U-331 [Solharis]
Relato basado en la historia real del submarino U-331 en la Primera Guerra Mundial.
Y ocurrió que la cantinela revolucionaria calló tan pronto como sonaron los himnos patrios. Al toque de diana, naciones enteras se dispusieron para la guerra, como había sido siempre y como debía ser, y las ilusiones de fraternidad universal se dejaron a un lado porque no eran más que eso mismo: ilusiones. Llegado el momento de combatir hasta el final y hasta las últimas consecuencias, todo lo demás no importaba.
Los soldados volvieron a combatir hasta la muerte en ese aciago agosto de 1914 por cada palmo de suelo del frente mientras otros se embarcaron en la armada y se disputaron el control de los océanos a bordo de formidables buques blindados. Nada nuevo bajo el Sol.
Lo extraordinario, lo que jamás se había visto antes, ocurrió cuando pareció que era imposible avanzar en ningún frente, ni por mar ni por tierra, por los medios tradicionales. Entonces hubo que agudizar el ingenio y olvidarse de las anticuadas normas de la guerra. Los soldados cavaron la tierra para luchar dentro de las trincheras, más como topos que como seres humanos. Y mientras aquellos millones de miserables perecían en sucios agujeros sin gloria, algunos pocos se elevaron sobre los demás hombres para luchar en los mismos cielos. Los nuevos aristócratas de la guerra ganaron la fama luchando como halcones y sus hazañas eran tema para los periódicos hasta el momento en que regresaban fulminados al suelo de donde salieron, consumiéndose con los propios aviones en las llamas de la gloria
Pero, sin duda, el destino más trágico y extraño no fue ni para los caballeros del cielo ni para los siervos de las trincheras, sino para quienes osaron sumergirse en el océano. ¡Cómo aterrorizaron aquellos corsarios de las profundidades a los mercantes de todo el mundo! Sin apenas comunicación con el mundo exterior y en el anonimato, la mayoría de los submarinos acabaron en el fondo del mar, sin más testigos de su suerte que los peces. Una y otra vez, las tripulaciones tuvieron que elegir entre el suicidio y la muerte por falta de oxígeno.
Pero no era esto lo que el destino había reservado a los tripulantes del submarino alemán U-331.
Quizá por desconocimiento, la mayoría de la gente imagina el fondo del mar como una tranquila pecera en la que los sumergibles se mueven cual plácidos y majestuosos cetáceos de metal. Muy al contrario, ese mundo que se oculta bajo las olas es tanto o más turbulento que el que conocemos los habitantes de la superficie. El movimiento de los submarinos es más torpe e irregular que elegante, y el del U-331 era especialmente violento esa noche de mar gruesa en el mar del Norte. Más bien parecía que el U-31 se moviera como un pez borracho, si es que un pez pudiera embriagarse, y sus tripulantes tenían cuidado de mantener el equilibrio ante los fuertes bandazos del submarino. La inmersión tampoco había sido el movimiento perfecto y controlado que se realizaba en los entrenamientos. Algunos objetos volcados en el suelo, como una baraja, daban fe de ello.
Aquella noche los tripulantes estaban demasiado agotados para jugar a las cartas y se echaron sobre sus camastros. Marineros u oficiales, cada cual se acomodó como pudo sobre el duro camastro de su camareta, de lado y con las piernas encogidas, porque no había espacio para repantigarse allí. Además de las mantas, no olvidaban echarse también los plásticos por encima, pues era inevitable que la humedad se colara en el interior del submarino y que un goteo constante cayera sobre ellos. De no cubrirse, despertarían al cabo de la noche completamente calados, y más valía no pillar una pulmonía con los escasos recursos médicos de que disponían y la enorme dificultad de recibir auxilio....
Con todo, era imposible estar seco y no sentir la humedad metida en los huesos a todas horas. ¡A Bruno le hubiera gustado ver allí a su hermano, que siempre decía que viajar en barco le producía mareos! El ligero vaivén de un barco resultaba una bobada al lado de vivir durante meses al capricho de las corrientes marinas Ah, le hubiera gustado a Bruno ver a su hermano y no sólo por la cara que hubiera puesto al comprobar lo dura que era la vida en un submarino. Aunque también era cierto que su hermano debía estar movilizado en el frente. No podía saberlo: vivían casi incomunicados con el exterior. Era el precio que los tripulantes pagaban para que el enemigo no descubriera ni el número ni la localización de los submarinos de la Kriegsmarine.
