Tu ya no me quieres

Con mi cintura fuera del lecho, “sin nombre” se arrodilló lentamente, conmigo incorporada sobre los codos, observando curiosa como se acercaba, como colocaba mis muslos sobre sus hombros, como su mano así mi vientre que respiraba nervioso. Era el morbo de postergar lo inevitable, el eterno paso de un solo segundo.

Tú ya no me quieres

  • ¡Pues claro que te quiero bobo!

Para mí, aquello era una de esas verdades incuestionables.

Como crecer, comer, respirar o sociabilizarse, querer a Pedro era algo que realizaba de cotidiano, por instinto y pura supervivencia.

Pedro era el único amor de una todavía breve existencia.

Treinta y uno de palmito y doce invertido en aquel ser dubitativo y enjuto, al que la vida le dio un físico corriente, un intelecto corriente, un atractivo corriente pero una inabarcable paciencia para intentar perdonar mis mil y uno defectos.

Ningún otro antes que él, había permanecido a la Numantina cuando arramblaba el mundo con uno de mis ataques de ira.

Ningún otro antes que él, había conseguido empujarme hacia arriba desde el suelo cuando podía conmigo mi genética depresiva.

Ningún otro sabía aliñar el punto gusto de sal en las patatas para dar gusto a mis incontables caprichos culinarios.

Pero el, incomprensiblemente había sospechado, por culpa de un sutil cambio en mi manera de mirarlo, que crecía ya en nuestro jardín, la brizna de un desamor temprano.

Un desamor que, ciertamente, esta humilde no sentía.

Porque Pedro era una sombra protectora.

Pedro daba paz y sosiego a una vida de stress, miedos, insatisfacciones continuas y miedos.

Pedro follaba con marcialidad devota hacia mi cuerpo sin resaltes, conociéndolo con tal funcionalidad germana, que sabía dónde colocar, que presión ejercer, el ritmo necesario y la sincronización del orgasmo.

Con él, desconocía lo que era quedarse a medias aunque la eficiencia, hubiera limado todo rastro de apasionamiento.

Pero Pedro siempre sufría si al acostarse, no había sido capaz de provocarme una sonrisa.

  • En la vida – solía decirme – siempre me he echado en cara el habernos ennoviado tan pronto.
  • ¿Y eso?
  • No te dejé disfrutar de la vida.
  • Eso es una tontería – la conversación, cansina por recurrente, era motivo de que bostezara dándome la vuelta sin mucho caso, para dejarme vender por el sueño.
  • ¿No? Deberías haberte casado conmigo después de conocer a cinco o seis hombres. Deberías haber vivido en el extranjero. Y deberías, sobre todo, haber mantenido tu antiguo empleo. Ese te gustaba. Te gustaba mucho lo sé. Dabas lo mejor de ti.

Mi anterior empleo, al frente de la región sudeste de una importante entidad bancaria me ocupaba de sol a sol, con el tiempo justo para vernos.

Estresante aunque muy bien remunerado, me generaba una intensa satisfacción mientras acaparaba buenos contactos, superaba los nervios de las decisiones tomadas, equilibraba los balances, acogía entre las piernas los empentones del falo de Serafín, coordinaba horarios de visita, abría la cartera de clientes o me complacía con un buen resultado y la posibilidad continua del ascenso.

Había nacido para ello.

Para firmar hipotecas, negociar préstamos al consumo, obtener viabilidad a negocios, chuparle la polla a Serafín bajo la mesa del despacho, elucubrar sobre inversiones bursátiles, establecer condiciones de mercado, intuir la evolución del sector ladrillo.

Pero era un imposible.

Sobre todo cuando me di cuenta de lo mucho que echaba de menos a Pedro, y el deseo profundo de hacerle padre que intuía entre mis ovarios.

  • No es algo que me quite el sueño Pedro – lo calmé antes de cambiar la sangre por cloroformo.

No le mentía.

No era una obsesión.

Tan solo un fugaz halo de pensamiento.

Un pensamiento que me devolvía aquellos felices años y los comparaba con el actual despacho con paredes de pladur transformables y compañeros cuya media vital no bajaba de cincuenta años.

