Tu puta madre

Me follé a la madre de mi mejor amigo, mi profesora en muchos sentidos.

"Pasó lo que pasó y ahora no duermo bien

Lo hice casi obligado, no sabía qué hacer

Espero que él lo entienda, que lo sepa ver

Fue un momento muy duro, él lo va a entender […]

Es que la madre de José me está volviendo loco

Y no la voy a dejar porque lo siento y siento todo"

( El Canto del Loco – "La madre de José" )

Estaba muy nervioso aquel primer día de instituto. Llegué con mi hermano, que ese sería su último curso si todo salía bien, a la puerta del centro, donde cantidad de gente se apiñaba porque ahí figuraban todas las listas de alumnos y el aula que les correspondía.

Localizamos mi nombre, Antonio Gazul, y me acompañó hasta el segundo piso, donde estaba mi clase. Entré intentando pasar lo más desapercibido posible, que no fue así, y fui directamente a sentarme al final del salón para no llamar mucho la atención. Chicas con la cabeza mojada y la leyenda "Novata nº 6", o el número que les correspondiese, garabateada en la frente con un rotulador gordo como advertencia a otros novatos como yo; antiguos compañeros repetidores que se encontraban tras el verano; tías en las mismas condiciones, más mayores y retadoras, que intimidaban más que los tíos

Tímidamente, una cabecita se asoma por la puerta y barre con la mirada toda la clase hasta que se detiene en mí y no duda en apresurarse a sentarse a mi lado. Menos mal, por fin una conocida. Era José, que estaba tan acojonado como yo.

Habíamos sido compañeros del cole desde preescolar, aunque nunca nos llevamos bien. Mejor dicho, no nos llevábamos, no éramos amigos. En los recreos él se iba con un grupo de chicos y yo con otro, jamás jugamos juntos por las tardes a pesar de vivir muy cerca, pero verle ahí me alivió porque ya no me enfrentaba yo solo a ese nuevo mundo.

Igual que a él, a su madre, Romina, también la conocía de toda la vida, pues fue nuestra maestra desde que ingresamos a la educación hasta 6º EGB. Después le ofrecieron un puesto como profesora de matemáticas, que era su licenciatura, en el nuevo Instituto Miguel de Molina, que se inauguraría el curso siguiente, y aceptó. Por eso, lo que más me extrañó, fue coincidir con él.

El nuevo centro se encontraba a dos pasos de donde vivíamos; José en una urbanización de chalets y yo en un complejo de pisos más modestos, y, en vez de elegir el más próximo a nuestra vivienda como hacía todo el mundo, yo me decanté por el Instituto Alonso Guerrero, al otro lado del pueblo, por tradición familiar, por decirlo de alguna manera. Mi hermana había estudiado allí y mi hermano lo estaba haciendo, por lo que ya no era un completo desconocido al ser "hermano de" y, del mismo modo que me libré de ser el novato número 13 por simpatía hacia alguno de los dos, quizás también tuviera otros privilegios, aparte de contar con el aval y el respaldo de mi hermano. Por su parte, José decidió matricularse en ese mismo instituto porque no quería ser "el hijo de la profesora" en el nuevo.

Al sentarnos juntos todos los días, contarnos cosas, copiarnos los deberes cuando alguno de los dos no los había hecho y demás, empezamos a hacernos muy amigos, así como también comenzamos a conocer a otra gente. A mitad de curso, mi grupo habitual de colegas estaba compuesto por cuatro compañeros más José. Nosotros dos, al ser los que más cerca vivíamos uno de otro, nos convertimos en diente y encía.

Antes de esto que os acabo de contar, debería hablaros de un antecedente importante. Cuando íbamos a 8º EGB, el año anterior al ingreso en el instituto, los padres de José se divorciaron. La noticia creó cierta conmoción en el pueblo porque el matrimonio era muy conocido. Él había sido el alcalde durante dos legislaturas, es decir, 8 años seguidos; y a ella no solo la conocía la cantidad de alumnos que tenía y había tenido, sino también familiares de estos.

Según los rumores, el matrimonio se rompió a causa de que Romina estaba enrollada con un chaval adolescente, y pronto se la puso como protagonista de la típica leyenda urbana de instituto. Decían que el pibe con el que se acostaba era un alumno, que la dejó embarazada y ella optó por abortar para no provocar un escándalo y mil historias más a cada cual más fantástica e inverosímil. Normalmente, todo se exagera y las cosas suelen ser menos graves de lo que se cuenta, por lo que nunca me lo terminé de creer. Como decía mi madre, ¿la gente qué sabe? No creo que ninguna de las dos partes fuera por ahí contando sus asuntos personales. Los problemas de alcoba, en la alcoba se quedan.

Sin embargo, unos años después de la disolución del núcleo familiar de mi amigo, un suceso tan inesperado como asombroso, me hizo sospechar que esos rumores a los que antes he hecho mención, tenían una dosis mayor de realidad de lo que siempre había creído.

En 2º BUP, José y yo, junto con otro de nuestros colegas, nos apuntamos al equipo de fútbol 7 del instituto. Como en nuestro municipio no había liga de esta modalidad, el centro tenía un contrato con una compañía de autobuses y todos los sábados por la mañana nos trasladaban a Madrid capital, donde sí había liga, para jugar el partido de la jornada.

Cuando no era José quien se pasaba por mi casa, era yo quien se pasaba por la suya e íbamos juntos a la puerta del insti, que era donde nos recogía el microbús. El día en cuestión, un sábado soleado de últimos de abril, yo me retrasé y, cuando llegamos, solo pudimos ver como el transporte se alejaba calle arriba. Por mucho que corrimos cuando no había cogido todavía mucha velocidad, nadie se dio cuenta. Pues nada, nos fuimos a la sala recreativa a echarnos un par de partiditas a las máquinas y, poco más de media hora después, regresamos a casa de José.

El recibidor de su vivienda, con la cocina a la izquierda nada más entrar, es muy pequeño y enseguida se pasa al salón sin que haya ninguna puerta para acceder a él desde ahí, por lo que sorprendimos a Romina en una situación muy comprometida para ella y traumática para su hijo.

En el sofá, se hallaba sentado un muchacho poco mayor que nosotros totalmente desnudo tapándose sus partes con un cojín, y, en pie delante de él, Romina atándose apresuradamente el cinto de un vaporoso salto de cama blanco que le caía a medio muslo.

–¡Mamá! –tronó la voz de José ante la escena– ¿Qué haces?

–José, hijo… espera –pero él, haciendo aspavientos y amontonándosele las palabras en la boca, se encaminó encolerizado hacia el muchacho.

–Desgraciado, ven aquí. ¡No me toques! –le gritó a su madre cuando se acercó a él–. Eres una zorra.

–¡No consiento que me llames así! ¡Soy tu madre!

Yo contemplaba alucinado cómo se desarrollaba lo que allí sucedía, cómo Romina intentaba imponer su autoridad, cómo el pibe desnudo rehuía con recelo y temor de José y cómo este fue a por él. Buscando una salida, el chaval corrió hacia la puerta y, en pelotas como iba, salió de la casa y José le llevó a patadas hasta la verja del chalet.

Cerrando estruendosamente la puerta de entrada, volvió al salón con el cojín que tapaba las impudicias del querido de su madre.

–¿Y tú qué, cacho puta? ¡Y tú qué? –la gritó tirándola el cojín– ¡Cómo te atreves a follarte a un tío que podría ser tu hijo, en el salón?

–José, perdona, yo… –le quería decir que me iba porque no debía estar ahí en esos momentos.

Debido a la hostilidad y a la agitación de la bronca entre los dos, por primera vez, a través de la liviana tela, observé los generosos pechos de Romina con unos pezones rodeados por unas areolas oscuras que consolidaban el auge de su torso moviéndose a un lado y a otro, un coño negro lleno de pelos encrespados y hasta parte de su trasero más levantado de lo que podría haber imaginado, gracias a que, alguna vez, su batín se alzó por detrás lo suficiente para permitirme ver una porción de sus nalgas; aunque un atuendo así tampoco es que deje mucho a la imaginación y ya había podido percibir la redondez de sus curvas.

La situación estaba siendo embarazosa para mí y me daba apuro estar allí viendo la humillación a la que una madre estaba siendo sometida por su hijo y no tenía ganas de presenciar aquello para nada.

–¿Te estás prostituyendo o qué? ¿eh? ¿Cuánto te paga, ramera?

–¡José, te estás pasando! –le advertía su madre.

–Tío, por favor, que es tu madre… y creo que me voy a ir –le reprendí.

–Tú no te entremetas.

–Sí, Toni, es mejor que te vayas –me dijo Romina–. Ya sabes que aquí siempre serás bien recibido, pero este no es un buen momento–. Me acompañó semidesnuda hasta la puerta y me dio un beso de despedida mientras José seguía arremetiendo verbalmente contra ella, que se dio cuenta que mi mirada se dirigió a su pubis ensortijado cuando se acercó a mí.

–Chist, chist –me chistó a mi espalda el joven amante de Romina que estaba agazapado intentándose ocultar entre un coche aparcado y una papelera cuando crucé la puerta de la verja– ¿Tienes algo de ropa para dejarme? –me preguntó cuando volteé a él.

Le dejé el uniforme del equipo que llevaba en la mochila, incluidas las botas de tacos, y le acompañé hasta su casa para que me lo devolviese una vez hubiera cogido ropa suya.

–¿Cuántos años tienes? –le pregunté mientras caminábamos.

–19.

–Y ¿desde cuándo… desde cuándo llevas…? –no sabía cómo formularle la delicada pregunta–. Es decir, tú con Romina, ¿cómo…?

Todavía estaba un poco azorado por la movida que había tenido que contemplar y que, conociendo el carácter y el tremendismo de José, probablemente todavía siguiese en gesta; pero el chaval entendió perfectamente qué era lo que acuciaba a mi curiosidad, porque, como dije, empecé a sospechar que los motivos por los que se rumoreó que se causó el divorcio, eran bastante acertados.

