Tú, yo y tu hermano 2/2

Un curioso amor a primera vista. Parte 2

TÚ, YO y TU HERMANO II

Después de la ducha, de un sencillo pero delicioso desayuno y de vestirnos entre bromas, decidimos salir a dar un paseo los tres: Nico, su hermano Susi y yo.

Quise llevarlos primero a los almacenes de Liavin , de muy buen precio y que abrían los sábados, para que Nico eligiese algo de ropa que le iba a servir para estar en mi librería, de cara al público, ordenando los estantes y aprendiendo cómo llevarla y cómo atender al cliente. Nico se resistió un poco, pero Susi iba loco de contento y deseando ver a su hermano vestido con ropas nuevas y alegres, junto a su novio.

Entramos en la tienda y me dirigí inmediatamente al departamento donde yo me compraba la ropa. Le hice un gesto a Nico para que buscase lo que le gustara y lo seguimos entusiasmados:

―¡Ay, qué alegría, maricón! ―cuchicheó la Susi―. Tú no sabes el tiempo que llevo yo queriendo comprarle a mi hermano algo digno de ese cuerpo y de esa cara. Sí, maricón, ese cuerpo tan lindo que ya es tuyo.

―No solo quiero verlo con ropas nuevas, Susi, es que le va a hacer falta vestir un poco mejor para estar en la tienda conmigo. Va a trabajar legalmente, dado de alta. Mi tienda empieza a vender bastante y yo solo, a veces, no doy abasto. Cuando pase el primer mes y cobre su primer sueldo, notarás su satisfacción.

―¡Coño! ¡Pues no se la noto ya! ¡Y eso que no habéis follado nada más que una noche! ¡Uh, perdón! Yo soy muy burra, maricón. Tú no sabes lo feliz que me hace que se haya enamorado de ti.

―¿Tú crees que se ha enamorado de mí? ―pregunté interesado bajando la voz.

―Tanto como tú de él, maricón. Amor a primera vista. ¡Lo conoceré yo bien! No te vas a arrepentir de tenerlo a tu lado. ¡Por estas! ―Se besó los dedos cruzados.

―Eso quisiera yo; tenerlo siempre a mi lado. De momento… como trabajaremos juntos…

―¡Mira, maricón! ―apuntó―. Que a mí no se me va a caer el techo encima por vivir sola, ¿eh? Si tienes tu piso y queréis vivir juntitos… Yo ya arreglaré el cuchitril que tengo como pisito de solterona. A ver si ligo y así tengo sitio donde…

―¿No te importaría que viviésemos juntos? ―comenté mientras miraba los precios de algunas prendas―. A lo mejor a él no le gusta eso de dejarte solo.

―¡Uh! ¡Quita, quita, maricón! Antes de que se lo digas, ya tiene hecha la maleta, aunque vaya medio vacía. El pobre mío tiene tan poca cosa…

―A partir del mes que viene todo será distinto. Estoy seguro de que te echará una mano. Te quiere mucho por todo lo que has hecho por él.

―¡Ya! Lo que pasa, bonito, es que los ingresos que fueras a tener el mes que viene vas a tener que dividirlos con su sueldo.

―Pensaba hacerlo ―insistí―. Ya no puedo llevar la librería yo solo. Al vivir juntos, se ahorrará en gastos; tanto por nuestro lado como por el tuyo, ¿no crees?

―Pues sí. La verdad es que también necesito un poquito de descanso, maricón. Tanto ponerle potajes… Me llevo todo el día dedicada a él y, para colmo, la tele hizo el otro día… ¡pumba!, y nos quedamos sin el Pasapalabra .

―¿Ah, sí? ―pregunté con interés―. Yo tengo en casa dos teles; una grande en el salón y otra más pequeña en el dormitorio. Te llevas una y la disfrutas, que yo ni las enciendo apenas.

―¡Ah, eso sí ya que no, maricón! ¿Cómo os voy a dejar yo sin una tele donde os sentéis juntitos a ver las noticias y esas cosas?

