Túnel dimensional, Sherlock Holmes
La protagonista viaja en el tiempo y mundos de fantasía donde puede follar y hacer el amor con personajes de toda la historia. Esta vez el túnel la lleva al 221b de Baker Street en Londres.
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"Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia"
Tercera ley de Clarke.
El túnel al multiverso es una tecnología desconocida y aún incontrolada. Los científicos no se ponen de acuerdo en sus bases teóricas. Pero sus efectos son bien conocidos en la institución que lo estudia gracias a los informes de los conejillos de Indias, ups, perdón, las personas que lo cruzan con destinos inesperados: Otras épocas, lugares e incluso mundos de fantasía, de novela o de cine.
Esta colección de extractos de esos informes hace hincapié en las vivencias más eróticas de la protagonista narradas por ella misma.
Sólo llevaba un par de semanas en el París del Rey Sol pero les había sacado partido. Había follado con nobles, clero y pueblo llano disfrutando de los cuerpos mas lascivos de la época. Volvía de Versalles hacia Paris a caballo, un bonito paseo por la campiña, no muy adecuado para una dama. Pero en esa época las damas hacían lo que les daba la gana. Cuando el túnel envolvió al corcel y al jinete. La luz titilante azul que eran los primeros indicios del cambio dimensional me rodearon.
¡Vaya! pensé. Como aparezca a caballo en medio del tráfico voy a montar una buena y encima con este vestido y el pelucón. Pero en contra de lo que esperaba: una calle o carretera llena de automóviles los cascos bien herrados de la magnífica bestia claqueában sobre adoquines que apenas podía ver debido a la cerrada niebla. Aunque era de día casi no se veía un pimiento.
Justo delante una calesa cerrada me obligó a tirar de las riendas para no chocar. En ese momento a mi derecha en la torre del reloj del parlamento el Big Ben cantó las tres con sus campanas. Asombrada por la novedad, esta vez el túnel no me había devuelto a mi tierra y tiempo sino que había continuado viaje, apenas pude contar el repique. Sólo me libró de la colisión la rapidez de mis reflejos y pude frenar el animal a tiempo.
Por suerte ni el vestido, ni el caballo llamarían mucho la atención en la época de Victoria Regina. O por lo menos lo harían mucho menos que en mi siglo. Mi atuendo algo pasado de moda y con demasiado escote podría colar. Solo esperaba no encontrarme por allí con el destripador pues con el descocado vestido igual me confundiría con una prostituta.
Por suerte estaba en el West End a tiro de piedra de la esquina del parlamento y no entre las callejas de White Chappel ni en el atrasado East End. Perdida en mis cavilaciones, solo una parte de mi mente registraba como de la calesa se bajaba una bellísima pelirroja que por supuesto se quedó extrañada de que una chica sola montara a caballo a esas horas y por medio de Londres.
Inclinándome sobre el cuello del brioso animal le dije:
-¡disculpadme señora!.
En el mejor ingles que pude,
-creo que me he extraviado.
Ella miraba el escote francamente escandaloso de un vestido pasado de moda casi dos siglos y dedujo que me dirigía a alguna fiesta de disfraces. Considerando todo lo que estaba ocurriendo en realidad yo venía de una.
Afrancesé mi nombre para disimular tanto mi acento como el despiste en mis modales y me presenté. Respiré hondo cuando ella se tragó la trola, eso me dejó pensar en ella en ese momento. Me devolvió la cortesía y confesó ser la infame Irene Adler. Salté de la silla al duro pavimento para dejar pasar unos segundos y tranquilizarme de la impresión de conocer quién era el personaje con quién me había cruzado. La pelirroja debió advertir algo en mi actitud y sorprendida me preguntó:
- ¿Le ocurre algo?. ¿Está bien?.
Así que le dije:
- conozco de oídas a un amigo suyo, un tal Sherlock Holmes.
En esa época el doctor Watson apenas había publicado y ese nombre no era tan famoso como llegaría a serlo en un futuro, en mi pasado. Con toda mi experiencia el viaje en el tiempo aún me da dolor de cabeza. Famoso, excepto para mí que había leído todos los libros escritos sobre el genial detective. Los de Doyle y los apócrifos de cualquier otro autor. Ella me comentó:
-más tarde, esta misma noche, tengo que acudir al piso del investigador por algunos asuntos. Me invitará a tomar el té o a cenar. Si quiere reunirse conmigo se lo puedo presentar.
Supongo que la visión de más de la mitad de mis tetas la animó a invitarme, pensó que no desentonaría con las personalidades de los dos amigos y que era seguro que Holmes desentrañaría el misterio que me envolvía. Evidentemente no quise perder la ocasión y respondí:
-nada me causaría más placer, por supuesto acudiré.