–Llevo follándomela unos tres meses cuando su hijo se va los sábados a jugar al fútbol. Un amigo mío se la cepilla desde que comenzó el curso y un día me invitó. Unas veces llama a mi amigo, otras me llama a mí y, alguna que otra vez, nos ha llamado a los dos. No veas qué guarra está hecha, es un putón desorejado… –me contaba mientras yo le escuchaba estupefacto–. Si quieres, seguro que tú también te la puedes follar. Le gusta la carne fresca –terminó riéndose.

–¿Tu amigo es alumno de ella?

–¡Hostia! ¿Es profesora? –yo asentí–. Mi colega la conoció por Internet, en un chat de cibersexo.

Ni por asomo pensaba plantearme la posibilidad que el tío aquel me había asegurado de tirarme yo también a la madre de mi mejor amigo, eso bajo ningún precepto. El caso es que la visión de la transparentada desnudez de Romina me sirvió para hacerme pajas durante un mes, a pesar de que los días siguientes a la bronca, me hubiera sentido extraño y me ruborizase estando en su presencia, pero no era lo mismo masturbarme pensando en ella que cepillármela. No puedo decir que la empezase a desear, pero, al desvelárseme su cuerpo, cuando la tenía delante, intentaba adivinar sus formas bajo la ropa y me fijaba más en sus atributos femeninos. Aun así, nunca pasó de ser la madre de mi colega y alguna que otra fantasía irrealizable en un momento de autoplacer.

Las cosas se normalizaron y todo volvió a su sitio hasta el verano del año pasado. A Romina la habíamos conocido dos amantes más, pero estos de su misma edad, lo que no suponía un problema para mi amigo. Con uno estuvo tres meses y con el otro no llegó a cumplir el primer aniversario. José y yo habíamos terminado el instituto y aprobado la selectividad. Ambos queríamos hacer una ingeniería, pero yo al final me decidí por la carrera de matemáticas.

Romina tenía por aquel entonces 44 años y eran los que aparentaba, no como las mujeres de los relatos de Internet, que la gente escribe historias con maduras y luego las describen como si tuvieran la mitad. Ella se conservaba muy bien para su edad, y no iba al gimnasio, porque parece que el que una mujer se conserve bien tiene que ser por cojones debido al ejercicio, aunque el ejercicio no asegure un cuerpo escultural, y estar en buena forma no excluye que sus pechos de talla 95 estuvieran un poco caídos, que tuviese algunas líneas de expresión en la cara y que hubiese perdido la cintura que tuviera de veinteañera, pero ahí residía su encanto, en que era una mujer madura con lo que ello conlleva, incluyendo la experiencia. Quitando esto último que he citado, en esos relatos, todo parecido con la realidad es mera coincidencia. Además de todo esto, era más baja que yo, tenía el cabello fosco a la altura de los hombros y con mechas rubias, la cara redonda, los labios carnosos y los ojos oscuros.

Le gustaba estar rodeada de gente joven, decía que se revitalizaba, le hablábamos y la involucrábamos como a una amiga más por su forma de ser y su actitud gracias a la costumbre de tratar con chavales de nuestra edad. La podías hablar de cualquier cosa. Cuando teníamos algún examen importante de mate, nos reuníamos los seis amigos en su casa y nos ayudaba a repasar y nos explicaba las dudas que tuviéramos; cuando hacíamos torneos de vídeo consola en su sala de estar, ella se apuntaba; y nos invitaba a pasar noches en su casa durmiendo todos en la habitación de José con cervezas, pizzas y pelis porno que ella misma nos alquilaba porque a nosotros nos daba vergüenza ir al video club a por ese tipo de material. En estas últimas fiestecillas, ella no participaba.

El chalet de José tiene en la parte trasera un jardín con césped y plantas alrededor, junto a los muros que levantaron en sustitución de una alambrada para resguardar ese espacio de miradas ajenas y curiosas. Lógicamente, fue ahí donde instalaron la piscina que Romina compró aquel verano como premio prometido a su hijo por haber aprobado la selectividad.

Era un tanque con forma oval de cuatro metros y pico de largo, dos de ancho y uno y algo de profundidad con una capacidad de 18.000 litros. No os dejéis impresionar por esta cifra, tampoco era tan grande como pueda parecer; tenía poco más de 4 metros de diámetro por la parte más ancha, lo justo para los cinco amigos que íbamos por las tardes a abusar de la amistad de José y de su alberca. Con su escalerita, su depuradora, un dosificador de cloro y no sé cuántas cosas más, por 1.000 € estaba muy bien para combatir el agobiante y tedioso calor que hace en verano en el centro de España. En casa de nuestro colega, la vestimenta era siempre el bañador y, con el color azul que tenía el agua, uno ya se refrescaba.

Nuestra rutina de aquellas vacaciones estivales consistía, normalmente, en echar algún partidillo de fútbol o de basket por las mañanas, ir a algún pueblo vecino en bici, ir a pescar a las charcas… Por las tardes, sobre las 16:00, yo me iba a casa de José a jugar a la vídeo consola y a bañarme. Cuando el calor remitía sobre las 20:00, nos reuníamos con los demás amigos; esto cuando no íbamos los cinco a disfrutar de la piscina de nuestro compi. Y después de cenar, quedábamos en el Parque Europa para charlar sobre nuestras aspiraciones universitarias, lo que creíamos que íbamos a follar en las fiestas de las facultades, tomarnos alguna litrona y ver a un grupo de chicas con las que solíamos coincidir allí, una de las cuales estuvo saliendo conmigo unos meses tiempo atrás.

Una tarde de últimos de julio, como tantas otras, fui a casa de José. Me abrió Romina con una camiseta blanca que dejaba ver la braguita de un bikini rojo con flores estampadas en azul claro y blanco. Ella se metió en la cocina y yo crucé el salón para salir al jardín creyendo que mi colega estaría en remojo o tomando el sol, pero al no verle ahí, volví al interior de la casa.

–¿Quieres merendar? –me preguntó Romina desde la cocina–. He comprado sobrasada esta mañana.

–No, gracias, si acaso más tarde; he comido hace un par de horas. Una Coca Cola sí me vendría bien –y subí a la habitación de José porque supuse que estaría haciendo alguna cosa, pero tampoco lo encontré ahí, por lo que bajé al jardín de nuevo– ¿Dónde está tu hijo? –le pregunté a Romina en el salón mientras salíamos afuera y me entregaba mi bote de Coca Cola.

–¿No le has visto cuando has venido? –y negué con la cabeza tras dar un trago–. Pues se acaba de ir, creía que te habrías cruzado con él. Ha ido al taller de motos del Moreno para que le arreglaran un pinchazo de la bici.

–Ah, es verdad –me acordé–. Esta mañana, viniendo por la carretera, ha pillado un clavo –le conté a Romina mientras ella hacía no sé qué con uno de los aparatos de la piscina.

–Dice que ahí te ponen un parche gratis.

–Sí, pero tienes que esperar a que terminen todo lo que tengan por delante de ti, así que tiene para un rato –le dije acomodándome en una tumbona.

Ella volvió a la suya, a mi izquierda, bebió de una botella de zumo que había en el césped junto a una pata de su asiento y un libro, y, de repente, se quitó la camiseta sin llevar nada debajo. Rápidamente, giré la cabeza hacia otro lado. ¿No se había dado cuenta de que yo estaba delante?

Su casa era la última de la hilera de chalets adosados de su calle, y lo que había a continuación era un parquecito desde donde no la podrían ver debido a las tapias. Al otro lado, tenía otro chalet como el suyo pero, por lo visto, los dueños se habían mudado a otra ciudad al principio del verano y lo habían puesto en venta, por lo que estaba deshabitado. En fin, que desde fuera no la podría ver nadie, pero, joder, yo no estaba ciego.

Iniciamos una conversación trivial y yo no sabía qué hacer. Si la miraba, sabía que no iba a poder resistirme y mi vista terminaría bajando a sus pechos, por lo que disimulaba fijándome en una mosca frotando sus patitas en mi antebrazo, una mancha en una de las planchas de piedra que recubrían la pared del jardín o la estela que dejaba algún avioncito que volaba muy alto y que de niño imaginaba que eran naves espaciales. Cualquier chorrada me bastaba para distraer mi mirada y evitar dirigirla hacia las tetas de Romina. Pero, en un momento dado, se dio cuenta de algo extraño en mi comportamiento.

–Toni, ¿te pasa algo?

–¿A mí? No, a mí no.

–Y ¿por qué no me miras?

–Jopé, creo que es obvio –contesté algo apurado porque no intuyera que la exhibición de sus senos me ponía en un aprieto.

–¿Qué? ¿El qué es obvio? –me preguntó sin entenderme.

–Pues que mira cómo estás… ahí, con las… con las berzas al aire… y yo aquí te puedo ver –le dije finalmente.

–Ah, perdona, no sabía que te molestase. Si quieres me tapo.

–No, no. Esta es tu casa. Si quieres estar en top less, estate, pero, vamos, que estando yo aquí, te veo –como si le estuviera advirtiendo de algún peligro.

–Sí, eso ya lo sé –y se debió dar cuenta de que lo que pasaba realmente era que me daba vergüenza–. Mírame –solicitó pero dudé– ¡Mírame, hombre! –y, lentamente, le miré a la cara–. 25 cm. más abajo –me mandó.

Ahí estaban sus tetas, un poco caídas, como ya he comentado anteriormente, y presentaban menos color que el resto de su piel por la falta de sol, pero, aun así, eran bonitas, apetitosas y tentadoras con sus dos pezones oscuros. Romina las sopesó y las levantó observándolas. Madre mía, qué blanditas parecían, podría llenar mis manos con ellas.

