Ulises (5: La matanza de los libertinos. FIN)

Los desvergonzados pretendientes de Penélope no sabían que aquélla sería su última orgía: Ulises había regresado a Itaca.

Acaban aquí las aventuras de Ulises [Odiseo para los griegos] con el regreso de Ulises a Itaca y la venganza que habrá de procurarse pues han sucedido cosas muy graves en su ausencia. Espero que el lector haya disfrutado con estos capítulos al menos la décima parte que yo escribiéndolos; y que los más rigurosos disculpen esta visión erotizada de la Odisea de Homero.

Telémaco entró en la habitación donde tejía Penélope. Estaba desolado y su madre supo que no había encontrado a Ulises por sus ojos tristes. Había partido de Itaca para interrogar a los líderes aqueos que habían conocido a su padre en la guerra de Troya y ninguno de ellos había podido darle una pista de él. Penélope suspiró y le consoló como pudo entre sus brazos porque ella sentía tanto como él la desaparición de Ulises.

Era Penélope una mujer hermosa, no tanto como su hermana Helena, pero sí de una especie distinta porque tenía una armonía y serenidad en su rostro, firme pero dulce, de la que carecía su alocada y lasciva hermana, que había llevado a los aqueos a la guerra con Troya. Si Helena había marchado con Paris sin ningún arrepentimiento, Penélope estaba decidida a ser fiel a Ulises. Además, su belleza no se había ajado con la edad sino que en cierta forma se había perfeccionado. Sus cabellos eran oscuros y sus ojos muy hermosos. No había arrugas aún en su rostro y los pechos eran firmes como gustaba a Ulises... ¡Echaba tanto de menos a su esposo! Recordaba su alegría y su ternura. Y también su compañía en las largas noches, tanto que Atenea, la protectora de Ulises, se apiadó de ella, y como los dioses suelen inspiran sueños a los mortales para aconsejarles y advertirles de lo que ha de ocurrir, la diosa inspiró a Penélope sueños en los que aparecía Ulises. No eran éstos sueños sobre cosas futuras sino sueños muy eróticos e intensos, en los que Penélope sentía de nuevo la piel de Ulises sobre la suya y su aliento en su cara y su pene fuerte entrando en ella... y Penélope siempre despertaba temblorosa y húmeda. Era éste un pequeño consuelo para ella y si no soñaba con él pensaba en él mientras se acariciaba con los dedos ansiosos.

Lo que ni Telémaco ni Penélope sabían es que Ulises estaba de nuevo en Itaca. Le habían llevado los feocios con el tesoro que habíale regalado su rey, tesoro que ocultó en una cueva bajo un olivo. Luego Atenea le había advertido que debía tener mucha discreción antes de reclamar lo que era suyo y, para ayudarle a no ser reconocido aún, le dio forma de mendigo anciano y sarnoso.

Con este aspecto encontró a su fiel servidor Eumeo, que cuidaba de su piara, y éste le dio de comer por caridad. Mientras comían vino Telémaco y Ulises no pudo evitar una fuerte emoción porque dejó un bebé cuando marchó a la guerra y ahora encontraba un joven fuerte y apuesto que le recordaba a él en su juventud. Gracias a Atenea, Telémaco le reconoció a pesar de su forma y hubo un encuentro feliz entre ellos; pero lo que hubo de contar a continuación a su padre no fue del agrado de Ulises:

Como tras la guerra tardaba Ulises en regresar, muchos dieron a Penélope por viuda y aparecieron pretendientes de las islas vecinas y de la misma Itaca. De ellos era Antino el más desvergonzado y malvado, aunque Eurímaco no le iba a la zaga. Suya fue la iniciativa de quedarse como huésped perpetuo en Itaca hasta que Penélope se decidiera a desposar a alguno de ellos. Los "invitados" vivían ahora en un festejo continuo en el palacio de Ulises y habían llevado con ellos muchas prostitutas, a las que se habían sumado mujeres de la isla e incluso algunas de las criadas de Penélope, y vivían así en un indigno libertinaje. Jamás la hospitalidad había sido objeto de tal abuso y acabarían dilapidando la hacienda de Ulises si Penélope no se decidía finalmente. Él había querido hacerles frente pero ellos eran muchos y buenos guerreros.

