Tres segundos de felicidad

Por fin, al fin, el fin.

En las primeras horas del 1 de enero perdió la vida.

Como marido, siempre quiso hacer feliz todos y cada uno de los días a su esposa, envejecer con ella, con la mujer que más amaba, que más deseaba... que más ha echado de menos. Como padre, soñó un mundo nuevo para sus niñas, verlas crecer, conocer a sus primeros novietes, verlas crear sus propias familias y que le obsequiaran con unos cuantos nietos.

Dos semanas después, despertó. No sabía donde se encontraba. Estaba tendido en una cama, tenía tubos metidos por las fosas nasales, un gotero enganchado a su muñeca y un incesante pitido intermitente a su lado. Horas más tarde, llegaron sus padres y, poco después, lo hizo su hermana.

Aquellos días fue un fantasma que moraba su casa. No tenía ganas de vivir sin tener vida, se sentía asediado por ella, se sentía timado por el azar. El hambre la calmaba con pesadillas y la sed la saciaba con lágrimas, y, mientras aguantaba las arcadas que el mismo aire que respiraba le producía, esperaba que la muerte le saludase detrás de cada parpadeo.

El agua se tiñó de rojo sangre y volvió a despertar en el hospital.

Esta vez, al darle el alta, sus padres le llevaron consigo a su casa. No le querían dejar solo ni un momento. Vivían en un décimo piso desde el que divisaba gran parte de la ciudad, lo que le hizo comprender que, la suya, solo era una historia más entre un millón, anónima y sin importancia fuera de los límites de la familia y de su profunda tristeza, sin importancia para los medios ni para las autoridades que le obligaban a no beber bajo amenaza de sanción, y ¿para qué si las consecuencias les importaban una mierda?

Por más muebles y trastos que hubiera, incluyéndose a sí mismo, su piso estaba vacío. Por más mantas con las que se arropase, tenía frío por las noches. Eran las risillas de sus hijas y sus voces cantarinas las que llenaban lo que un día fue su hogar, y la piel de su mujer y los latidos de su corazón, los que calentaban lo que un día fue su cuerpo, ahora débil y convertido en una celda de castigo para él. Se había confinado en un pozo y solo encontraba alivio en la inconsciencia en la que se desvanecía, con una botella de culpabilidad rodando por el suelo y por su cabeza.

"¿No recuerda nada del accidente?", le preguntó el Doctor Masa. Recordaba la cena de Noche Vieja en casa de sus suegros. El vino corrió a raudales por la mesa y por sus venas tan rápido como se propaga el fuego en una piscina de gasolina. Tras las campanadas de fin de año, brindaron con cava y, un poco después, se reunieron con los amigos de la peña para tomarse unos cubatas, pero no recordaba ningún accidente.

"¿Y Cristina y las niñas?" Sus padres le respondieron con el mismo silencio que sepultaba a las tres mujeres que habían sido los pilares de su universo, en el que las estrellas se habían consumido y las nebulosas más espectaculares se habían disipado, un silencio solamente roto por el crujido de su alma al partirse en dos. Volvió la cabeza hacia la ventana, se mordió el labio inferior para evitar explotar de rabia, con tanta fuerza que lo hizo sangrar y el sabor de la amargura inundó su boca.

Y algunos locos dicen que dios es bondadoso y justo. ¿Con quién lo fue? ¿Dónde estaba? ¿Por qué cerró los ojos? ¿Por qué no escuchó las súplicas de una criatura que no merecía tal castigo? "Pues porque dios no es nuestro padre, no es el padre de nadie ni de nada" gritaba en su interior su fe desgastada, a medida que la negaba, y la negó cien y mil veces.

Por el desprecio de dios, un padre no permite que una hija suya de siete años agonice cuatro horas hasta que fallece con la mitad de su cuerpecito destrozado por el amasijo de hierros que la ha torturado. No, un padre no lo permite, pero su padre lo provocó con una copa más después de la anterior. Sí, fue él, él era quien no merecía seguir en este mundo.

Su mujer y sus hijas eran su vida y en las primeras horas del 1 de enero las perdió.

Después de tantos días siendo un cadáver con irónicas funciones vitales, de tantas horas de visceral y creciente dolor, encontró la salida del tormento, y la libertad le golpeó la cara cuando echó a volar.

¿Cuántos ratos felices y momentos inolvidables disfrutó con su esposa y sus hijas? Son incontables, pero fugaces, como una vida.

Ya nada le importó. Mientras el viento le acariciaba las mejillas, entendió lo que significaban tres segundos de felicidad... y no volvió a despertar.

Con todo mi agradecimiento, les dedico este relato a la gente de TRovadores.