Cuando estás acostumbrado a ver a alguien de una manera y un día eso cambia, lo que piensas de esa persona, también cambia, para bien o para mal. Puede que no te impresione mucho, eso depende de cual sea la condición o la forma en que la veas; pero siendo, en este caso, algo a lo que todo el mundo le suele dar mucha importancia en un ámbito general y uno lo considere erótico y excitante, como es el desnudo, es ese efecto el que se produce. No sé si me explico. Yo veía a Romina en bikini todos los años porque algunas veces nos acompañaba a la piscina municipal, y verla una vez más así, me da igual, no me impresiona, pero era la primera vez que la veía en top less y eso sí que no me da igual. Ese hecho me turbó y me provocó una persistente excitación y lo que implicaba bajo mi pantalón corto, que, gracias a su holgura, no se notaba.

Sí, sé que también le vi las tetas cuando la pillamos con el chaval aquel de 19 años a través de una fina tela, pero la película es otra. En aquella ocasión fue un accidente y el dramático panorama era difícil de digerir en ese momento y eso enturbiaba la visión de su translucido cuerpo desnudo, pero ahora me las ofrecía al natural y, además, estaba encantada de que las contemplase a placer puesto que me lo acababa de pedir.

–Si me importase que me vieras los pechos, me hubiera puesto la parte de arriba del bikini, así que tranquilo, puedes mirar si quieres, aunque no se puedan comparar con los de las chicas de tu edad, pero me imagino que te dará igual, jaja. Unas tetas son unas tetas.

–¿A qué te refieres?

–A las chicas con las que has salido, que ya sé que han sido unas cuantas– me dijo sonriendo y guiñándome un ojo.

–Buah, son todas unas estrechas. Cuando te enrollas con una chica, solo te deja tocarle el culo mientras la besas y eso. Aquí, las únicas que follan, son las que llevan muchos años con el mismo chico y quieren dar un paso más empezando con las relaciones sexuales. Las demás, como la primera vez es la más importante, tienen un poco de miedo a hacerlo; y así es imposible perder la virginidad –le conté con desgana y eché una fugaz mirada a sus tetas sin poderlo evitar, las cuales vi colgar atraídas por la gravedad cuando ella cogió el bote de protección solar que había sobre el césped.

–¿Quieres decir que todavía… que todavía eres virgen? –preguntó un poco sorprendida, a lo que dije que sí con la cabeza–. Pues no entiendo como un chico tan guapo como tú no haya tenido oportunidades, y no te lo digo por decir, eh. Parecen un poquito tontas las jovencitas de hoy en día. Yo no me lo pensaría dos veces, desde luego –y los dos reímos mientras la crema que se había echado sobre el pecho empezaba a bajar lentamente–. De todas formas, supongo que algunas cositas sí habrás hecho, ¿no?

Empezó a acariciarse primero la parte alta de su tórax esparciendo esa sustancia amarillenta y, poco a poco, sus manos terminaron masajeando sus senos claritos. Según iba desapareciendo la crema, su piel tomaba gracias al sol un resplandor y un lustre especial que le daban más morbo a sus friegas, que no tardaron en convertirse en movimientos libidinosos masajeándolas en círculos, lo que hacía que se juntasen varias veces descollando y demostrando su orgulloso tamaño; apretándolas entre sus dedos, anulando mi consciencia y cayendo en un abismo que se abría de una pequeña marquita u orificio en el centro de sus pezones.

–¿Te gusta ver como me doy crema? –preguntó curiosa y divertida poniendo fin a mi hipnosis.

–Hace poco estuve con la hermana del Peluqui… –dije reaccionando.

–¿Peluqui? ¿De qué me suena eso? –se preguntó en voz alta.

–Israel Peluquero. Iba con nosotros al cole y siempre le hemos llamado Peluqui –volví a mirar sus tetas.

–Ah, sí, ya sé quién es –recordó.

–Pues el Peluqui tiene una hermana de 22 años. No es que sea muy guapa, pero como es más mayor, ya no es virgen y lo habrá hecho muchas veces, así que le pedí salir.

–¿Y qué tal con ella?

–Buah, una mierda. Le pedía que lo hiciéramos y siempre me decía que no. En cinco meses que estuvimos, no conseguí ni que me hiciera una mísera paja –Romina se quedó alucinada.

–¿Nunca te han hecho una paja?

–Qué va, nunca –respondí–. No sé si es mala suerte o que no doy con la chica adecuada o yo qué sé… Creo yo que los 17 años es una edad normal para dejar de ser virgen.

Mis ojos se dirigieron de nuevo a sus pechos y, quizás fuese cosa mía al estar hablando de sexo, pero me pareció que sus pezones sobresalían un poco más que antes, excitándome al imaginarme que si estuviera en esa situación con cualquier otra chica, con un mínimo de labia, el problema que le acababa de contar, lo resolvía esa misma tarde.

–Pues la verdad es que sí –me dio ella la razón–. Oye… –inclinándose hacia mi lado e incitándome a hacer yo lo mismo– ¿y qué tal lo lleva José? –me preguntó bajando la voz; supongo que para darle un tono cómplice, ya que nadie nos podía oír. De ser así, nunca le hubiera hecho mi confesión de virginidad porque, no es que ser virgen sea nada malo, no estoy insinuando eso para nada, pero a esas edades los tíos vamos más salidos que el pico de una plancha y estamos desesperados por mojar–. Es que a mí no me cuenta nada –se quejó–. Le pregunto si tiene novia o si le gusta alguna muchacha y siempre me responde que no es asunto mío.

–Hombre, hay cosas que yo tampoco le cuento a mi madre. Cuando tengo alguna inquietud… bueno, yo cuando tengo alguna inquietud te la pregunto a ti, que no te escandalizas y eres más abierta. Sobre José no sé qué quieres que te diga.

–Pues si tiene novia, si él también es virgen

–El año pasado estuvo saliendo seis meses con una chica de su clase, pero cortaron antes de las vacaciones de verano y no hicieron nada –le confirmé que nunca había mantenido relaciones–. Lo que pasa es que, desde que entramos en el instituto, ha estado colgado por una chica de un curso superior que se llama Sheila, pero ella no debe saber ni que tu hijo existe. Yo le decía que hablara con ella en un descanso entre clases, que al menos le pidiera la hora para que ella se fijara en él, pero le daba mucho corte y así no conseguía nada. La chica abandonó el instituto y no la ha vuelto a ver, aunque para lo que le servía… –y mi mirada se quedó enganchada de sus pezones otra vez durante unos segundos en los que ella guardó silencio, dejando que me deleitase en el oscuro marrón de sus areolas.

Entonces oímos la puerta: José ya había venido. Salió al jardín y vio a su madre en top less.

–¡Mamá, que está Toni aquí, tápate un poco! –le dijo apresuradamente corriendo a darle una toalla que había en un tendedero plegable situado nada más salir para que se cubriera con ella y para joderme a mí el espectáculo.

–Pero si ya es como de la familia –le contestó su madre riéndose y poniéndose su camiseta.

El resto del día pasó sin más, como cualquier otro de aquellos, pero ahora puedo aseverar que fue sospechoso el hecho de que Romina se pasara casi toda la tarde observando como jugábamos en la piscina, en vez de enfrascarse en un libro como hacía normalmente mientras se tostaba si no se bañaba con nosotros.

Mis fantasías calientes con ella volvieron a mi cabeza durante mis ratos de masturbación, pero de manera distinta. La otra vez, después del incidente en que la pillamos a punto de tirarse a un chaval de 19 años, cuando me hacía pajas teniéndola presente, recordaba su cuerpo y nada más. Ahora, me imaginaba tocándola, cogiendo entre mis manos sus grandes pechos y estrujándolos, pellizcando con fuerza sus pezones y construyendo frases morbosas en que me pedía que continuase. Durante unos días, ese era mi único pensamiento hasta que me venía sobre un cacho de papel higiénico, lo que me preocupó porque temía obsesionarme con ella o solo con sus tetas, que me parecían fantásticas. Cuando iba a casa de José, me quedaba embobado mirando la parte de arriba de su bikini esperando que con el agua fría sus pezones se pusieran duros y punzaran la tela, como cierto viernes.

–Ay, no… ¿Sabes lo que se me ha olvidado comprar esta mañana? –le preguntó Romina a su hijo mientras estábamos los tres en el agua con nuestro compi Richard, que ese día también había ido a mojarse el culo–. Sirope de arce.

–¿Qué es eso? –preguntó Richard con extrañeza.

–¿No lo sabéis? –nos preguntó a los amigos de su hijo–. Es sirope, como un jarabe. Lo utilizo para el pollo asado y le da un sabor dulzón. A José le encanta. José, ¿porque no te acercas al súper a comprar un bote y, de paso, te traes dos cuartos de pollo más e invitamos a comer a Richard y a Toni? –ofreció– ¿Queréis comer aquí mañana?

–Gracias, pero yo no puedo –rechazó Richard la invitación–. Tengo el bautizo de mi sobrina.

–Pues yo sí –acepté yo.

Llegué a casa de José el sábado al mediodía y pasé a la cocina, donde estaba Romina echando un vistazo al asado.

–Hola –saludé al entrar–. Qué bien huele.

–Hola. Ya falta poco –musitó como para sí misma–. José no está –me comunicó.

–¿Y eso?

–Ayer, después de que os fuerais, le llamó su padre por teléfono para decirle que hiciera las maletas, que se iba a Cádiz con su novia a un apartamento que han alquilado 10 días e iban a pasar a recogerle. Se han ido a las 9:00 de la mañana.

–Entonces… ¿me voy? –pregunté pensando que quizás se habrían cancelado los planes.

–¿Por qué? ¿No has venido a comer? –me preguntó ella.

Como siempre la habíamos considerado una más del grupo, le pareció raro que me fuese como si el hecho de que mi amigo no fuera a estar supusiera un impedimento para comer con ella cuando algunas veces los demás acudiéramos a pasar el rato a su casa aunque él se ausentase. Con su madre también nos entreteníamos.