La ira de Ulises no le cegó y ordenó a Telémaco hacerse de arcos, lanzas y espadas, y reunir algunos servidores fieles como Eumeo. Los pretendientes superaban el medio centenar y ellos eran sólo unos pocos hombres y, salvo Ulises y su hijo, sin experiencia en combates, pero Ulises confiaba en sorprenderles en una de sus orgías. Antes, sin embargo, quiso verlo todo con sus propios ojos y rogó a Telémaco que le llevara ante ellos.

Todos las noches eran fiesta en Itaca para los indeseables huéspedes de Penélope y aquélla noche no era una excepción. De nuevo Penélope les suplicó paciencia y compasión porque no podría mantener aquellos banquetes por mucho tiempo.

  • Así tendrás motivos para decidirte con mayor prisa – le contestó el desalmado Antino, y sus compañeros le dieron la razón.

Penélope les dejó furiosa e impotente y ellos no dejaron de observarla mientras se iba porque era una mujer hermosa y su andar elegante y sus hermosas caderas despertaban el deseo de todos.

Siguió el banquete y el vino iba animándoles. Las bromas y comentarios eran cada vez más groseros y reían escandalosamente y con ellos las desvergonzadas que les acompañaban. Al principio habían sido unas pocas prostitutas pero los pretendientes deseaban más mujeres y habían atraído a muchachas de Itaca con sus promesas y regalos, despojándolas de toda dignidad.

Euríxide era una de esas perdidas y la preferida de Antino. Había sido una de las doncellas de Penélope pero Antino la sedujo para conseguir información de su dueña y luego le gustó la joven. Era delgada y morena, y sus ojos verdes y grandes, si bien no muy inteligentes. No era una belleza pero sí muy sumisa y se plegaba a los caprichos y cambios de humor de Antino. Apenas había protestado cuando la había forzado y demostró ser una joven sumisa que aceptaba sin apenas protesta los deseos salvajes de Antino, porque él la había tomado de todas las formas posibles, aún las más dolorosas y antinaturales. Apenas había aguantado la risa Antino viendo abrirse los ojazos de la muchacha cuándo él acercaba su pene a su cara. Su expresión era de enorme sorpresa, tanto como el pene que tenía delante de su cara. Entró en su boca sin protestar y sin dejar de mirarlo anonadada. Luego Antino descargó el semen de sus testículos en su boca y ella tragó todo lo que pudo mientras el resto escapaba en hilillos por su barbilla; él pensó que le agradaba muchísimo aquella muchacha...

Estaba, pues, sentada a la derecha de Antino, y a la izquierda se sentaba Anfígena, la hija de Eumeo, a la que había corrompido Antino prometiendo muchas monedas. Era la primera vez que participaba y se sentía algo asustada a pesar de las palabras dulces y falsas del desalmado que la acompañaba; aterrorizada estaría si supiera lo que habían ideado aquellos hombres hacerle para darse gusto.

Cuando, un rato después, Ulises y Telémaco entraron, los pretendientes reían y bebían, ya borrachos, entre canciones y mujeres medio vestidas que les abrazaban y besaban antes de la orgía que llegaría después. Sin embargo, todos dejaron de reír y beber al ver entrar a Telémaco acompañado de un sucio mendigo.

  • ¿Qué ocurre, Telémaco? ¿Aún no has encontrado a tu padre? – se burló uno de los pretendientes.

  • Quizás es que no has buscado bien a tu padre... ¿Has buscado entre los pastores de Itaca? – dijo Eurímaco y su cruel ofensa fue motivo de risas en toda la sala.

Eurímaco pretendía provocar a Telémaco y lo consiguió. La cara del muchacho enrojeció de ira y vergüenza, y hubiera desenvainado su cuchillo si su no menos furioso padre no hubiera retenido con firmeza su mano antes de que diera motivo a esos indeseables para matarle.

Aquellos parásitos no tenían sentido de la hospitalidad, aunque abusaban de ella, y se burlaron entonces de su andrajoso acompañante. Ahora fue Antino el que arrojó una chuleta a medio comer a la cara de Ulises y le hizo volver el rostro. Rieron entonces como posesos mientras Telémaco y el mendigo dejaban la sala. Lo que no sabía Antino es que Ulises recordaría su infamia y la pagaría muy cara, porque la ira del padre de Telémaco era fría y sabía esperar a que llegara la ocasión propicia.