En ocasiones, con el trabajo encarrilado y un cafecito entre los dedos, había llegado a imaginar mi suerte en caso de haber continuado negociando créditos de millón y medio, en lugar de cuadrar los ingresos de aquella fábrica de cartonajes.

Casarme también supuso renunciar al plan de vivir unos años en Inglaterra.

El intento quedó en un par de exprimidos meses durante los cuales aprendí a desenvolverme en lengua inglesa con relativa soltura mientras engordaba por culpa del “fish and chips”, soportaba el vara tiesa del “brithish empire”, la lengua de Robert enloquecía mi clítoris y aprovechaba los fines de semana para visitar Cambridge, Cork o la costa oriental, plagada de agua congelada y focas.

Regresé.

Echaba de menos la tortilla a medio cuajar, los domingos de pipas y la mano de Pedro.

Si, Pedro fue una buena opción.

Una opción inteligente.

Lo suficiente como para que el, a solas, se diera cuenta antes que yo, de que algo no calibraba bien entre mis tripas.

Algo que no supe hasta que encontré la llave que abría el candado autoimpuesto.

Era noche de chicas.

Una de las reuniones de antiguas compañeras de instituto, reunidas en torno al mucho alcohol y la apariencia.

Una reunión con sopa de camarones, cordero a la plancha con pimientos dorados, crema de chocolate, vinos del país, café, copita de finas hierbas y la posibilidad.

Si, aquello que voluntariamente asesiné el día en que cogí aquel vuelo de Ryanair entre Stansted y Gerona.

Las chicas somos malas.

Maquiavelo era hombre con alma de niña.

Solo a nosotras se nos ocurre convocar este tipo de reuniones y dejar que entre la última y la venidera, transcurran tres o cuatro años.

Es el tiempo que cedemos a la cana y arruga para luego, sorbiendo la sopa, librándonos de las fibras de cordero entre las muelas, acerquemos los labios a la oreja de la más cercana, para comentar si esa lorza que cuelga de fulana, la tenía durante la última.

  • No….y le falta el anillo.
  • No me extraña. Se ha puesto fea y vaca – y reíamos mientras alzábamos la copa en dirección a la aludida.

No puede haber monumento social más falso que una reunión de antiguos alumnos.

Tras el instituto y los años de facultad, los amigos de uno u otro periodo rara vez sobreviven al paso e imposiciones vitales.

Por eso las cenas de hermandad entre quienes fueron, suelen transformarse en paraninfos de la hipocresía donde, lejos de la alegría por el recuentro, se calibra la desgracia y ruina ajena.

Y eso me pasaba.

La conversación versaba insistentemente sobre el trabajo, sobre algunos niños, algunos viajes, algunas compras que siempre eran gangas y..

  • ¿Todavía estas con Pedro?

Quien preguntaba era Mamen.

Mamen, misma edad, diferente evolución, contaba ya dos matrimonios y dos hijos de padres diferentes.

Su vida hubiera alimentado un serial y su desesperación por desesperar, una fábrica de venenos.

Para ella, su desgracia era más llevadera si atizaba las de los demás con ese tipo de frases tajantes y maleducadas.

  • Ya ves – respondí – Algunos nacemos para estar juntos toda la vida.
  • Ummmm – farfulló – Eso es porque todavía no te ha sido posible sobrevivir a ponerle unos buenos cuernos. O que él te los ponga rica.

Y se retiró, con su cohorte de zarigüeyas, dejándome con el vaso a punto de reventar por la presión de mi mano.

  • No le hagas caso. Dicen que su último amante le dijo ayer que no dejará a su mujer por muy puta que ella sea en la cama. Imagínate como estará la muy…

No le hice caso….de puertas para fuera.

No le hice y continué devorando tragos y noche.

Lo hice parloteando, lo hice callada, lo hice rodeada de batracios, lo hice hasta que conté cinco cervezas y apareció “sin nombre”.

Es cierto eso que cuentan.