El movimiento irregular y a veces violento del submarino, la humedad permanente, la incomunicación con el exterior ¿Qué más se le olvidaba? Ah, sí, la altísima probabilidad de que un día un buque enemigo les enviara a todos al fondo del mar. Nada dirían los periódicos entonces, como tampoco hablarían de sus posibles hazañas. Su muerte quedaría en un estricto secreto militar y un pésame a los familiares de los patriotas muertos.
Tampoco podía olvidarse de la falta de intimidad. Al principio la situación de no tener más privacidad que la imprescindible para hacer sus necesidades más higiénicas le había producido una incomodidad enorme. Muy poco espacio para que no vivieran siempre en compañía. Pero eso dejaba de importar cuando se creaba un vínculo especial entre los tripulantes de un submarino, marineros u oficiales, sin distinción.
Pero esta noche ni siquiera el sentimiento de camaradería lograba que, una y otra vez, los pensamientos más pesimistas y siniestros le atormentasen. Desde joven le había gustado el mar pero no era lo mismo verlo desde fuera que estar inmerso. El fondo del océano no era azul marino ni verde esmeralda sino negro como la brea esa noche, auténtica oscuridad líquida en que nadaban los peces como fantasmas de ojos inexpresivos
-Venga, despierta.
Al final, con todo, había conseguido dormirse. Pero intuía que no había podido disfrutar del sueño mucho tiempo.
-Es de noche, ¿verdad?
-Sí, no hay tiempo para dormir. Acabamos de avistar algunos barcos enemigos.
Sus peores presagios parecían realizarse, pero el marinero Bruno no estaba para supersticiones y menos para aburrir a sus camaradas con sus temores. Había mucho por hacer.
La situación no era para menos. Después de que fuera advertido el movimiento de barcos en aquellas aguas, la visión periscópica de dos cruceros británicos a estribor había confirmado los temores del capitán. Dos cruceros británicos navegando a una velocidad de dieciocho nudos en dirección sur-sudeste, para ser más exactos. No obstante, lo que más temía el capitán es que ambos buques no fueran más que la vanguardia de un convoy mayor. Los cruceros pasaron cerca pero no llegaron a detectar su presencia, el capitán respiró aliviado, pero detrás de ellos fueron avistados unos tres destructores Se acabaron las precauciones. Si habían de ser descubiertos, era mejor atacar primero que no esperar a que el enemigo tomase la iniciativa.
-Hay que atacar con rapidez. ¡Zafarrancho de combate! ¡Dispónganse para la primera salva de torpedos!
Podría pensarse que la ventaja era para el oculto submarino, pero torpedear un buque militar no era tan sencillo. La trayectoria de los torpedos se torcía con demasiada facilidad, por lo que la mejor forma de atinar era acercarse, algo realmente peligroso si el barco enemigo estaba potentemente artillado y podía disparar a mayor distancia y con mejor puntería. Pero el negro mar del Norte, que tanto intimidaba a Bruno, había camuflado al submarino para que los cruceros no descubrieran que su peor enemigo estaba al acecho. Se dispuso la salva de torpedos. Ahora sólo quedaba rezar por que acertaran, ya que por muy oscuro que estuviera el océano esa noche, el sonido de los torpedos y las abundantes burbujas les delatarían sin remedio y llegaría el contraataque.
El relativamente armonioso sonido del oleaje nocturno y de los motores de los cruceros terminó con el formidable estruendo de las explosiones. Enormes columnas de agua se elevaron por encima de los buques, pero eso no es lo que ansiaba ver el capitán a través del periscopio, y con él toda la tripulación. Por muy espectacular que pareciese, y hasta hermoso, no era más que agua.
Pero, de pronto, entre las columnas de agua brotaron llamas en el costado de babor de uno de los cruceros. Después de esa primera explosión se escuchó otra aun más espantosa que sólo tenía una explicación. El daño había llegado hasta uno de los pañoles de municiones. ¡Un tiro afortunado! Alguien en el cielo no se había olvidado de sus hijos en las profundidades del océano
-¡Hemos impactado!
Toda la tripulación del U-331 gritó eufórica, casi con lágrimas de júbilo. Pero sólo se permitieron algunos segundos para festejarlo. El impacto de los torpedos no significaba, en absoluto, que estuvieran a salvo, solamente les aseguraba que no morirían sin que el enemigo no hubiera recibido antes lo suyo Ahora que habían sido detectados, era el momento de la inmersión, la más difícil de las maniobras de un submarino. En esos pocos minutos un disparo certero podría hundirlos.
