Txema, el conserje vasco

Tener que ir a currar en sábado por la mañana es una verdadera putada,a no ser que Txema, el conserje del edificio de oficinas, esté de guardia allí...

Txema, el conserje vasco

‘Joder, el puto whatsapp de los cojones, dando el coñazo otra vez’, pensé, medio adormilado, cuando la alarma de mi móvil empezó a pitar a las ocho de la mañana. Pasé de mirarlo y me volví a dormir. Era sábado y no tenía ninguna intención de madrugar, ni mucho menos de despertarme para mirar el whatsapp. Seguro que era mi amigo Fernando: el cabrón salía todos los findes hasta el alba y siempre mandaba mensajes a cualquier hora de la madrugada, para contarte alguna anécdota chorra, para mandarte la foto del pibón de turno que se había ligado o, sencillamente, para que le invitase a desayunar.  Pasaba de hacerle caso. Llevaba toda la semana acumulando horas perdidas de sueño y esa mañana tenía intención de seguir durmiendo hasta las diez o las once, como mínimo. Me quedé en un estado de duermevela, entre dormido y despierto, en el que seguí escuchando pitidos intermitentes, no muy seguro de si eran realidad o sueño hasta que, a eso de las nueve y media de la mañana, el teléfono empezó a sonar estrepitosamente ,con su potente melodía taladrando mis tímpanos y obligándome definitivamente a despertarme.  Empecé a tantear con los ojos entreabiertos sobre la mesilla de noche y lo cogí:

  • ¿Sí? – dije con voz medio adormilada y sin mirar previamente en la pantalla quién llamaba.

  • Hola, soy Óscar.

Óscar era mi jefe, el dueño de la empresa para la que trabajaba. Llevaba dos años currando en una página web que se dedicaba a la venta de packs turísticos y hoteleros. Me encargaba del desarrollo y mantenimiento de contenidos tanto en la página principal, como en sus canales asociados. Como era un trabajo bastante inabarcable, ya que había un montón de sites que actualizar día a día, contaba con la ayuda de dos empleados fijos y de otro par de becarios, que iban rotando periódicamente. En total, éramos cinco los que manteníamos la apariencia y los contenidos de la página, aunque todo acababa pasando previamente por mi supervisión.

  • Mira, tío, que he entrado esta mañana en la página a primera hora y he visto que se ha caído la portada. No sé si es que se os ha pasado maquetarla, o que hay un problema informático. He chequeado el resto y está todo ok, pero la home está en blanco. Te mandé un whatsapp hace un rato, pero como no me respondías, opté por llamarte. ¿Puedes entrar y echar un vistazo?

  • Sí, espera, dame un segundo.

Me levanté rápidamente y fui hacia el salón, donde tenía mi portátil. Lo encendí y entré en la página. En efecto, todos los espacios publicitarios estaban en blanco. Teníamos la costumbre de cambiar contenidos los viernes a última hora, para que la página se actualizase a las doce de la noche. Los principales clientes de la página eran los que pagaban por salir publicitados en la home así que, si entraba alguno y veía que el espacio por el que habían pagado estaba en blanco, tendríamos movida.

  • Es verdad, Óscar, tío. Es raro, porque he sido yo quién maquetó y actualizó la web ayer antes de salir, así que debería estar todo ok. Supongo que habrá habido algún problema informático, porque el trabajo quedó hecho. De eso puedes estar seguro.

  • OK, no te preocupes, voy a llamar a Sergio – Sergio era el jefe de tecnología – a ver si me puede alumbrar un poco. Gracias, tío, y perdona si te he despertado.

  • No pasa nada, hombre. Venga; ya me vas contando… ¡Hasta luego!

  • Ciao…

Dejé el móvil sobre la mesa fumadera, junto al portátil, y terminé de desperezarme. Hacía una radiante mañana de primavera. La luz del sol inundaba el salón de mi casa. Me estiré y estuve unos minutos disfrutando del solecillo de mayo, que empezaba a picar un poco. Estaba en calzoncillos y los rayos de sol se filtraban entre los abundantes pelos de mis piernas y pecho, creando un efecto óptico bastante curioso de claros y sombras. Me disponía a levantarme para prepararme un café y terminar de despertarme, cuando el móvil volvió a sonar, rompiendo mi momento de relax. De nuevo era Óscar:

  • Oye, tío, soy yo de nuevo. Mira; que acabo de hablar con Sergio y me ha dicho que ayer implementaron unas mejoras en la página, con lo cual todo lo que se haya gestionado en la aplicación a partir de las dos de la tarde, está inoperativo.

  • Me cuadra, Óscar, porque maqueté la página justo antes de salir, a partir de esa hora. Si han hecho algún cambio los de tecnología, es cosa suya que la home se nos haya caído, macho.

  • Joder, tío. ¡Vaya mierda! Me fastidia un montón  pedirte esto, pero… ¿Podrías volver a maquetarla…? Es que como a algún cliente quisquilloso le dé por entrar, en cuanto vea que no está en portada y ha pagado por ello, me va a acribillar a llamadas y voy a tener que empezar a inventar milongas. Si entras en la intranet, creo que podrás hacerlo desde casa, con las claves de acceso remoto. No hace falta que vayas a la ofi, ni nada.

  • Bueno, tío. No hay problema. Hombre, puedo improvisar algo hasta el lunes. En el pc de casa no tengo fotos, logos y tal, pero puedo bajarme algo de internet, meter unas imágenes provisionales para que estén online durante el finde y ya el lunes lo arreglo, si eso…

  • Joder, tío, me salvas la vida, de veras. ¡Muchas gracias! Si necesitas algo, no dudes en llamarme. Ya sabes que estoy en Barcelona cerrando el contrato con los catalanes, pero cualquier cosa que necesites, llámame y te digo, ¿vale? Mándame un whatsapp cuando esté arreglado, ¿ok? ¡Mil gracias de nuevo! ¡Y feliz finde, tío!

  • Va, venga, Óscar, no te preocupes, que me encargo de ello…

  • Bueno; pues hablamos, e insisto: muchísimas gracias, ¡eh!

  • Venga… ¡Hasta luego!

¡Vaya! Mi mañana de sábado se acababa de ir al garete. Pensaba salir a correr un poco, pero tendría que echarla actualizando la web de nuevo. No es que fuera un trabajo muy laborioso, pero menos de una o dos horas, no me llevaría. Con suerte, acabaría pronto y tendría tiempo, al menos, de ir al súper a hacer la compra de la semana. Decidí dejar de remolonear y ponerme cuanto antes, a fin de terminar pronto. Me preparé un café y volví a abrir el portátil. Entré en la página y cliqué mis claves de acceso remoto para entrar en la intranet, pero cuál fue mi sorpresa cuando, al cabo de tres intentos, la aplicación me denegó la entrada.

  • Me cago en la puta… Empezamos bien el sábado…

Pillé el móvil y decidí llamara Sergio, para preguntarle cómo podía acceder a la intranet, ya que mis claves no me daban acceso. Él me comentó que, entre las mejoras que habían implementado el día anterior, estaba un nuevo protocolo de seguridad que inhabilitaba la intranet hasta que estuvieran aprobadas las nuevas claves, con lo cual era materialmente imposible acceder a la aplicación desde fuera de la empresa. Tenía que entrar desde un pc que estuviera directamente conectado al servidor.

