Un accidente (2)
Sigue la historia de deseo padre-hija.
Habían pasado más de dos años desde ese suceso. No puedo decir que papa se comportase mal conmigo, pero guardaba las distancias. Sus iniciales intentos de que nadie notase el cambio fueron, al fin, infructuosos. Todos se dieron cuenta, pero me atribuyeron ese cambio a mí. A que, al ir creciendo, me había alejado, por rebeldía adolescente. Sin embargo, en todo ese tiempo fue fermentado en mí una idea, más bien, una fantasía: Mi padre.
No es que quisiera acostarme con él, claro. Una tenía sus principios. Pero siempre creí que de la imaginación a los hechos, hay un largo camino, y que imaginar algo, si no se lleva a cabo, no tiene porque ser tan horrible.
Así que, por las noches, en mi habitación, recordaba cada segundo de aquel partido: la firmeza de su pene frotándome en su espalda, sus brazos fuertes apretándome contra él, él movimiento de sus caderas bajo mi cuerpo…
Imaginaba que, de repente, entraba en la habitación, me sentaba en sus rodillas y lo volvía a repetir todo, pero esta vez estábamos desnudos, yo podía saciar mi curiosidad y tocar su pene.
El podía toquetearme a placer, concentrándose en apretar y pellizcar mis pezones con suavidad.
Fue así, casi siempre con esa fantasía, con la que aprendí a conocer mi cuerpo, a darme placer a mí misma. Y lo hacía casi todas las noches antes de dormirme.
Una noche, tiempo después, tras regalarme un orgasmo poco intenso tras bastante rato de intentarlo (no me encontraba muy excitable aquella noche), baje sedienta a la cocina a por un vaso de agua. Allí, sentado en la mesa y con un vaso de leche caliente, estaba él. No le di gran importancia. Había aprendido a aceptar ese nuevo trato cariñoso, pero distante.
— ¿No has cenado? —le pregunté mientras bebía de un enorme vaso. Un poco de agua escapó de mi comisura, recorriendo mi barbilla y mi cuello y cayendo en el escote del camisón, provocándome un leve escalofrío. Papá siguió a la gota en su recorrido y dejo reposar su mirada un par de segundos.
— Sí, pero me apetecía un poco de leche ¿quieres uno, reina?— yo no pude evitar sonreír al ver su labio superior, blanqueado por la leche, dándole ese gracioso aspecto de bigote blanco. Me acerque y se lo recorrí despacio con mis dedos índice y corazón, los mismos con los que, recordé con horror, me había pasado casi una hora masturbándome antes de bajar sin lavarme las manos. Quise retirar la mano con rapidez, pero, como no podía ser de otro modo, él ya lo había notado. Olfateaba mis dedos, como un perro, bajando imperceptiblemente por ellos, buscando el suave olor salado. Y yo, en un impulso, los baje, rodeando con suavidad sus labios entreabiertos, notando sus dientes, rozando su lengua, con los ojos cerrados. Sintiéndolo, dejándolo saborear y oler. Pero, bruscamente, se puso de pie. Me miraba fúrico, aunque, lo más probable es que la ira fuese contra él mismo. Se quedo allí un par de segundos y se fue escaleras arriba, con un rígido “buenas noches”.
Yo, aún húmeda y bastante excitada por lo ocurrido, subí hacia mi cuarto y me masturbé furiosamente con esa misma mano durante gran parte de la noche, hasta que caí exhausta y empapada, tras varios intensos y algo ruidosos (realmente, no pude evitar gemir) orgasmos. Lo más curioso, es que, en algún momento, me pareció sentir cierta actividad detrás de la puerta, así como gemidos leves. Pero, es probable que lo imaginase. O no.
Sin embargo, quitando este suceso aislado, fueron dos años bastante tranquilos. No faltaban las miradas incómodas cuando me ponía un vestido algo escotado (mis pechos habían alcanzado un tamaño más que considerable), o las huidas repentinas de papá cuando estaba cerca. A veces, me parecía notar un considerable bulto en el pantalón mientras se iba a toda prisa, pero tal vez fuese un exceso de vanidad pensar que eran erecciones provocadas por mí. O…no…
Yo, por mi parte, recogía imágenes y momentos suyos en los que me parecía realmente atractivo. No lo hacía de forma consciente, claro, simplemente las captaba y las recreaba durante mis fantasías nocturnas: sus músculos tensándose con fuerza cuando movía algún mueble o una gotita de sudor recorriendo su torso desnudo y perdiéndose en sus pantalones de licra mientras jugaba al baloncesto con el tio…
Fue una mañana, semanas después de mi 17 cumpleaños, cuando las cosas se desbocaron.