―Ya te digo que tengo dos y… con el trabajo, no creas que nos quedará mucho tiempo para verla. Con la del salón tendremos de sobra.

―¡Ay, mira! ―concluyó sin dejar de observar a su hermano separando unas prendas―. Cosa que te agradezco, cariño, porque sola y sin tele… Pero, eso sí, prestada. No quiero que os metáis ahora en gastos por mi culpa.

Tuvimos que dejar de hacer planes porque se nos acercó Nico muy contento con una sudadera muy bonita en las manos:

―¡Mira, Julio! ¿Te gusta esta?

―¡Pues claro! ¡Es preciosa! Tú eliges y, cuando la tengas puesta, estará más bonita. Sigue buscando. Pantalones, camisetas, calzoncillos… ¡De todo! No te preocupes, que no es nada caro.

―¡Anda, coño! ¡Míralo! ―protestó el hermano―. Ya ni se acerca a mí a que le dé el visto bueno… Como tiene su novio… ¡Cría cuervos!

―¡Déjalo, Susi! ¡Déjalo a su aire! No me parece que se vaya a olvidar de ti. Es la novedad y que sabe que es la ropa para ponérsela para la tienda.

―También es verdad. No sé por qué me meto en vuestras cosas como una suegra, ¡leñe! ¡Y yo ayer quejándome de que no se echaba un buen novio!

Aunque estuve vigilando un poco qué ropa elegía, me pareció que Nico tenía muy buen gusto y lo dejé a su aire. Estaba seguro de que iba a estar para comérselo:

―¡Ya sabes, Nico! ―le susurré en cierto momento―. Por lo menos tres conjuntos y bastante ropa interior. De aquí nos vamos a casa y te lo pruebas todo.

Me miró con entusiasmo. Su gesto había cambiado en muy pocas horas; supongo que como el mío, que por la tarde del viernes debería ser un poema.

―Y… ―inquirió la Susi con prudencia―. ¿Quién os hace de comer en casa?

―Verás… Va una mujer dos veces a la semana a limpiar a fondo y siempre me deja algo cocinado y congelado. Sin embargo, como tengo mucha amistad con un empresario de al lado, se la compro a él. Prepara comida de calidad ya echa para llevar a casa y a buen precio. Es que no vamos a tener tiempo de hacer la compra y la cocina…

―Si queréis que yo os prepare algo… ―apuntó, como siempre, con mucha prudencia―. Mi Nico está muy acostumbrado a lo que yo le guiso. Si ves que no te come bien, me lo dices, que yo hago unos guisos que se te paran los pulsos.

―Me gustaría probarlos… Te daremos para las compras y nos cocinas algo de vez en cuando. Seguro que lo haces muy bien. No hay más que ver lo bien alimentado que tienes a tu hermano.

―Un poco gordito sí que está, ¿verdad? ―comentó fijándose en su culo―. ¡Rellenito!

―A mí me gusta así. ¡Me encanta! No le des más vueltas.

―¡Con qué buenos ojos lo miras, maricón! ¡Como para no querer yo a mi cuñado! En cuanto vi cómo te miraba anoche y la cara que se te puso, me dije: ya ha pasado por aquí cupido. No os veo ya al uno sin el otro.

―Tú pusiste un poco de tu parte ―apunté entre risitas―, pero esto hubiera acabado así de todas formas. Eso creo.

―Otra cosa no tendrá mi Nico ―respondió―, pero donde pone el ojo, pone la bala. ¡Pum! En el mejor tío del bar desde que lo inauguraron.

―¡No exageres, Susi!

Después de aquella sesión de compras, sin prisas y con buenos resultados, salimos de la tienda cargados de bolsas. Nico no quiso esperar a que la llevaran a casa y, además, debería estrenarla el lunes.

