Un accidente (1)

Nuestra historia no comenzó aquella noche, ni mucho menos. Supongo que papá llevaba tiempo deseandome, pero no fue hasta aquella tarde en la que yo también comencé con el juego...

Siempre había sido la hija predilecta de mi padre. Desde que tengo uso de razón, siempre me dio un trato especial. Nada extraño o incestuoso, desde luego ( o al menos, al principio ), solamente me trataba como su princesita, me consentía más que a mis hermanas mayores, y no era extraño que se presentase en casa con un pequeño obsequio que, al entrar a una tienda, le había parecido apropiado para mí.

A mis hermanas no les pasaba desapercibido ese trato preferente hacia a mí y, supongo que por envidia, ellas me no me ofrecían el cariño que mi padre me daba de más. No es que me trataran mal, y por dios que las quiero, pues son mis hermanas, pero nunca pude establecer con ninguna esa relación de apacible confianza que mantenían entre ellas, y eso, no puedo negarlo, me dolía.

Mi madre también notaba ese trato. Ella siempre fue justa con las cuatro, nos amaba por igual, si bien, a veces trataba de compensar a las chicas cuando el notorio favoritismo era demasiado visible para ignorarlo. Ella era una persona maravillosa, algo anacrónica, tal vez, pero si algo siento en esta vida, es haberla decepcionado como lo hice. Sé que lo que ocurrió la mató, no directamente, pero la terrible verdad fue ahondando  en ella hasta que la hizo caer enferma. Por más que trate de redimirme de todos los pecados que cometí durante todo ese tiempo, jamás podré perdonarme la expresión de horror y decepción que vi en el habitualmente sereno y cariñoso rostro de mi madre.

Aquel día, los gritos se oían por toda la casa. Mis hermanas y yo estábamos fuera, esperando que la discusión terminase, como acostumbrábamos. Siempre que se planteaba una discusión, mi madre nos animaba a salir a jugar fuera, y pobre de quién no le hiciese caso. Mi hermana mayor jugaba con el perro desganadamente, atenta a la conversación de las dos menores, que charlaban en susurros entrecortados y echando mal disimuladas miradas hacía el porche, donde yo fingía leer.

Los gritos   y los susurros se mezclaban, y yo apenas podía distinguir algunas frases y palabras  sueltas, entre las que predominaba mi nombre.

Yo estaba ansiosa por poder escuchar esa discusión que, al parecer, había provocado yo misma ( eres una maldita zorra desde que naciste ¿no es así? ). No era mi intención, por supuesto. Aborrecía escucharlos discutir tanto como cualquier hijo del mundo, pero mi madre no tenía derecho a obligarme a ir a esa estúpida reunión. Ya no era una niña a la que pudiese obligar a hacer todas esas cosas ridículas, y pasarme toda una tarde con un montón de señoras viejas, gordas y chismosas no entraba en mis planes. Al menos, no para esa tarde, tal vez habría accedido cualquier otro día, pero esa, precisamente esa, tenía planes muchísimo mejores con papá y el tío Juan.

El tío Juan era siete años más joven que él, y un soltero empedernido ( o un gay empedernido, aunque nunca lo  confirmara), algo que iba anunciando a los cuatro vientos. Para él, las únicas mujeres de su vida eran sus cuatro sobrinas, y su fabulosa cuñada. Nos adoraba. Tenía cierta inclinación hacía mi también, una inclinación lógica, pues era la única sobrina con la que podía compartir sus aficiones junto con mi padre, sin embargo nunca fue algo específicamente notorio cuando estábamos las cuatro juntas. Para aquella tarde, precisamente, mi tío había comprado tres entradas para la final de baloncesto. Pero mi madre, al parecer, ya había comprometido la asistencia de todas sus educadas hijas a esa reunión de etiqueta y protocolo. Una autentica chorrada, según mi criterio, pero importante para ella.

