Tres noches, tres años después
Segunda parte de "Yo no era más que un chaval". En ese último encuentro la "familia" aumenta; y también las "lecciones".
TRES NOCHES, TRES AÑOS DESPUÉS
(YO NO ERA MÁS QUE UN CHAVAL y II)
La incertidumbre con la que acudí el segundo año a aquellas fiestas, que se habían revelado tan sorpresivas en su momento, quedó inmediatamente acallada. Una colección de lencería barata, arrebatada por la polla insaciable de mi primo a lo largo de ese año, me esperaba para los dulces combates que tuvieron lugar durante las tres noches restantes.
Ese detalle tan indicador de su estilo planeó sobre mí hasta la próxima cita. Ese año la sorpresa la daba yo. Con mis escasos ahorros había comprado un soberbio conjunto de lencería. Era negro, de fino encaje y ajustadas formas que abrazaban mi cintura y torso tapando para mostrar sugerentemente una virilidad que caminaba con ese disfraz por la cuerda floja. Ese uniforme de puta para su macho me hizo hervir de excitación. Antes de ponerlo para él, las pocas veces que despistaba la vigilancia de mi madre me llevaban al espejo. Allí, frente al reflejo de esa verdad, ensayaba mil y una poses hasta conjurar la fantasía de lo que ocurriría cuando estuviera con él; y la invocaba de tal modo que todas las ocasiones terminaban con varias suculentas pajas regando mis carnes.
Los días tardaban en pasar, parecía que nunca iba a llegar el mes de junio; pero éste llegó. Recuerdo que era un manojo de nervios, temiendo que todos los que me vieran descubrieran mi regalo; pero nada de eso ocurrió. Lo conocido siempre pasa desapercibido. Seguían viéndonos como niños, y éramos unas putas muy mariconas. Así que la sospecha no fue escolta ni en el camino hasta allí ni en el recibimiento en la casa de mi tía. Pero me derretía, y las horas de espera sólo hicieron incrementar esta sensación, pues mi fantasía, como siempre, iba por delante del reloj.
Desde que llegué y lo vi, la erección fue constante y fue ésta la que guió el lento transcurrir de las siguientes horas. Guiado por ella, cuando ya el vino había tumbado la fortaleza de mis familiares, mi mano se dirigió por debajo de la mesa a la suya para acompañarla a mi paquete. Me abrí como una puta para que hurgase a placer en el regalo que le había envuelto. Su ademán reacio, su mirada sorpresiva, sucumbió ante el ardor que la naturaleza de mi primo exhalaba con el solo tacto del sexo.
Su mano apretó fuertemente el talle de mi pija. Era un abrazo viril, de aquel que se sabe dominador de un terreno conquistado y que apunta con seguridad hasta lograr un vasallaje natural, pues así lo había dejado escrito a lo largo de estos dos últimos años. Y ese hierro dulce respondía a su arrogancia. Tenía el cipote empapado, cubierto con los jugos que sólo él sabía exprimir y que un corazón, que galopaba salvaje, sabía reconocer en su calentura y que vivía para élla.
Sus dedos pellizcaban mis huevos y recorrían con inaudita precisión el contorno de aquella tanga putera, detectando en su viaje la contrastada delicadeza de un trabajo como aquel con la afinada dureza de mi miembro. Mi mirada le indicó que la sorpresa tenía una segunda parte. Cimbreando mi torso, entendió que el equipo venía presto y completo para rendir pleitesía a un apetito tan peculiar y voraz como el suyo. El viaje terminó en mi capullo. Allí, aquellos dedos observadores y golosos, se empaparon de mis secreciones para en un singular viaje terminar cerrando el telón con esas piruetas, a las que un macarra como él sabía darles el "más difícil todavía" dentro de la gramática canalla que practicaba, pues como si fuera un helado chupó con delectación el néctar de mi pija, ensuciándolo, como todo lo que hacía, con el sabroso sexo que emanaba en todos sus gestos.
Aunque el reloj desgrana lentamente el tiempo a la hora de acercarnos a la impaciencia de nuestros deseos, la noche llegó en aquella casa de mujeres. Como es natural en todas que se precien de tal condición, la organización de aquella casa pasaba por los vertiginosos laberintos de un sinfín de ordenes que caían en cascada hasta casar todas las piezas de ese extraño puzzle que forma mi familia. Una de esas órdenes cayó como un jarro de agua fría ante mis calientes expectativas. Igual que yo tres años antes, mi primo Pedro se quedaría a dormir con nosotros durante todas las fiestas.
Hasta ese momento mis ojos sólo atendían la tórrida llamada de mi primo. Mi sexo lo recorría con lascivia viendo como el paso de los años añadían notas más seductoras a ese macho colosal. Sin embargo, aquella orden tan puta hizo que mi mirada se fijara por primera vez, y con toda la rabia que tenía en aquel entonces, en el cabrón de mi primito Pedro.
En esos primeros instantes fui ciego a otra cosa que no fuera el odio. Tenía una fuerza inusitada, y hasta cierto punto irracional, pues aquel bendito no había hecho nada, si ignoramos el mero acto de existir, para ser merecedor de semejante sentimiento.
Durante el resto de la noche no hice más que joderlo. Cualquier comentario por su parte, o la más mínima muestra de acercamiento, era atajada fríamente y con la crueldad que se tiene a los dieciséis años. Sin embargo, aquel adolescente demostraba tener una fortaleza que en absoluto se correspondía con la inocencia que ostentaba.
Era hijo único y estaba acostumbrado a lograr lo que quería, todo lo que quería. Sospecho, aunque nunca lo confirmé, que encontrarse con la sorpresa de que por primera vez en su vida no era querido, en un tiempo en el que uno busca confirmarse, hizo incrementar con más fuerza toda la astucia con la que jugaba sus cartas. El odio me envalentona, pero el amor hace que terminen por caer, más temprano que tarde, todas las barreras que mi inquina pueda levantar. No me puedo resistir al amor. Y eso ocurrió aproximadamente sobre las dos de la mañana. Allí, al borde de una caña de cerveza, me di cuenta que aquel cabrón no era el tipo jodido que había construido durante esa noche.
En ese momento asomaron a mi lucidez aspectos que antes habían permanecidos ocultos por el odio. Esas peculiaridades se sumaron a las que mi lujuria contempló en una desvergonzada observación. Como era lógico, su cuerpo estaba aún a medio construir. La suavidad era la nota dominante que señalaba su adolescencia. Sin embargo, entre líneas, mi falo descubrió otros atributos que hacían despejar la incógnita de su atractivo. Como en los perfumes, aquella suavidad concentraba una armoniosa cantidad de veneno que arrebataba la lujuria con su sola contemplación.
Me di cuenta que tanto mi primo como él eran un reflejo de una misma persona en el que se podía ver el transcurrir del tiempo. Cierto que aún faltaba mucho para afinar el extremo gusto barriobajero con el que se iluminaban todas las actuaciones de mi primo; pero lo esencial ya estaba allí. Sólo había que frotarlo para que el genio apareciese con toda su carga.
Sus rasgos se correspondían con esa parte mora que serpentea por el tronco de mi familia. Si no fuera por la ingenuidad que uno tiene a su edad, la sonrisa se vería catapultada al mismo orgullo machista que exhibía mi primo. Sus ojos profundos, en cambio, apostaban a varios juegos a la vez. En estado de reposo podían recordar la mansedumbre con la que mira una vaca sumándose armoniosamente a la ingenuidad que tenemos en esa edad; pero en el estado en que lo veía en ese momento, recordaban la fragua que había puesto a calentar con las primeras fiebres que trajo su entrepierna, adelantando en esa parte más años que en el resto del cuerpo. Era en ésta donde aquellos rasgos difusos se arremolinaban para anunciar una naturaleza generosa en sus atributos. Tenía un paquete abultado, pesado para su edad. Él era consciente de aquel signo, como de muchos otros de su belleza con la que había estado jugando a lo largo de la noche, pues mientras lo miraba con descaro no dejó de manosearlo como si de un guía se tratase, indicándote con su profesionalidad dónde debía fijar mi mirada, o dándome a entender que los años que nos separaban se fusionaban en ese centro neurálgico.
Aquella visita guiada hizo que mi espíritu fuese dominado por un ánimo compulsivo. Una determinación empecinada, que no quiere más respuesta que la que ha tramado, se instaló en mí con una obstinación extraordinaria. Y en ese mismo instante quise saborearla a placer, darme el gusto de un cuerpo recién llegado a la belleza, que aún vareaba por el río que despedía su niñez y anunciaba su juventud. Recuerdo que estábamos con los amigos de mi primo en una piojosa tasca cercana al campo de la fiesta. Me acerque a mi primo que en ese momento sólo tenía labios para una furcia pueblerina desmadrada y le susurré, con la misma voz cazallera que él empleaba, la urgencia de mi apetito: "Me voy a casa. Quiero follarme al Pedro. ¡Me lo voy a follar!" No sé por qué lo expresé con tanta claridad; seguramente, aparte de mis intenciones, obraba en mi el ánimo despiadado de inculcar algo de celos, prueba que yo creía del amor, en el corazón de mi primo.
