Trillizos depravados I, Pawid

Sexo entre cuñados. David y Elena se han amado desde siempre, ahora unen sus soledades sin imaginar lo que el destino les tiene preparado

Elena

Elena despierta jadeante y sudorosa. Las mantas de su cama están revueltas, como si en vez de un intenso sueño erótico hubiera tenido una auténtica experiencia sexual. Palpa su vagina y descubre sin sorpresa que su húmeda intimidad clama por ser atendida. La soledad pesa, pues viene acompañada por el disgusto de sentirse reemplazada.

Hace apenas seis meses se divorció, su ex marido la cambió por una secretaria quince años menor que ella; un duro golpe que no termina de asimilar. Al levantarse hace un esfuerzo por sacudirse la tristeza y ponerse en acción; el viaje que tiene previsto será largo. Su cuñado David y sus sobrinos, los trillizos Néstor, Gabriel y Ricardo, la han invitado a pasar un mes de vacaciones en el pequeño complejo turístico que han adquirido.

Pensar en David le trae recuerdos de juventud e ilusiones. Elena y Edna, su hermana gemela, conocieron a David cuando los tres tenían dieciocho años, el padre de ellas había mandado construir un solarium en casa y David era uno de los albañiles que trabajaron en la obra.

Le recuerda como un atractivo mulato de intensa mirada marrón. Llegaba el primero, se ponía las ropas de trabajo y laboraba como el que más. Al final de la jornada se duchaba, vestía sus gastadas prendas de pana negra, montaba en su vieja Vespa y se marchaba a la Facultad de Lengua y Literatura.

Él era un chico interesante que luchaba contra todos los obstáculos por labrarse un futuro. Elena fue la primera de las hermanas en sentirse atraída por él. Cierta tarde le invitó una Coca-Cola en la cocina de la casa, rieron y charlaron unos minutos. Edna, envidiosa como siempre, informó a sus padres de que ella confraternizaba con un albañil. El chico fue despedido sin que se le explicaran los motivos y Elena no volvió a tener noticias de él hasta un año después.

Lo siguiente que supieron de David fue que había sostenido un noviazgo secreto con Edna, quien tenía tres meses de embarazo cuando confesó la verdad a sus padres. El chico se presentó en casa y encaró la situación con valentía. Propuso matrimonio a Edna y juró proveerla detodo lo necesario. El decreto paterno fue que ella daría a luz y la criatura sería entregada en adopción, para evitar el escándalo social. David desaparecería de las vidas de todos y Edna se iría a vivir a España.

Las cosas no resultaron como sus padres querían. No fue uno, sino tres niños los que nacieron y David no se resignó a perderlos; luchó por llevárselos y consiguió la custodia.

Edna se marchó a Europa y poco tiempo después se casó con un pez gordo de la industria discográfica, un año después dio a luz unas gemelas con la piel lo bastante clara y el apellido lo bastante encumbrado como para ser las nietas preferidas de sus abuelos maternos.

En cuanto a los trillizos, David luchó sin ayuda por hacerse cargo de ellos y siempre procuró que tuvieran incluso más de lo necesario. El entonces muchacho abandonó sus estudios para dedicarse a sus hijos por completo. Trabajó como albañil, chófer, contratista, afanador, estibador o cualquier oficio, sin importar lo humilde que fuera para sacar adelante a sus hijos y construirles una vida digna y llena de oportunidades.

Elena fue la única persona de la rama familiar materna que se interesó por los niños. No pudo colaborar en sus cuidados como hubiera querido, pero procuraba estar presente casi cada domingo. Los llevaba a Six Flags, a Chapultepec, al cine o a Mc Donalds. Siempre les compró obsequios de Día De Reyes y cumpleaños. Cuando paseaban juntos los cinco, la gente que la miraba al lado de David suponía que ella era la madre de los trillizos, quienes llamaban la atención por ser idénticos. El padre de las criaturas la miraba con afecto, pero sin intentar estrechar los lazos que los unían. Ella se enamoró de él, pero este fue un sentimiento ahogado y sin esperanzas de continuidad. Cuando ella se casó su marido la obligó a distanciarse de los chicos, no los abandonó por completo, pero los paseos se fueron espaciando.

Ese es el pasado. Ahora los muchachos tienen dieciocho años, ella está divorciada, sus padres ya no controlan su vida y David jamás se casó.

Entra en el cuarto de baño y se desnuda ante el espejo de cuerpo entero.