Esa mañana me había quedado sola en casa. Ese día no tenía que ir al instituto, y mis padres estaban trabajando. Mi hermana mayor tenía turno de mañana en el hospital donde había conseguido trabajo como auxiliar de enfermería, y las otras dos habían encontrado trabajo como cajeras en un supermercado. Yo era la única que tenía cuentas de, si todo iba bien, estudiar una carrera el año siguiente, aunque mi madre me mirara con cara de “tehasvueltoloca” cada vez que lo comentaba. Mamá trabajaba en una tienda de moda, confeccionando trajes a medida y papá, aunque había estado años como comercial de una gran multinacional, ahora era un simple camionero, pues la empresa se había venido abajo.
Tras desayunar y ver un rato la televisión, me puse a leer un libro tumbada en el sofá. Era una novelucha romántica que cogí prestada del cuarto de mi hermana, sin un argumento consistente salvo lo mucho que se querían los protagonistas. Pero, lo mejor, es que pronto comenzaron a demostrárselo. La autora del libro, que no era una gran escritora per se, tenía una frenética imaginación sexual, y detallaba el acto con lujo de detalles, lo que empezó a excitarme a sobremanera. Llevé mi mano hacia mi vulva, pero al molestarme los pantalones y las bragas y llevada por la calentura, me los quité. Pensé lejanamente que si entraba alguien, me vería, pero, al fin y al cabo, faltaban horas para que alguien llegara.
Me abrí de piernas todo lo que puede, quedándome al borde del sofá y comencé a pasar mis dedos de arriba abajo, extendiendo mis fluidos de forma uniforme, sin parar de leer. En ese instante, estaba leyendo como el protagonista obligaba a su amante a abrir bien las piernas y comenzaba a besar, lamer y chupar entre ellas. La idea me entusiasmo, realmente. Era excitante, la simple idea de que alguien “bajase” ahí, me proporcionó una oleada de placer inmensa.
Continué leyendo, las sensaciones y la excitación de la protagonista, ensimismada, frotando me clítoris frenéticamente con dos de dedos, desplazándolos ocasionalmente e introduciendo la puntita en mi vagina y por un día, sabiéndome sola, no reprimía mis gemidos.
En algún punto, cerré los ojos y dejé el libro, estirando el cuerpo en búsqueda del placer, continuando la fantasía con mi imaginación.
Estaba ya cerca del clímax cuando algo me interrumpió. Abrí los ojos, parando el movimiento y enderezándome de golpe. Un suspiro fuerte. Miré hacia la puerta y allí estaba, justo enfrente, medio escondido.
Me miraba con algo más que deseo, era hambre de mi, lujuria pura. Una de sus manos se perdía bajo el pantalón, donde se notaba su prominente erección. No sé cuanto rato llevaba allí, pero, desde luego, no acababa de llegar.
Desde mi posición, aún con las piernas abiertas, le ofrecía una inmejorable visión de mis noblezas, húmedas, excitadas, palpitantes. Pensé que tenía ( tenía ) que cerrar las piernas, levantarme y cubrirme. Pero no quería.
Lo que realmente quería es que viniese, que me tocase. Quería tocar, lamer y chupar su pene duro, verlo, después de tanto imaginarlo. Mi cuerpo clamaba por el macho que había enfrente de mi, sin importar que fuésemos padre e hija.
Él continuaba en la misma posición, estático. Yo, poseída por un estado de excitación que jamás había sentido, baje mi mano y continué con el ritmo. El contacto, en tal estado, me provocó un estallido placentero que crecía y decrecía en oleadas. Sentí mis flujo caer, chorrear entre mis piernas, pero mi lívido aún daba para más. Papá, desde su posición, comenzó a frotarse bajo el pantalón. Estuvimos así un rato, no se cuanto exactamente, y de repente, él se dio la vuelta exclamando “¡No!” Con vehemencia y subió hacia arriba. Yo, sin pesar muy bien que estaba haciendo, lo seguí, sin importarme estar semidesnuda y con las piernas chorreando de mis jugos.
—¡Papá!
—¡Vete!—me dijo, con la mano en el pomo de su habitación. Parecía derrotado, cansado.
—Lo siento, papá, de verdad yo no quería…
—La culpa no es tuya. ¡Soy yo el que se hace una jodida paja mirando a su hija!—me miró con fuerza, dándose la vuelta hacia mi, furioso, apuntándome con su evidente erección
—Pero…—la excitación se fue mezclando con el cariño. No quería que se sintiera mal. Quería abrazarlo, decirle que todo estaba bien, que no pasaba nada.
—Vete, o te juro que no respondo—me amenazó, temblando por el deseo contenido.
Pero no lo hice. Nos miramos unos segundos y él, entonces, abrió la puerta y entró en su habitación. Yo, movida por impulsos, evite que me cerrara, y entré con él. Me miró un momento, desconcertado, pero yo, sin darle tiempo a nada, lo abracé. Apreté todo mi cuerpo contra él, sentí su erección clavarse en mi estómago. Eso reavivo el ardor de mi vulva, pero estaba decidida a ignorarlo si así tenía que ser. Solo quería que se sintiera bien.
