Tú me acostumbraste - Avizor

Historia de amor y desamor entre hombres que sigue paso a paso la letra del bolero Tú me acostumbraste.

Tú me acostumbraste

Tú me acostumbraste

a todas esas cosas,

y tú me enseñaste

que son maravillosas.

Sutil llegaste a mí

como la tentación

llenando de inquietud

mi corazón.

Yo no comprendía

como se quería

en tu mundo raro

y por ti aprendí.

Por eso me pregunto

al ver que me olvidaste

por qué no me enseñaste

como se vive sin ti.

En realidad no sé si esto es carta amorosa, grito o descarga de dolor, quizá lo último, porque necesito vaciarme y sacar al aire el sufrimiento. Tecleo estas líneas y escucho a Chavela Vargas interpretando la que fue nuestra canción. Sabes que soy así, cambiante; "Nube" me llamabas en los felices tiempos en que nuestras conversaciones eran mínima tregua entre beso y beso. Cuando la canción era "nuestra", preferíamos la versión de Luis Miguel que ahora nada me inspira porque no trasmite sentimiento. La oigo y no me escueces por dentro. En cambio, con Chavela, nuestra canción, ahora sólo mi canción, se me agarra no sé si al cerebro o a las entrañas. Soy todo un experto en "Me acostumbraste": Luis Miguel la canta, José Feliciano la tararea, María Dolores Pradera la acaricia, Caetano Veloso la murmura, el Trío los Panchos la trata como a cualquier bolero, Olga Guillot va de sobrada y parece despreciarla, Lucho Gatica la utiliza como instrumento de lucimiento personal, Bambino la reconvierte al cante flamenco, Chavela Vargas la llora en queja dolorida. La sufre. Me subyuga que Chavela la sufra. Puedo oír veces y veces su versión. Me engolfo en cada palabra, en cada inflexión de voz. Cada sílaba es lágrima, cada frase punzada, cada párrafo cuchillada en el pecho. Me duele porque tú me sigues doliendo, porque tú me robaste el apetito, el futuro y el gusto de disfrutar de los atardeceres, y porque, desde que me dejaste, chapoteo en sufrimiento. La voz de Chavela se quiebra, se rompe, es voz de noche en vela, botella de cazalla vacía y masturbación sin goce, es voz de quien abarca aire con manos huérfanas de amor y siente sus carnes laceradas por el crudo latigazo del olvido.

Si a alguien le interesan estas líneas, le ruego que recomience la lectura mientras escucha cantar "Tú me acostumbraste" a Chavela Vargas. Así comprenderá. "Tú me acostumbraste" es mi canción, o, mejor, la narración de mi historia de amor contigo, Rafael, y digo de la mía porque no sé si en algún momento fue historia compartida.

Tú me acostumbraste. Lo hiciste. Descorriste el velo, me tomaste de la mano y estiraste de mí hasta conseguir llevarme a tu mundo. "Me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas" comienza la canción. Es cierto que lo hiciste. Momentos antes de que ocurriera, te tenía, y ya era bastante, por amigo reciente con el que compartía el gusto por las caminatas y con el que había proyectado un fin de semana de naturaleza a tope. Jamás, ni en las noches en que se respira sofoco y llamaradas, tuve un sueño erótico contigo. ¿Cómo iba a tenerlo si éramos dos machitos colegas?

Habíamos salido de camping mano a mano, aparcado el todoterreno junto al lago y compartido luego un duro día de senderismo por la sierra. A media tarde descendimos de la montaña, pusimos el coche en marcha y, tras recorrer un buen trecho a campo través, sin seguir caminos, hallamos el lugar ideal para montar la tienda. Era un paraje solitario junto al lago, un enclave de ensueño, montañas azules silueteando el horizonte y arboleda cercana. Mediaba agosto. Al caer la noche nacieron las estrellas, y tú y yo, tumbados sobre mullida hierba a pocos metros del agua, nos sentíamos y éramos naturaleza. Fue aquel un momento de cristal. No había luna y el brochazo borroso de la vía láctea partía en dos el cielo. Tú me enseñabas los nombres de las estrellas - "aquella es Altair, la rojiza, Antarés, esa otra, Vega de la Lira" – en tanto el canto de los grillos cosía el calor al paisaje.