Y de ahí la discusión, mi padre pretendía llevarme, no podíamos perder la fabulosa ocasión de ver a nuestro equipo en directo ( es baloncesto, por dios, baloncesto ¿Qué no entiendes? ). Mamá, por su parte, no podía perder la ocasión de presentarme en sociedad en esa reunión. Además, mis intereses no eran dignos de una señorita. Ella había recibido una estricta educación arcaica y profundamente anacrónica que no iba mal en el ambiente en el que se ( nos ) movía, pero que a mí me resultaba asfixiante. Es cierto que de esto han pasado ya unos  cuarenta años y que hoy, a mis casi 55 años, la perspectiva es totalmente distinta, pero en aquellos momentos, mi forma de ser era una desviación, era un  arbolito torcido que había que enderezar.

De repente se hizo el silencio dentro de la casa. Me pareció oír sollozos, tal vez susurros entrecortados, y no pude evitar levantarme con sigilo y tratar de acercarme a la ventana. Mis hermanas me miraban con desaprobación, pero no me importó. Tenía que escuchar lo que estaba pasando. Desde mi posición no podía verlos, pero abrí una pequeña rendija en la ventana de la cocina y sus veces me llegaron, débiles, pero con claridad desde el salón:

—       A veces eres tan…irracional…—decía mi padre, furioso, pero sin levantar la voz.

—       ¿yo soy la irracional? ¿yo? Solo quiero lo mejor para ellas…

—       Y yo…pero…

—       No me vengas con esas, ¿tu? Tú te limitas a consentirla a ella como a una novia y ni siquiera te preocupan tus otras hijas…¡niégalo! No puedes, últimamente no tienes ojos más que para Ani y sus majaderías, pero ¿sabes?  Yo me preocupo por algo más que darle todo lo que quiere, trato de darle un futuro…

—       ¿De verdad crees que darle un futuro es llevarla y exhibirla en una estúpida reunión de viejas? Seguramente, después de que cumpla quince la llevaras a una recepción con un cartelito de se vende para conseguirle un buen marido…

—       A ti no te importaría que no se casara nunca ¿no es eso? Que se quedara siempre aquí contigo ¿no?

Deje de escuchar, repentinamente asustada sin saber el motivo. Por aquel tiempo, a pesar de que ya no era una niña, seguía siendo bastante infantil y cándida, supongo que debido en gran parte a ese trato sobreprotector y  permisivo. Sin embargo, algo en el tono de voz de mi madre al decir esa última frase me inquietó a sobremanera. No era el contenido en sí, si no la forma en la que lo dijo. Casi parecía ¿resentida? ( celosa , lo sabes ) Salí del porche rápidamente, pasando al lado de mis hermanas, que ahora me miraban expectantes, esperando que les contase que había escuchado. Me  fui hasta la valla  que delimitaba nuestro jardín por la parte trasera y miré pensativa hacía las vasta arboleda que se extendía más allá. Así estuve un rato, hasta que una mano grande y áspera me acarició el pelo con suavidad, devolviéndome a la realidad. Mi padre mi miró, sonriente — ¿Estas preparada para el partido, cariño?

No pude evitar echarme a sus brazos, la alegría que se apoderó de mí en ese momento y cualquier preocupación que antes me rondará, quedó relegada a un segundo plano.

—       ¿Cómo las has convencido?

—       Sabes que soy muy persuasivo cuando quiero…—Una sombras oscura ( ¿nerviosismo? ¿culpa, tal vez?) teñía el brillo de sus ojos, aunque no dejaba de sonreír mientras em rodeaba con sus brazos—Ponte guapa, en un ratito vendrá el tío a buscarnos.


