Ulises (1: la ninfa Calipso)
Ulises no sabía los placeres que le esperaban en la isla de Ogigia.
Uises había partido tarde y de mala gana a la guerra, presintiendo que tardaría en volver a ver a su esposa Penélope y a su hijo Telémaco. No se equivocaba porque el asedio de Troya fue largo y penoso. Finalmente él mismo fue el artífice de la estratagema que habría de llevarles a la victoria, pero todavía tardaría en volver a su patria. Poseidón, señor de los mares, disgustado por la ruina de su amada ciudad, castigó a Ulises haciéndole pasar por multitud de peligros y demoró su regreso durante años.
Gracias a su ingenio pudo Ulises atajar todas las dificultades, pero cuando se encontraba en la isla de Sicilia y tan cerca de casa, sus hambrientos compañeros no resistieron la tentación de probar la carne de las vacas consagradas a Apolo, que guardaba la pastora Lampecia, hija de ese dios. Mataron a los animales y quedaron aterrados oyéndolos mugir aun después de muertos. Asustados, zarparon de inmediato y temiendo una calamidad; pero fue en vano. ¡Insensatos, ninguno habría de sobrevivir a la tempestad con la que fueron castigados! Sólo Ulises, el único que no había participado en el sacrilegio, sobrevivió agarrado a un mástil y por mediación de la ninfa Calipso, naufragó en la isla de Ogigia.
Cuando despertó solo y en una playa desconocida, Ulises se rindió a la desesperación como nunca antes había hecho. Así le encontró Calipso: vociferando al mar los nombres de sus imprudentes, pero amados, compañeros y maldiciendo el día que había partido a Troya.
Gritando de esta forma, no pudo oír los pasos ligeros de la ninfa Calipso hasta que estuvo a su lado. Calipso era la reina de aquella isla y más hermosa que ninguna mujer mortal. Deslumbró inevitablemente a Ulises cuando la vio. Delante de él tenía a una bellísima mujer, alta y esbelta, que no podía cubrirse con otra cosa que los largos cabellos dorados que caían sueltos por sus hombros y entre sus pechos, tapando traviesamente los pezones. Para ella, era Ulises también un hombre atractivo y al que había admirado por sus aventuras, de las que estaba informada, y admiraba ahora por sus ojos profundos. No mediaron palabra alguna: él sólo la admiró sorprendido hasta que ella sencillamente le invitó con una sonrisa y sus ojos como el mar; unas veces azul y otras verde como aquel. Ulises acercó sus manos a su cuerpo como si ella fuera un espejismo, pero el tacto cálido de sus pechos era muy real. La atrajo hacia él y se besaron antes de caer al suelo.
La arena ardía y quemaba sus cuerpos pero más ardiente era el deseo mientras se besaban, como si él pudiese olvidar así todo lo ocurrido. Tantos infortunios y decepciones... Ahora besaba cada palmo de aquella piel que había acariciado y perfeccionado el sol. Apartó los cabellos dorados para tocar sus pezones y palpó su sexo húmedo, que era como una maraña de pequeñas algas rubias... Su sabor era salado también y Calipso gimió con las caricias de sus manos inquietas y su boca ansiosa. Ulises estaba excitado e impaciente y abrió sus bien moldeadas piernas para montarla rudamente, pero a la ninfa no le importó cuando sintió su pene erecto dentro de ella porque Ulises era un hombre vigoroso y la satisfacía su agresividad.
Él se movía frenético, como si fuera a desatar toda la furia y rabia acumuladas dentro de ella, como si el odio pudiese desahogarse de alguna forma en un acto de amor, hasta que se derramó dentro de ella y le abandonaron las fuerzas. Calipso, complacida, pasó entonces su mano por su cara y le hizo dormir en su regazo.
Durmió Ulises como no lo había hecho hacía mucho, durmió toda la tarde y noche como si no existiera ya peligro alguno en el mundo.
Al despertar Ulises encontró sobre él un rostro muy hermoso, que no dejó de admirar, y más después de lo ocurrido el día anterior.
- Yo soy la ninfa Calipso, reina de la isla de Ogigia, y sé de tus aventuras, valeroso Ulises.
Eran las primeras palabras que hubo entre ellos y la voz de Calipso era sensual como la luz del Sol que caía sobre la isla. Ulises se apercibió entonces de que estaba desnudo y reposando su cabeza sobre el sexo de esa maravillosa mujer. Calipso sonrió.
- Tranquilo, nadie necesita cubrirse en mi isla.
Ella recorrió el vello de su pecho con sus suaves dedos mientras le comunicaba despreocupadamente:
- Todos tus compañeros han perecido. No puedes abandonar mi isla.
Notó el dolor de Ulises y añadió, sin dejar de acariciarle cariñosa, y sonriente:
- Pero tampoco desearás hacerlo.
Esto lo dijo muy segura porque ningún hombre había querido dejarla. Todos los marineros extraviados en aquel confín del mundo habían olvidado rápidamente toda su vida pasada. Allí Calipso y sus servidoras gozaban con ellos hasta que se aburrían; entonces los arrojaban al mar sin remordimientos: podían considerarse suficientemente pagados con su placer.