El pollo asado, regado con una buena botella de Coca Cola del año 2007, me gustó mucho; para mí era un sabor nuevo. De postré nos comimos un helado cada uno y a las 14:30, cuando el sol más picaba en lo alto del cielo, salimos a refrescarnos a la alberca.

Romina, que llevaba un bikini marrón con una flor amarilla en el centro de la braguita, estiró su toalla de baño en el sillón de playa mientras yo fui a darme un rápido chapuzón. Solo hice dos largos, aunque los largos ahí son muy cortos debido a las pequeñas dimensiones de la piscina. Luego volví a la tumbona a secarme mientras ella se terminaba su helado.

–¿Sabes que he hecho esta mañana cuando se ha ido José? –me preguntó.

–¿El qué?

–Tomar el sol desnuda –me quedé sin saber qué decir porque ¿qué se le dice a la madre de un amigo cuando te cuenta eso por muy buen rollo que haya?– Nunca había hecho nudismo, pero me ha gustado. Se está genial y es una sensación placentera notar el agua mojándote directamente el sexo, sin el bikini.

–Sí, ya me habían dicho que molaba nadar sin el bañador –hice una pausa todavía con circunspección–. Yo nunca lo he hecho. Me da palo ir a una playa nudista y que un montón de gente que no conozco me vea en pelota picada.

–Pero tú también les ves a ellos… y a ellas, jeje –razonó Romina.

–Peor todavía. Me pongo palote, no me levanto en todo el día y, encima, dejo un agujero en la toalla –la hice reír.

–Bueno, aquí no hay nadie. Si quieres probar, adelante.

–¿Tú no eres nadie? –le pregunté como respuesta negativa.

–Pero yo ya te he visto el culo… y el pito también –me quedé mirándola esperando a que me explicase de qué estaba hablando–. Cuando tenías 5 años, en el cole, te hiciste caca y tuve que ser yo la que te limpiase.

–¡Me cago en la leche! –exclamé riéndonos–. Ya no me acordaba de eso, se me había olvidado –y no podía creer que ella aun lo recordase.

–Entonces venga, que no te de vergüenza, quítate el bañador –me espoleó.

–Quítatelo tú –le contesté dándole otra negativa.

–Pues mira, quizás lo haga –inclinó hacia delante su torso desanudando la parte de arriba de su bikini y dejando al aire sus pechos que, con un leve balanceo, se me mostraron imponentes y voluptuosos… otra vez.

Dejó su prenda en el reposabrazos de su tumbona y se levantó quedándose de pie frente a mí. Llevó sus dedos pulgares a ambos lados del elástico de la braguita e hizo amago de bajárselo: "¿Lo hacemos los dos la vez?" me picó, a lo que le dije que no. "¿Seguro?" y bajó un poquito la goma, pero volví a rehusar de su cometido moviendo la cabeza sonriente. "¿De verdad?" dijo, y lo bajó un poco más, pero ahora mostrándome el principio de su mata de pelo, que me dejó parado. Entre el jueguecito, sus tetas brillando por la luz del sol y ahora ver parte de su vello púbico, ya me la tenía como una piedra, pero aún así no pensaba despelotarme. "Pues tú te lo pierdes" finalizó ajustándose de nuevo su braguita a su cintura e invitándome a acompañarla a la piscina.

Con esa insistencia de que me desnudase, y luego ayudando a decidirme con su propia desnudez, me preguntaba si pretendía llegar a algún sitio. Me vino a la cabeza el pensamiento de que intentara llevarme a un terreno pantanoso en el que yo me hundiera para terminar sucumbiendo a sus encantos, pero deseché la idea porque bastante locura tenía yo ya embelesándome con sus tetas en cuanto me despistaba y creí que solo era producto del calentón que llevaba, que me velaba la mente; pero, claro, es que esa excitación me la había producido ella. Hasta un tonto se daría cuenta de que solo me intentaba provocar, pero como no sabía con que intención, decidí abandonar de nuevo ese pensamiento. "No seas idiota. Es Romina queriéndose divertir, nada más" me dije mentalmente y convenciéndome de que ella no tenía deseos ocultos hacia mí. "¡Qué tontería!"

Con la cabeza bullendo, llegué a la escalerilla para entrar en la pileta delante de la madre de José y, cuando subí al peldaño más alto, de repente, asió mi bañador por la cinturilla y me lo bajó hasta los tobillos. Intentándomelo sacar por los pies, es lógico que, en el forcejeo, perdiera el equilibrio y terminase cayendo al agua siendo ella la que saliera victoriosa en la lucha. Se alejó de la piscina moviendo en el aire mi pantalón corto.

–¡Woh, woh! Tarde o temprano tendrás que salir por él –me advirtió riéndose a mandíbula batiente.

–Me da igual –fingí indiferencia e insignificancia y me puse con tranquilidad a bracear.

Hacía como si me encontrase cómodo, y admito que, como decía ella, daba mucho gusto estar en remojo sin ropa alguna; pero, a pesar de actuar con desenfado y tarareando una cancioncilla, me preocupaba el hecho de que en algún momento tendría que salir a coger mi bañador y ponérmelo otra vez, y a ver qué iba a hacer entonces.

Perdí la noción del tiempo, no sé cuánto habría pasado, más de media hora seguro, y ahí solo, sin nada más que hacer que lo que ya había hecho, estaba aburrido como una ostra, flotando en el agua, con la piel arrugadísima, una mano tapando mi pene, fláccido, por fortuna; un brazo estirado y el suave ritmo del nivel del agua introduciéndose en mis tímpanos. Romina se había tumbado otra vez en su sillón de playa y estaba perdida en su libro. Bostezando, oí que me hablaba.

–¡Hey, Toni! –me incorporé– ¿Cuándo vas a salir por tu bañador? Debes parecer ya un garbancito, jaja.

–Ya veré… –respondí con orgullo siguiendo la farsa de que no me inquietaba, en absoluto, ese problemilla.

Ella no me creía porque ya me conocía muy bien, así que se levantó y vino hacia la piscina. Sin embargo, a medio camino, se detuvo. "Bien…" suspiró como rindiéndose ante algo y, bajando la espalda, deslizó la parte inferior de su bikini, se desprendiendo de él y se quedó completamente desnuda.

Ya no fueron solo sus magníficas tetas y sus redonditos pezones donde mi vista se clavó como un dardo; esta vez probé puntería en su coño y di en el blanco que había dejado su braguita ahí abajo. Los pelos nacían a ambos lados del triángulo de su pubis y se juntaban formando una franja que se perdía entre sus muslos y vetaba su imagen para mi deleite, y, también, para la dureza de mi polla, a la cual no le importó no obtener detalles de su almeja porque, aun así, se empalmó de nuevo.

Se zambulló en la alberca y comenzó a nadar de espaldas de un extremo al otro. Ese estilo de natación, me permitía contemplar las exquisiteces de su cuerpo que más llamaban mi atención y mi morbo. Cada vez que lanzaba un brazo atrás, su seno parecía adquirir una consistencia dura y más redonda, su tripa se asemejaba a una ballena emergiendo a la superficie con su ombligo simulando el orificio nasal del cetáceo, y su tupido pubis de aspecto apelmazado al estar empapado, era un reclamo a la erección más vigorosa que recordaba en mi vida. Y ahí estaba yo, adherido a una de las paredes de la piscina a mi espalda y con ambas manos sobre mis genitales intentando esconder, no ya mi pene, sino también su estado. Además, ahora no solo me daba vergüenza estar desnudo, a ello se le sumaba que ella lo estaba tanto como yo. Me sentía tan cohibido como cuando hizo top less días antes mientras la acompañaba, que no sabía dónde mirar con tal de no incomodarla, porque sabía que mis miradas lujuriosas no iban a resistir la tentación de acariciar sus tetas igual que ahora se enredaban en los pelos de su monte de Venus.

Tirándome líquido elemento a la cara, me sacó de mi ensimismamiento, que en ese momento estaba centrado en sus pezones que con el agua fría se habían erguido. Yo contraataqué dando inicio a una peleilla hasta que me pidió que parara porque le había entrado agua en un ojo y le escocía. Fue solo una astuta estratagema, pues al acercarme a ella, se me abalanzó y me hundió.

Eso era juego sucio y claro está que me iba a vengar. Con varias brazadas, Romina alcanzó la escalerilla metálica y yo nadé raudo para impedirla salir. Cuando empezaba a ascender, la rodeé por la cintura con los brazos y sus glúteos opulentos se pegaron a mi pecho sintiendo sus blandos cachetes en todo mi tórax. Mi intención era arrancar sus manos de las barras de la escalerilla y caer de espaldas hundiéndola conmigo, pero no me lo estaba poniendo nada fácil, pues ella no cesaba en su empeño de avanzar peldaños arriba entre risas y a mí se me escurrían los brazos por su vientre. Pronto logró subir uno más, por lo que su trasero también subió y se me plantó a escasos centímetros de mi barbilla. Unos segundos después, apoyó otro pie en el siguiente, cogió impulso y ganó un tramo más. Noté como mis napias recorrían su regata y mi cara se quedaba encajada entre sus nalgas.

Al respirar el aroma de su conejo, este invadió mis fosas nasales y las células del cerebro anulando mi raciocinio, por lo que casi sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a presionar su orto con la nariz como si quisiera penetrarlo, aunque tampoco puedo asegurar que acertase justo en él. Fuera como fuera, en ese momento, las manos de Romina se soltaron y caímos los dos al agua, contra la que parece que el choque con mi nuca, me despabiló y reaccioné instantáneamente.

Vi una figura difuminada junto a mí y moví los brazos hasta que atrapé una pierna por su canilla. Ella comenzó a patalear y a revolverse para huir de mí. Quería cogerla, sacarla del agua y volverla a hundir para consagrar así mi victoria y, mientras peleábamos en el fondo de la pileta, yo solo tocaba y sentía carnes blandas: sus piernas, sus posaderas, sus tetas… hasta que mis manos encontraron dos asideros. Sujetándola bien, la elevé por encima del agua y la dejé caer de nuevo con todo su peso.