Además pude gorronearle un capote con el que no pasar frio durante el paseo que pensaba dar por la ciudad hasta la hora de la cita. Volví a montar en mi caballo y no perdí la oportunidad de conocer Londres entre la niebla. Tenía en la cabeza un mapa aproximado de la ciudad de mi época.
Evidentemente no disponía de un GPS pero podría orientarme, el mapa de la ciudad no había cambiado tanto y yo recordaba más o menos el de mi época. Deseaba ver el parlamento, la catedral, el puente de la Torre nuevo y reluciente y la misma Torre. Asomarme a la orilla y ver los vapores que recorrían el Támesis incluyendo los impresionantes acorazados, cruceros y dreadnoughts recién salidos de los astilleros de la Royal Navy añadiendo los humos de sus calderas a la poca visibilidad.
A la hora convenida me reuní en Trafalgar Square con la bella Irene a la sombra, por decir algo, de la columna de Nelson... bueno a esa hora ya todo eran sombras. Ante la duda de si tomar un carruaje y atar el caballo detrás, lo que hice fue coger su antebrazo y subirla a mi silla. Suponiendo que esa persona que tenía ante mí hacía justicia al personaje sobre el que yo había leído, "La Mujer" que había seducido reyes y recorrido Europa. Irene no se asustaría por un breve paseo a caballo por las calles de Londres.
Apreté su estrecha cintura entre mis brazos llevándola a mujeriegas delante de mí, en la silla. Irene correspondió a mi confianza con una bella sonrisa envolviéndonos a las dos con el mismo capote que me había dejado unas horas antes. El viento hacía volar su fino cabello rojo que me acariciaba la cara y los hombros desnudos.
Me condujo hasta hasta Baker Street donde pude dejar el penco en una cuadra justo al lado de la montura que Watson usaba para hacer sus visitas de médico a domicilio. Y ella me guió hasta la casa de la señora Hudson, el doscientos veintiuno b. La viuda resultó ser una cuarentona voluptuosa y espectacular con un escote aún mas amplio que el mío y a la que la pelirroja saludó con un húmedo beso en los labios.
Irene me presentó como una amiga suya francesa que estaba de visita en la ciudad y la viuda Hudson me besó a mí, dándome la lengua hasta la garganta. Considerando que era mi primer beso en el s. XIX y la espectadora que teníamos me resultó tremendamente erótico. Mojando la extraña lencería francesa que aún llevaba en ese momento. Nos indicó las escaleras con un gesto y nos dijo que en un rato nos subiría algo de cena.
El corazón latía fuerte en mi pecho y no era solo por la empinada escalera. Yo, que había follado con reyes, personajes de novela, cine y televisión y mitos de todas las épocas y que había comido los chochitos de bellezas a lo largo de la historia y la fantasía estaba nerviosa por verme cara a cara con uno de mis mayores héroes, el detective.
Watson alto y rubio, con su fiero bigote dorado, nos abrió la puerta antes de llamar como si ya supieran que estábamos allí. Cojeaba levemente por la herida recibida en Afganistán. Si él supiera la sangre que se ha derramado y sigue brotando en ese país desde su época se quedaría anonadado. Lo noté cuando se apartó para dejarnos pasar. Irene se colgó de su cuello y lo saludó con una familiaridad que me dejó asombrada. Pero visto el discurrir de la velada las cosas se movían por un camino lógico. El beso que se estaban dando no era nada fraternal.
La música de violín, que solo se insinuaba en la escalera, llenaba ahora el piso con su volumen. Reverentemente me quedé en la entrada escuchando. Watson también me saludó a mí rodeando mi cintura con sus manos y besándome largo y sensual. Su lengua juguetona se insinuó un momento entre mis labios. Aproveché para acariciar su corto cabello cortado en un estilo militar para ganar unos segundos y tranquilizarme. Aunque el fiero bigote rubio me hacía cosquillas en el labio superior, tuve un pensamiento loco sobre lo que el mostacho del médico me haría en el pubis depilado con láser.
Por fin nos acompañó al salón. El fuego en la chimenea crepitaba intenso, llenando de calor el recinto solo iluminado por lámparas de gas.