—Todavía tienes “lo tuyo” —sonríe a su reflejo.

Se pone de perfil y admira la redondez de su trasero, en equilibrio perfecto con sus senos generosos. La cintura estrecha confiere a su cuerpo la forma de clepsidra, tan admirada según los cánones de belleza clásicos. Sus ojos grises refulgen alegres al mirar su cabello platinado revuelto; nada que una ducha y un buen cepillado no remedien.

Canturreando abre las llaves de la regadera y espera a que se regule la temperatura. En ese momento vuelve a mirarse al espejo. Se estremece por un pensamiento candente; David sigue soltero y ella aún es atractiva. De muchachos, cuando paseaban a los trillizos, solían divertirse y pasarlo bien.

¿Quizá en este viaje ella y él podrían establecer alguna relación?

Sus padres pondrán objeciones. Desde su punto de vista sería incesto, si no de sangre, al menos político y social. Además, siempre han sido racistas y clasistas. No importa, por primera vez en su vida no tomará en cuenta las objeciones que ellos puedan plantear.

Los trillizos ya son grandes y quizá tengan reparos en ver que su tía se convierte en su madrastra. Tal vez David no la desee, siendo idéntica a la mujer que lo abandonó con sus hijos para marcharse a España.

Considera que lo más adecuado es hablar con David y quizá llegar a un acuerdo. El solo pensarlo la hace temblar de excitación.

David

El camino ha sido difícil, pero no cambiaría un solo instante o un solo acontecimiento de mi pasado. Desde muy joven combatí contra el mundo para criar a mis hijos. Ellos son trillizos, tan idénticos que incluso ahora, a sus dieciocho años, a veces me es difícil saber quién es quién. Sus nombres son Ricardo, Néstor y Gabriel, pero hemos establecido los apodos en relación a las profesiones que están estudiando. De este modo Ricardo, estudiante de Música, es Rockardo. Néstor, el intelectual (¡Lo heredó de mí!), futuro lingüista y filósofo, es Nerdtor y Gabriel, quien cursa Mecatrónica en el Politécnico es Gigabriel. A mí me apodan Pawíd.

Juntos nos hemos lanzado a la aventura comercial. Adquirí mediante dos préstamos bancarios un antiguo complejo turístico abandonado, al que rebautizamos con el nombre de Valle Paz, buscando eliminar la leyenda que lo estigmatiza. En los años ochentas este lugar perteneció a un grupo vinculado con la mafia, dos bandas rivales se enfrentaron en la zona de los chalets y, luego de la masacre, el gobierno decomisó la propiedad. En este proyecto he empeñado sangre, sudor y hasta el último céntimo, pero valdrá la pena si este mismo verano conseguimos llenar el lugar con turistas norteamericanos o europeos.

Entre los cuatro hemos estado realizando las labores de remodelación, ya tenemos un ochenta por ciento terminado. Faltan detalles de los chalets, las caballerizas y la zona de juegos infantiles. Por hoy decidimos suspender las actividades temprano, pues llega mi cuñada Elena, hermana gemela de la madre de mis hijos.

Aparco la furgoneta en la casa central, inmueble que acondicionamos para nuestro uso. Doy instrucciones a los chicos para que guarden las herramientas y materiales que adquirimos en el pueblo y me dirijo a la cocina. Los muchachos están emocionados pues hace mucho tiempo no ven a su tía; en mi caso, los sentimientos son más profundos y complejos.

Durante mi primera juventud estuve enamorado de Edna, madre de mis hijos. Cuando ella nos abandonó, Elena fue una invaluable presencia en la vida de los chicos y un apoyo moral muy importante para mí. No pude evitar enamorarme de mi cuñada desde aquella época, pero respeté las distancias por temor a ser rechazado; una cosa es que ella quisiera estar cerca de sus sobrinos y otra muy diferente que sintiera algo por mí. Después se casó en un matrimonio arreglado por sus padres y nos distanciamos un poco; me pareció impensable pretenderla en aquella época. Pero la vida nos cambia y nos acomoda, ella está divorciada y yo nunca quise buscar una compañera estable por temor a que mis hijos sufrieran malos tratos a manos de una madrastra. Mi vida sexual ha sido, si no plena, al menos satisfactoria; cuento con algunas amigas afectuosas con quienes a veces comparto momentos especiales, pero sin compromisos permanentes. Mis hijos ignoran esta circunstancia.