Me miré al espejo unas veinte veces antes de salir. Me había puesto un vestidito playero por encima de las rodillas, verde, lo re resaltaba mis ojos grandes y mi pelo rojizo. Tenía una cara que podría tacharse de bonita, aunque la palabra adecuada sería armoniosa. El rostro fino no excesivamente alargado, nariz estrecha y manchada por unas traviesas pecas no muy marcada   en el puente y a ambos lados.  Mi cuerpo, aún lejos del resultado final, llevaba tiempo cambiando, adquiriendo las curvas adultas. No estaba demasiado delgada, por lo que se me marcaba bien la cintura respecto a la redondez de la cadera, el pecho no excesivamente grande aún, pero apuntando a un buen tamaño. Estaba en esa edad en la que una desarrolla no solo el cuerpo, sino también la vanidad, y realmente, esa tarde, me veía bonita. Escuché a mi padre llamarme desde abajo y finalicé dándome un poco de color en los labios con una barra labial de mi madre y vaselina (un truco que me enseñó mi hermana hace tiempo) Me examiné una última vez, poniendo los labios exageradamente en posición de beso y me alejé, contenta con el resultado. Tal vez algún chico en el partido no pudiese para de mirarme (e ngreída ). A quién quería engañar, eso me habría encantado.

Papá me esperaba impaciente,  pero al bajar, soltó un sonoro silbido y preguntó “¿Pero quién es esta hermosa señorita?”, antes de cogerme la mano galantemente y besarla.

Mi madre se asomó por la puerta de la cocina y me miró con condescendencia, una vez pasado el enfado.

—Pásalo bien, anda…—me dijo intentando evitar una sonrisa— que fea estas…

—       ¡Mamá!— le reproché, antes de ver su expresión socarrona.

El tío Juan nos esperaba fuera. Estaba muy guapo, con una simple camisa y unos vaqueros. Una vecina, de la edad de mi hermana mayor, estaba hablando con él, exhibiéndose como un pavo real, apoyada en la ventanilla del coche exponiendo  su canalillo casi delante de la cara de mi tío, que lo ignoraba completamente. Al subirme al coche, se despidió cortésmente y se puso a tararear el himno de nuestro equipo mientras esperábamos a mi padre, que se despidió de mi madre con un breve beso en los labios.


En el partido había mucha gente.  Aún en cola, esperando para entrar, el ambiente resultaba excesivamente cargado y caluroso. Siguiendo a mí tío entramos y buscamos nuestros asientos, que estaban relativamente bien situados, más o menos en medio. Pasamos entre la gente ya sentada en busca de los asientos, pero al llegar, solo había dos libres. Un señor gordo y sudoroso ocupaba el asiento de mi padre. Al parecer, por error, habían vendido dos veces el mismo asiento. Mi padre insistió en que era su asiento, pero el hombre se negó a moverse. Al final, se me ocurrió que se sentará él en mi asiento y yo encima, como había hecho tantas veces. Como ya dije, no soy demasiado alta, así que, bien situada, no tenía porque coartarle la visión. El accedió de mala gana y se sentó. Yo me acoplé encima de él con algo de dificultad, pues había crecido desde la última vez que lo hizo. Abrí un poco las piernas, sentándome a horcajadas sobres sus rodillas y echándome hacia atrás para no apoyar todo mi peso allí. El vestido se me subió por el muslo y pude notar la mirada lasciva del hombre de al lado. No solo yo la noté, también mi padre, que con un tirón brusco del vestido trato de taparme algo las piernas. Me dijo que me echara hacia atrás y me recostase sobre su hombro, de modo que los dos viéramos el partido, que ya estaba cerca de empezar. Ciertamente, la posición era comprometida, sin embargo, emocionada por la salida mi equipo al campo, no noté la repentina tensión incomoda que se adueño de su cuerpo. Trataba inútilmente de mantener su pubis alejado de mis posaderas, cambiaba de sitio las manos continuamente, sin saber exactamente donde dejarlas caer. Yo, inconscientemente, daba pequeños botes de emoción cuando el balón caía en manos de nuestro equipo, y me movía nerviosa cuando algo no iba bien para ellos. Me revolvía continuamente, incómoda, tratando de conseguir una postura mejor. Sin embargo, en mi inocencia no me percaté de que nada extraño le estuviese ocurriendo a mi padre si no hasta que, nerviosa por la tensión creada en los últimos momentos antes del descanso del que consideraba el mejor partido que había visto hasta el momento,  me  deslicé hacía atrás y comencé a mover una de mis piernas rápidamente, haciendo vibrar todo mi cuerpo. Noté algo duro clavándose justo en ese lugar donde acaba la espalda, pero, al pronto, no le di ninguna importancia. Deduje que sería la hebilla de su cinturón o su mano y no pensé más en eso. Oía la su respiración, fuerte y agitada, de lo que suponía, era emoción.  Una de sus manos me cogió de la cintura y me apretó contra él, contra esa protuberancia dura y soltó un suave gemido. Esa fue la primera señal de alarma. En aquel entonces no era ninguna estúpida. Había oído muchas cosas acerca del sexo, escuchaba a mis hermanas y sus amigas hablar sobre los chicos y sus “artefactos”, sobre lo que hacían con ellos, sobre el placer y sus terribles, terribles consecuencias (¿te imaginas quedarte embarazada sin casarte? ¡qué horror!).

