Un ángel entre la niebla
Entre la multitud, cargada de soledad, nace un ángel entre el humo artificial.
Un ángel nace de la niebla entre el martilleo de la música. No necesita abrir las alas, le bastan los pies para volar. A su alrededor, una legión de cuerpos torpes que se tambalean, que tiemblan, que intentan seguir el ritmo con más o menos suerte. Ninguno baila. Lo que hacen no se puede llamar baile cuando has visto al ángel moverse entre el humo. Las luces acarician su piel, allí donde el sudor riela en colores. Sus ojos resplandecen en la oscuridad. El ángel es ritmo y es luz.
La música envuelve hasta el rincón más olvidado. El alcohol pega más fuerte en el estómago que en la cabeza. La soledad, vieja extraña en la multitud, sonríe desde las alturas. Yo estoy solo, el ángel está solo, todo el mundo aquí está solo aunque se empeñe en mentirse hundiéndose en la turba de cuerpos que se mueven, que se rozan y que se disculpan si algún codo golpea.
El ángel se alimenta de la música y con ella y su cuerpo hace obras de arte en medio de la niebla de humo artificial. Su cuerpo perfecto es una extensión más del sonido y del color. En su cuello se deslizan los tambores por un arcoiris húmedo, tiene acordes en los pechos, su melena dorada son mil golpes agudos en la bruma. Sus manos moldean caricias en el aire, su silueta se recorta en los haces de la iluminación. Humo, flashes, miles de fotos sacadas a oscuras, blancas luces, blanca piel, y el ángel sigue bailando en un mundo blanco de humo.
Ese ángel hace suya la pista y la noche. Rueda el alcohol por su garganta y por la de todos. Es la hora de los bohemios, se desnudan las intenciones en forma de miradas. "Quiero follarte", la mira alguien a su derecha. "Estás más buena que el pan", coro de ojos clavados en sus nalgas marcadas y en eterno movimiento. "Eres mi ángel", un pobre diablo, desde el rincón más apartado de su estupidez, sólo sabe mirarla a los ojos.
Más humo, más luces, más música, lluvia de purpurina, apoteosis de alcohol. El mundo se acelera y el ángel sigue bailando. El ángel, ojos cerrados, sonrisa dormida, levanta los brazos en pleno vuelo y yo me muero por perderme en su axila, por lamer la curva de sus pechos, por amanecer acogido en ese cuerpo que se cimbrea al ritmo del sonido.
Unos labios se acercan y besan el cuello del ángel. Unas manos se apoderan de sus caderas. Un hombre mortal abraza al ángel por la espalda. Blasfemia. Sacrilegio. Sonríe ella. Sonríe él. Se besan por enésima vez. Y yo conozco a ese hombre, novio del ángel desde el principio de los tiempos o, a lo mejor, desde hace sólo un mes. Es mi mejor amigo.
Alzo el cubata y, en la inmensa soledad que voy exhibiendo en la multitud, brindo silenciosamente por los labios de ese ángel que nunca, nunca, serán míos.