Tristemente humillado por mi jefa

A la oficina acaba de llegar una jefa nueva. Es imposible quitarle la vista de encima. Aunque sería lo más prudente

En estos últimos meses me pilló observándola varias veces. Nunca hubo sorpresa en su rostro, ni siquiera incomodidad. Yo podía detectar algo así como una promesa y, sobre todo, mucho desdén, cuando esto pasaba.

Salvo cuando me quedaba enganchado de sus ojos negros, no podía mantener su mirada ni un instante. Cuando sí lo hacía era gracias al vértigo que me sacaba de mí mismo, que me acorralaba ante su rostro moreno pero de ángulos clásicos.

El resto del tiempo no había desdén ni, casi, invitación en el rostro de Rocío. Mucho menos los había cuando estábamos rodeados de más compañeros.

Ella había llegado a la oficina desde Barcelona. Suplantaba al antiguo encargado. En seguida supo hacerse con el control: tanto sus superiores, a quienes apenas sí veíamos, como nosotros mismos, simplemente, la adorábamos.

Pero yo no podía dejar de navegar por su rostro mitad gitano y mitad esculpido en mármol griego, por sus labios diminutos y sobresalientes, por las chispas de sofocante mala baba de su mirada.

Hace unas semanas, un día que demoré varios segundos, muchos más que de costumbre, en darme cuenta de que sus ojos clavados en los míos no estaban mirando una cosa, un estado inerte de la materia, sino a mí mismo, que me había pillado nuevamente y ni siquiera me había dado cuenta de ello, fue cuando tomó la decisión de pedirme que me quedara en la oficina haciendo horas extras. Cada día, y durante unas semanas, me hizo permanecer cada vez más y más tiempo en la oficina, hasta que acabé siendo el último en irme cada jornada, ya casi de noche.

Siempre eran encargos absurdos, trabajos que podían esperar, innecesarios o del todo inútiles. Cumplido el primer mes de mis jornadas interminables, hube de esperar unos diez días sobre la fecha de cobro para que me ingresaran la siguiente nómina, en la que no se veían reflejadas las horas extras trabajadas.

Me había convertido en un silencioso, nada histriónico hazmerreir de la oficina. Y a pesar de que no lo había hablado con nadie, salvo con los responsables de nóminas, todos sabían lo tarde y mal que estaba cobrando mi sueldo. Al segundo mes de retrasos y descuentos arbitrarios me di cuenta de que yo, posiblemente, era el único empleado en la oficina al que ya nadie invitaba nunca un café de la máquina expendedora.

Pero todo eso no me importaba en lo absoluto. Las horas extras eran un tiempo en el que podía estar algo así como a solas con Rocío, aunque nos separaran varios despachos de oficinas vacías de por medio.

Cuál no fue mi sorpresa la tarde que Rocío se asomó a mi cubículo para pedirme que la acompañara a su despacho. Sus ojos echaban chispas, mientras que su mano se crispaba sobre uno de mis informes, arrugado como una uva pasa.

La seguí caminando un par de metros por detrás de ella. Su camisa suelta, blanquísima y brillante, me ocultaba las redondeces de su culo.

—siéntate, hazme el favor —me ordenó señalándome una silla de plástico y madera, plegable, apoyada en una pared.

Rocío se sentó en su sillón de cuero.

—Gracias.

—¿Me quieres decir qué coño es esto? —los papeles crujieron entre sus dedos.

No pude contestarle.

—¿Qué clase de… hombre… —se le escapó una risa que descubrió sus incisivos por un instante— tiene la desfachatez de cobrar un dinero por una mierda como ésta?

Intenté tomar aire para responderle, pero sólo pude suspirar. Rocío imitó mi gesto, mucho más lentamente, y al cabo de unos segundos me descubrí prendado de su escote. Quise obligarme a alzar la vista, lo conseguí por momentos, pero el brillo de su mirada me avergonzó de una forma extraña, reconciliándome con un deseo invisible. Volví a mirar el nacimiento de sus pechos, pero ya sin atisbo de deseo, solamente para refugiarme de la desazón y del miedo.

—¿Se puede saber qué estás viendo, mierdecilla?

—Yo, perdón…

—¿Te gusta mirar? Mírame a la cara, pringado.

—Perdón, Rocío, yo…

Mi jefa se rió bastante fuerte y avanzó hacia mí.

—Seguro que ni siquiera se te ha puesto dura, mierdecilla.

Con la misma mano que había tenido cogido mi informe me palpó la entrepierna.

—Qué asco das, la tienes como un abuelo —y me estrujó el miembro y testículos, que cupieron en su mano—. Bájate los pantalones. Como te crezca un poquito, verás…

En cuanto le obedecí no pudo contener la risa. Yo mismo me sorprendí al descubrir la fláccida y anulada extensión de piel que colgaba entre mis piernas.

—No pretenderás creerte un hombre, ¿verdad? —y amagó a sacarme una foto con el móvil. Pero sólo hasta que vio que se me humedecían los ojos de vergüenza y súplica—. Tranquilo, idiota, no creerás que te voy a fotografiar así como estás en mi puta oficina , ¿verdad?

—Gracias, Rocío.

Volvió a reírse. Después se sentó enfrente de mí.

—Te voy a tratar como se merecen que los traten los mierdecillas como tú —con una mano cogió mis testículos, mientras que con dos dedos de la otra, el índice y el pulgar, mi pene, que seguía muerto.

—No, no…

—Cállate, mierdecilla. Como se te ponga dura, verás —apretó su puño con fuerza sobre mis testículos apenas un instante, apenas lo suficiente para que se me oscureciera la visión y volviera en mí rogando algún tipo de piedad o de perdón, algo incomprensible.

Rocío no tuvo que volver a estrujarme los testículos. Mi miembro permaneció reblandecido entre sus dedos todo el tiempo que ella quiso. Apenas sí, y fugazmente, sus dedos llegaban a acariciarme el glande mientras me masturbaba lentamente y hacia abajo.

—Deja de mirarme a la cara, mierdecilla, mira mejor la basura que tienes entre las piernas. ¿No te da vergüenza?

Claro que me daba vergüenza. No podía dejar de sorberme las lágrimas, de sentir cómo me goteaban los ojos y la nariz cuando me cruzaba con su mirada de lujurioso asco hacia mí.

—Ya estás por acabar, ¿verdad?

—Sí, Rocío, yo…

—Cállate, mierdecilla, ya verás cómo te va a gustar —y volvió a reírse.

En cuanto sentí el primer estremecimiento de la eyaculación, Rocío me soltó completamente.

—Mírate, mierdecilla, mira qué asco das.

Un chorro entrecortado de semen medio transparente comenzó a brotar de mi miembro. Yo no sentía nada, salvo corrientes a veces frías y a veces tibias rezumando a través de un pliegue de carne y de piel. Fue como desangrarme lentamente ante la mirada de un demonio al que acababa de vender mi alma.

El compacto estallido de su escupitajo en toda mi cara me retornó al mundo. El rastro de sudor evaporado en sus mejillas y sienes, la hinchazón de sus labios me descubrió que Rocío sí que acababa de tener un orgasmo. Y muy intenso.

Después, como quien cumple un trámite rutinario, como quien educa a su perro, me cogió de la nuca y me obligó a limpiarlo todo.

Ya no consideró necesario volver a dirigirme la palabra…