La situación con Elena sería diferente, con ella sí deseo algo duradero. Los chicos ya son mayores de edad y pronto comenzarán a volar por sí mismos. Supongo que, después de todo lo que he hecho, no tendrán objeciones en que yo haga mi vida como mejor me parezca. En estos momentos solo temo ser rechazado.

En la cocina condimento y moldeo la carne, prepararé hamburguesas para darle la bienvenida a mi cuñada. La ensalada de col estilo KFC (cuento con la receta original) ya está lista. En el reproductor suena el disco “Dímelo en la calle”, de Joaquín Sabina. Canto por lo bajo la canción “Como un dolor de muelas”. Me siento tan nervioso como un quinceañero que saldrá con una chica por primera vez.

«¿Llegarán a buen puerto mis ansias?»

«¿Habrá por fin un destino para mis pasos? »

«¿Encontraré mi verdad primera? »

«¿Alguien me querrá de veras?»

Cuando las hamburguesas están moldeadas y listas para asar escucho el inconfundible rugido de un Pontiac en el sendero. Ha llegado Elena, quizá para ayudarme a resolver mis interrogantes. Me lavo las manos y salgo a recibirla.

Los chicos se me han adelantado y ya la esperan con ansias. Ella viene tan radiante como siempre. Luce un vestido gris con flores estampadas. Ha traído regalos para los muchachos y me felicito por haber pensado en tener un presente simbólico para ella. Tras repartir los besos de rigor los muchachos entran el equipaje de su tía a la casa y lo suben a su habitación.

Nos damos los dos besos en las mejillas y permanecemos abrazados. Noto que se ruboriza, pero no tengo fuerzas para soltarla.

—¡Este lugar es hermoso! —exclama con alegría—. ¡Estoy segura de que será todo un éxito!

—Todo sea por los chicos —respondo—, ellos lo merecen. Se han tomado un semestre sabático para tener todo listo; queremos arrancar este mismo verano. El casino está completo, ya reparamos las máquinas tragaperras, tenemos una ruleta, un bar muy bien surtido y una mesa de pool nueva.

El contacto con su cuerpo me excita y siento que mi erección se pega al vientre de Elena. Ella debe notarla también, pero no dice nada.

Con esfuerzo sobrehumano me separo de ella y, sin soltar su mano, la guío por la casa para mostrarle las habitaciones y el mobiliario que hemos rescatado de los días de esplendor de Valle Paz.

Cuando el recorrido y la charla banal se agotan nos miramos a los ojos. Me pierdo en el gris de sus pupilas, casi a punto de dar el paso definitivo.

—¡Pawíd! —grita uno de los trillizos, no podría precisar quién— ¡Ya montamos la barbacoa junto a la piscina, apúrense para que podamos comer todos!

La magia del momento se fractura. Quizá sea lo mejor, sería muy precipitado abordar a Elena con temas románticos cuando ni siquiera ha desempacado su equipaje. Mi cuñada se retira a su habitación, a hacer lo que sea que hagan las mujeres tras un largo viaje. Yo alcanzo a mis hijos junto a la piscina.

El carbón del asador ya está encendido, los refrescos y las cervezas descansan en la hielera y los chicos están sentados en las tumbonas. Escuchan el disco “Febrero 13”, de Fernando Delgadillo. Su conversación gira en torno a los méritos intelectuales de los canta autores de trova. Se han cambiado las botas por chancletas. Meneo la cabeza y sonrío con resignación.

—No empiecen con sus payasadas hasta que todos terminemos de comer —ordeno.

Por “payasadas” me refiero a un juego que los muchachos inventaron. Cada vez que alguno de ellos hace un comentario demasiado culto o flemático, los otros dos lo arrojan a la piscina. Esto es lo que llaman “hidrovolanda”. En un principio lo hacían entre ellos, pero pronto descubrieron la manera de echarme a nadar a mí también. Tuve que ponerme estricto en cuanto a las condiciones, pues cuando empezaron con todo esto se lanzaban a la piscina vestidos, por lo que arruinaron sus teléfonos celulares. Ahora, cuando hay una víctima, se le concede un tiempo razonable para quitarse la ropa.

Comienzo a azar las carnes y minutos después Elena nos alcanza. Se ha cambiado de vestido y luce fresca, tan deseable como en aquellos días en que los chicos eran pequeños. Se ofrece a ayudarme, pero sé desenvolverme bien; me he pasado la mitad de mi vida cocinando para cuatro, unas hamburguesas no representan mayor problema.

