voz sonara segura—. Yo me encargaré de dejar todo en su sitio.
Mi hijo se incorporó, con su hombría marcándose debajo de la toalla. Se reclinó sobre mí y el impacto de deseo mordió mis entrañas. Agradeció, me dio un par de besos castos y se retiró.
Estando sola, doblé el cuerpo para apoyar mis codos sobre los muslos. Todo mi organismo me traicionaba; únicamente la fuerza de voluntad me impedía quitarme el vestido y saltar a la cama de Elyk para follar con él hasta deshidratarme. Apreté los dientes mientras un par de lágrimas escapaban de mis ojos. Estaba feliz por la llegada de mi hijo, pero las reacciones de mi cuerpo venían acompañadas de profundos remordimientos.
Toda mi educación, mis valores y mis ideas iban directamente en contra de lo que estaba sucediéndome. Era terrible siquiera pensar en tener algo con la carne de mi carne. Decidí castigar mi cuerpo para tranquilizar mi espíritu.
Fui hasta la puerta de entrada y la abrí. La tormenta bramaba como hacía rato. Parecía que una cortina de agua cubría toda la calle. En medio del diluvio distinguí una Kawasaki aparcada a seis o siete metros de mi portal.
Salí a la calle recibiendo sobre mí el gélido impacto del torrente vertical. Mis pies descalzos tantearon el suelo, hundiéndose en el agua hasta los tobillos. Avancé paso a paso; mi interior seguía en llamas a causa del deseo incestuoso; podía estar sufriendo bajo el aguacero, pero eso no disminuía mis ganas de sexo prohibido. Entristecí aún más; si el agua helada de aquel diluvio no era suficiente para apagar mis ardores, nada podría ayudarme.
Llegué a donde estaba la moto, aún tenía las llaves puestas; con ese aguacero, quien hubiera sido capaz de robársela seguramente se la habría merecido. Guié el vehículo hasta la entrada, retiré las llaves y corrí al interior de la casa.
Entré y azoté la puerta tras de mí mientras de mi boca salía una maldición de grueso calibre. Estaba aterida, mareada de excitación y temía pillar un resfriado. El aguacero no había mermado mis ganas de marcha.
—¿Estás bien, mamá? —pregutó Elyk corriendo desde su habitación mientras se enrollaba la toalla en la cintura.
—¡La moto…! —traté de responder mientras las agujas del frío torturaban mi carne.
Mi hijo corrió hasta donde me encontraba. Vi amor en sus ojos, un amor exento de cualquier otro calificativo, libre del peso de la preocupación, los tabúes o la conveniencia.
—No debiste salir así —reprendió en el mismo tono cariñoso que yo usaba con él cuando era pequeño—. Tienes que entrar en calor, el cambio de temperatura fue muy drástico.
Se arrodilló ante mí mientras hablaba. Desabotonó mi vestido de abajo a arriba antes de que yo supiera lo que estaba haciendo. Me hizo estirar los brazos y terminó de abrir mi única prenda para jalarla hacia atrás y desnudarme del todo. Sentí el frenesí del deseo sexual combinado con un ramalazo de pudor; no pude evitar el preguntarme si mi cuerpo le parecería apetecible. Al momento, sin siquiera fijarse en mi desnudez, se quitó la toalla de la cintura, cubriendo mi espalda. Me abrazó por delante para compartir conmigo su calor corporal.
Sentí que moriría en ese momento. Mi hijo me había desnudado en menos de diez segundos y me abrazaba sin considerar que ninguna prenda se interponía entre nuestras pieles.
Tomó mi cabeza con sus manos y la colocó sobre su torso mientras intentaba hacerme entrar en calor. Su erección presionaba contra mi vientre. Mi hijo contaba con el pene más largo y grueso que yo hubiese visto jamás. Su verga estaba circuncidada y tenía la misma forma que la de su padre, con una curvatura que, usándola sabiamente durante el acoplamiento, activaría las zonas más sensibles de cualquier vagina. Las semejanzas terminaban ahí; si alguna vez sentí que el miembro de Samael me llenaba, estaba segura de que la hombría de mi hijo llegaría sin problemas hasta mi útero. Las piernas me temblaron con este pensamiento y, a pesar del frío, mi excitación se disparó a niveles dolorosos.