Dónde Sherlock Holmes, descalzo, vestido únicamente con unos pantalones de pinzas y unos tirantes frente a la chimenea exhibía su musculoso, fibrado y perfecto cuerpo mientras arrancaba del Stradivarius notas melancólicas. El mismo Sherlock había confesado que se había gastado apenas unos chelines en el instrumento, para esa época él lo tasaba en quinientas guineas, y ahora en pleno siglo XXI se podría vender por una cifra de seis o más bien siete dígitos. Les hice un gesto a los dos para que no lo molestaran mientras me libraba del capote prestado y me dejaba caer en un extrañamente cómodo sofá para contemplarlo arrobada. Lo que habría dado por tener en ese momento mi móvil o incluso una simple grabadora.
En un rincón sobre una mesa de trabajo gastada y quemada a corros había desplegado todo un laboratorio de química. Detrás de mí, sobre mi cabeza, unos agujeros de bala en la pared dibujaban como si los hubieran trazado con regla la VR (Victoria Regina) sobre la que había leído años antes. Podría acariciar el instrumento, no seáis mal pensados, el violín, o la babucha donde guardaba el tabaco, todo en aquella habitación me llevaba a los años en los que leía y releia las novelas y las descripciones que Watson hacía de todos esos objetos.
Con un gesto dramático hizo el violín a un lado y por fin posó su mirada de halcón sobre mí. Sin saludar siquiera a Irene sus ojos gris acero me recorrieron de pies a cabeza, sin piedad, captando hasta el ultimo detalle. Para así comenzar una serie de deducciones increíblemente acertadas, empezando por mi autentica nacionalidad y terminando por preguntar:
-¿Usted que hacía en el camino de París a Versalles esta mañana?.
Como ya me esperaba que con solo mirar las briznas de hierba de mis botas desentrañaría mis más íntimos secretos no quedé tan impresionada como el resto de la audiencia y sus demás visitantes habituales. Me limité a darle una explicación breve pero desde luego verdadera que tampoco pareció impresionarle mucho.
Se acercó a Irene y la ayudo sensualmente y sin prisa a librarse de parte de su ropa mientras la besaba en su blanquísimo y pecoso cuello. Por fin supe que no era ni tan misógino, ni asexuado como los escritos de Watson lo retrataban. Que todo eso no era mas que una concesión a la moral victoriana.
El que dos hombres vivieran juntos con una moral bastante relajada habría levantado ampollas en esa sociedad si se hubieran publicado algunos de los detalles más jugosos. Detalles que yo estaba muy dispuesta a explorar, no como Doyle. El buen doctor sentado a mi lado me prestaba el mismo favor, aflojando lazos y corchetes y liberando al fin mi tórax comprimido por el corsé.
Los cónicos y perfectos pechos de la pelirroja fueron liberados casi al mismo tiempo que los míos y ella misma se puso las manos en ellos masajeándolos con sensualidad y pellizcando sus pezones rojo oscuro, pequeñitos y durísimos. Los aliviaba así de la tortura de su corsé. Watson, lamiendo mi oreja, me animó a ir con Sherlock. Puede que no tuviera el intelecto del detective pero desde luego poseía una extraordinaria intuición. Mientras, él fue a dejar entrar a la señora Hudson y su bandeja ya con sus enormes tetas al aire sobresaliendo por encima de su escote.
Yo, con Irene al otro lado, le comía la boca al detective mientras acariciaba los desnudos pezones de ella con una de mis manos. Sherlock me devolvió el beso con ardor y acarició también mis pechos descubiertos con sus largos y finos dedos quemados por la nicotina y los químicos. Bajé la mano por su vientre, acariciando los marcados abdominales, deseando tener ya en ella la detectivesca polla. La pelirroja me había ganado por la mano, literalmente, ya tenía allí sus finos dedos que desplazó hasta los peludos huevos para hacer sitio a mi mano. Acaricié los delgados y delicados dedos de ella a la vez que la virilidad del hombre mientras los tres nos fundíamos en un beso húmedo. Cambiando la saliva de lengua juguetona en lengua juguetona.
La señora Hudson desnudaba al médico con tanta ansia que fue el primero de todos en estarlo del todo. Casi lo descoyunta cuando lo arrojó al sofá de un empujón con sus ganas. Arrodillada entre sus muslos se hizo de inmediato con su rabo. Veía su cabeza subir y bajar mientras le daba placer a Watson con su boca golosa. Sus poderosas posaderas, desnudas con la falda levantada hasta la espalda, de blanquisima piel, desde luego allí nadie tomaba el sol, se meneaban al mismo ritmo que su cabeza.
Holmes tenía ganas de vernos a la pelirroja y a mí en acción y con suavidad empujó nuestras cabezas para juntar nuestros labios. Mis dedos estaban perdidos entre sus otros labios buscando el clítoris entre la rojiza pelambrera. Irene agarrada a mi cadera terminó de deshacerse de mi lencería mientras se inclinaba a chupar de mis pezones. Al destapar mi pubis lo descubrió depilado y suave. Se llevó una sorpresa, no era algo que se hicieran las mujeres entonces.