Pude ver perfectamente cuáles fueron esos puntos de apoyo en ese instante en que la mantuve a pulso. La mano izquierda la había sujetado por la clavícula, pero la derecha había ido a parar a su entrepierna. Me quedé extasiado mirando esa mano, en la que todavía podía percibir la ternura de su vulva y la textura de sus pelos que parecían haber grabado estrías o pequeños cauces en mi palma, la sentía como si todavía la tuviera sobre su coño. De repente, ella emergió por detrás de mí cual monstruo del lago y se tomó la revancha.

Repuesto, salí de la alberca detrás de ella fijándome como oscilaban sus nalgas y la redondez de su culo. Al llegar a mi sillón, me tendí boca arriba y cerré los ojos disfrutando del cálido manto con el que el astro rey secaba mi cuerpo. Aun eran las 18:00 de la tarde. Oí el típico "chof" del bote de protector solar que Romina vertía en una de sus piernas para comenzar a extenderla.

–Vaya, resulta que es verdad –comentó riéndose–. Sí que te pone palote ver a una mujer desnuda –joder, joder, joder, no me había dado cuenta de la furiosa erección que blandía entre mis piernas, por lo que rápidamente me senté en la tumbona recogiendo las piernas para encubrir mi rigidez–. Tranquilo, machote, ya lo he notado antes en la piscina –es decir, que ella también se había aprovechado de las circunstancias– ¿En qué quedamos el otro día? –me preguntó dedicándose a la otra pierna–. En que me podías mirar las tetas todo lo que quisieras, así que creo que yo también debería tener derecho a echar un vistazo de vez en cuando –según estaba, podía observar los pelos que poblaban su pubis y me excitaban, lo que no me convenía para nada en esa ocasión.

Dudé en dejar mi pene a su total exposición, pero viendo que ella seguía a lo suyo y parecía no darle importancia, lo hice con bastante pudor. No miró; cogió el bote de bronceador, se esparció un poco en el pecho y empezó a aplicárselo en las tetas siguiendo el mismo ritual que hiciera unos días antes.

–Tienes la espalda muy roja –me hizo saber–. Dame crema en la espalda y luego te la doy yo a ti, anda –y se tumbó boca abajo dejando a mi completa disposición su espalda y su trasero. Yo me arrodillé a su derecha, pero los brazos del sillón obstaculizaban mi maniobra y resultaba incómodo por la torsión que debía ejercer la cintura, lo que Romina notó y me preguntó– ¿Qué te pasa?

–A mí nada, pero es que con esto aquí –golpeé con la mano uno de dichos brazos– no puedo hacerlo bien.

–Bueno, siéntate en mis piernas y ya está.

–¿Seguro? Ya sabes como estoy y no creo que sea muy apropiado.

–Ay, no seas tontorrón, hombre –me recriminó–. No pasa nada después de habernos visto desnudos y no te preocupes por tu erección, que no me molesta… Aunque ten cuidado, no me vayas a pinchar, jajaja –esas bromas, lo que menos hacían, era ayudarme a calmarme un poco.

Tragué saliva y fui a sentarme en sus piernas, pero tenía un dilema. Si me sentaba en sus corvas, debería echarme demasiado hacia delante para llegar bien a sus hombros, y si subía mi trasero más arriba, mi pene quedaba muy cerca de su nalgatorio y podría entrar en contacto con él; o pincharla, como ella misma dijo, porque mi miembro ahora mismo era un arma blanca.

Sudando como un pollo, y no precisamente por el calor, opté por tomar asiento en su culo. Sobre esas carnes mórbidas que ahora tenía debajo, descansaban las mías, mi perineo y mis testículos. De mi polla comenzaban a emanar los primeros efluvios de la excitación extrema que a poco me iba arrebatando mi condición humana para convertirme en un animal, y empeoró cuando me dijo que también le extendiera crema por la parte donde reposaban mis asentaderas. Frotar su trasero maleable, palparlo y amasarlo, la carnosidad en la que mis dactilares se hundían cuando queriendo apretarlo y estrujarlo solo me atrevía a clavar los dedos, y el casi imperceptible contoneo que ella misma producía, eran una tortura que me estaba llevando a la exaltación más elevada de mi demencia.

Aquí el relato deja de ser porno y se convierte en un drama. Muchos de vosotros que estéis leyendo esto, pensaréis: "Pues yo ya se la hubiera metido hasta las orejas" o "Vaya un gilipollas está hecho el chaval", pero ya me gustaría veros a vosotros tener que pasar por lo que estaba pasando yo. Además, si tan atrevidos fuerais, no estaríais aquí machacándoosla, sino follando con algún bombón, ja.

Realmente estaba sufriendo intentando inventarme alguna excusa para irme antes de que no hubiera vuelta atrás, el punto desde el que nada volvería a ser igual, porque el comportamiento procaz que Romina tenía aquella tarde, no dejaba lugar a dudas de que había vuelto a las andadas y su capricho sexual, ahora, era yo.

Sin poder sostener más esa situación, dejándole el trasero un poco pringado de crema todavía, le dije que ya había terminado y me levanté. Me quedé ofuscado y sorprendido cuando se dio la vuelta y desmontó los brazos del sillón de playa. Se sentó a horcajadas, con las piernas abiertas, que fue cuando Romina dejó de tener secretos para mí. Entre la espesa mata de pelo que tenía en su coño, se entreveía una tajada, como si ahí sus vellos se separasen finamente para descubrir una raja rosada y unos pequeños labios menores que, igual que el clítoris acompañante, se observaban no sé si brillantes por la lubricación sexual o por el baño, pues nuestros cuerpos aun permanecían húmedos. Una gruesa gota de líquido preseminal recorrió el tronco de mi dolorido falo ante sus pupilas.

–Siéntate aquí mirando al frente –me dijo palmeando la tumbona entre sus piernas.

Hice lo que me mandó, dejando mi espalda delante de ella. Esparció bronceador y, mientras me lo untaba, me estuvo dando un extraordinario masaje. "Estás muy tenso", señaló. La verdad es que me relajé bastante, al menos, dentro de lo que cabía, y mi pene había rebajado su tirantez, lo que hizo que el dolor que he comentado antes de tan persistente arrechera disminuyera, aunque el glande siguiera impregnado de lascivia.

Se recostó en el respaldo y, tirando de mis hombros hacia sí misma, hizo que yo también me recostara, pero, en mi caso, sobre dos cojines rellenos de grasa mamaria y lujuria, a juzgar por dos puntas endurecidas que se clavaban en mis omoplatos. Echó en mi torso un gran chorretón de protector y, tranquilamente, se dispuso a repartirlo.

Estábamos jugando con fuego y ese punto de no retorno al que temía llegar, lo cruzamos cuando los dedos de Romina rozaron mis testículos cuando pasaban por las ingles. Mi pene morcillón cabeceó y empezó a enderezarse sin prisa pero sin pausa, todo lo contrario que mi corazón, que comenzó a inyectar sangre a toda máquina. "Parece que se te va a salir del pecho" dijo ella que, sin ningún reparo, agarró con fuerza mi miembro engalanado de nuevo con una lágrima en su ojito.

La cadencia que la mano diestra de Romina aplicaba en la paja que me estaba haciendo, era exasperante, pero no tardaría nada en correrme, y menos al empezar a susurrarme al oído cuando tuve que reposar mi cabeza en su hombro encadenado al placentero cosquilleo producido por la masturbación,.

–Este no es el pito que vi hace diez años en el cole… esta es un polla de hombre, una polla dura de hombre –me alentaba con la voz más sexy y lasciva que hubiese escuchado– ¿Así o prefieres más deprisa?

–Más deprisa, más deprisa… –contesté yo cerca del éxtasis.

–¿Te gusta cómo te doy cremita en la polla? ¿eh…? ¿Sabes? Me pone muy cachonda pajear un cipote adolescente de un yogurín como tú… Mi coñito cacarea –y llegó el colofón arrastrando temores, vergüenzas, tretas y suplicios–. Y… ¿qué pasa si aumento la velocidad un poquito más?

Pues que un largo y fuerte disparo seminal cayó en mi pecho acompañado de algunos más y liberándome por completo. Quedé derrengado sobre su cuerpo y sus dos cojines, con sus pezones endurecidos aun clavados en mi espalda.

Una cantidad de lefa espesa escurría con su densidad por mi tórax y mis abdominales, y hasta creo que ella se manchó algún dedo y se lo limpió chupándolo, pero no lo sé. Estaba tan a gusto descansando sobre ella, que no quería averiguarlo, no quería abrir los ojos, poco me importaba.

–Ya no podrás decir que nunca te han hecho una paja –me dijo con un tono de voz mucho más natural mientras extendía mi semen por mi piel como si fuera otra vez protección solar. Al cabo de un rato, me fui con el bañador puesto.

Aquella noche dormí muy mal sin dejar de comerme el tarro y con mil pensamientos en la cabeza. Los acontecimientos tan surrealistas de aquella tarde, no sabía cómo afectarían a mi relación con Romina. Sabía que tenía que seguir actuando con normalidad, como si nada, para no llegar a crear una situación tirante e incomoda entre nosotros, pero en mi fuero interno no podía ignorar que me había atrapado en su telaraña y, de cierta manera, sabía que una relación así no podía terminar bien. Es que no tenía futuro. La paranoia fue imaginarme a la madre de José, que cuando yo nací ella tenía 28 años, como mi pareja sentimental y yo siendo padrastro de mi mejor amigo. Vaya nochecita pasé

Al día siguiente, domingo, Richard me llamó para decirme que habían quedado los demás para ir a casa de Romina a echar la tarde, pero eludí la cita diciéndole que no me encontraba bien y que a la noche nos veríamos en el Parque Europa. El lunes, fue Romina la que me llamó a la misma hora.

