Tu culo por la droga

Cuando no hay dinero, siempre queda el recurrir al cuerpo.

Las cortinas bailaban siguiendo el ritmo de la canción de salsa que cantaba el espejo, y de la apagada bombilla que colgaba del techo nacían luces multicolores que tomaban las más extrañas formas. Mi mente desvariaba más que nunca. Mi cama se había transformado en un pequeño lago en el cual como sirenas nadaban las almohadas, y las pinturas en los muros me hablaban al oído. Ya no sabía si las alucinaciones eran producto de las pastillas que tomara la noche anterior o de las ansias de tragar un par más. Es más, ya ni siquiera estaba convencido de que fueran alucinaciones, comenzaba a creer que todas esas exóticas imágenes que fabricaba mi cerebro eran reales. La demencia estaba tocando a mi puerta y a mí lo único que me interesaba era darle más cuerda, consumir otra de esas píldoras maravillosas que me hacían olvidar que no tenía vida.

Me puse de pie y con dificultad empecé a buscar la droga, en el buró, cajón por cajón. Las perillas se me escapaban de las manos, a veces volando como mariposas a veces derramándose como agua, echándole leña a mi desesperación y a mi casi locura. Tal vez sólo transcurrían unos segundos antes de que abriera cada uno de los cajones, pero las leyes del tiempo al igual que las del espacio ya no funcionaban para mí y percibía ese instante como si se me hubieran ido días enteros. La cabeza estaba por estallarme.

Debido a esa manera distorsionada en que mis sentidos captaban las cosas, no podría decir con exactitud cuántos minutos pasaron entre el primero y el último cajón, cuánto tiempo gasté en buscar por las pastillas, pero sí sabía que era demasiado. La impaciencia se me fue volviendo furia, más al darme cuenta que de esas cápsulas mágicas no quedaba una sola. Con la energía que no ocupaba en maldecir al mundo por mi falta de químicos, tomé cepillos, zapatos y perfumes, y asesiné con ellos a las sirenas y a los cuadros, a las cortinas y al espejo, a la bombilla y al resto de cosas inútiles que decoraban mi habitación, dejando en el piso un mar de vidrio y aromas cítricos y dulces que me produjo un enorme sentimiento de impotencia, uno que necesitaba calmar o en verdad perdería la razón.

Sin preocuparme el que estuviera vestido con tan sólo un bóxer negro o el que mi apariencia fuera deplorable, salí de mi departamento ubicado en el sexto piso y bajé corriendo las escaleras hasta el sótano, donde mi automóvil se encontraba estacionado. Las alucinaciones habían cesado y en su lugar se había quedado una tremenda sed que no habría sido capaz de saciar ni los siete océanos. Nada de lo que sucedía a mi rededor tenía importancia porque ni siquiera lo notaba, mi pensamiento tenía un solo objetivo: conseguir más droga, de manera inmediata y a toda costa. Subí al coche y para mi fortuna, pues de no haberla encontrado habría tenido que regresar por ella, la llave estaba pegada. Giré de ésta, el motor se encendió, y en seguida y a toda velocidad arranqué rumbo a donde Javier, mi proveedor.

Al igual que el resto del mundo, los semáforos resultaban invisibles ante mis ojos, por lo que en cada cruce no me percataba del color de las luces. El si eran verdes, rojas o amarillas me tenía sin cuidado, al igual que poco me importaba la salud de todos aquellos conductores cuyos autos por culpa de mis prisas y mis ansias impacté, o la suerte de esa mujer u hombre a quién arrollé y cuya cabeza se estrelló contra mi parabrisas dejando una grieta y una mancha de sangre por la que para mi suerte nadie me detuvo pues la policía, como siempre que se necesita y como entonces agradecí, brillaba por su ausencia. Mi meta estaba fija y lo demás salía sobrando. Hundí mi pie descalzo en el acelerador, olvidándome que también existía el freno, y en un corto lapso que a mi sentir me dibujó algunas arrugas y me pintó una que otra cana, llegué a mi destino: la tienda de narcóticos disfrazada de finca clase mediera.