También sabía que lo que estaba pasando era algo malo, sucio, pecaminoso, que no debería ocurrir. Sabía que papá estaba en un estado en el que solo debería estar con mamá, y estaba ciertamente asustada. Su mano me rodeaba la cintura, reteniéndome sobre su miembro. Ahora podía sentir sus músculos, tensándose y destensando se debajo de mi, realizando un casi imperceptible movimiento de frote contra mi trasero y mi espalda. Su respiración agitada sobre mi cuello me provoco un leve y placentero escalofrío que yo interprete como asco. Pensé en levantarme y salir de allí corriendo, pero de repente, me di cuenta de que era culpa mía. No podía ser de otra manera, mi padre jamás me haría algo así por él. Yo lo había provocado. No es que lo hubiese hecho conscientemente, pero estaba segura de que mi cuerpo y el continuo movimiento sobre él lo había provocado. Tal vez había imitado de algún modo los movimientos que se hacen durante el sexo y eso había provocado esa situación, porque, según una de las amigas de mi hermana (de la que se rumoreaba que se dejaba hacer de todo), los hombres no pueden evitarlo, piensan con “eso” y no con la cabeza. Yo jamás me había creído algo tan ridículo, pero tal vez si fuese verdad, porque papá, después de todo, era un hombre.

El frote ceso repentinamente y la presión aflojo, estaba tenso, debajo de mi, sus caderas parecían debatirse entre alejarse o continuar. Respiraba rápido, oía leves suspiros cerca de mi oído. Yo aproveché su dilema para alejarme un poco hacía sus rodillas, repentinamente tensa. Supongo que, hasta ese momento, pensaba que no me había dado cuenta de lo que estaba haciendo. Sentí su mano sobre mi antebrazo, me giré levemente y lo miré. Su rostro  era un torbellino de emociones. Culpabilidad, miedo, vergüenza…pero sus ojos brillaban con una intensidad que no supe descifrar ( deseo, avidez …), una mirada que me provocó un leve hormigueo “ahí abajo”, que hizo que me diesen ganas de rozarme con su rodilla para hacerlo más intenso. Ahora, si que estaba segura de que todo era culpa mía. Aunque si no hubiese sido por el viejo gordo de al lado, esto no estaría pasando. Lo miré unos segundos, antes de darme cuenta de que, más que el partido, estaba dándose un festín visual con la situación de al lado. El hormigueo continuaba, yo luchaba por no ceder a la imperiosa necesidad de moverme  de adelante hacia atrás. Además, sentía tantísima curiosidad...Aún sabiendo que estaba mal, no pude evitar volverme a deslizar hacia atrás todo lo que puede, buscando ese afamado y misterioso órgano. El inesperado movimiento hizo que papá no pudiese evitar soltar un ahogado gemido. Esta vez, cediendo a un instinto desconocido, comencé un rítmico movimiento circular muy leve, casi imperceptible, acentuando esas punzadas placenteras en mi interior, tratando de resistir el impulso de aumentar la fuerza y el ritmo de mis sacudidas. Su pene se deslizaba de arriba abajo a lo largo de mi espalda, él me volvió a agarrar por la cintura y me presiono con fuerza hacia él, que respiraba desbocado pero tratando de disimular, rozando con su nariz mi cuello y provocándome punzadas ascendente de placer. Estuvimos así por no mucho más de un minuto, solo el vecino fofo nos miraba, excitado por la escena que vista desde lejos, no parecía más que un abrazo cariñoso. Y entonces, todos sus  músculos debajo de mi se contrajeron, hizo más profundo el abrazo, casi me hacía daño y, sin poder evitarlo, un ronco gemido escapó de su garganta, y acto seguido sentí cierta calidad humedad en la zona donde estaba aún el erecto pene. Mi tio, absorto hasta el momento en el partido, y lo miró, adusto, serio y algo asombrado al percatarse de la situación. El vecino, sonrió con perversión .Pero, una vez más, salvado por la campana. Un sonoro pitido anunció el final de la primera parte y mi padre, aprovechando el barullo, no dudo en levantarse, dándome un  empujón para que me levantase, y salir casi corriendo de allí, con las manos metidas en su ancho pantalón de verano. Yo, me quedé allí, desconcertada, mi tío me miraba de forma protectora, incrédulo aún por lo que había visto.  Me tiró de la muñeca y me hizo sentar a su lado.