Pero mi primo no amaba el amor, amaba el sexo. Esta religión, que llevaba entusiasta y devotamente, le permitía tener como un sexto sentido que empleaba a la hora de fijar sus entregas. Y ésta llamó su atención
Él funcionaba de otra manera. Los apóstatas del sexo viven un mundo en blanco y negro. El blanco apogeo se sitúa en una simple follada; la negra decadencia en un largo período de frugalidad. Sin embargo, los creyentes, o un Sumo Sacerdote como mi primo, crean miles de estancias entre esos extremos. Está el follar, pero no el follar de cualquier manera; está el quién, pero éste obedecerá más a las circunstancias que acompañan al coño insaciable o polla voraz, que a la simple persona u oportunidad en sí. Y así con cada una de las grandes preguntas. Todas, sin excepción, recorrían intricados laberintos para lograr la máxima expresión. Cuantos más peldaños se subieran en esa escala particular fruto de su experiencia, mejor sería el encuentro y más alto se situaría en esa escala del uno al mil con la que puntuaba un hombre como él.
Dentro de esa escala, y entre los diez primeros, figuraba siempre la virginidad. Su bautismo de coño había sido con una vecina salida, que tomó el relevo de su hermana la puta; el de culo, con un cura maricón.
Estas dos circunstancias marcaron su identidad y apetencias. Por un lado, ese certero olfato para detectar los más lúbricos caminos, situándolos en una procacidad extrema, herencia de las sucias enseñanzas de aquella calenturienta vecina; por otro, esa tensión por atacar los más sacros símbolos, haciendo del pecado el verdadero motor de su falo, pues cuanto mayor era éste, mayor era también el goce. En esa "Biblia" fornicadora, que él seguía al pie de la letra añadiéndole sus libidinosas experiencias, el primer mandamiento de su pija combinaba diversas substancias hasta lograr un diabólico triángulo con sus vértices presididos por el incesto, la homosexualidad y la virginidad o inocencia. El genio de mi primo confundía estos dos términos, pues podía darse la circunstancia de que la persona hubiese perdido la vergüenza tiempo ha; pero para el sentir de esa pija experta uno perdía, y ganaba, toda vez que pasaban por su sabia polla. Entiendo que pueda parecer caprichoso, pero así funcionaba esta máquina de follar: todos los elementos tenían que ser excepcionales, ninguno podía caer en la rutina de lo conocido o lo permitido. Así estaba hecho mi primo.
El camino a casa siguió las pautas de un plan apresuradamente esbozado. La crueldad que había exhibido a lo largo de la noche cambió su rostro por una amabilidad que se dirigía exclusivamente al endiosamiento de mi púber primo. De niñato de mierda pasó a hombre; de gilipollas a ingenioso; de payaso a agudo. Y así fui limpiando cada uno de los compartimentos en los que reposaba para fortalecerse el orgullo de ese ingenuo que ahora enloquecía mi pija. En los últimos metros lo abracé con la disculpa de mi experiencia por ese camino envuelto en la negrura del bosque. Era la primera vez que estaba tan cerca. Respiré su aroma dulce y noté la suavidad de su piel y la delicia de sus formas. Comprendí en ese acto, que se desenmascaró especialmente erótico, el placer que guarda la adolescencia. Todas esas notas puras y nobles, aún no mancilladas por el abandono, estaban a mi lado perturbándome con una intensidad levemente consciente de su poder. Él se abrazó a mí con complicidad, como si en vez de horas, hubiesen pasado años. Repentinamente ese gesto embriagador alteró su tono. Un ruido imprevisto nos alcanzó en la oscuridad, instalándonos al tiempo un miedo que un sorpresivo abrazo no consiguió sosegar; sólo una sonrisa granuja nos devolvió a la tranquilidad de lo conocido.
No había nadie en casa. La urgencia de mi calentura hizo que quisiera subir ya al fallado; pero la experiencia es un grado. Agarrándome en las escaleras, la astuta mente de aquel ser preparada para el amancebamiento me explicó que sería mejor esperar a su madre y a nuestros tíos, para así evitar la tentación de que subieran al fallado a ver cómo estábamos. No hubo que esperar mucho: una ración del invariable bizcocho bañado en licor y recubierto de rayadura de coco.
Y allí estaba el colchón y esa ciega penumbra como testigo, y tres velas para dar luz y tres cuerpos para dar calor.
Mi intención era dirigir el encuentro. Desde que había destapado, dos años antes, mi particular caja de Pandora, sólo el sexo guiaba mis actuaciones. Aquella esencia de exultante fuerza, me llevaba a vivir vampirizando el sexo que había a mi alrededor, olfateando la mínima oportunidad, sin desprenderme de la cautela o cobardía que acompañaba mi mariconeo, para dar rienda suelta a ese caballo que galopaba entre mis piernas y que nunca se cansaba de las carreras a las que se veía obligado desde aquel afortunado descubrimiento. Pero como digo la experiencia es un grado, y aún me faltaban muchas lecciones para llegar a la altura de mi maestro.
"¿Te gustan las putas?", preguntó con ese aire de sinvergüenza dirigiéndose directamente a Pedro. El gallito respondió con fingida seguridad de un jugador pillado con un farol, pero acompañado también de esa lógica que aún no está envenenada por los años y que puede construir castillos en el aire sin que se derrumben. "Claro, a todos los tíos les gustan las putas. ¡Para eso están, para gustar!" "Has hablado como un hombre, respondió mi primo, ¡estás hecho un machote! Me gusta saber que estoy rodeado de putos machos." Yo notaba como la misma estrategia que empleara en el camino, estaba ahora en la rampa de lanzamiento a la espera de un resultado más tentador y determinante, pues el olfato de aquella polla era tan seguro como el amanecer. "A mí me encantan las putas; aunque nunca he pagado un puto duro por follármelas. ¿Por qué me gustan las putas? Me gusta saber que ese coño que sabe de pollas, que ha comido cientos y cientos de ellas, que comerá miles y miles de ellas, está disfrutando con mi picha. Me gusta saber que un coño profesional aún es capaz de sorprenderse y darse cuenta que nunca lo habían follado, que todos los polvos anteriores eran cagadas de gato, que el verbo joder necesita de un instrumento como este." Pedro no perdió ni un detalle de la didáctica explicación y mucho menos de su punto y aparte. La belleza de mi primo, arrebatadora en su conjunto, exhibía ahora a un enemigo incomparable que destronaba a los demás encantos: su pija, que en ese momento lucía abultada, reclamando todas las miradas, entre la poderosa mano de ese cabrón follador; pero yo sabía que la lección no había hecho más que comenzar.
"¿Pero sabes cuál es la mejor puta?" Pedro ni tan siquiera se atrevió a contestar, lo recuerdo como perdido, como hipnotizado por algo que se le escapaba de las manos, pero que se anunciaba demasiado atrayente como para pararse a pensar. "¡Pues la mejor puta es la puta que construyes, la que te haces! Esa puta que quitas de la nada y que vas formando poco a poco, añadiendo pequeños detalles, limpiando aquí y allá, modelándola al gusto de tu miembro hasta que éste babea con solo verla. Esa es la mejor puta, pues está hecha para ti. Puede que se la follen los demás; pues no tienes que olvidar que has hecho una puta. Pero volverá a ti, igual que tu vuelves a tus padres porque te han creado. Esa puta la has marcado a fuego. Es tu puta y ninguna otra pija sabrá darle de comer. ¿Quieres saber una cosa? ¡Acércate!"
Pedro se acercó embaucado por ese tono susurrador y vibrante, que aún en esa cadencia desplegaba toda su virilidad haciendo patente la envergadura de un macho él. Su mano masajeaba por encima del pantalón su hermoso ejemplar. En otros ese gesto, por repetido, sería automático; en él, natural, pero de una naturalidad obscena aunque demasiado atractiva, pues el sexo en mi primo siempre se hacía con buena caligrafía. Cogió a Pedro por la cintura entrelazando sus dedos en un abrazo suciamente paternal, pues su robusta verga llamaba a la puerta de aquel cuerpo virginal con rítmica insistencia. Inclinándose levemente continuó con su lección que ya se acercaba al meollo de la cuestión pues su voz iba ganando en sensualidad. "Yo hago muchas putas. ¡Y lo más importante!: las puedo hacer de cualquier cosa. ¡No me mires así! No estoy loco y sé lo que me digo. En cada cuerpo hay una puta durmiendo."
Yo seguía excitado aquel ataque. Mi cipote entendía que pronto entraría en el escenario y sus secreciones indicaban que estaba afinando la voz para tragar todo lo que se pusiera por delante. "Te voy a enseñar que no miento. Que todo lo que te diga hoy tu primito es la verdad; y como dicen en las películas: la verdad y nada más que la verdad. ¿Te ríes? Pero veo que aunque te ríes, no te lo tomas a broma. ¡Y haces bien! Te voy a decir otra verdad más: ¡hasta tú tienes una puta ahí durmiendo!" Ese "ahí" fue detalladamente señalado por la mano de mi primo que en ese momento abarcaba el paquete de Pedro que, tras un breve sobresalto, continuaba con su actitud expectante, sin oponer ninguna resistencia al candente avance de mi primo, ni tan siquiera agarrándose a la vergüenza que en otros plantaría tal explicación.