Comemos en un ambiente distendido. Los modales aristocráticos de mi cuñada siempre se imponen, ya sea degustando caviar en un restaurante cinco estrellas de Polanco o comiendo hamburguesas al lado de la piscina, sentada en una tumbona de plástico en compañía de sus sobrinos. No puedo evitar sentirme excitado, mi erección exige ser atendida, me enciende imaginar un acercamiento con Elena.

Los chicos terminan rápido y, en tono lastimero, solicitan permiso para beber unas cervezas. Elena los apoya con un gesto, pero me duele aceptar. Puedo parecer impositivo o estricto, pero no deseo que los muchachos se desmanden; quiero que vayan disfrutando de los placeres de la vida poco a poco. A estas alturas ni siquiera les he permitido tener novia, pues no quisiera que se vieran comprometidos tan jóvenes, tal como a mí me sucedió.

A regañadientes autorizo una cerveza por trillizo.

—¡Buenas las carnazas, Pawíd —reconoce Nerdtor—. ¡Te llenan el alma!

—Mi estimado hermano —comienza Rockardo con una sonrisita—. Hablando de alma y retornando al tema de los ilustres canta autores, quisiera señalar que Ricardo Arjona (lástima de nombre) ha plagiado, de manera descarada y muy notoria para el oído culto, el “intro” de la canción “Alma”, de Alejandro filio, para estructurar la línea melódica de su canción “La intelectual”.

Silba ambas composiciones para precisar los puntos donde ha localizado el plagio. Los chicos y yo sabemos lo que pretende.

—¡Se le aplica una hidrovolanda a Rockardo, por tener razón! —gritan Nerdtor y Gigabriel casi al mismo tiempo.

Rockardo se incorpora y de inmediato se quita la camisa y los vaqueros, quedándose solo con el boxer.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —gritan mis hijos entusiasmados.

Toman al “prisionero” de muñecas y tobillos, lo mecen en el aire y lo lanzan a la piscina. Se sumerge, nada algunas brazadas y sale del agua. Al acercarse a sus hermanos se sacude como un perro para salpicarlos.

—Mi muy impulsivo hermano —dice Gigabriel—, considero preciso recordarte que nos encontramos en presencia de nuestra muy estimada tía Elena. Te conmino a vigilar tus modales (si tienes alguna duda a ese respecto, consulta el “Manual de Carreño”), a fin de que ella no se haga una falsa idea de nosotros. Sería lamentable que pensara que nuestro padre, aquí presente, no ha velado porque tengamos una educación y normas de conducta equiparables a las que se estilan entre las más encumbradas familias del Viejo y del Nuevo Mundo.

Todos reímos por la pomposidad del discurso.

—¡Se le aplica una hidrovolanda a Gigabriel, por engreído! —gritan Rockardo y Nerdtor.

Gigabriel alza las manos en señal de paz y se desviste de inmediato. Cuando sus hermanos van a atraparlo corre alrededor de la piscina.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —gritan los “verdugos” cuando alcanzan a su hermano.

Repitiendo el procedimiento lo toman de muñecas y tobillos, mecen su cuerpo unas cuantas veces y lo lanzan al agua.

Entre risas, sin esperar a que su hermano regrese con nosotros, Nerdtor se arrodilla ante Elena parodiando a un Sir Lancelot de poca seriedad.

—¡Oh, Mi Lady! —abre su perorata— Os ruego que no toméis en cuenta el necio primitivismo con el que se conducen aquellos que, por ventura, comparten mi carne y mi sangre. En realidad sí tienen educación, aunque las pocas luces con que la Madre Naturaleza ha dotado sus escasas masas encefálicas no les permita vislumbrar lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto y lo sosegado de lo turbulento. Ni por asomo lleguéis a concluir que los tres somos iguales. Lo que en modales ellos no saben demostrar, yo, vuestro más humilde siervo, lo supero con creces.

Elena ríe de verdad. Reconozco que los muchachos son divertidos cuando se lo proponen.

—¡Se le aplica una hidrovolanda a Nerdtor, por ser un truhán lisonjero! —gritan Gigabriel y Rockardo.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —corean cuando atrapan a su hermano.

Esperan a que se desvista y, sin muchos miramientos lo lanzan al agua. Enseguida ellos también saltan y la piscina se convierte en una especie de “sopa de trillizos” en la que me es imposible distinguir quién es quién.

—¡Son tremendos! —exclama mi cuñada—. ¡Seguro que no te aburres de ver estas cosas!

—A veces se pasan —reconozco.