Al entrar en mi apartamento, los dos se miraron asombrados. No es que fuera gran un piso, sino que ellos estaban acostumbrados a no tener nada y a vivir en una habitación.

―Ahora os lo enseño todo, ¿vale? ―le comenté a Nico tomándolo por la cintura y pegándolo a mi cuerpo―. Quiero ver eso que hemos comprado.

―Siento ser un incordio ―comentó la Susi buscando entre las bolsas―. Creo que después de ese aperitivo que vamos a tomar, me vendré aquí con vosotros a ver cómo le queda todo. ¡Tendré que meterle a los dobladillos, maricón!

―Te quedas el tiempo que haga falta, Susi.

―¿No te importa? ―me preguntó Nico con su habitual timidez―. ¿Y nosotros?

―¡Vosotros al dormitorio, niño! ―exclamó la Susi al enterarse―. No necesito a nadie para echar unos pespuntes y coger unos dobladillos.

―Si hay que echar una mano, se echa ―le dije yendo hacia el pasillo―. Ven aquí, Susi. Este dormitorio pequeño me lo convirtieron en un vestidor. Ahí hay sitio de sobra para su ropa.

―¡Madre del amor hermoso! ―exclamó al entrar―. Con esta habitación vivía yo como una marquesa. ¿Tienes aguja e hilos?

―¡Sí, claro! ―respondí seguro―. Que yo sepa, la mujer guarda en ese cajón todas las herramientas de costura; por si tiene que arreglarme algo.

A Susi le encantaró la cocina y, cuando pasamos al dormitorio, se tapó los ojos:

―¡Uy, qué noches vais a pasar aquí…!

―¿Te gusta, Susi? ―le preguntó Nico sin soltarme de la mano―. ¡Es precioso!

―Para los dos, Nico ―le comenté besándole la mejilla―. Esta es tu casa desde ahora. Tu hermano puede venir cuando quiera a dar un repaso, pero te aseguro que siempre lo tengo todo muy ordenado. Nosotros pasaremos más tiempo en la tienda que aquí.

―Yo, de momento ―aclaró la Susi―, vendré solo de vez en cuando si queréis que os haga algo de comer. No es cosa de que ande metiendo las narices donde no me llaman.

―Pues… ―le dije un tanto dudoso―. Si quieres irte un rato a la cocina, curiosear y ponerla a tu gusto…

―¡Am, ya! Comprendido, maricón. ¡No es mala idea! Os dejo solos un rato, que no hago más que entorpecer lo que acaba de empezar. ¡Chao! Que os cunda, guapos. Id a buscarme cuando acabéis y no lo hagáis muy largo, que habrá que ir a tomar algo, ¡digo yo!

Cerré la puerta sin dejar de mirar la sonrisa retraída de mi Nico, di unos pasos para pegarme a él y besarlo y fui a abrirle los botones de la camisa:

―Quítate el jersey ―le dije―. Yo te quito lo demás. Si quieres, no tienes que volver a vestir más de gris… ¡Es triste!

―Tenemos poco tiempo, ¿lo sabes?

―Es verdad ―dije mirando mi reloj―. Desnúdate tú. Yo iré quitándome esto y echando la colcha a un lado.

Cuando lo vi allí de pie, frente a mí, con aquellos calzoncillos blancos antiguos, me acerqué a él despacio, me agaché un poco y tiré de ellos:

―Vamos a desnudarnos enteros, ¿no? No es romántico, desde luego. Esta noche tendremos el tiempo que queramos.

―¡Me encanta tu cuerpo, Julio! Si anoche, cuando te miré la primera vez, me hubieran dicho que iba a estar contigo, hubiera tomado por loco al que fuera.

―Pues no ha sido así ―susurré tirando de sus nalgas para pegarlo a mí―. Ya me tienes para ti; todo tuyo.

―¡Ay! Me da un poco de vergüenza de que esté mi hermano ahí en la cocina.