De la polla de mi primo pasó a mi brazo agarrándome fuertemente y llevándome junto a ellos, en medio de ellos. Liberó a Pedro de su abrazo, pero aún así no se movió ni un milímetro. El hechizo de ese instante se había alojado en su cuerpo para quedarse y llamar a otros convidados que alegraran la noche. Sus manos rodearon mi cintura y su verga acerada marcaba su peso grave en la raja de mi culo. Un beso suave y empapado marco mi cuello, logrando que me retorciese por el calor que me invadía. Busqué esos labios, que aún no había tocado desde que llegara, y nuestras lenguas sellaron ese abrazo manso después de tanto tiempo. Volví a extasiarme por el sabor de sus besos, por la habilidad con que esa lengua llamaba a la voluptuosidad. Arqueé la espalda y mis brazos acariciaron su cabeza, hundiéndome en ese azabache, mientras su experta mano comenzaba a recorrer todo mi torso. Cegado por el placer, ni me pregunté qué estaría haciendo Pedro ante esto; pero la curiosidad venció a mi gula y cesé aquel encuentro de nuestros labios mordiéndolos levemente para dirigir mi mirada a aquel inquietante adolescente.
Tenía los ojos abiertos como platos; pero en su mirada no ardía ni una ascua de escándalo o vergüenza, lo que me hizo ver que era cierto lo que creía: era como mi primo cuando amaneció al sexo. Consciente de que lo miraba, sonrió levemente pero sin pedir disculpas por no cerrar los ojos ante lo que había visto. Eso me animó a besarlo. Y así, mientras mi primo iba desabotonando la camisa negra que llevaba, tomé aquella cara inocente y acerqué mis labios a los suyos, que se abrieron como una flor a los primeros rayos de la mañana. Besé suavemente sus labios que permanecían entreabiertos. La punta de mi lengua se movió frenéticamente, como si ese movimiento fuera la llamada que se realiza a un amigo para que baje a jugar. Mi primo contemplaba esto sin dejar de ejecutar con precisión su jugada. Sus besos se combinaban con los míos, como azuzándolos a ir más allá.
Ese llamado se iba instalando en nuestro cuerpo, invadiéndolo gratamente, pues comenzamos a serpentear como putas. Mi lengua se lanzó a su boca y aquella timidez que instantes antes desplegaba, sucumbió a los deseos que se formaban en aquel dulce cuerpo. Nuestras lenguas se entrelazaron en un sabroso combate en el que la lujuria nos llevaba a devorarnos, y a eso nos entregamos. Sin que mediara palabra, Pedro tomo mi cara entre sus manos y comenzó a comérmela, a retorcer nuestros besos para que se fundieran en una misma caldera, en esa que nos quemaba a él y a mí. Lo hacía con la torpeza de un primerizo, pero también con la misma avaricia de un goloso, pidiendo más y más, pues lo quería todo.
"¡Ves como tenías una putita ahí!, dijo mi primo dando la campanada que puso un final momentáneo a nuestro combate, pero aún te falta mucho por andar". Tras esto quitó mi camisa y me dejó en camiseta. "Aún te falta mucho por joder para que te sientas a gusto con esa puta que no conoces, pero que está ahí. Te quedan muchas pajas que tirarte. ¿Por qué tú te tiras pajas, verdad? Ya me lo imaginaba. Pues aún te quedan muchas pajas por tirarte, para llegar al grano." Tras esto, alzó el telón y apareció ante los ojos asombrados de Pedro un soberbio sujetador de encaje negro y unas copas que dejaban al descubierto más de la mitad del pecho en el caso de haberlo tenido. Como si fuera una bailarina, mi primo me giró para ver el precioso conjunto con el que le premiaba. Yo comencé a comportarme como una mujer desde el mismo momento en que me desnudó. En ese instante, me vestí con la arrogancia de aquel que se sabe deseado y que a ese deseo sólo queda ponerle más fuego para avivarlo hasta que nos queme.
Desde nuestro primer encuentro mi mayor preocupación era estar a la altura de mi semental. Comencé a mirarme de otra manera, a cuidar mi cuerpo, pese al odio que siento ante cualquier deporte, para que éste expresará las mejores cualidades que concentraba. Intentaba, en una palabra, agradar a la gente que tenía a mi alrededor ambicionando que sucumbieran a lo que les ofrecía.
Aquel primer año guardé ausencia como si fuese una novia abandonada por su pretendiente que se halla labrando el futuro lejos del culo de su hogar. Ese pudor no fue impedimento para que comenzara a experimentar el alcance de mi encanto, sin llegar más allá del borde de la muda seducción. Un año en ese martirio fue más que suficiente para mi absurdo noviciado. Entendí que la única manera de situarme a su altura no era el pudor, o por lo menos no el que yo pretendía pues la fidelidad jamás se halló entre sus reglas, era el más calenturiento puterío. Este era el mandamiento que cruzaba sinuosamente por todas las actuaciones de mi primo. Pero para ser puta se necesita tanto del juego de la seducción como del goce del contacto.
La instrucción del segundo año me llevó a un ambicioso "plan de estudios". Probé mi sexualidad con algunos compañeros de clase en pajas que no iban más allá de la mamada, por aquello de no ser maricones; maricones de urinarios y estación de autobuses, viejos sucios la mayoría, y que tampoco iban mucho más allá de una propina al final del "servicio", generalmente torpe, pues a las dos o tres embestidas ya se corrían como perros babosos; y adolescentes putitas que terminarían sus días como laboriosas amas de casa y putas de cama. En ese segundo año, sin llegar a derrocar al maestro, comprendí que la fascinación que ejercía sobre él se basaba en un desfile de ciertas cualidades que esperaba hallar siempre.
Nunca debía de perder de todo la inocencia, pues ésta nutría a la sorpresa que era la encargada de potenciar su virilidad. Pero esta inocencia tenía que enmascararse o desaparecer, para volver a surgir en los momentos en que fuese requerida, y que situaban aquellos recordados polvos a un paso de la violación para terminar ésta en una agradecida relación de vasallaje. La inocencia era la encargada de renovar cada polvo como si fuera el primero. Y lo curioso del caso es que esto era así. Follar con mi primo siempre era nuevo, pues resultaba difícil abarcar o llegar a conocer un fenómeno como aquel.
El mejor disfraz con el que podía ahogar la inocencia era con la lujuria; pero no cualquier lujuria o de cualquier forma. La lujuria que empleaba venía a ser como una especie de salvavidas, como el único eslabón al que me podía agarrar ante las embestidas de mi macho. Era él, y sólo él, no mi naturaleza, el encargado de resucitar ese ser que supuestamente estaba adormilado en su letal abrazo con la ingenuidad. Pero una vez que había renacido, la imaginación se tenía que poner a trabajar febrilmente, pues el sexo de mi primo pedía urgencia en cada uno sus comportamientos. Esa táctica no daba tiempo a la representación, a fingir sosegadamente la marica que había en ti, era tal el ritmo de sus folladas que la maricona que salía a la luz venía marcada por el descontrol al que te sometía su placer.
La procesión se cerraba con la obediencia. Ésta era como el traje de novia que cierra un desfile, pues tenía que ser una sumisión ciega e inmaculada. Ese sometimiento era el encargado de llevarte a la humillación, que era una de las manifestaciones más habituales de su amor. Era curioso ver cómo se comportaba el orgullo a su lado. Esa cualidad tan sensible a las heridas, tan impresionable a los múltiples halagos, mutaba su naturaleza hasta hacerse irreconocible. De alimentarse durante todo el año con mil patrañas, pasaba a fortalecerse con una sola: la atención de mi primo. Ese era el escudo en el que chocaban las humillaciones. A éstas mi orgullo las adornaba, envistiéndolas con el honor que suponía que mi primo atentase contra mi dignidad, contra mi cuerpo, contra mis gustos. Todo lo que él hacía yo lo recibía como una forma de amor a la que debía plegarme, pues en el fondo y en la superficie, gozaba como una verdadera puta.
"¡Estas hecha una mujerzuela, primito! Una auténtica puta de lujo. Ninguno de los coños que he probado me llegó tan bien vestido". Tras decir esto desabrochó mi pantalón. Mi pija estaba ardiendo y marcaba su territorio levantado el mástil. "Veo que cada año la polla crece igual que tu calentura", dijo esto mientras bajaba la cremallera. Pedro seguía con atención cada uno de nuestros movimientos y se acercó a ver con más detalle lo que la lengua de mi primo piropeaba. Mi mano acarició su culo por encima del pantalón, mientras él no quitaba sus ojos de mi pija vestida de encaje.