Aquel instante era antesala, tal vez de eternidad, quizá de cataclismo. Se escuchaba respirar al mundo y se comprendía por qué Dios es Dios. Tú me contabas cosas y yo me mecía en tus palabras. Me mostrabas una parte tuya que jamás había intuido. Me explicaste cómo hablaba Zaratustra y por qué su voz tenía en unas ocasiones la sonoridad de la percusión y en otras la estridencia del metal. Me confiaste tu sospecha de que quizá la Tierra fuera el infierno de otro planeta. Comentaste que la única forma de que perviva una religión como la nuestra, cuyos fundadores –Jesús, Pablo, Pedro- fueron ajusticiados, consiste en que se alíe con el poder. Cada una de tus palabras era importante, o me lo parecía. Luego dejaste de lado la ¿teología? y pasaste a temas más mundanos. Sin venir a cuento, me preguntaste si conocía el sabor del beso de un hombre.

No sé por qué - tal vez fue la oscuridad, la proximidad del lago o la magia de la noche -, tu pregunta me pareció de lo más natural. Te respondí que no y te pusiste en pie. Te oía más que te veía. "Voy a chapuzarme" dijiste. "¿Y el traje de baño?" Reíste: "¡Pero que burgués eres, Fernando!". "Es que no se ve ni el agua". "En eso tienes razón. Espera un poco".

No encendiste los faros del coche, sino, la lámpara de camping en el interior de la tienda, colocándola de forma que la luz se filtrara a través de la tela e iluminara difusamente. Luego quedaste como tu madre te trajo al mundo, y entraste en el agua que, al tercer paso, te cubría el pecho. "Está deliciosa" me animaste. No lo pensé dos veces. También me desprendí de la ropa y me introduje en el lago. Un instante después nadábamos, el uno junto al otro. Saboreábamos la caricia del agua en la piel desnuda y respirábamos libertad bajo el cielo estrellado.

Fue un momento de felicidad. Leí una vez – lo leí, no me lo dijiste tú - que la vida consiste en unos cuantos instantes de dicha entre largos paréntesis de aburrimiento, cuando no de dolor. Aquél fue uno de esos chispazos mágicos que justifican la existencia. Sentí, sin necesidad de decirnos nada, que ambos habíamos descubierto al mismo tiempo la sorprendente textura de los milagros.

Una estrella fugaz arañó el cielo del este. "¿Has pedido un deseo?" me preguntaste. No tenía necesidad. Me encontraba en paz con el mundo y no echaba nada en falta. Negué con la cabeza. "Yo sí que pedí un deseo" dijiste, y, sin más, me pusiste una mano en la nuca, me atrajiste hacia ti e intentaste besarme en la boca.

Tuve un respingo de rechazo y mi corazón se desbocó. El agua del lago nos llegaba al pecho. Te habías apegado a mí, boca sobre boca, el sexo enhiesto oprimiéndome el vientre. Rehuí instintivamente el contacto. Te hurté el cuerpo. Sentía inquietud, sorpresa, tensión, ansiedad, también desasosiego, y, sobre todo, desconcierto. Me aparté de ti consciente de que tenía que hacer algo más. Debía reaccionar, era preciso que lo hiciera, pero no sabía cómo. Me sentía paralizado. Entonces me hablaste y tus palabras me llegaron de muy lejos pese a estar a milímetros: "No puede ser. Las estrellas fugaces me conceden siempre los deseos".

Antes habías preguntado si conocía el sabor del beso de un hombre. Ahora, cuando volviste a intentarlo, no aparté los labios. Quedé muy quieto, si bien dentro de mí seguía el terremoto. "Sutil llegaste a mí como la tentación, llenando de inquietud mi corazón", dice "Tú me acostumbraste". Así fue. Palabra por palabra. Lo juro. Me quedé quieto o, lo que es lo mismo, me eché de cabeza no sabía adónde, porque no sabía, no entendía, no comprendía. "Yo no comprendía como se quería en tu mundo raro" canta Chavela Vargas y, en mi caso, fue verdad.

Me besaste y tu verga erguida volvió a aplastarse en mi vientre. Me rodeaste el cuerpo con los brazos y me estrechaste contra ti. Yo tenía los ojos cerrados. Había abdicado de mi voluntad y me dejaba llevar. Pero no. Aparte de dejarme llevar, separaba los dientes, dejaba paso franco a tu lengua, y me latía el sexo, me latía y crecía.