El se quedó quieto, con los brazos en el aire y sin respirar, hasta que con un suspiro, profundo, se relajó. Me devolvió el abrazo con fuerza.
Yo, con la cara escondida en su cuello, aspiraba su olor característico, reconfortante, seguro… Comencé a pasar mis labios por esa piel, con delicadeza, ascendiendo hasta su barbilla, depositando, finalmente un mis labios sobre los suyos. Una vez, y otra, dando cortos besos no correspondidos en un principio. Entonces. él comenzó a entreabrir los labios, buscando mi boca, depositando los mismos suaves besos sobre mí, hasta que nos fundimos en un beso profundo, moviéndonos al compás. Buscándonos, explorándonos con nuestras lenguas.
Sus manos me comenzaron a explorar bajo la camiseta, desabrochando le sujetador, recorriendo la curva de la cintura hacia arriba, sopesando mis pechos. Yo por mi parte, exploraba su espalda, bajando hacia sus glúteos. Sentía su erección, palpitante clavándose en mí, la caricia de sus grandes manos, su beso…jamás, ni en mis mejores fantasías, habría podido imaginar las miles de sensaciones que me recorrían.
El beso acabo y nos separamos, buscando aire. Él apoyo su frente en la mía, abatido y excitado a la par.
—Soy un asqueroso degenerado…—susurró.
—No…
—Te estoy obligando ¿no es eso? Me estoy aprovechando de la autoridad que tengo sobre ti. Soy un hijo de puta pervertido…
—No…¡no!
— Sal de aquí…deberías denunciarme como el cerdo que soy…
— Deja de decir eso, por favor…Yo lo quería
— ¿Qué?
— Llevo mucho tiempo…te…quiero ser tuya…
— No sabes lo que dices…estas…
— Te deseo.— ahora yo temblaba. Bajé mi mano y acaricié su pene por encima del pantalón. Él gimió, echando la cabeza hacia atrás.
— Esto está mal— me susurro, rindiéndose, antes de volver a besarme con pasión.
Me quitó la camiseta, dejándome completamente desnuda y me tumbó en su cama. Me observo unos segundos recreándose en mi cuerpo. Comenzó a acariciar mis muslos, rozó el vello pelirrojo de mi pubis, torturándome ligeramente antes de pasar un dedo por la húmeda raja entre mis labios. Escapó de mis un enorme gemido, levanté las caderas, ofrenciendome, exponiendo esa parte tan íntima. El continuó, moviendo en círculos sus dedos, regalándome placer.
—Papi…—lo llamé entre suspiros, tirando ligeramente de él para que se recostar a mi lado. El lo hizo, sin dejar de masturbarme, quedándonos frente a frente. Entonces, con un tirón, comencé a bajar el elástico de sus pantalones, a ciegas, pues me besaba con furia, liberando por fin el pene de mi padre. Lo agarré con suavidad, él emitió un jadeo ahogado en mis labios.
—De arriba abajo, empieza despacio— me aconsejó. Yo me incorporé ligeramente, quería verlo bien. El artefacto que había protagonizado tantas de mis fantasías. No era excesivamente grande, aunque sí grueso. El glande rosado sobresalía, humedecido ya por el líquido preseminal, las venas palpitaban entre mis dedos.
Seguí frotándolo, como me dijo, haciéndole lo que él llamó “la mejor paja de su vida” aumentando o disminuyendo el ritmo según me indicaba. Él, entre tanto, hurgaba con sus dedos en mi rajita, provocándome azotes de placer inmensos. Estaba chorreando, de vez en cuando, sacaba la mano y se lamia los dedos antes de volver. Aquella mañana tuve, al menos, 4 orgasmos potentes antes de que papá se corriera, dejándome su semen en la mano y algo por encima del vello púbico.
Después nos abrazamos, agotados. Él metió su pene, aún erecto, entre mis ingles, rozando suavemente el clítoris y proporcionándome un último latigazo de placer que me hizo gemir ruidosamente y decir “papá”, mientras me miraba, satisfecho.
Me tocaba distraídamente, acariciando cada centímetro de mi piel, sin hablar, solo disfrutando del momento. Cerró los ojos, un rato, casi llegué a pensar que estaba dormido, hasta que, de repente, abriendo los ojos, me dijo:
—Esto no va a volver a ocurrir ¿entiendes?
—Está mal— convine.
—Es asqueroso. Ahora te vas a levantar ¿me oyes? Nos daremos una ducha y después, esto no habrá pasado nunca. Ni volverá a pasar. Ha sido un error.
Se levantó y se metió en la ducha, antes de cerrar, me dijo fríamente —Recoge tu ropa, cuando salga no te quiero ver aquí.
Yo, atemorizada y desconcertada por lo que había ocurrido con mi padre, no dudé en obedecer.
Pero se equivocaba de nuevo. Volveríamos a cometer ese error y otros mucho más graves. Muchísimo.