Efectivamente los trece centímetros habían pasado a mejor vida con tanto ejercicio. La nueva forma, cubierta entre encajes, hablaba de la muerte de la infantilidad para dar paso a la pujanza de la juventud. Un capullo afinado y rosado, brillante con el presemen, saludaba, desde su altura de dieciséis centímetros, al visitante, para después continuar su periplo en un tronco fibroso que se plantaba en unos cojones pequeños y ovalados cubiertos por un vello que lo abrazaban hasta terminar su cosecha en el ombligo. La fortaleza de la polla, que en ese momento salía a la luz al bajar mi primo el pantalón, se subrayaba en su grosor que partía de su dilatada base hasta mermar en su punzante capullo dando a mi falo una apariencia cercana a la de un arpón. Mis cojones salían por los laterales de la tanga que en su viaje hacia la raja del culo estrechaba su ancho para armonizarse con una novedosa lycra negra que dividía y enmarcaba toda esa parte. Los dedos de mi primo comenzaron a hurgar por mis cojones para situarlos en su correcta posición. Yo no había perdido el tiempo, y ahora mi mano comenzaba a explorar por dentro del pantalón esas nalgas suaves de Pedro que como respuesta acariciaba tímidamente mi brazo sin dejar de prestar atención a los manejos de mi primo.
"¡Ves como ahora estás más bonita! Ahora sí que tienes un coño precioso." Como agradecimiento a su comentario lo cogí por el pantalón acercando su verga a la mía, y mientras que con la otra mano continuaba la ardiente exploración de aquel terreno virginal de Pedro que me deslumbraba por su delicadeza, la mano que me quedaba libre desabrocho la bragueta el ceñido pantalón de mi primo.
De nuevo apareció su robusta naturaleza, esa que encandilaba a todo el que la veía. Pedro dejó de acariciarme pues pereció al encanto de aquel precioso material que se adivinaba tras unos calzoncillos blancos. Con calculada composición, mi primo se quitó la camiseta y apareció ante nosotros ese cuerpo esculpido, robusto y arrebatadoramente masculino. A diferencia de mí que no hacía ningún deporte fuera del obligado, aquel cuerpo se curtía a base de enardecidos ejercicios para explotar una belleza que luchaba inútilmente por perfeccionarse, ignorando que ya había llegado a ese estado.
Mi mano acarició su polla con un suave masaje. El pulgar saboreó la punta de su empapado capullo y tras esto mi boca que se relamió primero con el gusto de aquel fenómeno para después contrastarlo con las delicadas notas que desprendía el culo de Pedro. Así que lamí mis dedos para exprimir aquellos deliciosas golosinas y me volví hacia Pedro para besarlo y que él fuera partícipe de aquel sutil plato. "¡Tienes un culo delicioso, primito! Seguro que está tan bueno como aparenta." Fue delicioso ver cómo se ruborizaba, como bajaba tímidamente su mirada instalándose en el trono de su belleza que ahora se mostraba turbada.
Mientras mi primo se despelotaba tumbado en el colchón, nosotros nos abrazamos. Él respiraba agitadamente con mis caricias al tiempo que quitaba su ropa. Su verga, nada infantil para su tierna edad, estaba empalmada. Hundí mi mano en ella, y fue tocarla y comenzar mi primito una suave embestida, como buscando acomodo en mi mano que ahora la rodeaba, al tiempo que su respiración agitada buscó la humedad de mis besos. Más manos se sumaron a este encuentro. La envergadura de la pija de mi primo se ancló en la raja de ese culo imberbe. Los dos desnudábamos aquel territorio virgen y ardiente que respondía a todos nuestros ofrecimientos.
Como digo era un cuerpo a medio esculpir; y ahí residía la razón de su encanto. Era un niño con polla de hombre. La delicadeza de sus rasgos, la suavidad de sus curvas, la redondez de sus músculos, todo aquel melódico conjunto, contrastaba con la fortaleza de su entrepierna en la que se depositaba toda la masculinidad presente y futura de aquel ejemplar. Su lampiño cuerpo, cubierto por un fina e invisible pelusa en alguna de sus partes, desplegaba ante nuestros ojos el turbador aroma del primer encuentro. Un hallazgo que por precoz, no dejaba de ser anhelado por mi joven primo que se permitía, sin miedo alguno, seguir el curso de sus deseos, pues su naturaleza, igual que la de nuestro maestro, estaba instalada en el mismo vórtice de ese huracán que atesora el sexo calenturiento como primer y único mandamiento a cumplir.
Esa cualidad la percibió mi primo desde un principio. A diferencia de mi entrada en su mundo, que fue guiada por la curiosidad y el convencimiento, para Pedro no hubo tal circunloquio. Creo que igual que yo, adivinó que aquel ser al que comenzaba a comerle el culo, mordisqueándole las nalgas, empapándole con su diestra lengua el ojete, sin parar de magrearle los cojones y la polla, se correspondía con su vivo retrato. Notaba por sus vaivenes, por su tórrida entrega que yo ahora disfrutaba, que estaba carcomido por el mismo virus, por la misma pasión a la que se rendía con el único fin de avivar más y más aquello que le endurecía la verga.
Esa entrega no ocultaba el hecho de su zozobra. Era cierto que la pasión de sus movimientos hablaba de su ser íntimo y recién sacado a la luz; pero esta circunstancia también añadía sus brillos. En cierta medida me veía reflejado en él. Sabía, porque así lo sentía, que gustándole cada una de las partes de esta iniciada carrera tenía el mismo temor y ansiedad por no saber qué le esperaría cien metros después. Porque en el fondo, los trece años estaban ahí, por mucha polla que luciera.
La lengua de mi primo guiada por la avaricia de encontrar una casa nueva seguía chapoteando en aquellas dulces entrañas y exaltando, por su novedad, a mi primo. Aquel sonido húmedo y delicioso era un recordatorio de que el sexo pocas palabras necesita cuando está agarrado por los cojones. Sin abandonar esta parte, nuestras manos estaban celebrando un mutuo homenaje a las pollas que alardeaban nuestra virilidad. Su delicada mano recorría todo mi talle sacudida por los espasmos que nuestro ataque le provocaba. Yo correspondía de igual manera, sin dejar de prestar atención a todo lo que ocurría, pues la línea de batalla estaba en varios frentes. La bamboleante polla de mi primo aparecía con todo su esplendor entre las piernas de Pedro, a escasos centímetros de sus tobillos. Su mano pajeaba con el mismo anhelo que su lengua chupaba aquel apetitoso manjar. La mía recorría una polla que combinaba la dureza del hierro con la suavidad del terciopelo.
Era una polla excesivamente ancha, señalada con una particularidad que la hacía única. Anclada en ese menudo cuerpo, su tamaño alcanzaba la rotundidad de la desmesura. Su solidez casi se emparentaba con el tamaño de sus cojones, habiendo poca diferencia entre el diámetro de ambos y aquel mástil que almacenaba con orgullo aquel monumento a Príapo. La suavidad de su piel, de un suave tono terroso, lucía una mancha blanca en la unión con los huevos, que recogía ese tono níveo de su piel, como si para su cuerpo fuese del todo imposible cubrir con un mismo barniz aquel soberbio ejemplar. Nuevamente era el desahogo lo que definía a su capullo, pues la apariencia chata recobraba el orgullo perdido por la falta de altura con un soberbio diámetro que aumentaba la belleza de semejante pija.
Recuerdo que no paraba de babear y llenar aquel hermoso capullo con el deslumbrante resplandor que le otorgaba aquel manar infinito. Esa humedad, que empapaba mis dedos, mi mano, fue la señal que me recordó que el tacto va unido al gusto.
Me arrodillé ante él y adiviné, por el delicado aroma que desprendía, que su gusto competiría en el mismo grado de dulzura con la íntima fragancia de su sexo que tenía el poder de emborracharte. Mis labios, humedecidos por el apetito, se acercaron cautelosa y mansamente a la punta de su capullo. Como si fuera un perro explorador, la punta de mi lengua tomó el primer trago de aquel jugo que embadurnaba en abundancia el envanecido capullo. Con un movimiento frenético y corto saboreé el primer anuncio de su virilidad. Lo recuerdo insípido, pero delicioso, pues el sabor de su contundente verga iba íntimamente ligado. Pasé mi lengua por los labios y busqué sus ojos anunciándole que la mamada que iba a realizarle le sacarían esos ojos, incrédulos y entrecerrados por el ardor, de sus órbitas para depositarlo donde la polla le anunciaba que no tardaría en llegar.
De repente, mi polla abandonada a su dureza no estaba sola. La mano de mi primo, que seguía explorando aquel culo chorreante, unió nuestros dos capullos e inició un suave y placentero masaje que sirvió como cuerda para la mamada que me disponía a dar. Mis labios abrazaron el perímetro de aquel ejemplar. Nuestros fluidos se unieron en el calor y degusté el profundo gustillo que desprendía ese efebo que se derretía en mi boca. Mi lengua recorría con su aspereza esos primeros rincones de aquel ancho bálano cubriendo en su camino aquellas partes más deliciosas. La punta jugaba con su ojete para después caer a lo largo de su contorno por el pasillo de su glande descapullado. Estuve como unos tres o cuatro minutos sin aventurarme a ir más allá, aunque sin descuidarlo, pues mis manos jugaban con sus cojones al tiempo que hacían pausados masajes a lo largo de su corto, pero ancho tronco. La mano experta de mi primo seguía dedicándole a nuestras pollas su cálido homenaje. Era delicioso sentir como nuestros glandes se besaban intercambiando sus fluidos, su calor, de la mano de aquel consumado follador.