  • Lamento decirte que, si tienes que entrar en la aplicación para actualizar contenidos, tendrá que ser desde un equipo de la oficina.

  • Vale, gracias de todos modos, macho.

Mi plan del sábado se acababa de ir definitivamente al traste. Tenía que subirme hasta Las Rozas, donde estaba la oficina, actualizar la dichosa web y, cuando volviese a estar de vuelta en Madrid, con suerte, ya sería la hora de comer, así que la mañana estaba perdida. En fin; aprovecharía para correr un poco después de comer. Apuré mi  café, me pegué una ducha de agua templada para terminar de despertarme, me cepillé los dientes y me planté un vaquero, un polo y mis ‘Reebok’  blancas. Hacía una mañana muy buena, así que no tendría frío, aunque era pronto todavía. Supongo que a mediodía, llegaríamos a los veinticinco grados sin problema. Eché mano del casco y de las llaves y, antes de las diez, ya estaba arrancando la moto en el garaje.

El trayecto hasta Las Rozas por la A6 fue de lo más agradable. El cálido sol de mayo ya empezaba a brillar con fuerza y la carretera, semivacía a esas horas de la mañana del sábado, me permitió llegar a la oficina en poco más de media hora. Los días laborables era un infierno llegar y, a veces, me había demorado hasta una hora y media, sobre todo cuando había lluvia. No fue el caso de ese día. Salí de la A6 y tomé la vía de servicio que daba acceso al edificio donde estaba mi oficina, un pequeño bloque de cristal de tres plantas, en el que nosotros ocupábamos sólo la baja, en tanto que las otras dos estaban ocupadas por otras empresas. Al llegar a la zona ajardinada y, mientras aparcaba en las plazas de estacionamiento que había junto a las escaleras, pude ver a Txema, el conserje del edificio, pasando la máquina cortacésped enérgicamente. Me quité el casco y le saludé. Él me respondió con un gesto con la mano y, alzando la voz, le expliqué grosso modo el motivo de mi inusual visita.

  • ¡Hay un problema con la página; vengo a solucionarlo!

  • Ok, ok. La puerta principal está abierta – me respondió desde el parterre del edificio.

Subí las escaleras, entré en el vestíbulo principal, cliqué mi clave de acceso y la puerta de la oficina se abrió. Estaba todo en silencio, con las luces apagadas y las solitarias mesas iluminadas por los rayos de sol que se filtraban entre las persianas venecianas. No me apetecía vivir ese sábado como un día de diario así que, en lugar de conectar la luz eléctrica, levanté las persianas y dejé que la luz natural inundase la oficina. Al hacerlo, pude ver a Txema cómo recorría el jardín con la cortacésped de izquierda a derecha. Él volvió a saludarme desde fuera y yo le correspondí.

Txema era un tipo de mediana edad. Calculo que tendría unos cuarenta y algún años. Era bastante alto, supongo que mediría metro ochenta y cinco, más o menos (del metro ochenta y tres no bajaba, en todo caso), y disfrutaba de un físico muy bueno para su edad: brazos fuertes,  espalda ancha y piernas recias. Tenía casi todo el pelo gris (supongo que, de joven, habría sido muy rubio y le habrían salido canas a edad temprana), cortado a máquina al cero cinco o cero seis, nariz grande y ligeramente aplastada, orejas pequeñas  y una mirada azul celeste casi hipnótica. De hecho, la mirada era su principal activo ya que, cuando te miraba fijamente, acababas sintiendo de forma irremediable una extraña sensación de desconcierto. Habitualmente, vestía traje gris de chaqueta con una corbata ligeramente descuidada, pero cuando hacía labores de mantenimiento, se ponía un mono azul marino, que era el que lucía aquella mañana, junto a unas botas negras con ancha suela de goma.

Txema era un tipo poco hablador. Sabíamos que era del Norte, del País Vasco, aunque nunca llegó a especificar su provincia de origen,  y nos había contado que había estado trabajando muchos años en la marina mercante. Por lo visto, había sido cocinero en alta mar desde muy joven. Ese trabajo le había permitido conocer mundo. Había visitado puertos recónditos en casi todos los continentes y había navegado mares de los que nosotros siquiera habíamos oído hablar. No obstante, llegó un momento en que, por lo visto, se había cansado del desarraigo de ese tipo de vida, y fue entonces cuando decidió afincarse en tierra firme, a fin de tener una vida más estable y convencional. Aunque él era del Norte, debió haber visto más posibilidades laborales en la capital, así que se estableció en Madrid pero, con su edad, no le fue fácil encontrar un trabajo en las cocinas de un restaurante, a pesar de su amplia experiencia, con lo cual había empezado a trabajar como conserje en el edificio en que se ubicaba mi oficina. Él se encargaba del turno de mañana y otro tipo, Esteban, le tomaba el relevo por la tarde. Por las noches, el edificio permanecía cerrado y sin vigilancia.

Las pocas cosas que sabíamos de Txema nos las había contado las raras veces que había pasado a comer con mis compañeros en la cocina de la oficina, o en los ligeros escarceos que hacíamos cada hora para fumar un cigarro en la puerta del edificio, junto a las escaleras. No era un tipo demasiado comunicativo o hablador. Desconocíamos si estaba casado, si tenía familia o hijos, e incluso dónde vivía, ya que nunca daba explicaciones sobre su vida. Eso sí, era extremadamente eficiente en su trabajo y jamás se perdía una carta, ni había una bombilla fundida o un grifo roto, que no estuviera reparado inmediatamente, siempre que él estuviera en su turno. A decir verdad, Esteban, el otro conserje, era mucho más relajado en el ejercicio de su trabajo.  Realmente, uno y otro tenían muy poco que ver entre sí.

Esa aureola de misterio que envolvía al conserje no había pasado desapercibida para nadie. Mis compañeros de curro hacían bromas sobre aquel tipo y, particularmente, un par de compañeras de administración, que no tenían pelos en la lengua, no se habían cortado al hablar de él: ‘¡Pff! Tiene pinta de ser una bestia en la cama, un empotrador nato’; ‘ya me gustaría colarme en su cuarto de mantenimiento’; ‘Si es que… Mira sus brazos, tía, es como Popeye. Apuesto a que tiene un ancla tatuada’. De hecho, al final,  le habíamos puesto ese mote y nos referíamos a él como ‘Popeye’: ‘¿Has dicho a Popeye que cambie el neón de la cocina?’; ‘un mensaka le ha dejado a Popeye este paquete para ti’…

En fin; bromas aparte, el conserje también había suscitado cierto interés en mí, a pesar de que yo jamás hacía juicios sobre él. Es más; las bromas de mis compañeras de curro incluso me molestaban un poco. Aquel tipo era un marino poco acostumbrado  a la vida social y, seguramente, no encontraba ningún placer en hablar con nosotros de trivialidades. De ahí su carácter esquivo y distante. Por otra parte, desde siempre había sentido una atracción natural hacia la gente callada y solitaria. Me parecía mucho más interesante y atractiva que la gente que te contaba su vida, obra y milagros a la primera de cambio.