Hay algo en ese alguien, un detalle, una tontería que te confirma sin ninguna duda, que va a pasar algo con ese alguien.

Y en el caso de “sin nombre” fue la primera oleada a perfume caro.

Una aroma sutil, perceptible incluso entre el gentío que te rodeaba en espiral aislándote del resto.

Un aroma acompañado por la prestancia, impoluta, procurada, arreglada con naturalidad.

Creo que dijo su nombre.

Sé que me dio dos besos alargados indebidamente, sin duda para que su fragancia terminara por embelesar cualquier posible resistencia.

Era un hombre que sabía lo que hacía.

Yo le correspondí, tal vez tratando de desempolvar esos tiempos en los que era yo la que sabía lo que se hacía.

Me agradó el tacto de su piel contra mis mejillas.

Estaba bien afeitado, suave, limpio pero sin perder lo varonil.

Todo lo que era el, se veía, sentía, oía, olía, intuía y regocijaba como prácticamente perfecto.

Una Mary Poppins con pene, sin paraguas ni sombrero ridículo.

Su manera de hablar, comedida y directa, el tono de su voz, seguro pero no prepotente, la forma de acompasar manos con palabras, explicando sin acaparar ni pecar de sabiondo.

Su pelo me cautivó.

Era una melenilla bien rasurada sin perder la cantidad generosa, acabada en unas puntas lacias, ligeramente caídas hacia ambos lados, que le otorgaban un aire a medio camino entre lo estilizado y lo travieso.

He sentido debilidad por los hombres de capilar generoso y bien procurado sobre la cabeza,.

Y la temprana calvicie de Pedro había sido una ligera desilusión de las gordas.

La única que me había dado.

La camisa, de tela gruesa y manga corta, holgada y grisácea, sin estampados soeces ni letras chillonas, se sostenía sobre el andamiaje de sus pectorales y hombros.

Una musculación de gimnasio natural, labrado a base de mucho sudor y pocas hormonas de laboratorio.

El volumen musical y la invitación a ginebra cara, fueron liberando la conversación de una manera intuitiva.

Ambos establecimos el círculo protector.

Ese que aun siendo dos entre doscientos, avisa al resto de que dentro del medio metro cuadrado, son pura sobra.

Era culto.

Muy culto.

No había un tema en el que no supiera encajar un comentario perspicaz, nada taxativo sino abierto a acoger una opinión contraria, a aceptarla a debatirla, a anteponer con razonamientos sus puntos de vista.

Era un contertulio magnífico que miraba sin fisuras con sus retinas negras azabache, brillantes de por sí, sin necesidad de luminotecnia artificial.

Ni me lo había planteado.

No.

No me había planteado a Pedro, a nuestros doce años juntos, a nuestra hipoteca imposible de pagar, a nuestros cercanos y formales planes de traer al mundo descendencia, a las comidas dominicales con los suegros, a las cenas navideñas con mis padres, a los ahorros para el coche nuevo, el viajecito a Tenerife en diciembre o la pintura nueva del cuarto de invitados.

No.

Ni se me paso por la cabeza.

En aquel local, en aquella ciudad cercana pero entre extraños, estaba yo solo, solo un desconocido y solo un beso.

Fue un beso sin traiciones.

Y lo vi venir.

De lejos lo vi venir…una mano rozando levemente otra, una mirada sosteniéndose más tiempo que lo obligadamente decoroso allí donde más tienta, un acercamiento medido, procurado, un dedo que acaricia el antebrazo, un cuello que se gira, unos ojos cerrados.

Y los labios que tocan sin nada de por medio.

Ni aire, ni remordimientos.

El “sin nombre” besaba con experiencia, de roces sutiles a descarados, de labios dulces pero cerrados

a otros abiertos, susurrantes del ardor que se almacenaba tras ellos.

Yo sentada en el taburete, aún más pequeñita entre los enormes brazales del muchacho.

El en pie, exhibición de corpachón, alarde de espalda, cartografía humana de lo que un hombre debe tener y saber manejar.

“! Qué grande es!” – pensé acariciando su espalda – “Es inmenso”.

