Tu sabor

Me encanta molestarla y tentarla hasta que no puede más y me pide que la devore.

Llegaba a tu casa y recogías la ropa del tendedero. “Hola, morena…”, “hola solete…”.

No querías que te entretuviera y besaba tu cuello, con las manos en tu vientre. Pero ibas a lo tuyo, así que te mordisqueaba. No parecía importarte, mi mano buscaba el calor de tus pechos, mi cintura la tuya y echabas la cabeza hacia adelante, sabiendo que la ropa iba a tener que esperar. Y así, iban bailando nuestras cinturas. Y aquello me llenaba; sabía que te encendía, que me deseabas, que darías lo que fuera por verme gozar, y yo iba a ser tuyo, e iba a tomarte hasta que te abandonaran las fuerzas, como si pudiera beber de ti a la vez que bebes de mi. Sáciame.

Nos acariciábamos y nos besábamos todo el cuerpo. Nos mordisqueábamos suave casi siempre, otras veces no.

Bajaba por tu vientre muy despacio y seguro, intentando no hacerte cosquillas, y rozaba tu coño con los labios, lo besaba. Chupaba tu clítoris solo con la puntita de la lengua en ese momento en que los sentidos van a mil, y con tu primer suspiro te miraba a los ojos; hacías mi mirada favorita, el “eres un cabrón”. Entonces te chupaba, primero despacio todos los labios, cada vez más intensamente. Mis labios jugaban con los tuyos en un beso húmedo y cálido, y mi lengua te recorría una y otra vez. Te succionaba y decía que “no” con la cabeza, te chupaba rápido, y luego toda mi boca te intentaba complacer, pero mírame a los ojos, agárrame el pelo. Mi nariz jugaba con tu clítoris mientras mi lengua se adentraba en ti, y luego recorría tu coño con toda mi cara porque nada me hacía tan feliz entonces como acabar con toda la cara mojada de ti, oliendo a ti. Y volvía una y otra vez a jugar con tu sexo, en algo tan parecido a la esclavitud como a la depredación; mis manos apresaban fuertemente tu cadera y tus muslos mi cara y mi cuello, sin dejar de mirarte. Dímelo. Dímelo otra vez. Aún quiero oírte gemir más, pero no quiero dejar de escucharte.

“Métemela”.