Nuestra relación, en todo caso, era bastante fría; yo le trataba cordial y educadamente y él me correspondía con la misma cortesía. No obstante, alguna mañana, fumando un cigarro en la puerta juntos, me había fijado en lo bien que le sentaba el traje, ligeramente pequeño para sus anchas espaldas, o en cómo los pantalones se ceñían a sus espléndidas piernas. Incluso sus enormes pies, enfundados habitualmente en unos zapatos con suela de goma que desentonaban ligeramente con su uniforme de conserje,  habían llamado mi atención.  Su voz ligeramente ronca y su barba gris de tres días le daban un aspecto rudo y ligeramente desaliñado, que resultaba de lo más turbador.

Levanté, pues, las persianas y dejé que la luz natural de mayo invadiera todo el despacho. Aquella mañana yo era dueño y señor de la oficina así que, ya que me había tocado currar en sábado, lo haría, pero con mis reglas, sin luz artificial, para empezar. Conecté música en mi ordenador y empecé a trabajar.  Desde mi equipo tuve acceso a la intranet y fui recuperando las imágenes que debían aparecer en cada espacio en blanco de la página. El trabajo era mecánico y rutinario. Llevaba haciéndolo un par de años y podría haberlo realizado con los ojos cerrados. Debía subir cada imagen al  servidor, una a una, y programar los tiempos, lo cual llevaba un rato, especialmente aquel día que, con las nuevas mejoras, la aplicación iba más lenta de lo habitual. Con todo; transcurrida una hora y media desde que empezase, ya había terminado. Comprobé que la homepage estaba operativa en los distintos navegadores (Netscape, Firefox, etc.) y mandé un whatsapp a Óscar para que lo comprobara desde Barcelona. A los pocos segundos, me respondió con un ok y un emoticono sonriente. Mi trabajo había finalizado, así que podía irme a casa. Eran poco más de las doce del mediodía; al fin y al cabo, no había perdido el sábado. Apagué el ‘Spotify’, cerré sesión y decidí fumarme un cigarro y tomarme otro café en la cocina antes de irme. Aquel día no había nadie allí, así que pensaba saltarme las reglas a la torera y fumarme tranquilamente un cigarrillo en la cocina. Total, nadie se iba a enterar de que había estado fumando en el espacio de trabajo. Cuando llegué a la cocina, levanté las persianas y abrí las ventanas, a fin de que el humo del tabaco saliera afuera. Al hacerlo, vi a Txema, que estaba justo debajo, cavando unas hierbas junto a la pared del edificio.

  • Hey, Txema. Estás que no paras, ¿eh? Me voy a preparar un café. Sube, si quieres, a tomarte uno conmigo  y para un poco, hombre, que nadie se va a llevar el jardín, jejeje.

Me sonrió con su mirada azul celeste, que me traspasó de lado a lado.

  • Claro, dame un minuto y subo.

Entretanto, fregué dos tazas en la pila (‘¡Qué puta costumbre tenían mis compañeros de dejar todo hecho una mierda!’) y coloqué una cápsula en la cafetera. En unos segundos, el primer café estuvo listo. Me dispuse a preparar el segundo y, en eso, Txema entró por la puerta de la cocina.

  • Utilicé mi tarjeta maestra – dijo, señalando una tarjeta que colgaba de su cuello con una cinta. Tenemos prohibido entrar en las oficinas, a no ser que haya algún problema.

  • Va; no te preocupes – le respondí. Esto no es el Pentágono. Aquí no hay nada clasificado, jajaja. Por cierto, estoy fumando dentro. No pasa nada, ¿no?

  • No; no te preocupes; luego echaré ambientador, para que se vaya el olor.

  • Bien; aquí tienes tu café. Oye; creo que hay algún bollo del desayuno de ayer. Espera, que miro.

Óscar tenía la manía de presentarse todos los viernes con una bandeja gigante del ‘Dunkin Donuts’ y siempre sobraba alguno, así que en la nevera encontré la caja, en la que quedaban unos cuantos bollos con toppings de colores.

  • ¡Pilla! – le dije aproximando la bandeja.

Cogió uno y empezó a devorarlo, al tiempo que yo terminaba mi cigarro y pegaba sorbos intermitentes a mi taza de café.

  • ¿Tú no comes? – me preguntó con mirada inquisitiva, mientras daba buena cuenta de un donut de color rosa.

  • Yo paso, macho. No me va mucho el dulce. Y, con tabaco, mucho menos, jejeje.

Él sonrió, pero no parecía muy propenso a entablar conversación, así que fui yo quien siguió hablando:

  • ¿Qué? ¿Te toca currar en sábado también?

  • Bueno; en realidad, es sólo  un sábado al mes. Una vez cada dos semanas venimos y hacemos la jardinería y, si hay alguna ñapa en electricidad y fontanería, pues también. Un sábado viene Esteban y otro vengo yo. Con una pasada cada quince días, el césped está más o menos corto, así que nos vamos turnando.

  • Bueno; espero que te lo paguen, porque yo esta mañana estoy aquí de gratis, jajaja.

  • Sí; me pagan algo más, pero tampoco te creas que es mucho. Pero es lo que más me gusta de este trabajo. Mi familia, en el Norte, es de campo y, cuando vivía allí, estaba habituado a hacer estas cosas. Luego, en el mar, estuve años sin hacer nada de jardinería, así que ahora me gusta retomarlo. De todas formas, este jardín no se cría bien, porque aquí llueve poco, hiela mucho y da demasiado el sol. En mi tierra es diferente…

  • Ya; imagino. Con todo, el jardín está de puta madre, ¡eh!…

  • Bueno; se hace lo que se puede, pero vamos, que se podría mejorar. Habría que abonarlo más y yo pondría unas flores, para animarlo un poco…

  • ¡Buah! Yo lo veo bien. Da gusto asomarse y ver un entorno tan cuidado…

Acabó su donuts y le ofrecí otro, pero rehusó. Siguió tomando su café y yo también apuré el mío, mientras observaba con más detenimiento su aspecto. Con el calor del mediodía, se había aflojado la cremallera del mono hasta la altura del ombligo, con lo cual se vislumbraba la camiseta blanca que llevaba debajo. Una fina capa de vello saltaba caprichosa por encima del elástico superior. También se había remangado las mangas del mono, con lo cual sus fuertes antebrazos estaban a la vista.

  • No te he ofrecido un cigarro. ¿Quieres?

  • No; gracias, acabo de fumarme uno. Además, que tú fumas rubio y yo negro.

  • ¡Ah! Es verdad. Lo olvidaba. - Es cierto; había  visto en más de una ocasión que Txema fumaba ‘Ducados’.

  • Pues nada. Por hoy yo ya he terminado, así que voy a chapar esto y como que me piro para mi kely…

  • Mi turno dura hasta las dos, pero ya tengo la jardinería casi acabada, así que también me iré en breve, porque aquí hay poco que hacer ya.

  • Muy bien…

Seguí observándole detenidamente. Las enormes botas que llevaba llamaron mi atención. Llevaba el mono metido por dentro, para no manchar las perneras con la humedad del césped, así que pude ver que se trataba de unas botas con ancha suela de goma, puntera redonda y unos largos cordones que se cerraban en la parte superior. Txema acabó su café y se disculpó:

  • Bueno, voy a ver si recojo los trastos… Muchas gracias por el café y el bollo.

  • No, hombre, a ti, por subir a tomarlo conmigo – sonreí. Esto casi da miedo tan vacío. Ha sido agradable charlar unos minutos con alguien…

  • No te preocupes, antes de irme, ambiento esto un poco, para que no huela a tabaco, ¿ok? Eso sí, no olvides cerrar la ventana que, si no, al conectar la alarma, empezará a pitar.