Todo surgió con naturalidad.

Si tú quieres y yo quiero, no hay excusas de por medio.

Con naturalidad nos escabullimos, con naturalidad paseamos cogidos de la mano, retomando la conversación que dejamos antes de besarnos.

Con naturalidad, alejados ese escaso metro, jugando con los dedos, salvamos la recepción, llegamos al ascensor, dejamos que las puertas se abrieran, dejamos que las puertas se cerraran, ascendimos en maravilloso silencio, dejamos que las puertas volvieran a abrirse, taconeamos el pasillo, abrimos la puerta, entramos.

El encendió una luz sutil, casi imperceptible, menos para iluminar que para hacer sombra.

Yo agradecí los colores tenues de las paredes y la gigantesca cama de hotel cuatro estrellas donde el “sin nombre” se alojaba, ejerciendo desde maitines como comercial de graficas e imprenta.

Sonreía mirando el techo de gotelé.

Sonreía hasta que sentí su abrazo desde atrás y los besos en el cuello, en los lóbulos, en los mofletes, en los labios mientras sus extremidades deshacían la cremallera liberándome del vestido morado.

Una tela que se vino abajo en una sola vencida, dejándome apenas con los zapatos negros de tacón bajo y las braguitas que, por desfasadas, se agarraban a mis carnes hasta transformarlas en suculentas.

No llevaba sujetador.

  • Hace calor – lo justifiqué mientras sus manos se aferraban a ellos con una mezcla formidable entre delicadeza y potencia.

Afuera un coche desgastaba las pastillas de freno.

Pero yo solo escuchaba mis gemidos.

Gemí al notar sus yemas rodeando mis pezones.

Gemía casi al punto del dolor cuando estos reaccionaron endureciéndose como piñones caramelizados.

“Sin nombre” se separó.

“Sin nombre” se sentó en el sofá y me ordenó que me diera la vuelta.

  • ¿No sientes vergüenza? - preguntó – Tu allí, completamente desnuda ante un desconocido – enarcó las cejas - Y yo tan tranquilo, apenas descalzo – vi sus pies inmensos de uñas procuradas y aceitosas.

Mi respuesta fue descalzarme.

Mi respuesta fue estirar los bordes de la braguita con recochineo, estampando en mi faz una expresión traviesa, pizpireta.

Una especie de… “A ver si piensas que esto que tienes delante es una mojigata”.

Y me las quité sin soltar una sola palabra, lanzándoselas con el pie derecho cuando estaban enganchadas en el tobillo.

Él, recogiéndolas al vuelo, soltó un “Maravilloso” para levantarse luego, quitándose la camiseta para mostrar el pectoral que hacía horas sospechaba.

Físicamente titánico, lo que no esperaba era semejante su tatuaje; un céltico alargado como hiedra que, brotando bajo uno de sus pectorales, rodeaba su cintura aprovechando la cadera derecha, marchando un ramal hacia la espalda y el otro, perdiéndose bajo el pantalón allá donde “sin nombre”, estaba ya despojándose de la correa.

  • Espera – le dije – Déjame.

Me acerque caminando como una ninfa, etérea sobre la tarifa, sintiendo en las suelas el frescor de la misma, dejando una erótica y sudada impresa.

Llegué, lo besé, coordiné el beso con arrojar a un lado la correa, desabrochar el pantalón e introducir bajo las telas los cinco dedos, con cuidado de que ninguna de mis meticulosamente afiladas unas, dañaran aquello que…

  • Vaya – no se ocultaba.

Si, era grande.

En mi caso resulta cumplí la regla no escrita de que, cuando una necesita sexo de noche y pasajero, termina eligiendo a aquel cuyas feromonas, le garantizan sin desnudarse que goza de buena herramienta y disposición para apretarte las tuercas.

Y la del “sin nombre” lo era.

  • ¿Te gusta? – terminó de quitarse los pantalones – Me molesta un poco.
  • ¿Y esto te molesta? – le así los testículos dejando la palma sobre su palpitante miembro.