Elyk aferró mi cuerpo, creyendo que estaba sufriendo por el frío mientras que en realidad adía por dentro. Con frases tranquilizadoras me llevó hasta el baño, entre cargándome y haciéndome dar algunos pasos. Mientras me sostenía abrió las llaves de la ducha y verificó la temperatura. Mi hijo estaba siendo eficaz y certero al atender mis necesidades más inmediatas. No sabía el efecto devastador que todo esto provocaba en mí.
Me colocó debajo de la ducha y el agua caliente me brindó un súbito bienestar. Cerré los ojos relajando los músculos de mis brazos. Todo rastro de pudor o vergüenza al mostrarme desnuda ante mi hijo se había disipado. Si lo deseaba, podía contemplar mi cuerpo, yo me sentía tan excitada que le habría permitido hacer conmigo lo que quisiera.
Elyk se colocó detrás de mí y me electricé al sentir que su verga enhiesta chocaba contra mis nalgas. Nunca antes deseé tanto una penetración como en aquellos momentos. Me hizo levantar los brazos y extenderlos para que apoyara mis palmas en la pared. Con los ojos cerrados sentía que el agua caía en mi coronilla y se deslizaba cálidamente por todo mi cuerpo.
Vibré excitada cuando sentí las manos de mi hijo recorriendo mis hombros. Estaba utilizando el jabón líquido como lubricante para proporcionarme un masaje intenso y estimulante. Entendí sus intenciones, no pretendía seducirme, más bien buscaba hacer que mis músculos entraran en calor.
Seguía lamentando todo aquello. Mi mente no dejaba de dar vueltas al hecho, reprobable desde el punto de vista de mi educación, de sentirme atraída sexualmente por mi propio hijo. Me odiaba a mí misma por sentirme tan excitada. Temía que él me juzgara mal en caso de notar mis deseos prohibidos. Lo último que deseaba era manchar la relación entre madre e hijo que acabábamos de reestablecer.
Para cualquier observador externo, podíamos parecer una pareja de amantes; la madura rubia y buenorra, gozando de un masaje sensual administrado por su joven gigoló mulato. Para Elyk, aquello no era más que el tratamiento de emergencia que proporcionaba a su madre para evitarle un resfriado. Para mí, las manos varoniles de mi hijo recorriendo mi espalda, su respiración contenida que evidenciaba un estado de excitación similar al mío y los continuos encuentros accidentales de su virilidad contra mis nalgas o mis muslos, sumaban la experiencia erótica más fuerte que hubiese vivido en el sexo hetero.
Él dejó mi espalda para acuclillarse a mi costado derecho. Su verga erecta desafiaba cualquier tabú; me mordí el labio inferior al comprobar que su cuerpo reaccionaba por la cercanía del mío.
Me indicó que flexionara la pierna y me sostuvo por el tobillo para masajear con su mano libre desde el muslo hasta la pantorrilla. Me miraba a la cara e inevitablemente podía observar mis senos que colgaban en su dirección y mi sexo, recientemente depilado de forma definitiva en la clínica láser de La Paz.
—¿Dónde aprendiste a dar estos masajes? —pregunté entre jadeos.
—Mamá, estoy improvisando. Sé que el frío debió calarte hasta los huesos, así que intento evitar que tus músculos sufran calambres. Por lo demás, es la primera vez que estoy tan cerca de una mujer desnuda.
—Entonces, no has tenido sexo todavía.
—No —meneó la cabeza y casi sentí tristeza en su tono de voz—. He leído toda la literatura a mi alcance sobre el tema, conozco la información que hay que saber sobre sexualidad humana, pero a un nivel teórico. Nunca he tenido novia y, aunque tenía algunas revistas en casa de los abuelos, jamás he visto una película pornográfica. No sabría cómo empezar un acto sexual. Supongo que algún día se presentará la ocasión.
Su franqueza me desarmaba. Era como un nefilim, mitad humano y mitad Ángel Caído, sabio como un hombre de mil años y, al mismo tiempo, tan inexperto como si nunca se hubiese planteado ciertas cuestiones.