―Déjalo. Él disfruta con eso ―Apreté sus nalgas carnosas mientras mi polla se levantaba casi de una vez―. ¡Qué culo más lindo tienes! ¿Estrenamos la cama?

―¡Claro! ―susurró casi sin apartar sus labios de los míos―. No hay mucho tiempo. ¡Me he comprado los calzoncillos más chulos para ti; para que me los quites!

Totalmente desnudos, sin apartar mis ojos de aquellas nalgas rellenitas que tanto me gustaban, lo recosté sobre las sábanas y me eché a su lado clavando mis ojos en los suyos.

Nos besamos primero tanteando y, en pocos segundos, estábamos revolcándonos con pasión gozando de nuestros cuerpos.

Quizá por la falta de tiempo, no llegamos a donde queríamos. Acabamos haciendo un 69 que me pareció la primera obra de arte en el sexo que vivía a mis veinticuatro años.

Con su boca llena de mi leche saliéndole por la comisura de los labios, se acercó a mí para besarme y, echado sobre mi cuerpo, aún jadeante, abrió su boca sobre la mía para compartir lo que estaba saboreando. Me sentí un afortunado.

―¿Vas a quererme siempre? ―le pregunté cuando cayó a mi lado sin soltar mi mano.

―Esa pregunta es la que yo quería hacerte a ti. No quiero a nadie más a mi lado…

―¡Venga! ¡Vamos! ―dije levantándome de un impulso―. Hay que ir a tomar algo.

―¡Ya! ―Me pareció dudoso―. Lo malo es que… ¿cómo salgo ahora a por la ropa?

―¡Es tu hermano! Ponte esos calzoncillos si quieres, sales y te traes lo que vayas a ponerte. Si el pantalón te queda largo, Susi sabrá cómo darle una vuelta hasta esta tarde.

―¡Claro! ―exclamó muy contento incorporándose para salir―. ¡Te quiero! ¿Lo sabes?

―Lo sé. Tanto como yo a ti. ¡Corre al salón!

Mientras buscaba lo que iba a ponerse, apareció la Susi por el dormitorio encontrándome todavía en pelotas:

―Te he quitado un fregadito que había ahí… ¡Oj, maricón! ¡Qué corte! Te dejo, os vestís y ahora vuelvo…

―¡Para! ―le grité―. Vuelve aquí, que no me da vergüenza y tienes que comprobar cómo le queda la ropa a tu hermano. Ahora viene. Lo que se ponga esta tarde, que se lo ponga también el lunes.

―¿Y los calzoncillos, maricón? ―balbuceó casi temblando al entrar―. A mí no me gusta que se ponga esas cosas de la tienda sin darle un agüita antes; y ya he visto que tienes lavadora y secadora. Que se ponga esos de momento y esta tarde se lo lavo todo y se lo dejo planchado. Se ha comprado unas camisas monísimas de la muerte.

―Puede ponerse unos calzoncillos míos que le gusten. Tú decides en eso, Susi. No quiero que tu hermano piense que es cosa mía…

―¡Ponte tú los calzoncillos, guapo! Es que si no, me van a entrar los sofocos de la menopausia.

Cuando vi por fin a Nico vestido con aquella ropa, me eché en sus brazos para besarlo. No es que hubiese cambiado nada en él, sino que parecía reflejarse una cierta alegría en su rostro. Me dieron ganas de quitársela otra vez y de no ir a almorzar. Su belleza no había cambiado nada.

Salimos tranquilos para ir dando un paseo a un restaurante chino que yo no frecuentaba mucho y que sabía que era de lo mejor. Les encantó la comida. Mi Nico me miraba asombrado cada vez que ponían una fuente en la mesa y la Susi rebañó todos los platos:

―¡Qué bueno está el «shotsé» este, maricón! ¿De qué está hecho?

―Es un chop suey de ternera. Lleva bambú y verduras salteadas.

―¡Vaya cosa buena! Tendré que preguntar a ver cómo se hace…

―Buscaremos un libro de recetas de comida china. Lo miras y lo haces cuando te apetezca… y nos haces un poquito para nosotros.