Estos son los momentos que más atesoro. Instantes en que mis hijos ya son unos hombres (ahora más altos y fuertes que yo) y conservan el espíritu de juego y camaradería de la adolescencia.

Destapo una cerveza para Elena y otra para mí, es aquí donde llega el momento que debí temer y no supe prever.

—¡Se le aplica una hidrovolanda a Pawíd, por tomarse una birra y no ofrecernos! —grita uno de los muchachos desde el agua.

De inmediato los tres salen de la piscina y me rodean. Durante todo el rato he estado observando a Elena, la deseo y estoy excitado por su presencia. Mi miembro está erecto y temo que ella lo note; cuando nos abrazamos hace un rato ella debió darse cuenta, pero siento que no es lo mismo.

Me desvisto rápido.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —gritan los muchachos como si de un cántico sacrificial se tratara.

Me sujetan con fuerza y me mecen en el aire.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —grita Elena, contagiada por el entusiasmo de sus sobrinos.

Me arrojan. La temperatura de la piscina es perfecta. Tomo aire y buceo un poco, salgo a la superficie y doy unas cuantas brazadas.

—¡Se le aplica una hidrovolanda a Tía Elena, por unirse al coro sin permiso de la Mesa Redonda del Rey Arturo! —grita uno de los muchachos.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —corean los otros dos.

—¡Orden! —intento imponerme—. ¡Respeten a su tía, por favor! ¡Ella no está acostumbrada a sus payasadas!

—Déjalos, David, está bien —señala ella—. Se me antoja un chapuzón y traigo conjunto completo bajo el vestido. No enseñaré más de lo que me verían si fuéramos a la playa.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —gritan los muchachos alrededor de su tía.

Mi verga, ya de por sí erecta, se encabrita bajo el boxer cuando Elena se desabotona el vestido y se lo quita. Trae un sujetador cuya única función parece la de cubrir sus pezones, ya que el volumen y firmeza de sus senos no requiere de ayuda. El tanga es un minúsculo triángulo de tela que oculta su sexo. Al volverse para poner el vestido sobre una tumbona notamos todos que la tira de atrás se pierde en medio de sus redondas nalgas. Mi cuñada no parece consciente del efecto que su cuerpo semidesnudo produce en los cuatro.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —grito desde el agua, buscando romper el hechizo que ha caído sobre los ojos masculinos.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —corean los muchachos, volviendo a la realidad.

No se ponen de acuerdo en la forma que utilizarán para lanzar a Elena al agua. Temen lastimarla si la sujetan por las muñecas y la mecen en el aire. Uno de mis hijos se coloca tras ella y la abraza por las costillas, debajo de los senos. Otro levanta sus piernas e intenta mecerla. El de atrás pierde equilibrio y cae. De repente mi cuñada queda en medio de dos de sus sobrinos, uno por debajo y el otro encima.

—¡Hidrovolanda! ¡Hidrovolanda! —grita ella con el rostro enrojecido.

Todos se levantan y por fin deciden sujetarla por las pantorrillas y los antebrazos. La mecen en el aire y la arrojan. Ella cae del lado profundo de la piscina, me sumerjo para ayudarla a subir.

Bajo el agua tomo la cintura de Elena y ella me abraza con fuerza, utilizando brazos y piernas. Nuestras bocas se encuentran en un beso subacuático, mi verga erecta presiona sobre su coño y ella menea las caderas con deseo. Nos hemos dicho todo o casi todo en ese instante, sin cruzar una sola palabra y con la urgencia de volver a la superficie.

Cuando sacamos las cabezas los trillizos saltan al agua y nadan un rato a nuestro alrededor. Después se van a un rincón de la piscina y juegan entre ellos. Bajo el agua acaricio los senos de mi cuñada y ella introduce la mano en mi boxer para masajear mi erección.

—No me has mostrado todo el complejo —susurra ella con voz melosa—. Dicen que la mejor hora para conocer un casino es cuando los niños se han ido a dormir. ¿Me invitas?

—¿Estás segura? —pregunto—. Si esto es en serio, me encantaría darles a oler cloroformo.

Salimos del agua y nuestra actitud vuelve a ser casi la misma, pero algo ha cambiado, la cita está concertada.