  • Ok, ok… No me olvido.

Txema salió y le vi perderse entre las mesas, exhibiendo sus anchas espaldas y su musculoso culo, apretado bajo aquel mono de color azul. Si mis compañeras de administración lo hubieran visto vestido así, no le habrían dejado escapar, se habrían lanzado como aves de rapiña, pero yo era un tipo más apocado y tímido, así que me conformé con ese café y esos escasos minutos de charla. Cerré la ventana y empecé a bajar las persianas, dejando la oficina tal y como la había encontrado. Me demoré un poco organizando unos papeles y salí, cerrando la puerta tras de mí. Antes de salir, decidí pasar al baño. Como aquél era un pequeño edificio de oficinas, no había baño particular para cada una, sino que las tres plantas compartían los mismos aseos, unos para hombres en la planta baja y otros para mujeres en la primera planta. Entré al baño, que estaba contiguo a mi oficina, y me dispuse a echar una meada. Desde pequeño, tenía la costumbre de usar la cabina y no los urinarios, así que entré y cerré la puerta tras de mí, aunque allí no había nadie. Según lo hice y, al tiempo que mi chorro de pis empezó a repicar contra el wáter, sentí que alguien entraba y empezaba a mear en uno de los urinarios. Supuse que sería Txema.  Pude escuchar claramente el sonoro choque de su meada contra la pared del mingitorio. En eso, tiré de la cadena y salí, al tiempo que me abotonaba el pantalón. En efecto, al salir, me encontré a Txema de espaldas a la pared, aflojando su vejiga.

  • Volvemos a coincidir, Txema – dije, improvisando unas palabras.

  • Sí, es verdad – dijo él, al tiempo que volvía ligeramente su cabeza.

Me dirigí al lavabo para enjabonarme las manos y, desde el espejo, pude atisbar la imagen del conserje sujetándose la polla y meando; pude ver también cómo los músculos de su cara se iban relajando a medida que su vejiga liberaba su carga. La meada de aquel hombre era potente y sonora, y chocaba ora contra la pared del sanitario, ora contra el sumidero metálico, produciendo un ruido que me pareció excesivo. Creo que tuve tiempo de echar dos o tres miradas furtivas desde el espejo, con la esperanza de poder ver el rabo del conserje, pero me fue imposible porque, según terminó, volvió a guardarse la polla y subió ligeramente la cremallera del mono hasta la altura de la barriga.

  • Bueno, pues ya para casa, ¿no? – dijo según se dirigía hacia la puerta, con la cremallera a la altura el ombligo.

  • Sí, ya hasta el lunes o, al menos, eso espero, jajaja.

  • Bueno; pues… A pasarlo bien, entonces.

Salió del  baño sin lavarse las manos y, por un momento, deseé oler esos dedos que habían entrado en contacto con su polla y con su meo. Me lo imaginé retirando con los dedos las últimas gotas de la meada y secándoselos ligeramente con la tela de la camiseta o el calzoncillo. Con suerte, las últimas gotas de la uretra caerían sobre la huevera, tiñendo de amarillo sus gayumbos. Habría sido un placer poder ver ese espectáculo… Quité ese pensamiento de la cabeza y me dirigí a la salida pero, cuando estaba a punto de salir del edificio, me di cuenta de que había olvidado mi casco dentro de la oficina. Me di la vuelta y volví hasta la puerta, donde cliqué mi clave de acceso. Sin embargo, la puerta no se abrió. Lo intenté una segunda vez; igual resultado. Una tercera; nada… Algo estaba fallando; quizá, la puerta se había quedado bloqueada. Pensé en avisar a Txema y pedirle que me abriera con su tarjeta maestra.

Supuse que estaría en el cuarto de mantenimiento, ubicado en el sótano del edificio, así que me dirigí hacia allí. Bajé las escaleras y llegué al pasillo desde el que se accedía a los trasteros, al cuarto de basuras, al de contadores y a los garajes. En ese pasillo estaba también el pequeño cuarto de mantenimiento, desde el que salía una luz. Imaginé que Txema estaría allí, recogiendo las cosas. Caminé hasta la puerta y, al llegar, cuál fue mi sorpresa al encontrármelo de espaldas, en camiseta y calzoncillos. Pude ver también el mono de trabajo azul tirado en el suelo. Al parecer, se estaba cambiando, pero no se había quitado las botas todavía.  Reparé momentáneamente en su camiseta de tirantes blanca, que ya había observado antes,  completamente ceñida a su ancha espalda, y en sus slips, también blancos, de cintura alta y ligeramente holgados.  La visión, aparte de repentina e inesperada, fue absolutamente turbadora, ya que mi ritmo cardíaco se aceleró al instante. Acerté a decir algunas palabras:

  • Perdona, Txema…

Él se volvió y la excitante perspectiva de su ancha espalda, con aquel culo musculoso bajo un calzoncillo relativamente grande, se quedó en nada al ofrecerme su visión frontal: la camiseta se ceñía a sus pectorales y marcaba perfectamente  la forma de su fornido pecho, así como sus grandes pezones, que se intuían perfectísimamente bajo la fina tela de algodón blanco. Los brazos eran, como decían mis compañeras, iguales a los de Popeye, tremendamente desarrollados, aunque sin ninguna ancla tatuada. Lo mismo se podía decir de las piernas, quizá un poco más delicadas de rodilla para abajo, pero imponentes a la altura de los muslos.  Me quedé atónito: aquel tipo ganaba mucho más desnudo que vestido, y eso que, con ropa, ya resultaba bastante atractivo. Fue inevitable que mi mirada se dirigiera también a su entrepierna, donde marcaba un monumental rabo que, bajo la tela del calzoncillo, a mí me pareció completamente empalmado. Es más, al vestir uno de esos slips en los que la polla se puede sacar por la entretela, tuve la impresión de que el rabo estaba colocado ahí, entre las dos telas, porque casi se podía ver. No habría sido raro que se lo hubiera dejado así al salir del baño, justo después de mear. Una ligera mancha de humedad se intuía también en la entretela. En efecto, mi intuición no se había equivocado.

  • Eh… La… La puerta de mi oficina… No funciona; no puedo abrirla y me he dejado el casco de la moto dentro… Bajaba para ver si… Me podrías abrir tú la puerta con tu tarjeta maestra porque, si no, como… Como que no voy a poder volverme a casa en moto…

Decía estas palabras tartamudeando por el nerviosismo e intentaba mirarle a los ojos mientras las pronunciaba, pero no podía dejar de admirar su monumental cipote. Era un regalo para la vista; no debía bajar de los diecinueve o veinte centímetros, aunque quizá el calzoncillo holgado creaba un efecto óptico erróneo. Él, por su parte, me miraba fijamente, aparentemente ajeno a la turbación que había despertado en mí, exactamente igual que si estuviera enfundado en su uniforme gris de trabajo. Seguí hablando, hilando las palabras como buenamente pude:

  • En fin; si quieres, déjame la tarjeta; subo, recojo el casco y te la vuelvo a bajar, que tampoco quiero hacerte perder tiempo, si tienes prisa…

  • No tengo ninguna prisa, en realidad –fue su única respuesta.