Más tarde, ya en casa de vuelta, no nos pareció bien dejar a Susi solo cosiendo en el salón. Cuando puso la primera lavadora, nos sentamos allí con él y Nico fue probándose el resto. Había que arreglarle todos los pantalones.

Así pasamos la tarde y, casi de noche, Susi creyó que era la hora de irse a casa:

―¡Ya os dejo, maricón! Cuídame a mi Nico, que sé que lo vas a hacer mejor que yo.

―¿Cómo te vas a casa? Ni tienes documentación ni tienes dinero. ¡Espera!

Fui al dormitorio y salí con las manos llenas:

―¡Toma, anda! Guárdate este dinero en el bolsillo, cambia en un bar y coge un taxi. Y esto es mi teléfono del año pasado. Funciona perfectamente. Cuando llegues a casa lo pones a cargar y en la agenda está mi teléfono como «Julio 1». No podemos estar desconectados.

―¡Hijo de tu madre, cuñado! No se te escapa una, maricón. Lo del dinero te lo acepto porque me va a hacer falta, pero te lo devuelvo, que lo sepas. Y el teléfono… ¡Uh, qué bonito! ¿Y tú te crees que yo voy a saber usar esto?

―Es muy fácil… y si no, pregúntale a cualquiera. Llama a tu hermano luego. Creo que deberías decirnos si has llegado bien.

―¡Claro, claro! Os llamaré a una hora prudente. ¡Me voy, que estoy muerta y vosotros querréis acostaros! Un besito quiero de los dos. ¡Ay, qué larga se me está haciendo la semana que viene!

Nos asomamos al balcón para ver salir a Susi ―que se volvió a mirarnos y a decirnos adiós―, y entramos al salón cogidos de la mano.

―¿Tú qué crees? ―me preguntó.

―¿Qué creo de qué?

―Que si vamos a ver la tele o algo así.

―No me parece el momento… No sé. Lo que sí me gustaría saber es qué estudios tienes, por ejemplo.

―¡Ah! Pues mi hermano me ha costeado hasta el bachillerato. Ya la universidad era demasiado.

―¿Bachillerato? ―exclamé contento―. Entonces tienes que estar muy bien preparado. ¿Te importaría elegir uno de esos libros y leerme algo?

―¡No! ¡Para nada! ―exclamó acercándose a mi biblioteca―. Veo que aquí tienes de todo… ¡Mira! El principito.

Cogió el libro, lo abrió, lo ojeó y leyó algo para mí:

―«He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos».

―¡Para, por favor! ―susurré asustado―. Tienes una voz preciosa y… ¡lees muy bien!

―Eso me decían ―respondió cerrando el libro para dejarlo en su sitio―. Siempre he sacado muy buenas notas.

―No me extraña. Eres una joya, Nico ―le dije casi gimiendo―. Es verdad que tu belleza fue lo que me atrajo; pero eres una joya. No quiero perderte de vista ni un segundo. Ahora entiendo por qué tanto celo de tu hermano. Te ha cuidado con toda su alma y… ¡mira lo que ha conseguido de ti! ¡Y ahora eres mío!

―Quiero besarte…

―Vamos a besarnos mucho, no lo dudes. Hasta que te canses. Llévame al dormitorio.

Nico se comportó como si estuviera en su casa; era su nueva casa. Me tomó de la mano y, encendiendo luces, me llevó al dormitorio.

Iba a ser nuestra primera noche a solas, sin prisas; la prueba definitiva. Se puso junto a la cama, mirándome como lo había hecho hasta entonces, y empezó a quitarse toda aquella ropa nueva que iba dejándome ver su cuerpo, que era lo que más me había impresionado desde que lo vi desnudo por primera vez.