Su respuesta fue cerrar los ojos, coger mis mofletes, acercarme a sus labios y equilibrar las cuentas, haciendo lo propio con mi coñito.

Su mano acariciando por fuera, la mia acariciando por fuera, nuestras retinas volvieron a encontrarse tan de cerca que sentíamos el calor de nuestros crecientes alientos, de nuestros gemidos.

  • ¿Te gusta ahora? – insistí.

El introdujo un dedo con acuosa facilidad.

  • Como a ti te gusta esto – respondió.
  • Entonces ooooo – cerré los ojos con fuerza – Te estas muriendo de uffff – sabía usar los dedos.

Sostuvimos aquel duelo masturbatorio hasta que me cercioré de mi desventaja.

Estaba desnuda, a dos milímetros de correrme y decidí tomar la alternativa.

  • Mira la ventana.

Estaba cerrada, con las cortinas abiertas.

Frente a ellas, desde el sexto piso, se extendía una pequeña ciudad y un campo oscuro e inmenso.

Luces pequeñitas que no eran capaces de camuflar nuestro reflejo; el de nuestra piel clara sobre el acristalado.

El mío acuclillada.

El suyo siendo liberado del calzoncillo hasta volver a quedar empatados.

De rodillas frente a su falo, lo mire.

El no dejaba de embobarse con nuestro reflejo.

  • Voy a comértela.
  • Lo sé.
  • Voy a comértela muy duro.
  • No te avisaré cuando me corra.
  • Lo sé.
  • ¿Entonces?
  • Entonces no dejes de mirar el reflejo.

Había tomado ocho cervezas.

Había enjaulado la conciencia, el sentido de la orientación, el paso cronológico, las formas de señorita que bebe el té con morritos prietos y levantando un dedo.

Nada existía en mi sesera que no fueran los veinte centímetros de aquel falo y la habilidad de mi lengua, de mi boca, de las glándulas salivares y de mi garganta para deglutir aquel menú completo.

No miraba hacia arriba para comprobar los rasgos de su cara.

Me guiaba por los gemidos, por sus manos agarrándome el pelo, por mis uñas clavas en su trasero.

Un trasero elástico pero pétreo que se hincaba entre mis dos carrillos, buscando follarse a fondo boca, labios, lengua y garganta.

Estaba segura que “sin nombre” contemplaba mi pequeño pero apetecible cuerpo arrodillado, aparentemente humillado, adorando el tótem falso de su polla tiesa, cuando la realidad era, que yo estaba venciendo.

Yo, la verdadera diosa, la señora de todo lo que acontecía en aquellos treinta y ocho metros cuadrados de la habitación seiscientos veinticuatro.

Yo, acelerando el ritmo en cuanto notaba que el dueño de la polla perdía la templanza, se descontrolaba y comenzaba a moverse posesivamente, irracionalmente, en busca del placer definitivo que se resbalaba entre las salivas de mi boca.

Marqué ritmo sin mostrar espanto.

No tragué nada.

En cuanto intuí que no había remedio, la saque plantándola directamente frente a mi cara.

Y él se corrió sin dejar de mirarse en el improvisado espejo, con un grito gutural y solitario, dejando arreciar cada chorro cálido de su semen sobre mi cara.

Con su esencia chorreando, bajando por mi barbilla, bordeando el cuello, entrecolándose entre mis pechos, le ordené que me mirara.

Pocas cosas hacen creer a un hombre que es dueño, como contemplar su esperma lubricando la piel de la mujer que gozan.

Yo lo sé.

Yo lo hice.

Por eso salí ganando de aquella primera batalla.

Pero no de la guerra.

Nos miramos; el rendido, yo con el fruto de mi triunfo maquillando mi rostro.

  • Sabes – tuvo que detenerse para retomar el resuello – Sabes que voy a follarte.
  • Lo sé.
  • Sabes que voy a follarte muy duro.
  • Lo sé.
  • Te haré si quiero algo de daño.
  • No será verdad – sonreí maliciosa.

“Sin nombre” me alzó, me limpió la cara con el antebrazo, me cogió en brazos como a una colegiala desobediente, transportándome hasta la cama, disponiéndome delicadamente sobre ella.

