Un amor con polla

El Amante vuelve al relato de sus principios pajilleros

Un amor con polla

(Viene de: ¿Te gusta mi polla?)

El caso es que ya la pandilla pajillera había ascendido conjuntamente a la categoría de lechera y los tres conjurados, a más de uno y de otro que se iban y fueron incorporando al grupo de manera ocasional o por temporada, frecuentaban con suma alegría y satisfacción inmensa sus eyaculaciones coreadas, competían con su juguete recién estrenado a ver quien echaba más, quien alcanzaba con su chorro más lejos, o a quien le salía más espesa y más blanca. Cosas de chiquillos.

Supongo, según me llega el soplo de los recuerdos de entonces, pantalones cortos de rigor en invierno y verano, en su interior  calzoncillos blancos, enormes, y para nada excitantes ni siquiera sugerentes, pero es obvio que para nosotros, adolescentes viciosos prematuros, no hacía falta estímulo ninguno y por cualquier o sin cualquier motivo, ya estaba la picha tiesa tiesa, pidiendo su meneo.

Siendo el trío que hizo célula parejo en su edad, apenas cuatro meses separaban al mayor del más chico, cuando se venía con nosotros alguno más mayor, y también alguien más chico, lo mismo aprendíamos del más grande que enseñábamos al más pequeño; que cada cosa tenía su gozo y su consecuencia, como es natural.

Vino una vez un muchacho ya de quince, hijo de guardia civil, guapísimo y amabilísimo, que nos entusiasmó y nos puso en revolución a todos. Con mucha soltura y desparpajo hablaba, con palabras de conocimiento, no ya del vicio de meneársela, sino de follar, sí del gusto que se daban los mayores follando, de cómo se la metían y se la sacaban, por el coño o también por la boca, que eso era mamarla o chuparla, y lo otro que era por el culo.

Y, claro, como lo que el amigo tenía en su mano no era una picha, todavía pequeña, como las nuestras, sino una espléndida verga, con todos los requisitos bien cumplidos para llamarse polla, una polla excelente; no es extraño suponer de qué modo nos tenía atrapados, ya con sus informaciones, ya con sus corridas. Y es curioso que aún ahora, al cabo de tanto, me acuerde con precisión de una de aquellas cosas que él decía, y era que  -según su cuento- cuando más placer sentían los hombres en su rabo  teniéndolo bien adentro, en la vagina de ella, era si la mujer abierta de piernas estuviera o estuviese embarazada de mucho, de modo que al penetrarla el capullo del macho, en su golpeo, alcancanse y rebotase en las paredes membranosas del bombo donde se gestaba el feto…

Fantasías, groseras o finas invenciones. Suposiciones honestamente deshonestas, turbios deseos o luminosos, que de eso cada cual y cada cuala sabe sin intermediación los suyos. Por aquellos momentos, los míos, se precipitaron con voluntariedad cerca de lo hermoso. Sin duda, Juanjo, el hijo del guardia, era un chaval extraordinario, apuesto, fuerte, deportista y guapo, se dejaba querer…

Pero un colega nuevo, que se iba a acercar al grupo muy poco después, Eduardo, familia de un profesor de la escuela, eso era un prodigio de la naturaleza, vivo y próximo, a tu lado, bello como un coral de mil luminiscencias.  Tenía acceso a unos pequeños libros de novelas pornográficas y, con mucha picardía, leyendo sus pasajes más morbosos, nos sacó qué sé yo de veces la lechada triunfal. Ciertamente me enganchó su forma de leer, su cuerpo precioso y su linda polla, pero su capacidad de persuasión definitiva la tenía en sus embaucadores ojos celestísimos, absolutamente irresistibles. De ahí fue mi pasión por él. Mi primer amor secreto: Eduardo el de los ojos claros. Un amor con polla.

(Continuará)