Pensé que nos íbamos a quedar en calzoncillos para hacer nuestra sesión de sexo más excitante y no fue así. Quiso quedarse totalmente desnudo ante mis ojos y yo apenas me moví. En poco tiempo se volvió, tiró de la colcha para echarla al suelo y se echó bocabajo sobre el colchón.

Acercándome a él con cuidado, sin dejar de observar cada centímetro de su piel, abrí mis pantalones. Los dejé caer hasta el suelo con los calzoncillos y lo cubrí con mi cuerpo.

―¿Estás seguro? ―le susurré al oído.

―¡Claro que lo estoy!

―¿Es tu primera vez?

―Sí. Nunca he pasado de unos toqueteos con unos amigos. Y tú no eres mi amigo, precisamente.

Me aseguré de que lo que me pedía era posible. Me eché bastante saliva en los dedos y los fui pasando arriba y abajo por su culo rosado. Era una de las cosas que más me gustaron de él y, mientras hice eso, no se movió en absoluto ni le oí gemir.

Probé a ir introduciendo uno de mis dedos para saber si lo que deseaba era posible y se encogió apretando el esfínter.

―No, Nico ―le dije parando un instante―. Tienes que relajarte al máximo. Tienes que dejarte ir y abrirte para que yo pueda entrar en ti.

Comprobé que me entendió. Unos segundos después mi dedo se fue escurriendo hacia sus entrañas y, cuando llegó al tope, me pareció mucho más relajado. Probé haciendo otros movimientos y dilatándolo con dos dedos. Había comprendido qué era lo que tenía que hacer. Su deseo era capaz de controlar su cuerpo.

Tras unos minutos de caricias y de besos en su espalda, me preparé para penetrarlo y cumplir así con su primer apetito. Fui empujando con cuidado y en ningún momento me pareció que le molestara lo que estaba haciendo.

Tomé su pierna derecha y, con su ayuda, la levanté para poner su rodilla sobre el colchón y, de esta forma, le sería más fácil abrirse y dejarme paso. Debió sentirse muy bien cuando fui avanzando. Volvió su cabeza para mirarme y esbozó una sonrisa:

―No te pares ahí ―susurró―. Sigue hasta el final.

Apreté su cuerpo contra la cama y, aunque me vi en una postura un tanto incómoda, comencé a follar y me sentí culpable de hacerle una cosa así a quien más quería:

―¿Estás seguro, Nico?

―¡Dale, por favor! Empuja fuerte. No me dejes así…

Follé y follé sin que se moviera lo más mínimo hasta que empecé a oír algunos suspiros y gemidos acompasados. No pude aguantar la excitación que me producía saber que lo estaba haciendo feliz y mis movimientos se fueron acentuando. Su cuerpo dejó de estar inerte para moverse a mi ritmo.

Por fin, un tiempo más tarde, mi orgasmo apareció por todas partes como un fuerte hormigueo y no pude evitar decirle cada cosa que se me iba ocurriendo. En uno de aquellos empujones que hacían ondear sus nalgas, eyaculé con todas mis fuerzas y fue entonces cuando tiró de mi ropa, como si quisiera que lo perforase de lado a lado. Abrió también la otra pierna y fui bajando la intensidad de mis presiones cuando eyaculé.

―¿Estás bien?―musité echándome sobre él.

―Sí, muy bien. Eres tú el que tienes que estarlo.

―Lo estoy, amor. Te he dejado ahí dentro algo para ti.

―Sí ―musitó entre risitas nerviosas―. Espero recibir todo lo que pueda; siempre.

―Lo vas a tener sin que me lo pidas.

Me incorporé algo y miré la parte de mi polla que sobresalía de su cuerpo. Había dilatado con mucha facilidad y no me fue difícil ir sacándola con prudencia. Mientras salía, puse mis dedos en sus nalgas y, al sentir que ya estaba fuera, seguí acariciándolo.

―Quería darte todo el gusto del mundo y parece que me he quedado en blanco.

―¿Por qué? Lo que quería ya me lo has dado de sobra. Y no va a ser la última vez.