No hablamos nada durante todo ese tiempo en el que bocas y manos no dejaban de trabajar. Era la acción la que tenía la palabra. Y esta actividad sincopada alteraba todas nuestras percepciones, acoplándonos, con su vertiginoso ritmo, a una búsqueda de un placer absoluto que sabíamos que se concentraba en ese triángulo que formábamos. Tragué aquel hermoso ejemplar abriendo mi boca al máximo hasta ahogarla. Al final de ese recorrido un suave vello, con el aroma inocente de esa edad, se sumaba a la placentera confusión con la que se manifestaba aquel órgano, del que ahora conocía su verdadero poder de atracción. Solo unos pequeños gritos rompieron aquel silencio lleno de húmedos ecos; pero la voz tranquilizadora de mi primo hizo que adivinara qué pozos estaba explorando. "Tranquilo, le dijo usando su vieja fórmula, así cuando llegue el momento te dolerá menos y podrás disfrutar como una puta". Y era cierto, pues el cabrón de mi primito, serpenteó deliciosamente sucumbiendo a placeres que ya creía conocidos por la experta lengua que lo abrasaba, pero que no habían hecho más que anunciarse levemente, como la patita del lobo en el cuento de los siete cabritillos.
Dejó de masajear nuestras pijas para dedicarse de lleno a dilatar aquel infantil y acogedor culo. Es increíble el poder de seducción que tenía, y tiene, mi primo. Un segundo de ausencia bastaba para sentir nostalgia. De hecho, gran parte de aquellos tres años se llenaron con la melancolía de echar de menos no sólo lo que había hecho, sino lo que su ausencia dejaba de hacerme. Esta señal marcó mis primeros encuentros que partieron a la búsqueda de un macho como él.
Seguía mamando aquel príapo, combinando la humedad de mis mamadas, con la sequedad de mis golpes. Era delicioso ver el peso grave que dominaba aquel ejemplar. Me golpeaba con su polla la comisura de mis labios, mis mejillas, mi boca, con una violencia inusitada, cargada al mismo tiempo de la ternura que me hacía estar rendido a sus pies. Me sentía como un chico malo que merece el castigo que le está propinando un púber dotado de un órgano maduro y poderoso.
Mi lengua servía en ocasiones de almohadilla para aquellas cargas que él agradecía acariciando mis cabellos con su mano temblorosa. Aquella mano, que dependiendo de su ardor, podía tener el talante de un pretendiente afectuoso, para mudar, un segundo después, a la búsqueda de un asidero donde varar una solidez que caía por los desfiladeros del descontrol, pues así estábamos en ese momento calenturiento: guiados por el hambre de nuestras pollas.
Los gritos de dolor seguían feneciendo al éxtasis. Era esa embriaguez, el sudor que nos empapaba a todos aquella calurosa noche de junio. Mis dientes mordisqueaban sus huevos; mi lengua, avisada por el gusto, empapaba aquella zona indagando un poco más allá donde mi primo seguía trabajando con desesperada gula. Recuerdo el gusto que sentía al coger aquella polla entre mis manos, al alternar aquel masaje con el paso de mi lengua que intentaba, sin conseguirlo, abarcar toda su vuelta zigzagueando furiosamente, cubriendo de saliva hasta chorrear aquel orondo patrón, que llevaba con su firmeza el paso alterado de mi lascivia.
Mi primo no dejaba de comerle el culo, de mover veloz y vorazmente la boca entre esas dos apetitosas nalgas, que se abrían ofreciendo toda su virginidad a la codicia de su febril naturaleza. Tras darle unos últimos lengüetazos, abandoné esa posición para besar con frenesí esa boca entreabierta que no dejaba de humedecer, con sus babas, sus ardientes suspiros. Su verga chocó con la mía saludándola con energía. Yo la cabalgué como si de un caballo se tratase y cerré con violencia mis piernas entorno a ese coloso, que siguiendo su cabalgada instintiva inició una furtiva penetración que encandiló la sensibilidad a flor de piel de esa zona. Comprendí el tesoro placentero que albergaba su polla, y venciendo al vicio, mi férrea voluntad prefirió que aquel agitado instrumento tocase su sinfonía en una sala de conciertos más apropiada. Recuerdo que ardí con esa pequeña aproximación a lo que suponía una perforación de aquel ejemplar que liberé de la presión de mis piernas para continuar devorando esa boca que no daba saciada su sed.
Nuestro beso fue separado por nuestro primo, que terminando su trabajo lo cogió desde atrás por el pelo para sellar un contrato que iba a tener lugar inmediatamente. "Ahora vas a disfrutar, querido cachorrito. Puede que duela; pero el premio espera a los fuertes. Y yo estoy con putos machos." Diciendo esto tumbó a mi primo en el colchón y apiñó las prendas que estaban dispersas para hacer una especie de cojín que levantase un palmo más aquel infantil deseo que se hallaba disfrutando del primer polvo de su vida.
Su coreografía era precisa, pero como pareja que llevaba bailando bastante tiempo con él, supe adaptarme y aportar mi granito de arena a aquella desfloración. Le chupe la polla hasta la empuñadura, le sorbí los huevos, le succioné el capullo. Todo para quedarme con ese sabor de macho fiero que me postraba en el tálamo de puta rastrera en el que me había educado.
Le estaba mamando la polla, cuando me la quitó repentinamente. Entendí cuál era su pasión, cuál era su objetivo en ese momento; pero me equivoque. Pensé que iba a follarlo, pero me dio la espalda ofreciéndome su culo. Alcancé a entender que el sexo con mi primo era una sucesión continua, pero no un orden fijado, pues conocía mil caminos para llegar a donde otros llegaban de un solo y triste gatillazo. Creí que le tenía que comer el culo, pero la sorpresa surgió como esos payasos con resorte que salen abruptamente cuando abres la caja. Aquella espléndida pija apareció al borde de sus nalgas y entre sus piernas para que yo continuase con esa mamada tan rica. Por un segundo, pensé en el hermoso "coño" que le había quedado a mi primo, pero este pensamiento fue desterrado por la belleza de su capullo que no deja de gritar con su muda presencia un "cómeme" que yo acaté como un chupapollas. Fue una mamada distinta y suculenta, pues al acre y viril sabor de su verga, se sumó el preciado aroma de su culo. No creo que durara más de uno o dos minutos, pero su sabor me quedó grabado de por vida, buscando posteriormente esa conjunción en otros muchos hombres.
Pedro continuaba tumbado en el colchón, vencido por el deseo, expectante ante el miedo, pero cargado de una energía poderosa que lo empapaba de sudor ante esa puesta de largo que iba a dar comienzo. Si lo hubieseis visto, comprenderíais al momento lo que quiero expresar. Creo que como mejor lo puedo explicar, es que moriría por que le echaran un polvo y moriría echando polvos.
Cara y cruz de esta misma moneda fue el único cambio que utilizó durante las horas restantes, durante las noches restantes, durante los años restantes.
Instintivamente flexionó las piernas y alzó un poco el culo, para poner ese chorreante ano, lampiño y virginal, a la altura del falo prodigioso de mi primo que engrasaba la maquina para echar ese polvo del uno al diez con el que puntuaba estas ocasiones. Yo me tumbé al lado de Pedro para magrearle las tetillas, para acariciar sus torneados músculos, para besar su ardiente boca, para tocar aquella verga que endurecida reposaba sobre su abdomen, para devorar, en una palabra, los restos de aquel apetitoso menú.
Aquel cipote espléndido rozó con delicadeza la rociada entrada. Apoyando sus brazos en el colchón y ayudándose con una mano que agarró la base de su polla inició aquella placentera penetración. Una mueca de dolor lleno la expresión de Pedro cuando el capullo se dirigió hacia sus entrañas. Como comenté, mi primo follaba con las dos cabezas y las dos conjugaban con igual maestría ese verbo tan satisfactorio. La de la entrepierna con su lenta y pausada perforación que se iba abriendo paso mansamente atendiendo al dolor que provocaba, pero siendo consciente también de las notas de placer que podía arrancar; la de los hombros con esa verborrea cazallera que te erizaba todos los pelos cuerpo por la calentura con la que arrastraba por el fango las palabras echas por y para joder.
"¡Resiste! Pues he hecho una puta para resistir; para que abra su culo con devoción y acaricie mi polla con todo el amor. ¡Y así has de tratarla! Pues la muy hija puta no es una polla cualquiera. ¡Es una polla maricona, que va a sacar el mejor sabor de tu puto culo para darte el gustillo que sólo ella sabe dar! ¡Es una puta polla come coños, que va a exprimir tus jugos hasta dejarte seca y ardiente como una brasa! ¡Resiste, mi putita, resiste! Deja que el dolor se amanse, y ahora siente como se encabrona el placer. Hazle caso a él. Escucha lo que te dice, lo que te susurra..." Al tiempo que decía esto su polla perforaba con virilidad aquel virginal culo. Esa sabiduría innata, o demasiado aprendida como para pensarla, hacía que este primer viaje fuese en pasos cortos, casi imperceptibles, y que a estas alturas lo habían llevado a la mitad de su recorrido. Pero su discurso no había hecho más que comenzar. "Mi polla lo escucha, sabe que no hay culo más rico que el tuyo y nota, como entre la mierda, va acariciándola, porque está como unas castañuelas de contenta. Mi polla lo escucha, y me dice que tu culo sabe de puta madre. Por eso ahora va a besarlo, a entrar hasta el fondo." Las lágrimas caían por el rostro de Pedro, pero ni un solo quejido salió de sus labios, pues era cierto que su culo le estaba diciendo lo que mi primo le contaba. "¡Qué culito tienes primito! Nadie me la aprieta como tú. Tienes un culo a la altura de tu polla. Es sabroso, suave, pero muy macho, ¡y aprieta con unas ganas que te cagas de gusto! ¡Pero qué culito tienes hijo de puta! Naciste para esto. Hagas lo que hagas de tu vida, no olvides que naciste para follar y ser follado. ¡Tienes mi misma sangre, cabrón! Y ésta sólo sirve para que hierva en la caldera de tu polla." Y cuando consideró que aquel culo tan piropeado tenía hambre, comenzó a darle grandes cucharadas que saciaran su descubierto apetito. Un apetito que él saciaba a golpe de polla y palabra hasta tejer un momento mágico e inolvidable.