—Esto…esto…¿ha pasado antes? —me dijo en voz baja.

—No— casi grité, intentando retener las lágrimas. La sensación de hormigueante placer casi había desaparecido, pero noté esa humedad en mis braguitas de algodón (¿me había meado encima?) y esa humedad  de olor extraño que tenía en la espalda.

—No..no puedo dejar esto así…eres una cria…eres…es— Yo previendo sus intenciones, me tire a su cuello y ahogando un sollozo le supliqué que no dijese nada. No había sido culpa suya, después de todo, había sido un accidente

— Terminemos de ver el partido entonces— accedió, pasando un brazo por detrás de mi cabeza y abrazándome contra su  hombre— pero si alguna vez vuelve a ocurrir, por favor, no lo ocultes…

—¿Y papá?— pregunté.

—No creo que venga a terminar el partido— me respondió con dureza.

Como predijo, mi padre no volvió a aparecer por el partido, ni lo encontramos a la salida. Yo sentía cierta euforia por la victoria de nuestro equipo, a pesar de que aún me asustaba todo lo que había pasado ( disfrutado… ), euforia que mi tio, pensativo, no terminaba de compartir. Me llevó a casa y entró conmigo, en busca de mi padre. Lo encontramos a solas, sentado en el sofá con la cabeza entre las manos. El tío Juan me envió a mi habitación y se sentó a su lado. Yo me quedé en las escaleras, por si podía escuchar algo, pero apenas levantaron la voz y no escuchaba más que susurros. Tras lo que me pareció una eternidad, oí pasos que salían en mi dirección y corrí a tratar de esconderme en mi habitación. El tio entró despacio y se sentó en la cama, observando mi habitación.

—No me había dado cuenta de lo grande que estás.

—¿Por qué dices eso?

—Tu padre lo lamenta muchísimo…lo que ha pasado hoy…él no se había dado cuenta de que ya eres toda una mujer…y las mujeres tienen…bueno, los hombres reaccionan ante el cuerpo…ante una mujer, aunque a veces, no nos guste…él se excito y a veces es difícil reprimir eso…

—¿Fue culpa mia?

—No, claro que no. Ha sido un accidente, nunca más volverá a ocurrir.


Pero se equivocó. Eso fue solamente el principio de algo que continuaría algunos años después, cuando ya ninguno de los dos pudiese resistirse más a él incandescente deseo que surgió aquella tarde y que fue creciendo en contra nuestros esfuerzos a lo largo del tiempo. Nunca mencionamos lo que pasó aquella tarde, pero nunca  pudimos volver a vernos como antes. Los dos nos sentíamos culpables, avergonzados. Muchas noches, en la soledad de mi habitación, lo recordaba y poco a poco, descubrí el placer de mis propias manos. El, por su parte, trataba de que no me diese cuenta de que su trato había cambiado conmigo, pero procuraba no tener demasiado contacto físico  y, habitualmente evitaba que nos quedásemos a solas en la casa. Hasta aquella noche, en la que no pudimos seguir actuando y…bueno, eso es otra historia