Bajé de mi convertible ya con la cabeza un poco más despejada, de saber que faltaba muy poco para reunirme con mi amor. En cuanto puse un pie en la acera, las miradas de un trío de ancianas, que por su vestimenta juzgué iban o venían de la iglesia, se posaron sobre mí como si desearan asesinarme. Eché un vistazo para abajo y fue entonces que caí en la cuenta de que estaba semidesnudo, pero ya era tarde para detenerme a pensar en eso, ya era tarde para preocuparme de cubrir mi cuerpo. Ignorando a las viejecillas y a todos los que en ese momento transitaban por el lugar, caminé hasta la entrada tras la cual me esperaban mis bellas píldoras. Con los labios secos, los ojos rojos, los vellos erizados, los dientes temblando y la abstinencia fastidiando, me dispuse a tocar, pero en ese preciso instante la puerta se abrió y de ella salió una mujer en cuya apariencia no reparé.

¡Lindo… bóxer, Jorge¡ - Exclamó la chica después de mirarme de arriba abajo, y antes de que yo la empujara y me escurriera por el pasillo sin que me causara la más mínima curiosidad el que supiera mi nombre.

La puta de Rosaura se había marchado dejándome con una maldita calentura que pensé tendría que bajarme con una violenta paja. La muy mendiga se había presentado vestida como la más zorra de las zorras: con una delgada blusa de tirantes y una diminuta falda, a cual más de ajustadas y sin ropa interior debajo, y sin siquiera darme tiempo suficiente para admirar como se marcaban sus pezones debajo de la tela, se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme como una bestia. En cuanto sentí sus labios sobre los míos, mis manos reaccionaron y nos enroscamos en un concienzudo faje que de inmediato me subió los colores y me levantó de en medio los pantalones. Creí que después de tanto hacerse del rogar, accedería a darme las nalgas, pero sus intenciones eran otras: unas más blancas, más polvorosas. Metió la derecha en mi bolsillo, y cuando yo pensaba que me acariciaría la verga, tomó el sobre de cocaína que guardaba en él, se separó de mí y salió corriendo, abandonándome a las migajas de las manos.

Resignado a calmar mis ganas con unos solitarios jaloneos, desabroché mis jeans y los deslicé hasta mis tobillos, para después sacar mi inflamado miembro por la abertura de mis calzoncillos, rodearlo con mis dedos y… que llega el inoportuno de Jorge, ese maldito loco adicto a las pastillas que ya me tenía harto con sus visitas. Ese estúpido que ya no tenía cabeza ni para vestirse antes de salir a la calle. Me subí los pantalones y me dispuse a correrlo lo antes posible.

¡Hola Javier¡ ¿Cómo estás? – Me saludó como si no estuviera interrumpiéndome el muy cabrón, como si fuéramos amigos, como si me diera gusto verlo.

¿Qué chingados quieres, Jorge? – Le pregunté claramente enojado.

¿Por qué me hablas así? ¿Qué te pasa? – Preguntó él, haciéndose el que no sabía.

¿Qué que me pasa? ¿Qué que me pasa? Pues nada, que te apareces sin avisar cuando ya antes te he dicho que no lo hagas, y que además me has agarrado en medio de una paja. Eso pasa, cabrón: que me molesta que estés aquí y quiero que te vayas en este preciso instante. ¡Lárgate¡ - Le ordené.

Espérate, no te pongas así – me pidió con cara de miedo –. Yo sólo quiero que me vendas unas cuantas pastillas, nada más.

¿A sí? Y… ¿con qué diablos me vas a pagar, si no llevas nada encima? O ¿qué?, ¿me vas a decir que ese bulto es tu cartera y que no tienes huevos, que no tienes verga? – Dije señalando su entrepierna –. No me extrañaría, pero tampoco me importa. El caso es que no tienes plata y así no podemos hablar. Vete antes de que me encabrone de verdad y te saqué a golpes.

No me hagas esto, por favor. Te juro que ya no aguanto las ganas. Necesito una pastilla, una sola. Dámela y luego te la pago. – Me rogó casi de rodillas y con lágrimas en los ojos, sumamente alterado y al borde del colapso.

Sí que te enganchaste, chaval. Está bien, te voy a dar una, pero hay de ti donde no me la pagues. Espérame aquí que voy por ellas, ésas las tengo guardadas en mi cuarto. Quédate quieto y no se te ocurra agarrar nada, que te quiebro. – Le advertí y dejé la sala.