Creo que volví a mirarle la polla. Aquello era un acto involuntario; sabía que no debía hacerlo, pero había perdido el control por completo. Era igual que, cuando en un funeral, te entra un ataque de risa; mi cerebro dictaba unas órdenes, pero mis órganos actuaban a su libre albedrío. De hecho, mis ojos no se apartaban de su entrepierna. Tuve la impresión de que el rabo le crecía un poco más.

  • Eh… Bueno; debo pedirte disculpas por no haber llamado a la puerta. De haber sabido que te estabas cambiando, no habría sido tan inoportuno. Pero vi la puerta abierta y supuse que…

  • ¿Qué coño dices? Entre machos no hay secretos. O es que… ¿Acaso nunca has visto a un tío en gayumbos?

  • Sí; bueno, pero… No sé…  Creo que he bajado en mal momento…

  • Anda, pasa para dentro…

Obedecí y me adentré en el cuarto de mantenimiento, en el que había todo tipo de cosas: herramientas, un montón de cajas precintadas, paquetes con rollos de papel higiénico apilados, productos de limpieza, un microondas, una tele, una pequeña mesa de escritorio, una banqueta y hasta una neverita eléctrica, entre otras muchas más cosas en las que no reparé. Él siguió hablándome:

  • Hace un momento, cuando estaba meando en el baño de arriba, tuve la impresión de que querías ver esto –dijo señalando su tremendo rabo. Pues bien; aquí la tienes. Ya has conseguido lo que querías, ¿no? – dijo al tiempo que empezaba a sobarse la polla por encima del calzoncillo.

  • No; en serio… Te juro que la puerta está estropeada. Si quieres, vamos arriba y lo comprobamos en un momento…

  • Me suda la polla que la puerta esté rota o no – espetó en tono autoritario. Lo único que importa es que tú estás aquí y que ya has visto mi rabo, así que ahora te toca a ti darme algo a cambio – dijo mientras se pasaba la mano por encima del cipote, sobando descaradamente aquel enorme tronco de carne.

  • No entiendo, ¿qué es lo que quieres de mí? – empecé a sonreír de forma nerviosa.

Txema no respondió, se dirigió hacia mí, me sobrepasó  y cerró la puerta del cuarto, al tiempo que daba una orden perentoria con su voz ronca:

  • ¡Túmbate en el suelo!

Llevado por quién sabe qué tipo de lógica, decidí obedecerle sin rechistar y me tumbé boca arriba en el suelo.  Desde mi perspectiva, veía el fluorescente que brillaba en el techo del pequeño cuarto y todas las estanterías plagadas de cosas que me rodeaban parecieron mucho más grandes. Entretanto,  él aprovechó para echar la llave del cuarto y me miró de pies a cabeza, escudriñando cada rincón de mi cuerpo como si fuera un enterrador disponiéndose a construir una caja.

  • Así estaremos más cómodos. Nadie nos molestará.

No había entendido a qué venía eso. Era sábado y el edificio estaba vacío. Sólo algún cartero o mensajero podía acercarse aquella mañana a aquel bloque de oficinas de la A6.

Acto seguido, Txema se agachó, tirando hacia arriba de mi polo y liberándome de él, dejando mi pecho  y mi espalda desnudos sobre el frío suelo. Pude notar entonces el olor a hierba húmeda de sus botas, que estaban a escasos centímetros de mi cara. Se incorporó y empezó a caminar alrededor de mí. Describió lentamente un semicírculo y se posicionó a mis pies, quitándome abruptamente las ‘Reebok’, primero una y después otra. Las tiró en un rincón y desenfundó mis pies, quitando los calcetines lentamente y tirándolos junto a las zapatillas deportivas. Parecía que quería dejarme completamente desnudo ya que, a continuación, desabrochó mi pantalón vaquero y tiró de él bruscamente, dejándome en calzoncillos, tendido en el suelo a su merced. Pude sentir el frío del solado en las piernas y en la espalda, aunque no quise prestar mucha atención a esa desagradable sensación.

  • Ya te tengo como quería. Ahora vamos a jugar un rato – fueron sus únicas palabras.

Inmediatamente, empezó a describir círculos alrededor de mí, mirándome desde la altura con gesto inexpresivo, como si estuviera calculando qué hacer conmigo. Fueron unos minutos tremendamente desconcertantes, ya que no sabía exactamente qué es lo que iba a pasar.  Incluso llegué a sentir un poco de miedo. Al fin y al cabo, sabía bien poco de ese tío: ¿y si resultaba ser un psicópata? Me había encerrado bajo llave en su cuarto y había dicho que íbamos a jugar, que me tenía como quería, pero no había especificado nada más. Yo había dado por hecho que había una tensión sexual pero, ¿y si no era así? ¿Y si estaba desequilibrado?

Las ideas se agolpaban en mi mente cada segundo. Por un momento, pensé en las herramientas punzantes de las estanterías;  me acordé de mi móvil, guardado en un bolsillo del pantalón; pensé incluso en una enorme llave inglesa que había visto nada más entrar, colgada de la pared. Aquel tipo era considerablemente más fuerte que yo, pero si las cosas se ponían feas, podría meterle una hostia en un momento de descuido y salir pitando. Pero era imposible que Txema fuera un psicópata: era tremendamente educado y hacía tan sólo unos minutos, habíamos estado tomando café amigablemente en el piso de arriba. Pero todos los psicópatas eran, en apariencia, personas normales. Eso había leído en algún sitio, al menos.  Todos esos pensamientos se cruzaron por mi mente mientras el conserje me taladraba con la mirada desde las alturas. Yo no podía dejar de mirarle: sus ojos, su polla, sus piernas… Txema empezó a darme suaves patadas con la puntera de las botas en el costado, según caminaba alrededor de mí.  Empecé a sentir un poco más de miedo, ya que aquello empezaba a pintar mal, pero le dejé hacer, dado que la curiosidad fue más potente que mi temor.

El conserje debió dar dos o tres vueltas, golpeando con la puntera de sus botas mis costados, mis piernas, mis pies. Sentía con más fuerza el olor a hierba mojada de las botas y noté que empezaba a empalmarme.  Sólo un enfermo podría excitarse en una situación así. Evidentemente, si salía de ésa, tendría que ir a la consulta de un psicólogo a hablarle de mis extrañas aficiones sexuales, porque no había nada de normal en excitarse en una situación así. O, a lo mejor, era el miedo, la adrenalina, que me provocaban una erección involuntaria.

Cuando Txema volvió a estar a la atura de mi cabeza, la ladeó suavemente con la punta redondeada de la bota y, en el momento en que consiguió tenerme con una mejilla apoyada sobre el suelo, colocó la suela engomada  llena de tierra de la botaza encima de mi cara. Empezó a ejercer presión, al principio con suavidad, pero luego con más y más fuerza, hasta que sentí que estaba completamente inmovilizado. No habría podido mover un solo músculo de la cara, aunque hubiese querido. Por más que suene increíble, me empalmé con más fuerza. Estuvo un par de minutos oprimiendo mi cabeza contra el suelo. El olor a hierba de las suelas inundaba mis fosas y la tierra húmeda empezó a deslizarse por mi cara. Podía ver de reojo su rostro, igual de inexpresivo que al principio, y notaba cómo su mirada transparente estaba clavada en mí, como la de un águila sobre su presa.