Se marcharon Telémaco y el mendigo, y la fiesta, que se animaba por momentos, continuó.

  • ¿Es que te sientes incómoda? – preguntó Antino a Anfígena, y como ella no respondiera, agarró violentamente a Euríxide y la besó metiendo su lengua en la boca.

  • Quizás deberías beber un poco – dijo el desvergonzado y forzó a Anfígena a abrir la boca y tragar el vino de su cratera. Varias veces hizo beber así a las dos muchachas y derramaba la mitad del vino por sus caras y sus pechos para recogerlo después con su lengua; y él y Euríxide reían a carcajadas .

Entonces nueve de las jóvenes se levantaron y desnudaron completamente para placer de los pretendientes. Una de ellas tocaba la flauta y otra el pandero, marcando así el ritmo de las otras siete, que comenzaban a bailar. Era una danza obscena y cada una trataba de mostrar que sus encantos eran mayores que los de las demás. Contoneaban sus caderas y agitaban sus pechos firmes que se sacudían en un baile gracioso de los pezones; abrían sus piernas y mostraban sus coños joviales y lozanos bajo la atenta mirada de aquellos libidinosos. Ganaban con facilidad sus groseras exclamaciones y a muchos de ellos empezaba a ponérsele bien dura: no perdían el tiempo algunas muchachas que gateaban bajo la mesa hasta encontrar alguno de esos penes, para meterlo entonces en su boca en su boca y acabar de ponerlos derechos mientras los chupaban lentamente y sus dueños seguían disfrutando del espectáculo...

  • Bailad con ellas vosotras también – animó Antino a Euríxide y Anfígena. Ésta no se fiaba y la escandalizaba la desvergüenza de las bailarinas, pero el vino, la música y el ambiente de libertinaje trastornaban sus sentidos. Euríxide tiró de ella para levantarla y dos de las bailarinas se acercaron a ella y la ayudaron a desnudarse y a unirse a la danza.

Al principio se sintió violenta Anfígena desnuda delante de aquellos hombres pero luego se fue animando y se unió al frenesí de las bailarinas. Bailó con ellas y mostró sus encantos con la misma impudicia. Los bonitos pechos de Anfígena gustaron mucho a los lascivos pretendientes y una de las muchachas, que tenía cierta fama entre ellos por sus pechos grandes y duros, se acercó a ella para desafiarla. Verlas frente a frente con sus pezones tiesos y puntiagudos era una visión gloriosa y se ganaron la admiración de todos. Danzaban muy cerca y Anfígena miraba embobada la cara desvergonzada y lasciva de su compañera, que se acercó hasta rozar sus pechos. Aceptó el juego y cada vez que sus pezones se rozaban los pretendientes las aclamaban emocionados.

No estaba muy claro cuál de ellas tenía los pechos más hermosos, porque si los pezones de la otra eran grandes y de hermoso color moreno, los pezones de Anfígena eran puntiagudos y eran como lanzas cuando se chocaban con aquellos. Los rostros de las dos muchachas estaban febriles por el movimiento frenético y el deseo cuando finalmente se besaron. Anfígena quiso rechazarla sin muchas energías, pero las bailarinas la rodearon y ella tampoco se resistió seriamente cuando la otra chica juntaba su cuerpo con el suyo y la besaba en la boca, en los pechos, en el ombligo...

Las jóvenes se hicieron a un lado cuando se acercaron a Anfígena algunos de los hombres, que no podían resistir más la excitación. Todavía no había terminado la iniciación de Anfígena, sino que le aguardaba la parte más cruel porque formaron un corro alrededor de ella y estaban desnudos y ella podía ver todos sus penes ya derechos y apuntando a su cuerpo. La ordenaron agacharse y obedeció. Uno de los desalmados cogió su cabeza para llevarla a él y metió su pene en la boca, y mientras ella tenía que chuparlo, otro hombre agarraba sus caderas para tomarla por atrás. Anfígena perdió la cuenta de cuántos penes entraron entre sus labios, porque no acababa de sorber el semen de uno y otro nuevo entraba en su boca; mientras otros penes acariciaban su cuerpo antes de descargarse en él y cubrir su piel de un líquido blanco y espeso, tampoco pudo contar los penes que entraban entre sus piernas...