–Toni, soy yo. ¿Qué te pasó ayer? ¿por qué no viniste?

–Nah, es que no me encontraba bien y preferí quedarme en casa descansando –intenté disculparme.

–¿Y no será por…? Bueno, vente para acá y luego hablamos –seguro que ella tenía claro que yo sabía perfectamente por dónde iban los tiros.

Estaba acojonado, me temblaban hasta las pestañas y el nerviosismo me atenazaba toda la musculatura. ¿No podía dejarlo pasar y no hablar de nada? Así lograríamos olvidarlo más fácilmente.

Cuando entré en su casa, me extrañó no verla ahí recibiéndome, y, como tengo la suficiente confianza para coger algo de la nevera, pillé un Aquarius para tragar el nudo que se me había hecho en la garganta, en vez de una Coca Cola como siempre, ya que un chute de cafeína no me iba a ayudar mucho.

Al aparecer en el jardín, vi que se estaba bañando.

–Perdona que me haya metido para adentro tan rápido; no quería que desde la calle me vieran así –¿así? ¿cómo?–. Se está muy bien. Métete conmigo, venga.

–No, no… aquí estoy bien.

–¿Te piensas quedar ahí todo el día? –me preguntó minutos después, ante lo cual yo hice como si no hubiera oído nada y disimulé dando un trago a mi bebida y fingiendo que me interesaba en el aluminio del marco de la puerta corredera acristalada por la que se salía afuera.

Se dispuso a salir del agua por la escalerilla completamente desnuda nuevamente, justo como me temí. Venía hacia mí, pizpireta contoneando sus caderas al paso y pavoneando su apetecible figura plagada de gotas de agua. Nunca me habían gustado las mujeres maduras, pero Romina era diferente. Sin tener un cuerpo escultural ni demasiado delgado, sabía cómo hacer que se viera resultón y usarlo para atraer a los hombres, más cuando uno de ellos era un inexperto adolescente como yo que, aunque se negase por tratarse de la madre de su mejor amigo, sabía que con ella podría descubrir placeres nunca antes conocidos.

Me cogió de la mano y me llevó hacia la piscina. Por delante de mí, su culo grande y abundante sin exageración, se movía al andar estimulando otra vez mis sentidos. Me cogí a las barras laterales de la escalerilla, pero ella me detuvo.

–Eh, eh… hay que entrar sin bañador –me advirtió.

No había otra y me despojé de él dejándolo ahí mismo, en la alfombra de hierba. De haber intentado evitar lo que fuera a pasar, ya era tarde, el día anterior había cambiado mi relación con esa mujer y habíamos dejado de ser el amigo y la madre de José, aunque solo lo supiéramos nosotros. Yo me sentía culpable, había traicionado a mi camarada, y, cual valiente caballero sobre su irreducible rocín, tenía que aceptar mi destino, el cual Romina impondría, no a la fuerza, sino al placer.

Una vez dentro de la piscina, yo me quedé inmóvil y ella se sumergió para mojarse la cabeza y, después, despejar su rostro echándose el cabello hacia atrás a la vez que lo escurría. Me fijé detenidamente en su cara. Todavía era guapa, aunque ¿por qué no iba a serlo? Era una mujer madura, no una anciana con cara de uva pasa. Luego, sin acercarse a mí, dio, por fin, comienzo el simposio sobre nosotros, nuestro afaire, lo que había pasado

–Ayer no viniste por lo que pasó el sábado, ¿verdad? –no hubo réplica–. ¿Crees que está mal lo que sucedió?

–Hombre, pues… –dije transparentando lo que pensaba y forzando una sonrisa.

–¿Dónde está el mal? –intentó hacerme reflexionar con seriedad y cierta angustia que noté en sus ojos atribulados–. Millones de personas hacen prácticas sexuales compartidas todos los días; miles estarán masturbándose mutuamente ahora mismo, millones estarán haciendo el amor.

–No es eso, es qué… –joder, no sabía cómo explicarme.

–¿Te gustó? –preguntó aproximándose a mí–. A mí me puso a 180 y no sabes la barbaridad que hice después.

–Claro, claro que me gustó, pero es que

–Es que… ¿qué? –se mantuvo en silencio esperándome y de pronto– ¿Te gusto yo?

–Sí –acepté sonrojándome un poco.

–Entonces ¿de qué tienes miedo? –me dijo acariciándome el pelo.

Al no obtener respuesta, continuó su alegato agarrándome el pene y comenzando a masturbarme lentamente, mientras seguía pasando su mano contraria por mi cabeza, para que la presa fuera cogiendo rigidez. Fui incapaz de pronunciar una palabra, solo cerré los párpados y me abandoné. Ya todo daba igual; ella había ganado.

Evidenciando su victoria, cogió aire respirando hondo, su pecho se infló y sus pezones, endureciéndose como mi periscopio, se proyectaron hacia mi exaltación. Se acuclilló en el fondo de la pileta, su cabeza se sumergió y, de pronto, la humedad del líquido que rodeaba mi miembro, se tibió drásticamente. Golosa, disfrutaba de su trofeo comiéndome la polla debajo del agua. Algo suave y resbaladizo recorría mi tronco al avance de sus labios, y, de cuando en cuando, Romina se asomaba a la superficie para tomar oxígeno y volver a su labor oral. Si los políticos de nuestros días dominaran la oratoria como lo hacía ella, el mundo sería un lugar mejor donde vivir.

Mi polla se resentía cada vez que se la sacaba de la boca por el cambio de temperatura y sus rodillas también, por lo que mudó de estrategia. Sin soltarla, me pidió que me sentase en el borde de la piscina, lo cual hice aunque medio trasero quedase fuera por lo estrecho que este era. Se inclinó, pero dejó, de momento, mi pene aparte para dedicar un poco de saliva a mis huevos. Deslizó la lengua un par de veces por un finísimo pliegue que separaba los dos hasta la base del miembro, respondiendo con dos suspiros míos por la impresión de tan rica descarga eléctrica. Tras esto, primero se comió un testículo, luego el otro y, después, ambos juntos, dejando para el final mi orgasmo, el cual comenzó a fraguarse cuando Romina me descapulló dejando mi glande a disposición de su lengua. El ritmo firmé y pausado que marcó, exorcizó mis demonios con el semen con el que impregné hasta sus amígdalas agarrándome a la arista donde estaba sentado con fuerza.

Dejé mi cuerpo abatido respaldado en la pared de la alberca. Abrió su boca y vi como mi lechosa simiente caía al suelo del exterior de la pileta, lo que hizo también el agua con el que se enjuagó a continuación antes de salir y, pintándome una húmeda caricia en la mejilla, decirme que me esperaba fuera.

Ya estaba convencido del todo: debía aprovechar esa oportunidad. Me lo repetí mentalmente cuando la observé ascender por la escalerilla para dirigirse a la tumbona y su culo opulento y fastuoso me impactó en la retina. Iba a poder cogerlo, tocarlo, manosearlo, sobarlo a placer… Iba a disfrutar el momento, me lo había ganado, me había comportado como un campeón ante la soberbia desfachatez de Romina hasta agotar toda mi fuerza moral. Con esto en mente, salí yo también a enfrentarme a la batalla.

Recostada en su sillón, se percató de que me acercaba con la polla colgando y los colores de guerra enrojecidos en mi cara, hizo desaparecer los restos de crema que se untaba por su pecho, una vez más resplandeciente, y abrió las piernas.

Los pelos empapados de su conejo cubrían en su totalidad esa parte con menos horas de sol, pero ella, distraídamente, como aparentando soledad, con el dedo corazón y el pulgar se abrió los labios revelando el color rosado y, con el índice, comenzó a acariciar el clítoris quedando oculto a mi mirada enturbiada. Gotas de agua decoraban adheridas la piel de Romina, impasibles dejándose evaporar, y los sonidos ambientales era lo único que daba testimonio de que un mundo seguía su curso a mi alrededor.

Su mano masturbatoria se detuvo, y, la otra, sobre su pubis, estiró la piel hacia arriba y después los labios a los lados. Su coño se abrió y su clítoris se envalentonó y dejó atrás el prepucio como el cuello de la Vetusta Morla saliendo de su caparazón. "Acércate" me mandó y me arrodillé ante ella cual súbdito de su lujuria y ante sus rodillas. Me tendió la mano y le presté la mía, apuntó con dos de mis dedos a su perlita incandescente y comenzó a estimularlo en círculos hasta que me dejó seguir solo. Era más duro de lo que yo creía y, su vulva, la primera vulva que tenia el placer de palpar a mi antojo, más tierna.

Me descontrolé cuando, con total confianza e incitado por sus esporádicos gemidos en aumento, metí dos dedos de la mano inactiva. Se envolvieron en una viscosidad cálida en el interior de su vagina ardiente. Para que os hagáis una idea y probéis, era como meter el dedo por un agujero en un melón caliente, y, hablando de melones, los de Romina que, agitados por su acelerada respiración, subían y bajaban como una marejada.

Inserté en su hendidura un tercer y un cuarto dedos. Sus caderas se movían frenéticas cuando presentí su orgasmo. Elevaba el culo y su clítoris inflamado se me escurría perdiendo la fricción. Ella presionó mi índice y corazón con sus propios dedos y marcó el ritmo que la haría zumo cuando se corrió entre estertores y espasmos vaginales que sentí como si se estuvieran produciendo en mí mismo. Quedó desfallecida.

Se recuperó y le volvió el resuello mientras yo acariciaba los labios menores de su almeja con una cadenciosa delicadeza y me enredaba en su maraña de pelo, todavía de rodillas entre sus macizos muslos abiertos, que tampoco escapaban a alguna que otra caricia.

Me atrajo hacia sí y la abrace tumbado encima de ella, diferenciando sobre mi cuerpo las formas del suyo, el repecho de su vientre, el desnivel de sus tetas otra vez clavadas en mí… Su piel estaba fresca y su lengua caliente reconociendo la mía, que todavía no la había catado, pero que no tardaría en sentir alternando sus pezones.