―¡Claro que no! ¡Espera! ―dije mientras me ponía de pie―. Voy a desnudarme. Vete echando más arriba en la cama. Vamos a estar juntos hasta que nos cansemos.

Cuando me subí sobre las sábanas gateando para colocarme a su lado, nos unimos en un abrazo fuerte y muy largo, sin separar nuestros labios ni dejar de acariciarnos. Era lo que me estaba pidiendo y no hice ninguna otra cosa.

Creí que iba a correrme otra vez solo con rozarlo y tiré de su trasero con todas mis fuerzas. Sonó mi teléfono.

―Espera, Nico. ¡Es tu hermano! ¿Qué hago?

―Contesta ―respondió tranquilo―. No quiero que se preocupe.

Activé la llamada y puse el altavoz:

―Dime, Susi…

―¿Cómo estáis, bonitos? Yo llegué a casa muy bien.

―¿Seguro? ―pregunté al notarlo un tanto triste―. No oigo la alegría que siempre has tenido.

―Sí, seguro. Estoy bien. Tengo esa alegría, Julio. Me encuentro raro sin mi hermano, claro, pero el que tiene que encontrarse bien es él. Imagino que se me irá pasando. Son tantos años a su lado…

Nico me miró un tanto extrañado y le habló:

―Susi, estoy con Julio gracias a ti. También se han cumplido tus sueños. Deberías sentirte muy feliz de haberme ayudado a tener ahora mismo a Julio entre mis brazos.

―¿Ahora mismo? ―gritó―. ¡Maricón! ¿Por qué no me has dicho que estabais follando? Así oía yo unas respiraciones tan… alteradas…

―¡A ver! Lo normal era contestar al teléfono, ¿no?

―Sí, y… ―hizo una pausa antes de preguntar―. ¿Ya… eso? ¿O todavía no?

―¡Ya, Susi! ¡Ya! ―exclamó Nico muy contento.

―Os queda mucha noche y mañana es sábado, maricón. Estrénalo unas cuantas veces y me lo haces feliz. A ver si voy a tener que decirte también cómo hacerlo...

―No, ya lo sabemos, Susi ―aclaré―. Pararemos para cenar algo y reponer fuerzas.

―¡Me alegro! Ahora me toca a mí. Ha sido mucho tiempo. Ahora soy yo el que tengo que empezar desde cero, maricón.

―Podemos echarte una mano, Susi. No te vas a quedar solo.

―¡No, no! He pensado que debemos dejar las cosas como están. Yo me buscaré la vida; sé hacerlo.

―Iré contigo a buscar tu cartera o arreglar esos papeles, puedes venir a ayudarnos, a poner algo de comida para tu hermano…

―¡No, maricón! Eso se acabó. Me he permitido la licencia de llamar a Quico, al bar, y ha aparecido la cartera… sin dinero, ¡como estaba, claro!

―¡Mejor! Puedes llamarnos cuando quieras. Te diré dónde está la tienda…

―¡No insistas!

Cortó la comunicación y miré a Nico confuso. No me pareció haber dicho algo inapropiado y no vi en los ojos de mi amado ninguna sorpresa:

―Hay que dejarlo solo ―me dijo absorto―. Lo conozco. Ha sido como un esclavo mío durante años. No vuelvas a llamarlo de momento. Llamará cuando lo crea conveniente… o no volverá a llamar.

―¡Eso no puede ser! Nos ha ayudado mucho. Tenemos que ayudarlo.

―¡Tranquilízate! ―susurró―. Necesita deshacerse de mí, Julio. Su idea es irse a Barcelona y… cuando pasen un par de años, quizá, vendrá a visitarnos mi hermana Susa. Creo que me entiendes… No podemos echarlo de menos ahora.

―¡Claro! Es su turno.

Nota al lector: Envíame un comentario si te gustaría saber qué les pasó a Julio, Nico y Susi en los siguientes días. Gracias a todos.