Once de la noche. Todos se han retirado a sus habitaciones. Salgo descalzo de la casa y me deslizo entre las sombras. Llego al casino y abro la puerta, al entrar la dejo entornada tras de mí. Enciendo y regulo las luces, lo bastante para contar con cierta iluminación sin llamar la atención de mis hijos en caso de que alguno se asomara por la ventana. Todo está en orden, disponemos de un amplio sofá tapizado en fina piel, el bar está bien surtido por si nos apetece beber algo y la oficina cuenta con cuarto de baño completo. Minutos después llega Elena.

Mi cuñada viste un negligé de seda gris que, más que ocultar, enmarca sus deliciosas formas. Me excito con la visión de su largo cabello platinado, sus facciones perfectas, el fulgor de sus ojos grises y las formas esculturales de su cuerpo.

Nos besamos, no es el tímido beso de quienes empiezan a conocerse, sino el incandescente contacto bucal de los amantes que se han deseado toda una vida y pretenden saciarse de la mutua presencia en una sola noche.

Nos acariciamos con desesperación, mis manos se apoderan de las nalgas de Elena mientras ella forcejea con mi cinturón y los botones de mis vaqueros. Pronto quedamos frente a frente, desnudos y excitados. Contemplo unos segundos a la exquisita mujer que pronto compartirá la faceta sexual de mi vida.

Volvemos a abrazarnos, esta vez los besos son más pasionales, mi verga erecta queda en medio de sus poderosos muslos, por debajo de su coño que ya se nota húmedo. De su boca paso a sus mejillas, beso sus ojos, su nariz, sus orejas y desciendo al cuello en busca de las zonas erógenas. Beso y succiono, siento cómo se estremece entre mis brazos.

Elena deshace el abrazo, pero no suelta mis manos. Me mira con apasionada determinación. Esta noche lo definiremos todo.

Me empuja hacia la mesa de pool y quedo sentado en el borde, se acomoda entre mis piernas. Acaricio sus tetazas y me llevo una a la boca. Beso y succiono el pezón mientras mis manos masajean todo el seno, desde el costado hasta la amplia aureola. Mi cuñada gime de placer. Repito el tratamiento con la otra teta mientras las manos de ella recorren mi verga desde la base hasta el glande.

Elena se agacha para poner su rostro a la altura de mi erección y, sin preámbulos, se introduce el glande en la boca mientras sus manos juegan con mis testículos. Exhalo un suspiro animal, ella inicia un movimiento de entrada y salida de mi verga dentro de su boca. Al meterla presiona el tronco entre su lengua y paladar, al sacarla hace vacío entre sus mofletes. Jamás ninguna mujer me había dado tanto placer oral. Después retira mi miembro de su boca y lo golpea sobre sus mejillas, lo resguarda entre su barbilla y cuello, lo envuelve con su cabello, lo restriega sobre la piel de sus hombros. Sí, lo está conociendo y catando; me atrevo a imaginar que ha fantaseado con esto.

Coloca mi verga en medio de sus tetas y escupe sobre el canalillo. Estimula toda mi erección con movimientos de sus manos sobre sus senos. Es indescriptible el placer que me produce, contiene aceptación, amor, pasión, deseo y morbo. Con todo, no puedo permitirle que siga, la necesito completa y sé que ella también me necesita a mí.

Interrumpo las actividades de mi cuñada y la invito a sentarse sobre la mesa de pool. Separo sus poderosos muslos para contemplar un primer plano de su sexo. Se ha sometido a la depilación láser y su pubis carece de vellos.

Me sumerjo entre sus piernas para deleitarme con el calor de su intimidad. Mi lengua recorre de abajo a arriba los labios vaginales mientras ella gime desesperada. Su sabor es excitante. Con mi lengua penetro su entrada vaginal para ejercer un movimiento masturbatorio. La estoy saboreando, la estoy conociendo y cartografiando.

Reemplazo la lengua con dos dedos de mi mano derecha y lamo el inflamado clítoris, en lentos movimientos intermitentes de abajo hacia arriba. Con los dedos exploro hacia el interior sin dejar de estimular su nódulo de placer. Dentro de ella toco con mis yemas hacia delante, provocándole gemidos y estertores que recorren todo su cuerpo. Ahora succiono su clítoris con mis labios, mis dedos siguen incrustados en su coño y la escucho gritar de placer. Su primer orgasmo viene acompañado de una descarga de flujo que moja mi rostro.

Me incorporo y volvemos a besarnos. Ella rodea mi cintura con las piernas, circunstancia que aprovecho para sostenerla por el talle, cargarla y llevarla hasta el sofá. La acuesto atravesada sobre los asientos y me acomodo entre sus piernas. Mis dedos vuelven a acariciar su vagina, entran y salen sin pausa mientras nos besamos. Compartimos en nuestras bocas el sabor de su sexo.