Antino no participó en el corro porque prefería a su sumisa y fiel Euríxide. La echó de bruces sobre la mesa y aplastó su rostro contra la madera para tomarla de la manera más brutal, como el animal que era. Los gemidos de placer de Euríxide se oían en toda la sala.

Así, el palacio de Ulises era escenario de una orgía en la que todos los que podían mantenerse de pie gozaban con alguna de las jóvenes de una forma u otra o sencillamente observaban como lo hacían los demás; y los gemidos de las muchachas y de los hombres que las profanaban llegaban hasta el dormitorio de Penélope.

Permanecía Eurimaco en su asiento mientras una de las muchachas le hacía una felación y fue el primero que los vio entrar. Se corrió entonces por el miedo porque reconoció a Ulises y a Telémaco y a algunos hombres más, todos armados; era terrible mirar la cara de Ulises. Antino también volvió el cuello pero no tuvo mucho tiempo para verles porque Ulises arrojó a él su lanza. Había vivido como un indigno y de la forma más indigna murió porque el hierro le traspasó en la zona más indigna de su cuerpo, allí donde se juntan las nalgas, y le atravesó a él y a la ramera que había bajo su cuerpo, y aún se clavó en la madera de la mesa y quedaron ambos ensartados y muertos en esa forma.

El pánico se apoderó de Eurímaco y en vano trató de rogar piedad porque su lengua venenosa fue callada por una flecha de Telémaco, que alcanzó su cuello; vengó así la ofensa a su amada madre.

Algunos de los pretendientes consiguieron hacerse de alguna arma pero fue inútil. La mayoría estaban desnudos o casi desnudos, y el vino y la excitación les hacía torpes. Ni uno sólo de ellos se salvo y quedaron todos muertos por el suelo, sin que ninguno de los hombres de Ulises fuera gravemente herido. Nunca se había visto matanza semejante en Itaca y ver sus cadáveres en cada rincón de la sala era algo tan pavoroso como los chillidos de las mujerzuelas que corrían para ponerse a salvo, incluida Anfígena, que escapaba de su padre Eumeo.

Penélope habíase aterrado al sentir que los gemidos de desvergonzado placer se tornaban en gritos de terror y supo que se libraba una tremenda lucha en su propio palacio. Pensó que había surgido alguna disputa entre ellos y cuando entró quedó anonadada por el montículo de cadáveres que habían juntado los hombres de Ulises en mitad de la sala. Sin embargo esto fue sólo un instante porque enseguida reconoció a Ulises y no le importó otra cosa que abrazarle con ansia. Lloraba de alegría y él no menos que ella, después de tantos años de separación. Telémaco se ocuparía de los cadáveres y demás problemas porque ellos no pensaban en otra cosa que en estar a solas en el lecho, como no hacían en veinte años.

Fue el encuentro más ardoroso y Penélope comprobó que aquellos sueños no eran la mitad de reales que el cuerpo de Ulises sobre el suyo y su pene entrando en su sexo. Se abrazaban como si algo pudiera separarlos de nuevo y se excitaron rápidamente porque ambos ansiaban desde hacía demasiado estar juntos. Ulises la tocaba maravillado porque la encontraba aún más hermosa después de tantos años. No había olvidado sus pechos y sus piernas -ni sus labios- y los manoseaba ansioso. Ella gemía con ganas y quería tenerle más dentro de ella... hasta que él derramó su semen en su coño y Penélope gimió y se sintió feliz cuando se dejó caer con los ojos bien abiertos y el cuerpo de Ulises sobre el suyo, si bien él tendría bastante trabajo para compensarla por la espera los días siguientes...

Después de satisfacer su necesidad permanecieron largo rato juntos y abrazados, y Ulises pudo contarle todo lo que le había ocurrido desde que había partido a Troya; le habló de la guerra y de sus aventuras en el mar, y también de la ninfa Calipso, la maga Circe y la princesa Náusica. Penélope fingió sentirse celosa por estos capítulos de su Odisea, pero no lo estaba realmente porque, ¿podría afirmar el lector que habría resistido la tentación de permanecer por siempre al lado de aquellas maravillosas mujeres?

FIN