Conmigo larga, el de pie, se acercó para besarme.

  • Todavía sabes a mí – parecía que lo decía con cierta acritud.
  • Puedo ir al baño para lavarme la boca.
  • Conozco otro método de borrarme este sabor.

Con mi cintura fuera del lecho, “sin nombre” se arrodilló lentamente, conmigo incorporada sobre los codos, observando curiosa como se acercaba, como colocaba mis muslos sobre sus hombros, como su mano así mi vientre que respiraba nervioso.

Era el morbo de postergar lo inevitable, el eterno paso de un solo segundo.

Intenté no dejar de mirarlo.

Pero cuando con ternura besó mi coñito, cuando lo volvió a besar, cuando le dio un tercer, cuarto y quinto beso, el placer se apoderó de mí y no quedó otra que tumbarse sobre el lecho para encajar el mareante gozo que me regalaba.

Un buen amate es aquel que combina atracción mental con química.

Aquel que conoce la importancia de la prestancia, del saber decir, del buen lugar, de presentir donde y como y sobre todo, de tener por delante mucho tiempo.

El que se necesite hasta lubricar bien una vagina.

“Sin nombre” parecía haber arrojado por el retrete su minutero.

De menos a más, de suave a duro, de seco a húmedo, utilizó sus labios, utilizó sus papilas gustativas, utilizó sus diez digitales, su nariz y su aliento para transformar aquel pubis medianamente depilado, en una piscina acuática.

En especial apreciaba la lengua, utilizada en variadas formas; plana, ancha, apuntada, ensalivada, zigzagueante o directa, agresiva o juguetona, generosa o ególatra.

Y yo reaccionando en iguales con mi cuerpo, retorciéndolo cada vez más involuntariamente, acercando el pubis hasta sentir los pelillos de su barbilla.

  • ¡Para, para!

¿Por qué rogaba si no haría caso?.

  • Para por Dios que me vengo y quiero….aggggg, agggggg

Fue una avenida insuperable, desbordante, esperada.

Mi contención se hizo migas, derramándose sobre su boca, con una generosidad líquida desconocida, muy semejante a la que antes, había recibido mi faz.

Fueron dos minutos y medio de orgasmo y cinco más tendida sobre el colchón, con una mano en el pecho para recuperar el latido y la otra sobre los párpados, como si ahora sintiera algo de vergüenza por haberme desvelado como una libertina ante un hombre “sin nombre”.

Cuando los abrí el estaba de pie, limpiándose la cara con una toallita, mirándome con rostro de querer reanudar la acometida.

  • Eeeee….tendremos que esperar a que me recupere – aduje.
  • Eeee…-bromeó- ¿Pero con lo experimentada que estas, todavía no sabes que eres multiorgásmica?

“Sin nombre” no dejo que objetara cosa.

“Sin nombre” se arrojó sobre mis pechos, besándolos como si su modesto tamaño fuera a darle trabajo.

Fue entonces cuando me di cuenta que

continuaban firmes y duros.

Como si nada de lo que estaba gozando, hubiera comenzado.

Fue entonces cuando, al sentir sus caderas en la cara interna de mis muslos, noté que mi vagina continuaba lubricada y receptiva y fue entonces cuando comenzó, de verdad, el combate entre ambos.

Su mano se deslizó entre nuestros dos ombligos para asir la polla.

  • Espera – objeté.
  • Si quieres tengo condones.
  • No es eso – añadí sustituyendo su extremidad por la mía – Quiero dirigirla yo, directa donde más… – puse su capullo y jugué acariciando el reborde húmedo de mis labios vaginales – …me gustaaaa.

Ese roce; la caricia del miembro antes de la supina delicia, la tortura más deseable entre un el, deseoso con locura de introducirla y un yo, sabiendo que postergando más y más, el cerebro libera la sensación de gozar cuatro veces más que metiendo la directa.

Chocolate puro sin adulterar cuando me penetró ya sin tregua.