Cuando se cansó de pisotearme la cara, retiró su pie y se limitó a dar una orden:

  • Límpiame las botas. ¡Quiero verlas relucientes!

Mi cabeza estaba ligeramente girada hacia el lado opuesto en que estaba él, así que la volví y me encontré con las suelas embarradas a escasos centímetros de mi boca. Él se colocó más cerca y me ofreció un pie. Entonces, impulsado por un resorte desconocido y sin pensar en la lógica de mi comportamiento, saqué la lengua y empecé a recorrer con ella la  punta redondeada de la bota, notando intensamente su sabor a césped mojado.  Ensalivé bien la puntera de piel y noté su dureza. Debían ser unas botas con puntera de hierro, porque eran completamente rígidas. Podía ver de refilón cómo Txema tenía su mirada clavada en mí un metro ochenta y pico más arriba y aquella sensación me excitó muchísimo. Supervisaba atentamente mi trabajo, la dedicación de mi lengua a su bota y cómo la lustraba de la forma más primaria que se puede hacer, ensalivándola bien y dejándola brillante. Estuve unos minutos dedicado a una bota, hasta que la dejé reluciente. Temía que me diera a comer las suelas, algo que me habría repugnado, ya que estaban llenas de tierra, pero él se conformó con el empeine, que dejé impoluto, al tiempo que los sabores del betún, el césped y la propia piel se entremezclaban en mi boca. Cuando acabé con una de las botas, me dio a comer la segunda y yo continué lamiendo el calzado de aquel macho con renovadas ganas.

Cuando se cansó, comenzó a describir un nuevo círculo alrededor de mí, siguiendo con ese ritual de patearme con suavidad, sin hacerme daño, pero haciendo notar su posición de superioridad. Pude notar la humedad de mi propia saliva chocar contra mis costados, contra mis muslos, volver a mí. Entretanto, sentía los restos de tierra mojada sobre mi mejilla, pero no me atreví a mover un dedo para quitármela, no sin su consentimiento.  Entonces, pasó una de sus largas y fornidas piernas por encima de mí y se agachó, quedándose a horcajadas sobre mi pecho. Lo primero que noté fue el calor de su cuerpo al aproximarse al mío. Fue él quien, en ese momento, retiró delicadamente los restos de tierra que había dejado sobre mi rostro. Primero con la mano y luego soplando con sumo cuidado sobre mi mejilla, con extrema delicadeza, como si estuviera soplando para apagar una vela de cumpleaños. Txema dejó mi cara completamente impoluta. A partir de ese momento, me relajé un poco y mis miedos empezaron a disiparse. Mi instinto me decía que no me preocupase, aunque no bajé la guardia al cien por cien. Eso sí; mi rabo seguía empalmado, acumulando más y más sangre con cada acción del conserje.

Entonces, aprovechando que estaba a escasos centímetros de mi rostro, sacó la lengua y me pegó un lametazo que me cruzó la cara, dejando una sensación de calidez y humedad en toda mi jeta. Pude notar la tibieza de su respiración sobre mi cara mientras me chupaba y su mirada se cruzó con la mía a escasos milímetros. Ninguno de los dos cerramos los ojos.  A continuación, aprovechó para recobrar la posición inicial, a horcajadas sobre mí, y empezó a apretar con sus fuertes dedos mis pezones. Primero fue un pellizco suave, pero luego fue incrementando la presión, hasta que empezó a retorcerlos. Mi erección ya era completa.  Estaba excitadísimo, así que decidí llevarme la mano a la polla y tocármela, pero él se dio cuenta y la retiró de un manotazo, liberando uno de los pezones de la pinza que estaba ejerciendo:

  • ¡No te toques, coño! ¡Soy yo el que manda aquí! ¿Entendido? Te tocarás sólo cuando yo te lo diga…

Obedecí y dejé mis manos a ambos costados de mi cuerpo, apoyadas sobre el suelo.  Él decidió asegurarse de que no las volvía a mover, aprisionándolas con sus rodillas. Volvió a pellizcarme los pezones, siguiendo la misma técnica: un poco más suave al principio, más presión, un poco más y, finalmente, estirándolos y retorciéndolos sin piedad. Empecé a gemir, pero no tuve mucho tiempo de manifestar mi placer, ya que esta vez lanzó su boca sobre la mía, con la velocidad de un halcón. Yo abrí mi boca intuitivamente y, cuando quise darme cuenta, me estaba lanzando un lapo con un desagradable sabor a tabaco negro. Sin embargo, me agradó y lo mantuve en la lengua unos segundos, notando su fuerte sabor y su textura semisólida. No tuve mucho tiempo, ya que en un instante pude disfrutar de su áspera lengua indagando en lo más profundo de mi paladar, esparciendo él mismo hacia dentro el contundente lapo que me acababa de colar en la boca. Lo sentí caer por mi garganta y me volví completamente loco. Él notó mi entrega y empezó a besarme con pasión y con rudeza, mordiendo mis labios, mi lengua, mis dientes con una fuerza que me volvió más loco todavía y que me hizo olvidar el dolor de los pezones y el miedo irracional que había experimentado hacía tan sólo unos segundos. Noté  de nuevo el sabor duro a tabaco en su saliva. Es algo que siempre me había excitado muchísimo: una boca con sabor a tabaco era más viril, más masculina y el aliento de aquel tipo, aficionado al tabaco negro, era como la quintaesencia de la virilidad. Cuando se cansó de besarme como un animal, se alejó lentamente y noté el calor de su aliento sobre mi rostro. No pude evitar experimentar un espasmo de placer que contrajo todos mis músculos.

  • ¡Tienes buena boca! ¡Me gusta! – fue lo único que dijo cuando concluyó ese arrebatador y violento beso.

Entonces, se incorporó y, lentamente, se dio la vuelta, permaneciendo a horcajadas sobre mí, con lo cual pude disfrutar de un primerísimo plano de su musculoso culo y su ancha espalda desde abajo. Se agachó y colocó su holgado calzoncillo sobre mi cara. Aquel slip estaba empapado. El sudor de toda la mañana de trabajo bajo el sol se había concentrado en aquella raya de humedad que se dibujaba verticalmente, tiñendo de gris la tela blanca del gayumbo. Se agachó un poco más y lo dejó a la altura de mi cara con lo cual, empecé a oler y a chupar, al tiempo que él apoyaba sus manos sobre las mías, inmovilizándome de nuevo con su peso y con su fuerza.  Mi lengua  luchaba por captar toda esa humedad concentrada y mi nariz estaba aturdida por ese olor a culo sudoroso. Mi rabo saltó rabioso por encima del elástico del gayumbo. Entonces, él se incorporó y liberó mi cara de aquel olor picante a sudor, y aprovechó para tirar de mis calzoncillos hacia abajo y dejarme completamente desnudo. Mi polla saltó aliviada y furiosa, al verse por fin libre de la presión del calzoncillo. Él volvió a ponerse de pie y, esta vez, colocó la puntera de sus botas, reluciente tras la limpieza que le había hecho, en mi entrepierna, masajeando violentamente mis ya crecidos huevos. Verle así desde el suelo, pateando mis cojones con sus botas, me excitó muchísimo, sobre todo, porque no apartaba su gélida mirada de mí y era imposible saber qué se ocultaba detrás de esa helada expresión. Entonces, empezó a dar con la bota suaves golpes sobre el tronco de mi polla y, no contento con ese perverso juego, colocó su bota embarrada encima de ella y la empezó a oprimir contra mi pubis y mi abdomen.  Aquel tipo me estaba degradando hasta límites insospechados, pisoteando mi polla, mis cojones, anulando mi virilidad. Y lo más alucinante es que yo estaba disfrutando como un verdadero cabrón.