Caminé rumbo a mi recámara en busca de las píldoras y sintiendo un poco de lástima por el muchacho. Es cierto que era inoportuno, que siempre se presentaba sin avisar y era molesto, pero también era uno de mis mejores clientes, cuando no hasta el mejor. Dos o tres veces por semana se llevaba su buen puño de cápsulas mágicas y me pagaba sin regatear un solo peso. Al principio me puso furioso el que me agarrara a la mitad de una chaqueta, pero igual no había sido su culpa, cuando te agarra el anisa… Así como yo tenía ganas de bajarme la calentura que me provocara Rosaura, él las tenía de echarse otro viajecito. Después de todo, me pareció justo. Tomé la bolsa con las píldoras y regresé a la sala.

Haciendo caso de mis advertencias, el temeroso y desesperado chico se encontraba inmóvil a mitad del cuarto, dándome la espalda. Lo miré de pies a cabeza y por un momento su situación me dio ternura. Jorge me había contado que sus padres habían muerto en un accidente automovilístico hacía un par de años, que lo habían dejado bien parado económicamente y que aparte de ellos no le quedaba ningún familiar vivo. Cuando llegó a mí por señas de un amigo, supuse que entonces comenzó a drogarse, por dolor y soledad, pero poco me interesaron sus motivos cuando, pidiéndome los fármacos, puso un grueso fajo de billetes en mi mano. Su historia poca o nula atención captó de mi parte cuando yo lo único que veía en él era a una minita fácil de explotar que luego se volvió una molestia, pero aquella mañana, por un instante, me compadecí de él y hasta me dieron ganas de abrazarlo y consolar esa tristeza que seguro llevaba dentro. Aquella mañana, por unos segundos, sentí la necesidad de decirle unas cuantas palabras de aliento como si fuera mi hijo, ese que por miedo nunca tuve y por lo cual me abandonara mi esposa tiempo atrás.

Y digo que unos cuantos segundos, porque de inmediato mis ojos comenzaron a mirarlo de otra manera, con otras intenciones. Su cabello castaño y alborotado, su espalda ancha, su cintura breve, sus piernas torneadas, su piel blanca con algunas pecas y sobre todo, sobre todo su redondo, compacto y firme trasero, le devolvieron a mi verga la dureza y la firmeza que le hiciera ganar Rosaura, y en mi cabeza empezó a rondar la idea de que, al menos en esa ocasión, el dinero no sería necesario, de que al menos en esa ocasión podría cobrarme de otra forma, una más personal y placentera.

Aquí te traigo lo que querías. – Le dije provocándole un susto que lo sacó de su ensimismamiento.

Sí… – Fue la única palabra que pudo articular antes de correr hacia mí con las manos por delante, suplicándome con esa expresión de desaliento por una pastilla.

No, no, no. Un momentito. Para que yo te pueda dar lo que deseas, antes tienes tú que darme algo a cambio. – Sentencié.

¿Qué? Pero… ya tú mismo viste que no traigo dinero y quedamos en que te pagaría después. Soy uno de tus mejores clientes, jamás te jugaría chueco. Ya no juegues y dame las píldoras. Por favor, por favor, por favor… - repetía una y otra vez, consiguiendo que al saberlo a mi merced se me pusiera aún más dura, obteniendo que mis ganas aumentaran al ver su carita de niño bueno suplicando no se le torture.

No te preocupes, no es dinero lo que quiero. – Aseguré.

¿Entonces qué? – Me cuestionó un tanto confundido.

Lo que quiero… - callé un rato y antes de seguir hablando me arrojé sobre de él, y en una maniobra que lo tomó por sorpresa y que no pudo evitar, rodeé su cuello con mi brazo derecho, apreté con la izquierda su muñeca y restregué mi abultada bragueta contra sus nalgas – lo que quiero es tu lindo culito.