Dejó mi pierna derecha y pasó a mi costado izquierdo. Mi coño ardía en desesperados clamores de exigencia sexual. Necesitaba ser penetrada y mi hijo no se enteraba.
—¿Podrás disculparme, mamá? —preguntó en cuclillas a mi izquierda, casi debajo de mí.
—¿Por qué?
—Mira esto —se sujetó la verga para enseñármela—. Es evidente que mi cuerpo está excitado por lo que estamos haciendo. Te aseguro que es una reacción natural e involuntaria; es cierto que eres la mujer más hermosa que haya visto y que cualquiera sentiría deseos por tu cuerpo, pero eres mi madre y tienes mi palabra de que te respetaré, no me propasaré y seré todo un caballero.
Solamente mi hijo podía soltar un discurso semejante. Él era capaz de sentir los instintos naturales de todo varón heterosexual y saludable de su edad, pero estos no dominaban sus emociones y el clima interior de su mente. Analítico como siempre, estaba priorizando acciones, deduciendo mis posibles temores ante lo inusual de nuestra situación y protegiendo la limpieza de nuestra relación antes de que (según él) yo pensara que todo aquello pudiera tomar un cariz sexual.
—Descuida —intenté aligerar mi voz—. Conozco tus intenciones y sé que solamente deseas ayudarme. Me preocupa más el otro tema; prometo que podrás ver las películas que desees.
Al pronunciar estas palabras, provoqué tres acontecimientos aparentemente sin importancia; mi hijo suspiró enronquecido mientras entornaba los ojos, apretó mi pierna entre sus manos y su verga erecta se encabritó como deseosa de buscar un hueco para penetrar.
Descubrí una faceta en el carácter de Elyk que hasta entonces me había sido desconocida; su limitado abanico emocional comprendía el amor sublime y casi místico que sentía por mí y la emoción por los temas sexuales que, si alcanzaba las mismas cotas de su amor, quizá estaría rozando la satiriasis. Tuve miedo de lo que podría suceder con las películas pornográficas que acababa de autorizar, pero no pude retractarme. De cualquier modo, él necesitaba de alguna guía en materia sexual, más allá de la simple teoría y, con su modo de ser, podría resultarle difícil conseguir una novia que lo orientara.
Volví a cerrar los ojos con fuerza. Mi grado de excitación no disminuía y mi mente pintó la imagen de mi hijo masturbándose mientras estudiaba las películas “X” con la misma atención que empleaba en todos los temas que despertaban su interés. La humedad de mi sexo se confundía con el agua de la ducha mientras él masajeaba mis hombros nuevamente, esta vez de frente a mí y me susurraba palabras tranquilizadoras.
Tuve que contenerme para no salir corriendo a mi habitación. Él podía interpretar cualquier movimiento mío como señal de incomodidad y esto le despertaría confusión y el pensamiento de haber hecho algo mal, incluso podría llegar a creer que me había ofendido de alguna manera.
Concluido el masaje y el baño, mi hijo envolvió mi cuerpo con una toalla y procedió a secarme para después secarse él. Me llevó abrazada hasta mi habitación y me depositó sobre la cama.
Tuve que asegurarle que me encontraría bien y lo mandé a dormir a su habitación. Me sequé el cabello y me puse una playera para dormir. Apagué la luz y me toqué la vagina. Estaba empapada, mi clítoris enhiesto asomaba orgulloso y solamente una penetración a fondo podría calmar mis ansias.
Intenté relajarme. Mi comportamiento había sido incorrecto desde el principio. Mi hijo había venido en busca de una madre y yo había reaccionado como una colegiala en efervescencia. La condición emocional de Elyk protegía mis reacciones, pues hasta ese momento él no se había percatado de mi furor uterino, pero nada me garantizaba que no lo notara en días venideros.
Yo consideraba inmoral ese deseo carnal por mi hijo e incluso me parecía abominable dar rienda suelta al placer del autoerotismo basándome en ese deseo, tal como mi cuerpo me exigía.
Cerraba los ojos y mi mente proyectaba recuerdos de la reciente experiencia en la ducha, combinados con fantasías eróticas donde mi hijo me penetraba sin descanso, en todas las posturas posibles.