Ulises sentía que aquellos dedos despertaban de nuevo la urgencia del deseo y cuando miró a su entrepierna vio que su pene se erigía decididamente, por mucha que fuera su tristeza: el deseo puede vencer a cualquier preocupación. Su salvadora dejó reposar su cabeza sobre la arena y colocó sus caderas sobre él. Cogió su pene entre sus dedos y lo introdujo dentro de ella para cabalgarle. Ulises la miró extasiado y se limitó a empujar mientras seguía el movimiento de los pechos firmes y los pezones rígidos. Ella supo moverse sobre él hasta conseguir fácilmente que de nuevo se corriera dentro de ella. Entonces se dejó caer sobre él y le habló de placer con sus ojos hechiceros...
Pasearon luego por la orilla del mar, en silencio. Él trataba de centrarse en su desgracia y pensar qué horrible era su situación, pero le resultaba imposible recrearse en su dolor cuando notaba la hermosura de aquella mujer tan cercana y su mirada pendiente de él, y pensaba en el placer vivido.
Las sorpresas no habían acabado en absoluto para Ulises. Llegaron a una especie de bahía y allí les esperaban las demás ninfas. Ninguna podía rivalizar con la belleza de su señora pero hubiera resultado imposible para cualquier rey humano juntar una veintena, no eran más, de mujeres tan hermosas como aquellas; y tan variadas, porque eran muy diferentes en el color de sus ojos y cabellos, que caían largos y sueltos, y sus cuerpos eternamente jóvenes. Tampoco tenían la inteligencia y profundidad de Calipso, sino que eran criaturas inocentes y sencillas. Calipso era su reina y el placer era la ley que sus servidoras obedecían de buena gana. Se entregaban a sus juegos infantiles para divertirse y se daban placer entre ellas si no tenían ningún hombre con que ocuparse. No molestaban a Calipso en forma alguna estos entretenimientos menos inocentes y gustaba de que la dieran placer también a ella. Cuando algún hombre llegaba a Ogigia, era motivo de la mayor alegría para las ninfas, que enseguida le demostraban cuánto podía gozarse en aquella isla.
Ulises no pudo menos que mirarlas maravillado y no dejó de hacerlo mientras le agasajaban y les servían frutos, pescados y mariscos de la isla. Todas ellas estaban impacientes de darle placer pero su dueña había decidido que gozaría de él antes que ninguna... Aquella noche volvió a ser sólo suya.
Los días que siguieron fueron de placer para Ulises y Calipso, pero una mañana Calipso encontró a Ulises buscando troncos que llevar a la playa. Le preguntó qué se proponía y quedó muy sorprendida al saber que trataba de construir una balsa. Se sintió furiosa hacia aquel hombre tan desagradecido, pero ella no sabía aún lo mucho que le amaba y ocultó su ira. Ella sabía muy bien cómo quitarle cualquier deseo de marchar.
Aquella noche reunió a todas sus ninfas para agasajar a su amado. Les dijo a todas:
- Ulises es desde ahora rey de Ogigia. Debéis servirle bien.
Escucharon las ninfas sorprendidas y Calipso añadió para Ulises:
- Recuerda, amor, ahora todas son, mejor dicho, somos, tuyas.
Acercando su aliento a la cara de Ulises, susurró en su oído:
- Elige a la que desees y será tuya.
Sin embargo, Ulises se sintió realmente confuso con la oferta y respondió discretamente:
- Todas son muy hermosas.
Calipso hizo que desfilaran ante ellos. Cada una trató de mostrarle sus encantos con sus sonrisas y el movimiento de sus caderas. No costó mucho a Calipso saber cuál le agradaba más, aunque él las alabase a todas, pues había aprendido a leer los ojos de los hombres y adivinaba perfectamente cuándo brillaba en ellos el deseo...
- Acércate dijo a la ninfa indicada. Como todas, sus cabellos caían largos y sueltos por su espalda, pero la distinguía el color carmesí de esos cabellos. Calipso sabía que ese color tan peculiar sorprendía y gustaba a muchos hombres; también a Ulises.
La ninfa obedeció y se colocó de rodillas delante de ellos. Ulises no podía controlar la excitación y sus ojos brillaban más intensamente... y si ésta no era prueba suficiente, su pene le delataba. Calipso sonrió despectivamente para sí, viendo cómo se ponía más derecho.
- Acércate aún más le ordenó, y la ninfa se acercó hasta que sus pechos estuvieron tan cerca de la cara de Ulises que sólo pudo empezar a besarlos. Calipso atrajo a la ninfa hasta que estuvo de rodillas abrazada a él, que estaba sentado, y cogió con sus dedos el pene de Ulises. Lo acarició y lo introdujo en el sexo de la ninfa. Ésta soltó un gemido al que siguieron muchos ahora que Ulises empujaba decididamente mientras Calipso dirigía hábilmente su pene...
El rostro de la ninfa estaba arrebatada por el placer, como el de Ulises. Calipso estaba tan excitada como ellos y disfrutaba viendo sus expresiones y el pene de Ulises entrando y saliendo en el coño bermellón de la afortunada ninfa, pero cuando estaba a punto de correrse se arrodilló y hábilmente lo extrajo para meterlo en su boca. Ulises quedó muy sorprendido y también la ninfa, enojada por ver arrebatado el placer de ser empapada por aquel hombre pero sin atreverse a protestar. Ulises finalmente reventó y todo el líquido fue para Calipso y ella lo bebió feliz, sin que una sola gota se perdiera en la arena.
Ulises permanecería aún seis años en la isla de Ogigia.