Aquella fibrosa polla penetró con lánguidos movimientos el desflorado manjar. La penetración corroía con su lento movimiento todas las teclas de la conciencia, hasta desatar esa tormenta de sensaciones que te catapultaba a otro mundo. Era un espectáculo bellísimo ver cómo la rudeza de esa viril herramienta contrastaba con el delicado ano de mi primo, que sumaba a su tersura una dilatación que lo hacía resplandecer con un brillo especial. Decidí acompañar aquella penetración y con dificultades, y ayudado por ellos, logré que mi cabeza se metiese en ese revoltijo de pollas y culo. Mi polla quedó a la altura de la boca de Pedro que aún seguía lastimado por el dolor, pero comenzaba a estar herido por el placer. Mordisqueé los cojones de Pedro y mi lengua reptó hacia su ano que continuaba alegre con los largos movimientos que realizaba mi primo. La puntita de mi lengua se movió nerviosa y frenéticamente a largo del tallo de la verga de mi primo. El aroma que aquello desprendía lograba emborrachar tu lubricidad, encontrando los apetitos venéreos un autentico festín con aquel sabor a macho y mierda que desprendía la pija de mi primo, que seguía con su batalla insaciable.
¡Por fin, aquel efebo, alumbró un primer suspiro! Parecía nacer demasiado hondo, surgir de aquella localización difícil de precisar, pues como bien recordaba cuando follabas con mi primo la sensación fundamental era que toda la polla se hallaba en ti. Aquel feroz macho lograba llenar todo tu cuerpo exudando notas de profana incontinencia por todos tus poros, sin saber muy bien los caminos que recorrería el placer, pues ese puto misterio estaba en todas partes. Así follaba, y folla, mi primo.
Pedro se lanzó a chuparme la polla. Su genio lo hacía aprender rápido y el muy cabrón consiguió descontrolarme desde los primeros instantes que aquella rugosa suavidad comió mi pija. Me llevó a tal estado que dejé mis deberes a medio terminar para iniciar otra lección. Sepulté mi culo en su boca para que mamara a placer todo su contorno. Mi ojete percibió la cálida humedad que aquella inocencia ejecutaba con la profesionalidad de una auténtica maricona: disfrutando a tope y sin la menor queja, pues sus emotivos suspiros no podían ser tomados como tales. Me mordisqueaba los cojones, su lengua hurgaba en mi esfínter que volvía a sentir la gustosa lubricidad de aquella incursión. Desde mi posición seguía oteando la jadeante incursión que realizaba mi ávido primo, que por un momento interrumpió su caliente discurso para chupetear mis pezones, que respondieron con dureza a su salido ataque. Acaricié mi cuerpo como una ramera voluptuosa y satisfice la sed que aquello me producía acercando mis labios a los de mi primo para besarlos con pasión, para morderlos con canibalismo, para beber sus babas cegado por la lujuria, para enredar nuestras lenguas en apremiantes abrazos, para juntar las puntas de nuestras lenguas que excitadamente se congratulaban con su visita, para follar su boca.
Tenía el culo encharcado de ardorosas babas que se deslizaban hasta chorrear y depositarse con húmedos aplausos en el infantil pero desvergonzado rostro de Pedro, que respiraba ansiosamente los aromas de mi hombría. Su verga continuaba allí, chocando de vez en cuando con la mía, pero pidiendo a gritos con su dureza una atención que mi ansiedad no podía esperar.
Éramos un coro de suspiros y jadeos, de sabores y sudores, de sexo y sexo. Éramos unos maricones en un paraíso privado, cerrado por la penumbra de aquella oscuridad alumbrada por las velas y caldeada por nuestros cuerpos hasta calcinarnos para sumergirnos en el estado en que nos encontrábamos. Todo se desarrollaba siguiendo un orden incierto, felizmente dictado con la sabia batuta que perforaba a mi primo, y que componía los mejores polvos con una escritura esmerada y caprichosa a partes iguales. Recuerdo que en aquel momento sólo existía aquello. No había nada más. Ni tan siquiera un resquicio de temor que nos hiciera pensar que seríamos descubiertos por los demás habitantes de aquella casa. Solo el sexo marcaba la realidad que gozábamos. Y eso, cómo podéis imaginar, era estar en la puta cima del mundo.
Seguía comiéndome el culo entre suspiros gozosos, como si no quisiera hacer nada más en su vida que aquello que tenía entre manos. Agarrado a las sábanas se debatía por controlar una pasión que venía cargada con la semilla de la locura. Repentinamente las embestidas de mi primo aumentaron su ritmo. Los dos nos quedamos quietos, atentos a aquella furia que arrasaba con todo. Sólo se escuchaba el húmedo sonido de sus perforaciones y, tras un breve instante, unos jadeos más profundos emergieron de la boca de Pedro, que seguía en ese estado de feliz incredulidad por el goce que lo inundaba.
Era un furor animal, de proporciones colosales, que llegaban con la urgencia que su fortaleza las catapultaba hasta crear ese estado catártico al que avanzamos con ferocidad. Mi macho sudaba por todo el cuerpo, empapando aquel vello viril y grosero que adornaba su escultural lozanía. En ese momento, todo él galopaba con ira hacia un orgasmo salvaje y arisco que ofuscaba cualquier otro camino que no fuese esa fuerza primordial con la que estaba bendecido. La polla se incursionaba a una velocidad frenética, que llevaba a Pedro a ser poco más que un títere ante el avance de un Titán. Todos sus músculos se hallaban al máximo de su expresión, trabajando única y exclusivamente para ese cipote devorador que continuaba horadando el intestino de mi primo.
De nuevo, aquellos rasgos que no perdían la mueca de su viril chulería, volvieron a concentrarse en un diminuto vértice que marcaba la diana de la explosión que iba a tener lugar. Un gruñido mudo inundó la penumbra envolviéndonos con la misma leche que empapaba las entrañas de Pedro. Aquella potente polla expulsaba, en su delirante y furioso viaje, golosas eyaculaciones que regaban dulcemente esas paredes, que en su momento, había definido "como de azúcar". Fue un orgasmo dilatado y generoso que se expandía por todo aquel fallado humedeciéndolo con esa tórrida calidez que tiene la leche de polla. Ignoro cuántos trallazos marcó; pero los últimos decidió brindarlos a ese público expectante que moriría por follar con él. Tres o cuatro latigazos embadurnaron nuestros cuerpos con su espesa blancura aperlada. Y aquella escultura que momentos antes se agitaba arrebatadamente cayó rendido en el colchón, empapado en su propio sudor y con una polla como mástil ungida de mierda, sangre y semen.
Ahora era mi turno. Y con la avaricia alimentada por la usura del que espera, me lancé a la polla de Pedro. Después de una mamada urgente que empapó aquel soberbio ejemplar, me puse de cuclillas para empalarme con ese rezumante y tórrido cipote. Aquel achatado y grueso glande se situó a las puertas de mi esfínter y con el permiso que de sobras tenía concedido, desde que le realicé la primera mamada hasta que me perdí por el circuito de sus centímetros, me partió por la mitad.
Sabía que aquel dolor intenso y agudo no era más que la carta de presentación de un placer que, aunque conocido, se me anunciaba inusitado, pues aquel grueso cofre atesoraba en su grosor todos los instrumentos capaces de hacer saltar por los aires todo lo que tenía aprendido, para darme otra soberana lección de por dónde camina el placer. Aquel cipote invasor taladró con pujanza todo mi intestino, marcando cada palmo de él con la enajenación que aquel adolescente depositaba en su miembro. Remonté su grueso tallo para hundirme con el mismo bálsamo en la madurez de aquella polla litúrgica, que bendecía de delicioso placer cada centímetro que arrasaba. Era tal la procesión de sensaciones que mis cabalgadas se deslizaban sinuosamente para percibir todo lo que aquel instrumento era capaz de dar en cada batida. Mi primo, desde su recién adquirida cordura, me miraba desde el filo del colchón, disfrutando igual que yo del poderoso contraste que ocultaba este cuerpo de niño con polla de hombre. Pedro seguía amarrando sus sentidos a la colcha de la cama, sabiendo que era yo quien llevaba el timón de aquel polvo que lo situaba en órbitas desconocidas hasta ese momento. Sus manos agarraban la colcha con tensión, intentando transmitir con ese gesto todo lo que su polla emitía al cuerpo. A la sexta o séptima penetración mi ano ya estaba habituado a estas desproporcionadas medidas que sacaban punta a mi ardor de maricona. El cosquilleo de su vello púbico era el final de aquel abrasador trayecto, que terminaba con un seco aplauso al juntarse nuestras carnes.