Debí pasar dos horas dando vueltas entre las mantas sin conciliar el sueño y resistiendo la tentación de tocar mi sexo cuando escuché la puerta de la habitación de mi hijo. Elyk caminó procurando no hacer ruido y entró en el cuarto de baño. Volvió a su habitación minutos después.
Ya no pude contenerme. Enfurecida conmigo misma, dolida por las reacciones de mi cuerpo y cansada de resistir, me arranqué la playera con violencia.
Me puse en pie, llorando y sintiendo que toda mi voluntad giraba en torno a las sensaciones que mi cuerpo sentía y las que necesitaba experimentar. Abrí el cajón de mi ropa íntima y tomé el consolador de goma que guardaba casi a la mano. La decisión era simple, masturbarme o correr a la cama de mi hijo y suplicarle que me penetrara hasta el amanecer. Opté por lo primero, no quería manchar nuestro amor de madre e hijo con mis deseos de mujer ardiente.
Me arrodillé sobre la cama y lamí el glande de plástico. El consolador correspondía a la forma y tamaño del miembro de Samael, única herramienta masculina que me había penetrado. Me daba un morbo especial follar a mi amiga Ángela, ocasional compañera lésbica, con este juguete, e imaginarla retorciéndose de placer con la verga del padre de mi hijo. Habiendo visto y deseado lo que Elyk tenía para ofrecer, ya nada sería igual.
Froté mi cuello con el tronco de la verga artificial mientras me metía en la boca mis dedos índice y medio de la mano izquierda. Luego me acaricié los pezones enhiestos con el consolador y llevé los dedos ensalivados hasta mi clítoris. Pegué un pequeño salto al sentir la descarga de gozo que me regaló mi nódulo de placer. Me sentía triste, la consciencia me pesaba por autoestimularme como consecuencia del calentón que me provocaba mi propio hijo.
Friccioné mi “diamante” con los dedos humedecidos y, por un instante descarté el consolado mientras alzaba la cabeza para abrir la boca; reprimí un gemido de gusto que hubiera podido revelar a Elyk mis actividades secretas. Mi coño dejaba escapar hilillos de flujo vaginal sin que me importara.
Me agaché apoyada en mis rodillas, con las nalgas hacia arriba, las piernas separadas y la frente pegada a la cama. Estaba desatada; pasó por mi mente el pensamiento de que, si mi hijo hubiese entrado a mi habitación en ese momento, le habría pedido que me clavara la verga.
Llevé ambas manos a mi trasero, con la izquierda separé mis excitados labios vaginales mientras que, con la derecha, acomodé el glande del consolador en la entrada de mi recinto amatorio.
Empujé la pieza de látex hacia mi interior, sorprendida con la facilidad con que se deslizaba. Mis paredes internas se adaptaban a las dimensiones del instrumento y, poco a poco, me lo introduje hasta tenerlo todo dentro. Posé una mano sobre mi clítoris y me di un violento masaje estimulante mientras con la otra aferraba los cojones del consolador para ejercer movimientos de entrada y salida. Mi cuerpo estaba disfrutando, mientras que mi espíritu sollozaba por la afrenta al amor de madre que había cometido al desear a mi hijo.
La habitación a oscuras se pobló de los sonidos de chasquidos y chapoteos del instrumento entrando y saliendo de mi vagina, los jadeos que salían de mi boca y un ligero rechinido de la base de la cama. Apreté los dientes mientras mascullaba el nombre de mi hijo y un placer me recorrió desde la coronilla hasta la base de la columna vertebral. Un calor interno en mi vientre me anunció el inevitable orgasmo.
El clímax me atravesó de inmediato. Solté todo el aire de mis pulmones en un grito silencioso que pareció el lamento de una fiera herida. Una ingente cantidad de líquidos escapó desde mi intimidad para empapar mis manos, el dildo y mis muslos en dirección al colchón.
Caí boca abajo, con el consolador aún incrustado en mi interior y el deseo prohibido de que fuese la verga de mi hijo la que me penetrara.
Aquel orgasmo no fue tan satisfactorio como hubiera deseado, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que tenía a mano sin romper el tabú del incesto.
Continuará