Lo siguiente que hizo fue sentarse en la banqueta que había allí y empezar a desabrocharse con parsimonia las botas. Primero se quitó una y después la otra, y entonces quedaron a la vista los renegridos calcetines que llevaba debajo. Eran unas medias blancas pero, al contacto con la suela de goma de las botas, la planta se había quedado completamente negra.  Lentamente liberó los cordones de las botas y, una vez que hubo conseguido lo que pretendía, las tiró a un lado, se levantó y se dirigió hacia mi polla, con los cordones en la mano. Agachado junto a mi entrepierna,  los entrelazó  con la habilidad de un marinero y describió un nudo con ellos, como si fuera la soga de un ahorcado. Deslizó el cordón y agrandó el nudo y lo introdujo primero por mi polla y luego bajo mis cojones. Cuando lo tuvo en la posición que deseaba, tiró bruscamente de él y dejó mi falo completamente estrangulado. Una sensación a medio camino entre el placer y el dolor recorrió mi espina dorsal. Volvió a aflojar el nudo y repitió la acción. Sentí un nuevo espasmo, pero ahora fue más placentero que doloroso. Lo repitió otra vez; una más… Finalmente, dejó el nudo oprimiendo mi polla y mis huevos, como si se tratase de un improvisado cockring.

A continuación, se puso de pie, caminó hasta la altura de mi cabeza, levantó un pie, mostrando el calcetín ennegrecido y lo puso sobre mi cara:

  • ¡Cómete el piezaco!

Empecé a degustar aquel pie enorme. Debía ser un cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco, al menos. Era grande, ancho y, lo más importante, estaba mojado, empapado en sudor. Lo chupé y lo olí con gula, hasta que él decidió poner fin a mi comida de pie, pisándome de nuevo con fuerza, con más fuerza que la primera vez, ya sin miedo de lastimarme, al no tener la bota puesta,  sepultando mi cabeza contra el suelo y dejándome respirar solamente la fétida fragancia de su media currada. Desde que habíamos empezado, no había tocado mi polla, pero ésta estaba a punto de explotar.  El efecto de los cordones se hacía notar. El morbo de la situación me estaba volviendo completamente loco. Estuve un buen rato degustando sus pies, primero uno y después el otro, hasta que se cansó y volvió a quedarse de pie, mientras yo lo veía desde abajo, como si se tratase de un gigante.

  • ¡Abre la boca! ¡Y no se te ocurra cerrarla, si no quieres que te hostie! - Fue su siguiente orden.

No dudé en obedecer. Entonces, el sacó su polla por la abertura central del calzoncillo y pude ver la punta, brillante y descapullada. No estaba empalmada, estaba morcillona, gorda, tocha, contundente. Desde abajo vi como empezaba a mear, manchando primero mi pecho, luego mi barbilla y finalmente mi cara. El cabrón estaba apuntando hacia mi boca, para que la meada cayera dentro y, al final, lo consiguió. Tumbado como estaba, fui incapaz de evitar que algo se colara por mi garganta. Su sabor era fuerte y desagradable, pero no quise cerrar la boca, por no contrariar su orden. Cuando terminó de mear, incliné ligeramente la cabeza, dejando caer los restos de orina que se habían colado en mi boca sobre el suelo, pero él se agachó rápidamente, presionó con fuerza mi nariz y colocó mi cabeza mirando al techo.

  • ¿Quién coño te ha dado permiso para desperdiciar mi meada? ¡Bébetela toda!

Fue más lejos, ya que colocó su entrepierna a la altura de mi cara y encajó su rabo morcillón en mi boca. Pude notar el sabor salado de su capullo. Volvió a taponarme la nariz y empezó a mear de nuevo. Noté los chorros de líquido ardiente correr por mi garganta hasta el estómago. Afortunadamente, no tuve tiempo de percibir el fuerte sabor, ya que me estaba meando directamente en la garganta. No podía tragar todo, así que parte se derramó por mi boca y por mi mejilla hacia el suelo. Afortunadamente, la meada fue corta y menos intensa. Cuando terminó, aflojó la presión de mi nariz y me dejó respirar. El olor del calzoncillo golpeó mi nariz con la fuerza de un ariete. Olía sudor y a restos orina y, desde la cercanía, se podía ver alguna mancha amarillenta. Me lancé rabioso sobre la polla y empecé a lamerla, para dejarla completamente limpia. Mi mamada hizo su efecto y en pocos segundos, aquel descomunal rabo recuperó su envergadura. Podía notarlo crecer dentro de mi boca segundo a segundo. Sentía asimismo sus vibraciones, cada una de sus palpitantes venas  y su ardiente humedad.

Aquella mamada no duró mucho, ya que Txema se empalmó en cuestión de segundos y, cuando lo hizo, se puso en pie y me dio permiso para levantarme. Lo hice y entonces  él me puso de espaldas y me obligó primero a arrodillarme y luego a ponerme a cuatro patas. Noté que volvía a sentarse en la banqueta y vi de refilón que se estaba quitando las medias. Lo siguiente fue hacer un ovillo con una de ellas y colocarla dentro de mi boca. Era tan larga que entraba a duras penas, así que la mitad quedó colgando sobre mi barbilla. Utilizó la otra para amordazarme y atarla con fuerza en mi nuca. Era tremendamente morboso sentir el sabor de aquel calcetín apestoso y, al mismo  tiempo, notar el olor de la media que me amordazaba. Estaba a cuatro patas, sobre un charco de meo, amordazado y sin saber qué nuevos planes tramaba Txema en su pervertida mente.

Escuché que cogía algo de una estantería, pero no quise mirar. De repente, noté algo áspero y rugoso que chocaba contra la raja de mi culo. Me volví y vi que el conserje sujetaba con su mano la hebilla de un cinturón negro, que caía hasta perderse en mi entrepierna. Dejó oscilar aquella correa, haciendo notar su áspero canto contra la piel de mi trasero. De repente, dejé de notar esa sensación. Lo siguiente me pilló de sorpresa: ¡ZAS! Me dio un fuerte correazo en una de las nalgas. Mi cuerpo entero se convulsionó, pero no pude gritar, ahogado por el calcetín que taponaba mi boca. Otro correazo, otro más… Los primeros dejaron una sensación picante en mi culo, pero cuando me acostumbré, empecé a disfrutar de aquellos correazos. Él siguió azotándome, alternando unos más fuertes y otros más suaves. El cabrón sabía hacerlo bien, sabía calcular perfectamente la cantidad exacta de fuerza necesaria para que cada correazo fuera placentero, más que doloroso. También sabía espaciarlos temporalmente, dejándome un pequeño espacio de tiempo para recuperarme y respirar profundamente el fétido oxígeno tamizado por el sudor de su calcetín. Estuvo un buen rato zurrándome y, cuando se cansó, noté que se alejaba y que dejaba el cinturón sobre una de las estanterías.