Pero era una sorpresa agradable pues enseguida se arrodilló entre mis muslos y se puso a lamer mis labios con una maestría que no había esperado. Si él beso de la Hudson había empezado a calentarme ahora me estaba corriendo como una fuente.
Sherlock también deseaba probar esa novedad y se arrodilló al lado de su amiga para degustar mi xoxito. Separé bien los muslos incluso hasta levantar las rodillas hasta mis pechos dejándoles a ambos todo el acceso libre. Lo aprovecharon y de inmediato las lenguas de los dos se cruzaban desde el ano hasta el clítoris saboreando cada uno de mis orgasmos.
Entre lo que me hacían sentir y el espectáculo de las impresionantes tetas de la viuda botando mientras cabalgaba al doctor yo no hacia más que correrme. Lo miré a los ojos y vi que Watson no iba a tardar mucho en correrse. Miré al detective y sus lascivos ojos grises me devolvieron la mirada.
¡Fóllame! Clávame al sofá.
Sus deseos son órdenes.
Se puso entre mis piernas y su fino y durísimo rabo se fue introduciendo en mi vulva. Mis tobillos terminaron en sus hombros mientras Irene me daba lengua y saliva. Sus manos se confundían sobre mis tetas y no sabía cual de los dos pellizcaba mis pezones.
- Córrete dentro, no hay problema.
Como él detective ya se había hecho una idea de donde venía yo no tuvo problema alguno en seguir esa indicación. Cuando la sacó volvió a bajar al pilón y los dos volvieron a lamer mis labios y chupar el semen que rezumaba de allí.
Para comerme el coño se habían puesto a cuatro patas entre mis muslos. Eso lo aprovecharon la Hudson y el doctor que se colocaron detrás y de inmediato tenían las lenguas clavadas en los culos del detective e Irene. Los dos hombres se habían corrido y necesitarían algo más de estimulación para recuperar su dureza. Aunque Watson no había dejado de lamer el ano de Sherlock.
Así que las tres chicas nos subimos al sofá para darles un pequeño espectáculo erótico. Quería probar los coños de ambas. La viuda separó sus rollizos muslos para permitirme el acceso a su poblado pubis de vello tan rubio como la cabellera de Watson. Tuve que apartar tantos pelos para llegar a su grueso y sensible clítoris que me costó un rato hacerlo.
Ese tiempo lo aprovechó la pelirroja para colocarse entre mis piernas. Estaba enviciada con mi coñito depilado. Había perdido la cuenta de mis orgasmos, esa noche mis héroes de novela me iban a matar a polvos. Mis manos amasaban los enormes melones y la pelirroja me lamía entera a mí. Mientras me clavaba los dedos en el coño encharcado había empezado a lamer el vientre, los pechos, las axilas oa bajar por mis piernas hasta los pies.
Mientras nos miraban los dos hombres también se habían dado estimulación por su cuenta. Nunca me habría imaginado verlos darse lengua de esa manera. Y hacerlo sin dejar de acariciarse. La larga polla de Sherlock de nuevo apuntaba al techo y si he de ser sincera me hubiera encantado ver como entraba en el blanco culo de su amigo.
El detective parecía leer mi mente y justo a mí lado vi como su glande se abría paso por el arrugado agujero negro del médico. La tres excitadas nos lanzamos como lobas a besar y lamer los labios y las pieles de ambos chicos. Yo caí debajo de Watson cuyo nabo ya había reaccionado y me dediqué a lamerlo de los huevos al glande hasta que se corrió en mi boca.
Ya estábamos todos más relajados después del maratón de sexo en el que todos habíamos demostrado las ganas que nos teníamos. Luego todos cenamos frente al fuego con la mínima ropa posible, estuvimos charlando y yo saciando mi curiosidad sobre los casos y vida y milagros de todos esos personajes. Se me ofrecía la ocasión de corregir hasta cierto punto los escritos del señor Conan Doyle.
Sherlock demostró ser un conversador tan inteligente y animado como yo había soñado en mi juventud.
Para terminar todos juntos en una enorme cama con postes en las esquinas y dosel. En la que habitualmente dormían el detective y el doctor cuando no tenían otra compañía. Una nueva orgía nos esperaba. Durante los días que el túnel tardó en buscarme la única que salió del piso fue la señora Hudson para traer más víveres con los que reponer nuestras fuerzas.
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