La polla de mi primo agotada por ese prodigioso polvo estaba cogiendo tono nuevamente, indicando que su poderosa vocación volvía a jugar a la carta más alta, pues en él los faroles eran innecesarios, ya que todas las jugadas terminaban en repóker. Con su espléndida anatomía se situó frente de mí e inclinándose un poco me tomó de los brazos, poniéndose finalmente de rodillas, para que la fuerza la hiciese sobre él y poder sentir, de ese modo, más profundamente aquel cipote desgarrador. En esa postura continué con aquella follada que me sacaba de quicio recibiendo la grata recompensa por el culo y la boca, pues tras unas breves caricias a mis bíceps, devoró mi boca, mi cuello, los lóbulos de mis orejas en una sucesión continua que no dejaba palmo sin explorar.
De repente aquellas manos infantiles me tomaron por la cadera. El desenfreno depositado en aquel imberbe pollón tomó el bastón de mando para empezar a dirigir. Paulatinamente el ritmo abrasador de sus perforaciones fue aumentando para entrar en una vorágine arrebatada. En ese momento, mi primo comenzó a chuparme la polla, y aquella áspera y experta lengua recorrió mi miembro con ese apetito feroz que imprimía a sus mamadas. El frenesí llamó al éxtasis y mis asaltos tomaron una velocidad de vértigo que quemaba mis entrañas, y llevaba a esa gruesa pija al final triunfal que venía anhelando. En los últimos segundos nuestros movimientos se unieron en una lucha sin cuartel, acoplándose perfectamente. Sus jadeos sonoros tomaron intensidad, y de aquel efebo entregado salió una furia que anegó mi intestino de una leche caliente que disparaba sin cuartel, acompañando ese orgasmo bestial que lo ahogaba en una explosión que convulsionaba su cuerpo. Yo continuaba con esa embestida indómita pues me hallaba a las puertas del orgasmo que se resistía a florecer. Mi primo había dejado de mamarmela y contemplaba con sana curiosidad la culminación de aquel episodio que para mí era un punto y aparte.
Con la polla clavada en mis entrañas y mi primo abrazado a mí contemplando los restos de ese naufragio que nadie quiere abandonar, empecé a magrearlo, a recorrer con pasión aquella espléndida orografía de músculos perfectamente definidos en una apuesta por la belleza. Mis manos fueron cayendo por esa cascada hasta llegar a sus nalgas que manoseé con violencia.
Sólo el sexo despertaba al sexo, y aquel puto macho dio la respuesta esperada culebreando como una ramera ante la tensión que le incrustaba en su cuerpo. Su recia musculatura tomaba la misma expresión en aquellas torneadas nalgas. Mis dedos se deslizaron por su raja hasta llegar a aquel rosetón cubierto de vello, y allí palpé como un puto salvaje que anunciaba su próximo y certero ataque. "¡Te voy a follar, marica de mierda! Porque ese puto culo lo tienes babeando por mi polla. Está pidiendo que parta por la mitad al gallo de este puto gallinero." Por primera vez en aquellos años, aquel viril ejemplar de turgente polla y afilada lengua calló, y expresó lo que no decían sus palabras entregándose a mis labios con una trémula intensidad que me indicaba el estado de su deseo.
Que nunca ocurriera lo que ahora iba a ocurrir, no se debió a ninguna negativa por su parte. Sencillamente, no surgió. Tenía tan asumido mi papel de puto y lo gozaba tanto, que hasta esas alturas de la historia nunca se me ocurrió que podía cambiar de rol. Era su puto, su mujerzuela, su maricona, y él era mi macho, mi machacante, mi polla salvaje; y esta simétrica combinación tenía los suficientes caminos para que mi curiosidad y lujuria quedaran suficientemente saciadas.
Sin desprenderme de sus labios ni de la polla de mi primo, que comenzaba a achicarse, seguí con mis manos penetrando en aquella celestial y apetecible gruta. Mis dedos se enredaron con su vello, penetraron en su ano, masajearon su contorno hasta que la temperatura de mi primo llegó al punto de ebullición. Sus magreos se hacían más violentos y perentorios, pues el deseo calcinaba todo de una imperiosa urgencia. Su acerada polla babeaba contra mi abdomen al tiempo que la mía empapaba su tallo. Como una puta maricona comenzó a jadear entre bastidores. Aquellos gruñidos graves era la puntuación con la que iba narrando su deseo. Me saqué la polla de mi primo que aún recobraba la cordura para percatarse de que todavía la sesión continuaba con otra película tan cojonuda como la anterior. Su tibia leche se deslizo por mis muslos. La recogí con un gesto lascivo para ofrecérsela a mi primo que la bebió golosamente sin dejar ni un mísero resto que llevarme a la boca. Echando la zarpa a su pelo lo puse violentamente a cuatro patas encima de Pedro. Sin instrucción alguna éste giró y empezó a chuparle la polla. Él se tumbó sobre su cuerpo quedando su rostro sumergido en la polla y los huevos de Pedro, que emanaban el aroma de mi culo. Tras esto con sus manos abrió las nalgas y dejó al descubierto aquella rosa rodeada de vello que iba a traspasar con mi florete. Aunque mi polla quería comérselo, fue mi boca quien cató ese culo viril que mostraba su cara de maricona. Mi lengua recorrió su raja empapándola del rocío de mi saliva. Cada pasada que daba aumentaba mi voracidad, subiendo de esa forma hacia la locura que me hacía devorar aquel manjar. Hundí mi cara en su culo para llenarme de todo su puto sabor y moví frenéticamente mi cabeza para encharcarlo más profundamente. Sus gemidos ganaron en intensidad. Entre la mamada de Pedro y la mía, aquel gallo cabrón no paraba de cantar.
Escupí sobre mi polla y embadurne ésta. Él me miró desde la penumbra, con los ojos cegados por el ardor y con un gesto obsceno de sus labios me indicó lo que más deseaba en ese momento. "Recuerda, le dije, es como cuando vas a cagar; si te lo montas bien disfrutaras como una maricona, pues la polla que te entrego sólo sabe hacer eso. Y te darás cuenta pues no harás otra cosa que pedir que te folle." ¡Fóllame de una puta vez!, me dijo con una voz empapada en la ansiedad, ¡Fóllame, cabrón!" "¡Todo llega, primito!", le contesté palpándome el paquete para subrayar lo que le esperaba. "¡Todo llega y hoy, por fin, te ha tocado el premio!"
A diferencia de la compasión que empleaba con sus primerizos amantes, decidí que mi camino era otro. Sitúe el capullo a la entrada de su dilatado ano y entre a matar. Cogí mi polla por la base, y de un solo golpe se la metí bien metida, arrancándole un grito que ahogó por precaución. "Te dije que era el premio. Y ahora vamos a por el gordo , porque no me conformo con darte solo la pedrea."
¡Cómo apretaba el cabrón! Jodía deliciosamente. Intuía cómo sería aquella follada y desde el primer momento se acopló perfectamente a mis embestidas. Mi polla gozaba de su abrazo, del serpenteo de su culo, de la avidez de su genio, pues cada embestida era recibida por el apetito de su culo que buscaba una perforación aún más profunda, hasta la empuñadura.
Recuerdo aquellos sonoros choques, las palmadas con las que castigaba su culo, sus manos intentando atrapar el mío y acariciándome la cadera para dar mayor impulso a mis perforaciones. "¡Qué culo tienes, primito! ¡Qué culo tienes! ¡Cómo me trata el cabrón!." "Y tu polla sabe joder a mi culo. Ya no eres la nenaza que hice, ¡puto cabrón! Estás hecho un puto macho que sabe dar bien y recibir mejor." Y ahí acabó ese diálogo pues comenzamos a luchar con todas nuestras fuerzas en ese combate que deseábamos que no terminase. Me llenaba de erotismo ver como mi pija entraba y salía con furiosa velocidad de aquella acogedora morada. Cómo su acerado talle se cubría con una patina de mierda reluciendo de un modo extraño y atrayente, como su rostro aleaba el dolor y el placer en un gesto obsceno y derrumbado.
Su cuerpo esculpido bailaba al son de mi pija. Cada penetración tomaba el camino de su cuerpo expandiéndose por todo él, llenándolo con la lujuria que yo descargaba en su recio culo. El placer que estaba conquistando hizo que poco a poco perdiese el control. Sus ahogados gemidos dieron paso a un movimiento convulso de su cabeza que se meneaba exaltadamente en el nido de virilidad de Pedro que no había dejado de mamársela en todo este tiempo. Babeaba como un cabrón, como una maricona perdida para otro mundo que no fuese éste por el que suspiraba y se movía para que mi polla lo empalara más profundamente. Yo seguía dándole hostias a ese culo, entrando en una pequeña espiral de violencia que pedía otros derroteros. Su boca se alimentaba con el sabor de la polla de Pedro, llena de su semen y mi mierda. Como un poseso, su lujuria se repartía por varios frentes; ora en el glande, ora en su grueso tallo, ora los cojones. Sin embargo, aquel prodigioso aparato no parecía calmar la sed que en ese momento abrasaba a mi primo.