Me relajé un poco, a pesar de la sensación de ardor de mis posaderas. Pero aquel momento de relax duró poco porque, cuando me quise dar cuenta, noté algo frío caer sobre mi culo. Volví la vista hacia atrás y vi que estaba echando crema desde un bote azul de ‘Nivea’.  De entrada, pensé que quería aliviar el ardor de mis nalgas con aquel fluido blanquecino, pero no fue así, ya que estaba disparando directamente a mi ojete.

No me moló la idea, porque supuse que me iba a follar sin condón y ese era un límite que no pensaba traspasar, así que me retorcí y miré hacia atrás, pero lo vi buscando algo en una estantería.  Al volverse, entendí sus intenciones: tenía varios destornilladores en la mano, con mangos de distintos colores y secciones. Vi que se acercaba a mí y se agachaba. Echó otro chorro de crema en mi ojete y pringó el mango de uno de los destornilladores con una abundante cantidad de crema. Entonces, lo colocó en la puerta de mi culo y empezó a introducirlo con suavidad. El efecto frío de la crema hizo que entrase sin dificultad, proporcionándome un placer instantáneo. Txema empezó a moverlo. Yo empecé a hacer ruidos mudos, con el calcetín oprimiendo mi garganta. Estuvo unos minutos con un destornillador, luego pasó a otro de más sección, otro más… Cuando me quise dar cuenta, estaba follándome el culo con el mango de un limatón de color naranja. En circunstancias normales, eso no habría entrado por mi ano ni en un millón de años, pero aquel tío sabía cómo trabajar un ojete.  Cerré los ojos y me abandoné al placer. Lo siguiente fueron sus dedos, cubiertos de crema. Tres, cuatro, cinco… Tenía toda su manaza dentro de mí. Escuché que echaba más y más crema y la lubricación hizo que los nudillos también atravesaran la barrera, con lo cual toda su mano, hasta la muñeca, quedó dentro. Podía oírle pajearse, al tiempo que me fisteaba rítmica y pausadamente, con más profundidad cada vez. Hacía movimientos circulares dentro de mi intestino dándome un placer que nunca, hasta entonces, había experimentado.  Mi culo estaba abierto de par en par y yo tenía la cabeza apoyada en el charco de meo del suelo. Él dejó de hacer movimientos, mantuvo el puño cerrado dentro de mi culo durante unos instantes y lo sacó de golpe.

Aquello fue demasiado. Debió tocar algún resorte, porque consiguió que me corriera automáticamente. Las acometidas de ardiente lefa cruzaron mi uretra como un meteorito y  fueron a caer en el suelo, ante mis atónitos ojos. Algún chorro fue a parar hasta mi cara. Y lo mejor es que ni siquiera pude gemir o gritar. Sólo pude emitir un gruñido gutural que quedó ahogado por culpa del calcetín, que ahogaba mi garganta.  No obstante, él se dio cuenta, se volvió hacia mi cara y me liberó, aflojando primero el calcetín que me amordazaba y sacando luego el ovillo de mi boca. Vi que los tiraba a una orilla y que acercaba la banqueta y la colocaba delante de mí. Se sentó y empezó a pajearse, mientras yo seguía  a cuatro patas.

  • Ahora, cómete tu lefa- me dijo, señalando hacia el suelo, donde estaban mis restos de semen, flotando como islas blancas entre el charco de meo.

Inicialmente, sentí repugnancia, ya que tras la corrida, todos esos juegos perdieron de sopetón el morbo que habían despertado en mí, pero quise compensarle por haberme fisteado de una forma tan guapa, así que saqué la lengua y empecé a recoger los restos de semen. Él continuó pajeándose de forma rabiosa. Al parecer, le excitaba verme así, postrado a sus pies, comiendo aquella mezcla de fluidos que estaba dispersa sobre el suelo. Por primera vez en toda la mañana, vi que su rostro se desencajaba y que empezaba a gemir como un poseso. Volvió a colocar su polla dentro del calzoncillo y noté cómo éste se empezaba a mojar  de forma rápida. Tras tres o cuatro bruscas convulsiones, vi que se relajaba un poco, así que dejé de chupar esa asquerosa mezcla de semen y orina del suelo, pero él reaccionó  autoritariamente:

  • ¿Quién coño te ha dado permiso para dejar de comerte eso? ¡He dicho que dejes el suelo limpio, hostias!

Continué lamiendo el suelo. Vi cómo se levantaba de la banqueta y se bajaba el calzoncillo empapado, luciendo por vez primera su polla, aunque ya había perdido parte de su erección. Entonces, volvió a sentarse y dio la vuelta al calzoncillo pausadamente, luciendo la parte completamente lefada. Podía ver todo esto de reojo desde el suelo. Vi que él me observaba hasta que terminé con el último chorro de semen. Entonces, me dejó incorporarme y quedarme de rodillas frente a él, que permanecía hierático en la banqueta, desnudo de cintura para abajo, con la polla ya casi fláccida, húmeda y chorreante, y con el calzoncillo desplegado en una de sus manos.  Entonces, sorprendentemente, acercó su propio calzoncillo a su boca y empezó a lamerlo con furia, chupando su propia lefa, mientras no apartaba su mirada azul de mí. Aquello me pilló de improviso, no me esperaba esa reacción. Txema tardó uno o dos minutos en comerse toda su corrida, dejando el calzoncillo limpio, húmedo, pero sin un solo rastro de semen.

  • ¡Acerca el hocico! – dijo cuando hubo terminado con esa tarea, que realizó de forma escrupulosa.

Me acerqué de rodillas, sin levantarme, hasta él, que seguía sentado en la banqueta, con el gayumbo empapado sobre su regazo. Entonces, ejerció una ligera presión sobre mi cabeza y la acercó hasta la huevera del slip, donde quedaba todavía un pequeño reducto de semen.

  • ¡Chúpalo! – se limitó a decir.

En circunstancias normales, no lo habría hecho, pero aquella mañana no estaba viviendo circunstancias normales. Todo era extraordinario. Noté el olor fuerte de la lefa taladrar mi nariz y recogí con la lengua aquel pequeño chorro de semen que había en el calzoncillo. Cuando él se dio cuenta, se agachó repentinamente, acercó su boca a la mía y nos fundimos en un morboso beso, en el que mezclamos los sabores de nuestras dos esencias. En este caso, no hubo rudeza ni violencia, sino todo lo contrario, pasión y ternura. Aquel beso se prolongó durante minutos y me olvidé de la repugnante sensación de suciedad que nos envolvía, del olor a tigre de ese cuarto, en el que llevábamos fornicando un buen rato, del charco de meo en el que me retorcía como un verdadero puerco, de mi ojete pringado en body milk, de los calcetines malolientes, que estaban tirados en un rincón, del slip empapado en semen, que estaba a escasos centímetros de mí… Me olvidé de todo y quise que ese momento se detuviera, que se convirtiera en eternidad porque, a pesar de su carácter hosco y rudo, aquel tío me estaba pegando el beso más tierno y delicado que me han dado jamás.  Finalmente, tuvimos que separar nuestras bocas húmedas.

Nos quedamos los dos mirándonos fijamente, aunque él era quien me atravesaba, como si fuera una máquina de rayos x, con su enigmática y límpida mirada azul. Una única frase salió de su boca:

  • Los machos de verdad nunca desperdician una sola gota de lefa.

[FIN]