"Siempre me han gustado los muchachitos como tú: frágiles, desvalidos, solos y atrapados entre la adolescencia y la madurez" me decía Javier, y yo que no podía ni moverme de los nervios, y yo que no podía ni gritar del miedo. "Siempre me han gustado, pero tú serás el primero" comentaba, y sus manos recorriendo mi pecho, estrujando mis tetillas. "Vas a ver que después de probarme, te olvidarás de las pastillas" afirmaba, y sus dedos arrancándome el bóxer. "Vas a ver que después de tenerme, de sentirme, te volverás adicto a mí" amenazaba, y su entrepierna presionándose contra mis desnudos glúteos. "¡Que rico culo te cargas, Jorgito¡" exclamaba, y su aliento a cebolla en mi cuello. "Será todo mío" aseguraba, y sus manos explorándolo, y su pantalón bajando. "Te lo voy a romper" señalaba, y su verga ya mojando mis nalgas. "Te voy a dar hasta que me canse, hasta que quedes satisfecho" apuntaba, y el pánico y el asco viajando por mi cuerpo. "Serás mi puta" indicaba, y la punta de su espada paseándose por mi ano. "Vas a ver como te gusta, vas a ver como me pides más" dictaba, y su deseo entrando en mí, y yo finalmente reaccionando, y mi garganta alaridos de dolor, rabia e impotencia expulsando.

Contrario a lo que había pensado, Jorge no opuso resistencia alguna, no movió siquiera un dedo. Se fue dejando desnudar, acariciar, y no gritó hasta ya tener mi polla dentro. Fue hasta que lo penetré que se deshizo en suplicas, se retorció del dolor e intento zafarse, claro está, sin conseguirlo. Fue hasta entonces que reaccionó y quiso hacer algo, pero ya era demasiado tarde. Lo tenía ensartado hasta el fondo, su culito estrecho y tibio me apretaba la verga de manera deliciosa y no estaba dispuesto a separarme de él antes de corredme. Sin poner cuidado en si lo lastimaba o no, sin atender a sus ruegos y quejas, comencé a cogérmelo como nunca me había cogido a nadie, como si supiera que ese sería el último culo que me cogería y quisiera aprovechar el momento al máximo, como si quisiera dejar mi huella en él para la posteridad y que así todos pudieran leer: "aquí estuvo la verga de Javier".

Embestidas brutales de su parte y yo que me creía morir.

Adentro afuera, adentro afuera. ¡Que rico culo¡ ¡Que rico culo¡

Su enhiesto e hinchado miembro destrozándome los intestinos y la sangre que empezaba a fluir por mis piernas.

¡Que bien se sentía estar dentro de él¡ ¡Que delicia de hoyito¡ Mi pene entraba y salía ya como por su casa, y sus lamentos que más me calentaban.

Su respiración agitada soplando en mi oreja y mi libido despertando, y mi falo creciendo.

Esas fantasías que desde siempre había tenido y que los pocos escrúpulos que me quedaban no me habían permitido cumplir, finalmente se hacían realidad. Y el que fuera todo a la fuerza, pues el que Jorge no hiciera mucho por evitarlo y el que estuviera excitándose no eran pruebas de consentimiento, lejos de causarme culpas estúpidas o bajarme las ganas, me proporcionó un estimulo extra. Lo tomé de las caderas con ambas manos y lo empujé hacia mí con excesiva fuerza, como queriendo que mi verga llegara hasta su garganta.

Su bestialidad hundiéndose en mi cuerpo y el placer que me invadía.

Sí, ¡que bien se sentía¡ Cada vez iba más rápido y el momento final estaba cerca.

Sus testículos chocando contra mis nalgas y el orgasmo que me llamaba.

Sí, ya casi. Ya casi. Aceleré el ritmo de la cabalgata lo más que pude, lo más que me dieron esas fuerzas que comenzaban a concentrarse en mis bolas, y le di un par de estocadas más antes de venirme copiosamente, como nunca antes. Mi polla escupió leche como para alimentar a todo un hospicio de niños huérfanos. Un chorro tras otro y luego resbaló por las piernas del chamaco. Un disparo tras otro y su esfínter se cerró exprimiéndome hasta la última gota, regalándome los momentos más placenteros de mi existencia, arrebatándome los sonidos más sexuales de mi vida.