“Sin nombre” tensó sus brazos para contemplarme en la segunda tacada, en la tercera, en la cuarta.

A la décima echo la cabeza atrás, arqueando la espalda y yo respondí igualando la elasticidad, agarrándome a las sábanas hasta deshacer sobre nosotros la ropa de cama.

La tela blanca que ahora nos cubría, con olor a lavandería, se mecía arriba y abajo, con el ritmo lento que pretendía imprimir, pausando cinco o seis segundos en cada acometida.

A veces incluso se detenía y, con aquella delicia dentro, dedicaba un rato hermoso a lamer mis pezones.

Mis dedos se enredaba entre su melena hasta que, incapaz de soportarlo más, mecía las caderas mientras estiraba el brazo para asir sus glúteos y obligarle a continuar con aquello.

Y el muy cabrón, al que se puede llamar cabrón por no tener nombre, continuaba postergando lo que sabía era capaz de darme, tan solo para volverme eróticamente neurótica.

Y lo conseguía.

El gemía contenidamente.

Yo hacía ya rato que lo hacía descaradamente, siempre al borde del orgasmo repentino sin llegar a alcanzarlo.

Pero no quiso consentirlo.

Con habilidad de dominatrix, extrajo su miembro y, antes de poder expresar queja alguna, me giró con firme, disponiendo mi cuerpo de cintura para arriba sobre la cama, con mi cara incrustada en el sudor que estábamos dejando pero con el trasero para

fuera de ella, tenso, piernas estiradas y pies de punta.

El, propinando un cachete sonoro y doloroso en mis cuartos traseros, no me hizo aguardar demasiado.

Solo que esta vez abandonó la lentitud en el cajón del olvido.

Cuando se vino dentro lo hizo al asalto.

De una sola tacada.

Y en cuanto tocó fondo, no hubo tregua.

¿Han visto posturas imposibles, ritmos insoportables a caballo entre el dolor y el placer celestial, donde el sexo impera sin miligramo alguno de sentimiento?

Pues eso es lo que yo gritaba…”!Dale duro! ¡dale duro hijo de puta! ¡más! ¡más! ¡fóllame como un animal! ¡como un animaaaaaal!” con la cabeza entre ambos brazos, exhalando mi aliento lúbrico directamente sobre las sabanas.

Hasta que sentí un tiró de pelos que me obligó “!Auuu!” a levantar el cuello.

  • Abre los ojos – ordenó – Ábrelos  y mírate a ver si te reconoces tan puta.

Y al hacerlo, supe lo que el sin nombre deseara que viera.

Un espejo no muy grande pero estratégicamente colocado permitía ver apenas mi rostro, parte de mi melena estirada y el ombligo gimnástico del “sin nombre”, sacudiendo con empentones prodigiosos todo lo que paraba entre mi pelo y sus abdominales.

No podía ver su rostro, no sabía su nombre, pero a ambos los sentía dentro de todo lo que llamo mi sexo.

Y fue eso, no verlo aun teniendo los ojos abiertos mientras mi rostro se deformaba derretido, escuchando el chapoteo de mi coñito, los bufidos del chaval y el choque de carnes, lo que me permitió descubrir que, efectivamente, era multiorgásmica.

  • Me corro.
  • Lo se
  • ¡Me corro!
  • Lo sé ostias lo sé.

Lo hice sintiendo como arrollaba el ritmo, sembrando un calambre eléctrico desde las neuronas hasta el coño, desde los pies al coño, desde las manos al coño, desde el iris al coño para luego, tras exhalar un grito y algo soez que mejor no recuerdo, caer a plomo con “sin nombre” aun ensartado, jadeando pero quieto, con sus labios entre mis omoplatos, permitiéndome que respirara, que recuperara el resuello.

Reconozco que en aquellos tres o cuatro minutos llegué gozar de microsueño.

Y reconozco que se me cortó en seco cuando el “sin nombre” me dio le vuelta para alargarme sobre la cama.

Estaba rematada.

Esta incapacitada para responder con la misma energía que el demostraba.