Como os he dicho cuando os he contado la primera vez que la vi en top less, podría llenar mis manos con sus pechos y llevaba un rato comprobando que estaba en lo cierto mientras nuestras bocas mezclaban sus sabores. Esas tetas gloriosas, rebasaban mis manos y cuanto más las estrangulaba y más las sobaba, más ganas de chuparlas me entraban, así que quise hacerlo bien. Estaba viviendo la mejor tarde de mi vida y quería que se repitiese mil veces haciéndole ver a la madre de mi amigo que, aunque inexperto, apuntaba buenas maneras.

Bajé a su cuello dándole pequeños besitos y luego lamiéndole hasta los hombros y vuelta por las clavículas, algo tan placentero como el recorrido que hacían las suaves yemas de sus dedos por mi espalda. Así, de lametazo en lametazo, conseguí llegar hambriento a sus pezones oscuritos y redondos. El derecho fue el primero víctima del cepo en que se convirtieron mis labios mientras el izquierdo sufría entre mis dedos sin piedad robándoles quejidos. No estaba erecto, al contrario que mi verga, que ya a esas alturas podría rayar cristal, pero sentir como se endurecían en mi boca, me pareció tan excitante que, una vez coronados sus picos, el siguiente objetivo era una deliciosa cubana entre sus ubres. Como si tuviera un motor, los lengüetazos rápidos e intensos, no daban tregua a su rigidez, y a todo esto, mis manos viciosas no habían abandonado esas dos masas de carne. Eran blandas, pulposas, abundantes y grandes; por lo que había sitio suficiente para mis diez dedos.

Fueron el rincón perfecto en el que alojar mi polla para culminar los preliminares. Moviendo las caderas, empecé la danza con un vaivén pausado, pero la exasperación adolescente por llegar nuevamente al orgasmo, que me hacía embadurnar su canalillo con una pre-eyaculación, estaba saturando de placer mi cerebro. Romina me daba un calambrazo proveniente de la punta de la lengua cada vez que mi glande salía por arriba del conducto que creé entre sus pechos. Eso ya estaba siendo demasiado para mí y si ella no me hubiera apartado de sus tetas incorporándose cuando entre suspiros le dije que se preparara para ver desde primera fila mi semen emanar, en pocos segundos hubiera sido una espectadora con el rostro manchado.

–Si te corres ahora vas a tener que descansar y estoy ansiosa por que me folles de una vez. Quiero que me des fuerte, ¿entendido? –Señor; sí, Señor.

Cogió dos condones que tenía preparados al lado del libro que suele leer mientras toma el sol y me dijo que me pusiera uno. Qué hija de puta, sabía perfectamente lo que iba a pasar, lo tenía planeado y no esperarme en la entrada de su casa cuando me abrió la puerta, fue solo una artimaña para disparar mi excitación al verla salir de la piscina desnuda y mojada. Me dio igual; aunque fuera el perdedor de la partida que Romina me preparó para follarme, yo había ganado más que ella. ¿Cuántos pueden decir que han perdido la virginidad con una experimentada mujer de verdad, hecha y derecha, de 45 años sin haber cumplido, siquiera, la mayoría de edad? Estaba equivocado, la victoria era mía.

Me dio la espalda sujetándose al respaldo de la tumbona y sometiendo su formidable trasero a lo que quisiera hacer con él, como agasajarlo a manos llenas; bajo el cual, su coño irradiaba fuego. La vi meterse dos dedos un par de veces como para tener lista su gruta para mi intromisión. Enfundada en el preservativo, la punta tomó contacto con sus inflamados labios menores, lo que me produjo un escalofrío que me subió por la espina dorsal. Quería mentalizarme de que, en cuanto dijese "ya", dejaría de ser virgen; era un momento único en mi vida, de ahí que fuese tan especial y que estuviera tan nervioso.

Ella meneaba un poquito las caderas jadeando para que mi miembro entrara en ella, pero solo lo hizo el glande después de un par de intentos que combinaban inexperiencia y mala puntería. "Ya". Bien encarrilada, suavemente, se la enterré entera en su chocho peludo. Me quede inmóvil, respirando agitado y con el corazón a mil revoluciones por minuto, recreándome en la calidez de su vagina, de sus aterciopelados pliegues y de las sensaciones que me embargaban llenándome de emoción. Romina empezó a moverse adelante y atrás animándome a ayudarla moviéndome yo también.

No fui moderado, no fui suave, no fui considerado. Un instinto primitivo se apoderó de mi cuerpo y comencé a bombear rápido y con empuje, jadeando y haciéndola gemir caliente. La verdad es que creía que lo sentiría más estrecho, más apretado, pero aun así, era delicioso sentir como mi verga perforaba su coño. A veces perdía el ritmo a causa de mis ansias y mi apresuramiento, pero no le daba tregua a la madre de mi camarada y pronto mi bajo vientre ya estaba de nuevo chocando acompasadamente contra su culo, el que, de vez en cuando, agarraba con fuerza y vehemencia.

–Uhhh, estás hecho un toro. Cornéame, cornéame más adentro –suplicaba Romina incitándome a aumentar la velocidad.

Muchos minutos habían sido testigos ya de ese placer aquella veraniega tarde de lunes y mis rodillas comenzaban a aquejarse. No cejaba en mi empeño de regalarle todo mi esperma, pero, quizás al ser la primera vez o a que el nerviosismo estuviera teniendo un efecto de insensibilidad en mi pene, no conseguía venirme.

Cogí una de sus piernas por la corva y la levanté dejándola sobre mi hombro. Una de mis manos la sujetaba para que no se resbalara de él y, la otra, recorría su extremidad desde el gemelo hasta los muslos, llegando incluso a su ingle y a su pelambrera.

Sin embargo, al cabo de un rato, tuve que dejar su pierna donde estaba porque ella me cogió una nalga con la mano atrayendo con fuerza mi pelvis hacia su culo, el cual empezó a agitarse violentamente, golpeando contra mi pubis y echando a volar los gritos de Romina. Ahora si, noté como su hendidura se encogía con cada espasmo. La succión de las contracciones de su vagina oprimía mi erección mientras con un movimiento algo irregular pero firme, no disminuía mi empeño de llegar a las profundidades de la húmeda galería que acogía a mi verga trémula.

–Despacio… despacio… –suspiró inmóvil después de su segundo orgasmo.

Reduje la velocidad, lo que le permitió a ella incorporarse, pero no dejé de meterla y sacarla; ahora lentamente, recreándome en el camino y en las sensaciones que su interior me proporcionaba y aprovechando un momento de respiro. Echó los brazos hacia atrás, rodeándome la cintura mientras le daba una serenata de besos y chupetones entre el cuello y el hombro. Giró su cabeza y acerqué mis labios a los suyos para que nuestras lenguas volvieran a juntarse con la lascivia que Romina ya me había mostrado.

–¿Quieres venirte…? –me preguntó sensualmente con su respiración acelerada.

–Sí… –contesté con los ojos cerrados concentrándome en el tacto y en la abundancia de sus pechos.

–¿Dentro de mí…?

–Sí

–Pues sigue –ordenó echándose para adelante para aferrarse nuevamente al borde del respaldo y volviendo a menear el culo.

Ese suntuoso balanceo de su trasero hizo que mi lujuria se revolviese y una visceral exaltación poseyera mi falo, con tal hervor como yo poseía su coño afelpado y hambriento. Ensalada le iba a dar yo, con lechuga, tomate y, sobre todo, pepino para el chumino. Me sentía pletórico, el dueño del mundo, en la cresta de la ola. Llevé mis manos hacia sus tetas, ella separó un poco el pecho del respaldo del sillón en el que estas se aplastaban por la postura y las cogí con fuerza, apretando con delirio esas blandas masas de carne donde mis dedos se hundían, para coger impulso y clavársela hasta el fondo para obtener mi orgasmo.

Con semejante trajín, el respaldo de tijera se abrió, cayó para atrás y quedó al mismo nivel horizontal que el resto de la superficie lisa donde nuestras rodillas sujetaban nuestros cuerpos. Ya era toda la silla un único plano. Romina quedó tumbada, con el busto depositado y oprimido por el plástico duro, en una postura sumisa de lo más excitante, con su trasero redondo y voluptuoso elevado y el ano plisado al descubierto al tener las nalgas abiertas. La mejor manera de terminar el primer polvo de mi vida, sería con una penetración anal, y así me dispuse a palparlo con un dedo para, después, introducirlo despacio pero sin pausa con suma facilidad. Ella se apoyó en sus codos y giró la cabeza para mirarme.

–Quieres darme por el culito, ¿eh, bribón? Dime que quieres hacérmelo.

–Romina… quiero darte por culo.

–¿Sí? –jugaba ella– Y, entonces, ¿qué haces con ese dedo? ¿Por qué no me metes la polla y me demuestras que eres un hombre?

–Te estoy dilatando –dije con gran seguridad creyéndome un sibarita del sexo anal solo porque, al contrario que mis amigos, ya podía afirmar que había tenido sexo con una mujer.

–No hace falta, estoy acostumbrada y mi ano se ha vuelto muy elástico con la práctica. No eres el primero al que le entrego mi trasero, ¿sabes? Sé un machote y dame rabo, que quiero que me llenes los intestinos y me demuestres que te mereces follarme para que lo hagas cada vez que te apetezca echar un polvo.

Me quité el condón para sentir más el roce y así facilitarme el orgasmo. Puse los pies en el suelo, cada uno a un lado de la estructura donde Romina me esperaba boca abajo, y flexioné las rodillas para que mi instrumento quedara a la altura del vórtice donde lo apoye para que, cuidadosamente poco a poco, comenzar a empujar. Como ella me había dicho, y no sin un poco de dolor al principio, su agujero trasero, cercado por unos poquitos vellos en desacuerdo, cedía a la intromisión de mi polla que estaba sufriendo.