—¡Fóllame, no me tortures más! —solicita Elena, a punto de un nuevo orgasmo.

Acomodo sus piernas en mis hombros y las acaricio con deleite. Oriento mi glande a la entrada de su sexo para contemplar cómo sus labios vaginales “besan” mi virilidad. Nos miramos a los ojos. En los suyos veo deseo y decisión, quizá los míos expresan la maravilla de sentirme aceptado por ella. La penetro en un largo y lento movimiento. Mi miembro curveado se abre paso entre los pliegues de su intimidad hasta que la punta toca fondo. He llegado a su matriz y ella lo celebra con un profundo gemido.

Sin movernos me sonríe y presiona los músculos internos de su vagina, entiendo que sabe controlarlos y esta revelación añade más placer a nuestro encuentro. Me muevo despacio, penetro a fondo para retroceder y hacer una pausa a la entrada, sin perder vínculo, pero haciendo el recorrido completo. Controlo mi ritmo respiratorio para prolongar mi placer, mi cuñada presiona y relaja sus músculos internos, sincronizando sus acciones con mis embestidas; nuestros cuerpos se han entendido bien.

Un nuevo orgasmo sacude a Elena, este clímax es profundo, líquido y sonoro. Sus gritos hacen vibrar los cristales de las ventanas. Aun me falta tiempo para correrme.

Acelero en mis movimientos. Nuestros cuerpos se encuentran en impactos poderosos que resuenan en el casino, Elena suspira y gime con cada penetración. Su rostro, enmarcado por su cabellera platinada, expresa toda la lujuria, la liberación y la fuerza apasionada que debió contener durante mucho tiempo. Vuelve a correrse en orgasmos encadenados, sus puños aporrean la tapicería del sofá, su cabeza se agita, sus tetazas se bambolean al ritmo de nuestra cópula. Siento que se acerca mi punto de “no retorno”, contengo la eyaculación hasta que Elena llega a la cumbre de su cadena multiorgásmica. Por fin, con un grito liberador, me vierto dentro en lo más profundo de su coño. Mi simiente choca a presión en sus paredes, hasta el fondo. Es el momento más amado y más ansiado de todo este encuentro.

Cuando nos desacoplamos me siento a su lado. Nos besamos de nuevo y Elena se incorpora para sentarse sobre mis muslos. Mi verga continúa erecta, de acuerdo con mi deseo de seguir disfrutando junto a mi cuñada. Ella la acomoda entre sus muslos y la masturba con suavidad, estoy sensible por mi reciente clímax y sus manipulaciones me electrizan. Se levanta un poco y coloca mi verga en posición de combate para introducírsela despacio y empalarse ella misma. El reingreso a su cuerpo es cálido, húmedo, enervarte. Puedo engancharme y volverme un adicto al sexo con Elena.

Mi cuñada rota sus caderas en una cadencia suave. Mi virilidad ocupa toda su cavidad vaginal, nuestros fluidos lubrican los movimientos.

—¡Me llenas toda! —Exclama— ¡Te siento hasta el fondo!

—¡Me he pasado una vida entera soñando con esto! —declaro.

Sostengo a mi cuñada por la cintura, admiro el movimiento de sus nalgas mientras pasa de un vaivén delicado a unas oscilaciones poderosas. Sus jadeos se vuelven gritos de placer y pronto articula una nueva cadena de orgasmos. Deja caer el cuerpo hacia delante, con mi verga incrustada en lo más profundo de su sexo. La masajeo por detrás, desde los hombros hasta las nalgas. No me he corrido en esta segunda tanda.

—Hay algo que me falta y quiero que tú me lo des —susurra agitada— ¡Quiero hacerlo por detrás!

—¿Estás segura? —pregunto—. ¿Es eso lo que quieres?

Me encanta la propuesta, pero temo lastimarla.

—¡David, te estoy ofreciendo mi virginidad anal, acéptala porque no se me ocurre mejor candidato! —exclama desacoplándose de mí.

Me levanto frente a ella y volvemos a abrazarnos. Tras minutos de intenso morreo se acomoda en cuatro sobre el sofá. Acomodo mi rostro a la altura de sus nalgas y las lamo por completo, a veces muerdo su carne y este contacto nos electriza a los dos.