Estaba cohibida ante un ser sexualmente superior que abría nuevamente mis piernas,

colocándose magistralmente entre medias y volviendo a rasgarme con sutileza, sin provocar insolencia alguna.

Lo recibí dejándole hacer, convencida de que se merecía alcanzar su propio placer aun a costa de sentirlo dentro sin mayor sentido que apreciar nuestra unión, separados apenas por una fina línea de sudor y jugos.

Pero no fue así.

Al recibirlo, renació el goce, acariciando sus omoplatos, sus renales, apeteciendo sus besos.

Su deseo, su manera directa de hacerme lo que me estaba haciendo, coordinando cada beso con una penetración repetitiva y a cada comparsa menos delicada, reactivaron lo que creía somnoliento y satisfecho.

A los dos minutos volví a notar que necesitaba correrme para dormir satisfecha.

A los cuatro hice una V con mis piernas, estirándolas todo lo que pude para luego fusionarlas haciendo un nudo gordiano con los tobillos, entrelazándolos sobre sus caderas.

A los seis apreté su cintura con mis rodillas y tensé la espalda para dejarle más fácil el follarme con la soltura y emprendimiento con que lo estaba haciendo.

A los diez apreté los dientes y cerré los ojos con saña.

A los once hincaba su trasero más briosamente, enarcaba su espalda que aferré para devolverla y sentir sus pectorales acariciando la piel que rodea mis pezones,

Fue así, nada de posturas raras, nada de artificios, nada de coreografías imposibles.

La misma postura que había hecho cientos de veces.

El encima de mí, pegados al colchón, su cuerpo entero, a peso sobre el mío, su trasero hincándose, mi vulva buscándole, la cabeza ladeada, la suya entre la almohada dejándome sentir sus respiración extasiada en la clavícula hasta que noté el primer chorro de semen, del semen de un extraño, del semen de un “sin nombre” al que dejaba copularme de semejante manera brutal y desconsiderada, regándome hasta lo más profundo del coño.

Y me disparé.

Y nos disparamos

Doce minutos tardamos, en los que ambos gritamos hasta aquel último éxtasis que nos dejó, derrumbados.

Cuando desperté, él dormía satisfecho a mi lado.

Cuando desperté me dolía el pubis pero ni el alma ni la conciencia.

Cuando desperté me fui a la ducha, salí de ella, caminé dejando la estampa mojada de mis pies en el entarimado.

Y

me vestí contemplando la soberana fisonomía de mi follador, coronada en aquel aúreo anillo de casado, previamente abandonado en el cenicero.

Estaba tan derrengado como yo solo que él no tenía que volverse a su casa cuando la luz despuntara.

Caminé por una calle inmensa donde los bares más hipotecados abrían para atender a la clientela de primera hora y los nocturnos cerraban despidiendo a los borrachos que se resistían a reconocer la realidad de su alcoholizada vida.

Respiré el aire frio, muy frío de la mañana.

Ese aire que te hiela los pulmones y te aclara la mente permitiéndome reconocer lo mucho que había añorado aquello.

Cuando media hora más tarde abría la puerta de casa, ya no me acordaba del “sin nombre” salvo por un pequeño dolorcillo púbico y la sensación de tener millones de espermatozoides correteando de lado a lado.

Fue entonces como Pedro, regresó a mi vida

de la misma manera con que “sin nombre” había llegado; a través del aroma que más fácilmente lo identificaba: el café recién hecho.

  • ¡Vaya nochecita! Te habrás desfogado después de meses sin salir.

Asentí.

Estaba contenta.

  • Cariño.
  • Dime.

Pedro estaba con la cafetera en la mano y el pijama puesto.

“Pedro tienes razón. Pedro ya no te quiero. Pedro ya no siento lo que una persona debe sentir hacia otra cuando se supone comparten la vida. Pedro lo siento. Pedro perdóname. Pedro no quiero hacerte daño. Pedro ¿Cómo puedo decírtelo? ¿Cómo puedo hacerlo para que sufras menos?”

  • Pedro… quiero solicitar mi antiguo empleo.

Mejor empecemos poco a poco… ¿no?