En cualquier caso el disparo no les llegaría del crucero impactado. Allí la tripulación no pensaba en contraatacar sino en salvar la propia vida. El buque se escoró a babor y luego comenzó a hundirse, con demasiada rapidez para que las lanchas del otro crucero dieran abasto en el rescate. Cuando el U-331 acabó de sumergirse tan profundamente como podía, los británicos ya no pensaban sino en rescatar a sus compatriotas. No pudieron hacer mucho.
No sólo se ganaron la gloria sino que además, y pocos pudieron hacerlo, vivieron para contarlo. A pesar de las privaciones sufridas durante la guerra, el pueblo alemán recibió a sus soldados como héroes. A pesar de las miserias vividas, un brillante porvenir se descubría para el Reich ahora que Alemania había ganado su guerra y a británicos y franceses no les había quedado más remedio que reconocer la hegemonía de Alemania, y en buena parte era gracias a la Kriegsmarine, que se había enseñoreado de los mares luchando desde las profundidades.
Años después, en un café de Berlín, siete hombres hablaban animadamente sobre aquella noche. Las penalidades sufridas se veían de una forma muy distinta ahora que estaban en tierra. La humedad del submarino, sus estrecheces todo parecía muy lejano y era recordado incluso con nostalgia. Bien había valido la pena luchar por la victoria y eso se merecía un brindis. Dejaron las risas y Bruno y sus antiguos camaradas entrechocaron con fuerza las jarras de espumosa cerveza a la salud del kaiser y por la gloria de Alemania y del pueblo alemán. Un brillante porvenir se abría ante ellos y para toda la gran nación alemana
También las esperanzas de Sigfried, el vigilia del U-331, se cumplieron aquella noche inolvidable. Claro que sus esperanzas eran mucho menos patrióticas. No podía dejar de pensar en la mirada de aquella mujer de rubios bucles. Aunque ni siquiera recordara haberla visto antes, él se sintió dichoso cuando ella se arrojó a sus brazos. Vivir en un submarino implicaba el celibato más forzoso. Era tan deseable...
-Dime le decía ella, coqueta-, ¿qué te gusta más de mí?
-Eres tan preciosa que me pasaría la vida viéndote Me encanta hasta tu olor Es un olor muy fuerte.
Sigfried levantó la cabeza. Se había dado una cabezada y se suponía que estaba de guardia. El olor seguía siendo muy fuerte.
-¿A qué huele? se preguntó en voz alta.
-No lo sé Olvídate de eso y ven a mí, amor.
-¡Dios mío! ¡Es olor a cloro!
Había acertado, era el inconfundible olor del cloro. Cuando entraba demasiada agua en el submarino, se corría el riesgo de que se mezclara en la sala de máquinas y emanara clorato gaseoso, letal y embriagador a la vez.
-Tengo que avisar al capitán cuanto antes. Hay que volver a la superficie. No eres más que una ilusión
-¿Por qué tanta prisa? Si les avisas, me iré. Quédate conmigo y te demostraré que estás muy confundido, que soy muy real
Sigfried apenas podía caminar. Había aspirado demasiado gas de cloro y la cabeza empezaba a darle vueltas. Afortunadamente ella le sujetó para que no se desplomara.
-Déjalo, amor mío, es inútil. Bésame y olvidémonos de eso Ya es tarde para hacer nada.
No lo intentó más. Abrazó la nada con pasión mientras se desplomaba en el suelo. Luego no pudo escapar de sus brazos y de su amor. Tampoco era para tanto, cualquiera podría haberse dormido haciendo la guardia; sus camaradas le perdonarían. En cualquier caso, ya no importaba, el mal estaba hecho y Sigfried jamás había soñado que pudiera existir una muerte tan dulce, tan voluptuosa Ella no era el mero resultado de una intoxicación sino una ninfa surgida del océano y la amaría por siempre.
El U-331, abandonado a su rumbo, se hundió en las profundidades del mar del Norte con toda su tripulación. Meses después las corrientes marinas arrastrarían el submarino hasta Escocia pero ¿quién sabe si no encontraron finalmente aquellos valientes su felicidad mientras se sumergían en el abismo de muerte?