De sus nalgas paso al canal que las divide, encuentro su orificio anal y lo “picoteo” con la boca. Ella suspira en intermitentes quejidos cuando penetro su culo con mi lengua. Beso su ano con los labios empapados de saliva, después ejecuto succiones profundas que la hacen gritar y sacudirse de placer.

Terminado el beso negro me arrodillo detrás de su cuerpo y penetro su vagina con mi verga. Ella gime en una prolongada expresión de su delirio, estoy estimulando puntos sensitivos diferentes desde un ángulo nuevo. Mi ritmo es intenso y profundo, mientras arremeto de forma controlada recojo los flujos que emanan de su coño para llevarlos a su culo. Penetro su ano con un dedo y sincronizo los movimientos de mi pelvis con los de mi mano; estoy enseñando a su cuerpo a recibir placer anal. Pronto son dos y al final tres los dedos que invaden su cavidad posterior mientras mi verga taladra su coño. Tiene la espalda perlada de sudor, sus rodillas se separan del sofá cada vez que mi glande topa con el fondo de su vagina. A cada arremetida grita y gime; algunas lágrimas recorren sus mejillas. Vuelve a correrse, desesperada, con mi verga en lo más profundo de su coño y tres de mis dedos en su culo, es el momento adecuado, ella está dilatada por atrás y tomo mi decisión.

—Si te duele mucho o no te agrada, lo dejamos y en paz —señalo mientras saco mis dedos de su ano y saco mi verga de su vagina.

—Si no me gusta vestiré los hábitos y me iré a un convento! —exclama desesperada— ¡Fóllame por el culo de una vez y no tengas miramientos, no importa si mañana no puedo sentarme!

Mi verga está bastante lubricada. Coloco el glande sobre la entrada anal de mi cuñada y empujo un poco para insinuarle lo que sigue. Ella afirma bien los brazos y me indica con un gesto que continúe. Penetro despacio, mi mástil vence la resistencia de su esfínter y se aloja despacio en la cálida cavidad de ese espacio no explorado. Sostengo sus caderas con mis manos y avanzo poco a poco. Sin tregua y sin pausa llega el momento en que mis cojones chocan con sus labios vaginales. Elena suspira y aprieta mi verga con sus músculos interiores.

—¡Por fin enculada! —exclama— ¡Esto sí es extremo!

Y ella misma comienza un leve movimiento de caderas en busca de la fricción. Acompaso mi vaivén a su ritmo. La estrechez de su ano produce sensaciones maravillosas en mi verga. Con decisión incrementamos el ritmo. Cada vez que la penetro, su recto ejecuta movimientos de expulsión, cuando retrocedo aprieta para contener mi virilidad. Mis manos no se detienen, con los dedos de la derecha estimulo su clítoris mientras que con la izquierda acaricio su espalda.

De la garganta de Elena surgen alaridos de placer que me indican su nuevo orgasmo; se corre en prolongados estertores mientras su recto aprisiona mi verga. Ya no deseo contenerme más. Penetrando a mi cuñada hasta el fondo de su culo me vierto, haciendo que mis gritos de placer se unan a los suyos.

Caemos desmadejados y nos abrazamos en el sofá. Después de un intenso morreo encendemos los cigarrillos de rigor y descorcho cervezas para los dos.

—¿Qué le diremos a los trillizos? —pregunto.

—De momento nada —responde ella—. Quiero disfrutar de lo nuestro sin sentirme presionada. Pasemos unos días así, en secreto. Si vemos que nos llevamos bien podemos decirles lo que pasa.

Asiento resignado. No me gusta guardar secretos a mis hijos, pero entiendo su punto de vista. Accedo a todo lo que ella proponga.

Volvemos a abrazarnos y nuestros cuerpos exigen de nosotros más, mucho más. Esta es una guerra por recuperar el tiempo perdido. La noche es joven y podemos aprovecharla.

Continuará

Comentario del autor

“Trillizos depravados” fue uno de los primeros relatos que publiqué en TR. Presenté la historia completa, abarcando un estimado de noventa minutos. Supongo que el hecho de entregar un documento tan extenso deslució los méritos de la obra, ya que hubo varias quejas por sus dimensiones.

He dividido la historia en cinco capítulos, cada uno de ellos narrado desde el punto de vista de un personaje distinto.

Para mí es un logro crear personajes que muestran emociones tales como rencor, ira o crueldad. Mi condición de Asperger me impide conocer de primera mano estos sentimientos y, en este caso, “navego a ciegas”. Me planteé el reto y este es el resultado.