Su corrida bañando mis adentros y yo que no pude contenerme más. Me derramé manchando el piso y apretando su verga, como si hubiera querido mantenerla dentro, como si en verdad, tal y como él me lo advirtiera, a partir de ese instante ya no podría vivir sin ella. Después él se salió de mí y yo me desplomé sobre mi eyaculación, sin saber que me dolía más: el haber sido ultrajado, o el que al final y en contra de mi voluntad lo había gozado. Un sentimiento extraño, desconocido, se alojó en mi pecho y efectivamente, como él me lo dijera y al menos por un momento, me olvidé de las pastillas, igual que por ellas antes me olvidara de todo. Me sentía diferente, como si fuera otro, como si hubiera caído aún más bajo, y me lastimó profundamente sentirme así, tan confundido, tan poca cosa. Mis ojos se perdieron en la nada, que era lo mismo que mi vida, y no reaccioné hasta escuchar el ruido de una bolsa de píldoras estrellándose contra el suelo, a un lado de mi cabeza.

"Ahí tienes, te las has ganado a pulso. Y ya sabes: cuando quieras más, sólo tienes que pedirlo", me dijo sin especificar a que se refería, si a las pastillas o a que me había follado. Sin encontrar una mejor opción y sin detenerme a meditar el significado de sus palabras, tomé la bolsa con la droga, me puse de pie y caminé hacia la salida.

Con la verga todavía fuera del pantalón, goteando sangre y semen, acompañé a Jorge hasta la puerta. Antes de que se marchara, le obsequié una gabardina para que ocultara su desnudez de los curiosos. "No te vayan a violar", le dije con el tono más cínico que encontré. Se cubrió con ella y salió de mi casa. Por la ventanilla pude ver que se subió a su convertible, lo encendió, y después de unos minutos arrancó, a toda velocidad y con rumbo para mí desconocido. Habiéndome quedado solo, y con las imágenes de lo que acababa de suceder como combustible, me senté en el sofá y me dispuse a terminar esa paja interrumpida. Me corrí pensando en él, esperando por la siguiente ocasión en que acudiera a mí para saciar su vicio, cualquiera que éste fuera.

Llegué a mi departamento y me encerré en mi habitación. Las luces, los bailes y las sirenas ya no estaban, tampoco esas ansias incontrolables de tragarme otra pastilla. Lo único que tenía era esa sensación indescriptible en mi pecho y un fuerte ardor en el trasero que me recordaba a toda hora la razón por la que me sentía tan confundido, tan abatido, tan poca cosa. Fue por eso, por ese sentirme tan acongojado, que llevé un par de píldoras a mi boca, y no por la adicción que me unía a ellas. Necesitaba olvidar, necesitaba que regresaran las luces, los bailes y las sirenas a posesionarse de mi mente para así ya no pensar en otra cosa y, con un poco de suerte, quizá hasta perder la razón. Los químicos empezaron a hacer reacción, y me sumergí nuevamente en ese mundo loco de exóticas imágenes, ese mundo loco sin leyes en el cual prefiero vivir. Y a las alucinaciones del pasado se sumaron otras: elefantes de color rosa saltando de un muro a otro, flores con forma de frutas adorando al dios de los insectos y dragones con cabeza de vaca luchando en contra de los caballeros cantantes.

Pero como todo, los sueños se terminaron cuando las cápsulas escasearon. Entonces volvió mi tristeza y mi no vida, y me encontré en una encrucijada cuyos dos caminos me resultaban inciertos y dolorosos, cuyos dos caminos me inspiraban miedo y no sabía cuál tomar. Por un lado estaba la opción de seguir sin la magia de los fármacos, y por el otro la posibilidad de conseguir más, arriesgándome a caer en sus brazos, exponiéndome a encajarme en su verga. Lo pensé por años que me parecieron siglos y que en verdad fueron segundos, y llegué a una decisión. Me levanté de la cama y abrí el clóset, para ponerme algo de ropa, pero recapacité y pensé que la desnudez sería mi mejor vestido. Bajé hasta el sótano, giré la llave que otra vez había dejado pegada, encendí mi auto, y arranqué con la intención de saciar mi sed e incrementar mi desventura. Atravesé la ciudad para que después él me atravesara a mí. Durante el trayecto, por el escape del coche, mezclados con el humo, se fueron perdiendo mi hombría, mi dignidad y mi esperanza. El poco positivismo que aún habitaba en mí, me hizo ver el lado bueno de las cosas: nunca volvería a pagar por droga.