Así sucedió en el lago, el agua a la altura de nuestros pechos, estrellada la noche, emborronado el cenit de Vía Láctea, y yo emborronado de ti, ambos abrazados, reales e irreales al tiempo en la semipenumbra que componían la oscuridad nocturna y la luz de la lámpara de camping que se filtraba difuminada desde el interior de la tienda. Al cabo de unas horas, cuando ya me había rendido a tus caricias, cuando ya conocíamos el sabor de nuestros fluidos, habíamos descansado un rato y faltaba poco para que amaneciera, volvimos a bañarnos en el lago y nos sorprendió la lluvia de estrellas. "Son las lágrimas de San Lorenzo. Cada año se ven por estas fechas" comentaste. Yo preferí creer que el universo entero celebraba nuestro encuentro de amor con trazos de luz vivísima, surcos de espuma de estrella en el mar del cielo. En esta ocasión sí pedí que se cumplieran deseos, uno, dos, diez, más, tantos como estrellas fugaces. Pedí ver claro, deseé haber tomado la decisión correcta, hice votos por no tener que arrepentirme nunca de aquel mi dejarme llevar, deseé que nuestra eternidad durara. Titubeaba en mis primeros pasos por tu mundo raro, creía haber descubierto la trama y la urdimbre del amor, y consideré prodigio lo que eran simples fuegos de artificio que la galaxia dispara cada año.

Así ocurrió y tú me acostumbraste.

Me acostumbraste a tus caricias, a tus besos y a tus te quiero. Me acostumbraste a acariciar tu verga y a ofrecerte la mía y a que las dos fueran espadas gozosas en sesiones de esgrima compartida. Me acostumbraste a admirar tu inteligencia, a ser simple satélite de tu brillantez, a disculpar tu egoísmo. Me acostumbraste a ser tu nube. Me acostumbraste a irme anulando en la misma medida en que te enaltecía. Me acostumbraste a ser arrollado por tu fuerte personalidad. Me acostumbraste a saborear tu saliva. Me acostumbraste a vivir pendiente de ti y de tus bruscos cambios de humor. Me acostumbraste a quererte. Hasta entonces había jugado a amar y creía que amaba cuando sólo buscaba disfrutar de las mujeres. Tu mundo raro me abrió los ojos y me descubrió la plenitud. Tú me acostumbraste a todos esas cosas y tú me enseñaste que la mayoría eran maravillosas.

"Sutil - te darás cuenta de que estoy repitiendo la letra de la que fue nuestra canción- llegaste a mí como la tentación, llenando de inquietud mi corazón. Yo no comprendía cómo se quería en tu mundo raro y por ti aprendí".

Porque me trasladarte a un mundo extraño para mí, Rafael. Me introdujiste en un mundo raro del que desconocía claves y leyes. Hube de aprender todo de ese mundo, siendo tú mi maestro. Aprendí a amar y a darme. Solo que eras profesor de una asignatura en la que nunca creíste aunque afirmaras lo contrario.

Estuvimos juntos cuatro meses. Cuatro meses es tiempo bastante para que uno se acostumbre a ser dichoso. Cierro los ojos y rememoro momentos dulcísimos: tu cabeza reposando en mi pecho, tú comiéndome el sexo, yo adorándote, un día de compras en que nos regalamos mutuamente corbatas imposibles que nunca nos pusimos ni nos pondremos, porque ni tú ni yo usamos corbata, pero que fueron antesala de una noche particularmente apasionada, tú poseyéndome, yo gimiendo tu nombre, muchas tardes de charlas relajadas sembradas de "te quiero"… Luego, simplemente, un mal día te cansaste de mí y me dejaste.

Me dejaste. De la noche a la mañana. Sin preparación alguna. Me dijiste "Es lo mejor para los dos". ¡Lo mejor! Quise comprobar si es cierto que un clavo saca otro clavo. Hice de tripas corazón y me acosté con otros hombres sólo para comprobar que no es lo mismo acostarse con alguien que hacer el amor. ¡Te echo tantísimo en falta! Aquí me tienes troceado, destrozado, hecho añicos, aireando tu abandono y mi añoranza de ti en esta carta de amor, en esta descarga de dolor, en este grito. Vuelvo a oír el "Tú me acostumbraste" de Chavela Vargas y, como en el bolero, te sigo preguntando, al ver que me olvidaste, lo mismo que te pregunté en el momento de la ruptura, lo mismo que en mis posteriores llamadas de teléfono y en mis mensajes de móvil que no respondiste, lo mismo que en mis repetidos e-mails que no merecieron contestación: ¿por qué no me enseñaste como se vive sin ti?

Ni Chavela Vargas ni yo tenemos la respuesta.