Una vez mi pubis tocando su redondez, me pidió que me detuviera un momento. El sol se había puesto, el cielo comenzaba a vestirse de atardecer y, la claridad que restaba para la noche, hacía visible la fina película de sudor que cubría la espalda y los glúteos de Romina, dándole un aspecto más apetecible a esa piel que acaricié a lo largo hasta llegar a sus cervicales.

Los primeros avances de mi miembro, fueron un poco incómodos y lentos por la ausencia de lubricación, hasta que su ano se habituó permitiendo mayor desahogo para fijar un ritmo que a poco fui incrementando. Su conducto rectal era el camino que varios minutos más tarde me dirigiera frente a mi deseado orgasmo dada su estrechez, más declarada que la de su coño. El cansancio estaba haciendo mella en mí y los gemidos de la madre de José me daban a entender que, al igual que yo, ella también lo estaba disfrutando; no solo la penetración sino también la fricción que estaba empleando en su clítoris y genitales. Sin embargo, mis rodillas empezaban a dolerme de cansancio por la larga postura.

Y la voz del clímax fue aumentando progresivamente hasta que un grito orgásmico de líquido transparente y blanquecino comenzó a ser expulsado por mi polla. Apreté los dientes y entorné los párpados: me estaba corriendo en una mujer… y el placer era inmenso. Tuve tiempo de sacar mi verga para manchar su nalga izquierda con un chorretón de lefa que lentamente empezó a escurrir por su muslo.

Mis piernas temblorosas, sin apenas fuerzas, no pudieron con mi peso y, dando unos pasos tontos hacia atrás, me dejé caer en el césped del jardín para descansar un rato con los párpados cerrados y las extremidades extendidas. Mis mejillas estaban arreboladas, las orejas me ardían, los ojos estaban vidriosos, me dolían las rodillas, tenía la boca seca y, si seguía respirando tan fuerte, terminaría hiperventilándome, pero me sentía mejor que nunca. Ya no hacía calor; una suave brisa veraniega acariciaba mi cara, mi pene y enfriaba mi pecho sudoroso mientras todo mi cuerpo se relajaba sin preocupaciones y oyendo en la distancia la, todavía, agitada y jadeante respiración de Romina. Unos minutos de sosiego después, se tumbó a mi lado y fue su mano la que acarició mi cara y mi pene flácido.

Las tardes posteriores fueron igual de excitantes y fantásticas, asimilando todo lo que me estaba pasando. Con José ya en casa, algunos viernes y sábados me inventaba excusas para no salir por la noche, y mientras él se iba de copas con el resto de nuestros amigos, yo acudía a su casa para follar con su madre hasta que quedábamos saciados. Ella estaba encantada con el ímpetu y la fogosidad propias de mi edad, siempre estaba dispuesto a complacer sus deseos sexuales cuantas veces hicieran falta porque siempre tenía ganas de meter en caliente. Nunca imaginé que la madre de mi mejor amigo tuviera ciertas perversiones como la lluvia dorada o la experimentación del dolor.

Cuando comenzamos la universidad, Romina encontró en el deporte y el ejercicio la manera de que su hijo se ausentase un rato por las tardes los lunes, miércoles y viernes y, de esta forma, tenerlas libres para nosotros. A las 18:30, José se iba haciendo footing hasta el pabellón deportivo. Allí hacía una hora de natación y volvía caminando. Cuando estaba de regreso sobre las 20:30, yo ya había llenado de lefa alguno de los agujeros de su madre y ya me encontraba fuera de allí.

Desgraciadamente, una fría tarde de primeros de diciembre, se fue todo al traste. Le estaba comiendo el coño cuando nos pareció escuchar la puerta de entrada. Unos pasos en las escaleras, nos confirmaron las sospechas de que alguien había entrado y no estábamos solos en aquel chalet. "Corre, corre, métete debajo de la cama", me dijo ella poniéndose el camisón con el que me había recibido un rato antes. Cogí los pantalones y la camiseta, que estaban desparramados por el suelo, y me escondí bajo nuestro lecho de amor, por llamarlo de alguna manera. Tras unos golpes en la puerta, esta se abrió y vi las deportivas azules de José.

–¿Qué haces en la cama a estas horas? –le preguntó extrañado a su madre.

–Pues… pues nada, estaba cansada y me he echado un poco hasta que vinieras –pretextó ella.

–Pero si siempre lo haces en el sofá

–Ay, hijo, ya lo sé, pero hoy me apetecía más estar en la cama –dijo ella cansina y con cierto temor por si nos descubría– Pero tú ¿qué haces aquí tan pronto?

–Me he caído cuando iba al pabellón y me he hecho daño en un tobillo. Voy a mi habitación a ponerme una tobillera, hoy no puedo nadar– y se fue cerrando de nuevo.

No pareció muy convencido de lo que le había contado su progenitora y, por lo visto, no reparó en mi bóxer, que estaba entre las sábanas. Cuando se oyó abrirse la puerta de su dormitorio, ella me mandó salir. "Rápido, está en su cuarto, sal ahora". Me puse el pantalón, la camiseta y me calcé lo más rápido posible; ya recogería al día siguiente mi bóxer y el jersey, pero justo cuando abrí la puerta, me encontré de cara con José. No se había tragado nada, pero, a juzgar por su cara de espanto, jamás hubiera podido imaginarse que era yo con quien estaba su madre acostada.

–¿Eres tú? ¿Tú te estás follando a mi madre?

–José… no es lo que parece –. Se que suena tópico e, incluso, cómico, de acuerdo, pero fue lo único que se me ocurrió decir.

–¿Y qué parece? ¿Parece que no te la estás tirando, pedazo de cabrón?

Me dio un fuerte empujón y comenzó a darme golpes hasta que me caí al suelo, donde continuó pegándome. Conseguí apoyar la planta de un pie en su abdomen y, estirándolo, logré que se separase de mí, cosa que Romina, quien no paraba de gritar, no pudo hacer. Bajé las escaleras corriendo con él tras de mí medio cojo, me olvidé de mi chaqueta y salí de allí cagando leches.

Después de aquel día, nuestros amigos no consiguieron juntarnos en ningún sitio a José y a mí. Si habían quedado primero conmigo, él no salía; y si era con él con quien habían quedado primero, el que no salía era yo. La pandilla solo notó un comportamiento extraño en él, y lo achacaron a los supuestos problemas que tenía con su madre cuando, a las tres semanas de aquella fatídica tarde, se fue a Tarragona para vivir con su padre. Solo yo sabía por qué decidió marcharse a otra ciudad tan repentina e inesperadamente en mitad del primer cuatrimestre de la universidad. Los chicos se imaginaron que la situación con su madre era insostenible, porque todos sabíamos que, aunque vivía con ella, José siempre la había culpado del divorcio que disgregó a su familia.

Ella, por su parte, decidió poner fin a nuestros encuentros sexuales en una conversación de dos horas a través del móvil cuando, al día siguiente de que su hijo nos pillase, la llamé para ver cómo se encontraban ambos. Me prohibió volver a su casa y que la telefonease. La primera la cumplí, la segunda no. Y estuve todo el mes tratando de convencerla de que dejar lo nuestro, era un terrible error, pero siempre me cortaba la llamada antes de contestar.

Era incapaz de entenderlo y me negaba a ello. Nos lo pasábamos bien, disfrutábamos sanamente, ella estaba contenta y para mí eran las mejores experiencias de mi vida. Además, su hijo ahora no estaba y era un problema que ya no teníamos. Cada día era algo nuevo, diferente, me estaba enseñando muchas cosas y me deprimí mucho ante esa drástica equivocación, porque sabía que se estaba equivocando.

¿Que me había enamorado? No, no lo creo, pero mis sentimientos hacía ella cambiaron con el paso del tiempo y de nuestras relaciones. Ya no era solo la madre de mi mejor amigo, era algo más, un deseo carnal, una hechicera que me robaba una parte de mi corazón con cada orgasmo, una… una bruja, al fin y al cabo, porque, echando la vista atrás, no me trató como debiera y mis sentimientos siempre le fueron indiferentes, pero la extrañaba mucho, necesitaba de tal manera sentir de nuevo su cuerpo, que un día, entrado ya el mes de marzo, me personé en la puerta de su casa con un discurso de sólidos argumentos preparado.

Tardó en abrirme, pero cuando lo hizo, solo llevaba puesta una bata de seda.

–Tengo que hablar contigo.

–No, no tienes nada que hablar conmigo, Toni. Te dejé muy claras mis intenciones y ahora estoy ocupada. Vete, por favor.

–No me pienso ir sin que hablemos –aseveré adentrándome en su casa hasta el salón para que le costara sacarme de ahí sin escucharme.

–Ahora no te puedo atender, estoy ocupada. Te pido por favor que te vayas.

–¿Quién es, Romi? –escuché a un tío con una voz familiar que procedía del piso de arriba, más concretamente, de la alcoba de Romina.

–¿Richard? –pregunté extrañado acercándome a la escalera.

–¿Toni? –si, era mi colega.

–¡Richard!

Subí los peldaños de la escalera de dos en dos y me lo encontré donde me suponía, en calzoncillos e intentando ponerse el pantalón a la pata coja. Esa visión me dijo más que todo lo que me pudo decir Romina durante dos horas al teléfono cuando me comunicó que lo nuestro había acabado. Me convenció de que yo significaba para ella menos de lo que ella significaba para mí. Solo fui un juguete, un chavalito inexperto más en su lista de perversiones al que no le costó sustituir.

Me giré y le miré a la cara. Parecía estar avergonzada, pero también me miró. "Eres una hija de puta" le dije y me fui.

Para Toni, por aguantarme, a pesar de lo borde e insoportable que soy algunas veces, y por parecerse a David Beckham, jeje. "Odio a los disc-jockeys asesinos, yeah, porque siempre me joden la canción" = ; )