Sabía que no tardaría nada en correrme como una marica. Pero mi deseo era permanecer el mayor tiempo posible en aquel culo engullidor que follaba tan rico. Así que saque mi polla y un pequeño grito surgió de su boca mamadora acompañado de una mirada suplicante que solicitaba que continuase. "¿Por qué miras así, joder? Te dije que tendrías toda mi polla, dije en un tono bastante excitado, así que deja de mirar como un corderito degollado." Y diciendo esto entré como en una especie de arrebato. Saltando por encima de aquellos cuerpos extenuados por el follaje y me puse a la altura de su babeante cara. Una vez allí comencé a castigarlo con mi verga dándole de hostias en la cara mientras él intentaba atraparla para darle su ración de mamada. Era delicioso el golpe seco de mi polla contra su sudada cara. Ese contacto breve y violento subía por toda mi espina dorsal, recordándome que el sexo de mi primo se hallaba situado en todas partes. "¡Te voy a dar la polla, maricona de mierda!", continuaba diciendo con agitación. "¡Te voy a "castigar" con ella como hice hasta ahora! Y así hasta que el culo te quede hecho trizas y babeando como la maricona que eres. Así hasta que me pidas más. ¿Te duele? Pues eso no es nada. Nada se puede comparar a lo que te espera. Nada." Y diciendo esto continué aporreándolo con mi pija al tiempo que mis manos magreaban su torso, pellizcándole los pezones, arrancando ese vello que marcaba con el sino de la virilidad a aquel solemne macho.
Antes de besarlo para aplacar el ardor, recuerdo que realicé un último acto que se convirtió, con el paso de los años, en una especie de "marca de la casa". Situé la polla a escasos centímetros de su boca, y con una mirada cargada de malignidad esbocé una sonrisa vanidosa dando a entender quien tenía la polla más deseable en ese momento. Mi mano recorrió mi pecho con obscenidad, marcando cada una de sus sinuosas formas en su bajada hacia el abdomen. Cuando llegó allí, como si fuera un equilibrista, mis dedos pasearon por la polla, y, una vez llegados a su capullo, aquellos dedos paseantes, hicieron una doble pirueta mortal, secuestrando mi glande, momentáneamente, la condición de trampolín, haciendo bajar la polla hasta lograr uno de esos "coños" que tanto gustaban a mi primo, para después soltarla repentinamente y que su balanceo pegara aquella boca chorreante que se moría por mamármela.
Pedro volvió a mamársela cuando por fin el mariconazo de mi primo me la chupó; mientras yo acariciaba su cabeza en ese periplo que él tomaba de mi base al bálano. La mamaba tan rico que tuve que interrumpirlo. Y cogiendo su cara entre mis manos nos fundimos en un beso profundo y tierno que fue mudándose, con la emoción de nuestros cuerpos, a ese lado salvaje que nos extasiaba. "¡Te quiero, putita!", le dije y él me contestó una cosa que aún hoy me emociono al recordarlo. Cruzado por la misma flecha que yo, pero sin perder los rasgos de ese macho bravío que exhibía las veinticuatro horas del día, me dijo: "¡No digas tonterías! No somos maricones".
Había tal emoción en esas palabras que venían directamente del corazón, que no podían tener otro final que abrazarme para fundir nuestros cuerpos en ese amor de no ser maricones que nos ataba. Fue la única "declaración de amor" que tuve; las demás fueron declaraciones de sexo puro y duro. Si en la superficie la diferencia no era notoria, pues él siempre actuaba con las mismas cargas de profundidad a la hora de follar, en el fondo, la emoción era otra. Aquel año, y en cierto modo todos los anteriores, yo actué con las cartas marcadas por el amor. Un amor extraño, pues poco espacio había para el sentimentalismo y la complicidad, ya que esas hebras al final se retorcían de tal modo que aparecían teñidas por el jugo del sexo.
"¡Te voy a partir por la mitad, maricón!", dije casi llorando. Y así fue. Le endilgué la polla hasta la empuñadura y comencé un mete y saca furioso llevado por la fiebre de su sexo. El sudor de nuestros cuerpos empapaba el sonido. De nuevo estábamos acoplados como dos putas que en décimas de segundo sabían qué iba hacer el otro y lo ejecutábamos con una rudeza que nacía de la polla, lanzándonos con urgencia hacia un éxtasis conocido y, por esa razón, anhelado. Como todo su cuerpo, su culo también estaba presidido por esa recia virilidad de amante tierno y violento en sus caricias, hasta hacerte enloquecer.
Y esto no es una exageración. Sabías que su polla podía escarbar profundamente, sacar de ti esa parte de puta que, según él, todos llevábamos dentro; pero te sentías, pues tanto era su amor al sexo, lo suficientemente amado como para saber que en ese momento no había nadie como tú. Sospecho que os habrá ocurrido en ocasiones, saber que aunque la otra persona folla contigo , está realmente follando con otro. Esto no ocurría con mi primo. Su predisposición lo hacía follar con casi todo el mundo, y esta vocación hacía que tuviera suficientes datos para comparar tu actuación; sin embargo, él siempre estaba contigo, y estaba ahí por ti. Estaba siempre donde quería estar.
Mi verga se sumergía en ese apetitoso culo que lo abrazaba con pasión. Los movimientos pélvicos, furiosos desde un inicio, se hicieron más urgentes, pues mi leche iba a entrar en ebullición. Un cosquilleo llamó a la puerta de mis cojones y comenzó a radiar para todo el cuerpo. De repente, esa vieja conocida muerte súbita se hizo con toda la realidad. Sus descargas recorrieron todo mi cuerpo alzándome a ese nirvana que todos deseamos, mientras la leche se apelotonaba en mis cojones buscando una salida. La base de mi polla se dilató y una procesión de lechazos regó las entrañas de mi primo. Durante la corrida permanecí inmóvil, como transportado a otro mundo, mientras lo empitonaba con mi polla clavada hasta la empuñadura impidiéndole cualquier movimiento. En esa postura lo fui arrastrando unos cuantos centímetros hasta separarlo de la polla de Pedro. Y allí me quedé, disfrutando, gozando como una puta sarasa de ese orgasmo placentero.
Cuando terminó caí desplomado sin más fuerzas que las justas para abrazarme a él. Y allí reposé, respirando su olor a macho follado, disfrutando de esa hombría que aún en estado de reposo era caliente como una brasa. Los dos respirábamos fatigosamente, con el mismo baño de felicidad. Mi verga adoraba aún su culo encharcado en semen y que seguía contrayéndose para llevarnos al estado donde estábamos. Escuche la mamada de Pedro, y salí de mi primo para volver a él.
Se la está comiendo con ansía y me tumbo a su lado tocándole la polla y dándole besitos por su cuello. Suelta su trabajo y te pones de rodillas saludando tu pija al techo. Y sin más palabras que nuestros deseos nos lanzamos a mamártela. Es una mamada deliciosa, donde cada pliegue esconde una estrategia. Nuestras lenguas se juntan, se separan, te baban, se besan. Pedro se masturba al tiempo, y yo comienzo a acariciarte los cojones, a agarrarte con fuerza la base de tu polla y metérnosla alternamente en la boca en riguroso turno de mamada. Tu serpenteas y veo como mi semen se escurre por entre tus muslos. Lo recojo y llevo a la boca una generosa ración; el resto lo repartí en esa comunión íntima en la que participáis gustosamente chupándome los dedos con obscenidad. Nos interrumpes la mamada y comienzas a meneártela con vigor. Suena delicioso el roce de tu piel. Quedamos con las bocas abiertas a la espera de la aperlada ración que nos espera. Estás más radiante que nunca. Todos los músculos en tensión y tú en una perfecta vorágine al encuentro de esa eyaculación placentera que nos satisfará a todos. Pedro te imita. Su grueso talle es rodeado por esa mano infantil que masajea arrebatadamente esa gloria de polla.
De nuevo tu sordo rugido anuncia la erupción e imprimes, en esos últimos metros, más fuerza a tu paja. Los trallazos de leche comienzan a salir en procesión para estamparse contra nuestros rostros anhelantes. La cosecha es fabulosa y desmesurada como tu hombría. Son unos diez latigazos, hasta que las últimas gotas resbalan por su glande con una mansedumbre que momentos antes desconocía. Mi avaricia me lanzó a chuparte el capullo y dejar que su último fruto refrescase mi calentura. Tras eso comenzamos a besarnos, y lames tu semen para compartirlo con esos abrazos que da tu lengua cuando juguetea con la mía. Un "ahí voy" moribundo anuncia la corrida de Pedro. Y esa generosa naturaleza que luce vuelve a brillar con el abundante fruto que se estrella en nuestras caras. ¡Cómo ruge el cabrón! Como se pierde en ese gustillo que lo derrota. Uno de sus trallazos choca con mis dientes y ese sabor acre comienza a tomar vida avanzando por mi lengua y paladar. Es tan sabroso que lo cojo en volandas cuando ya se tumbaba y comienzo a besarlo, en un intento de darle las gracias por su generosa obscenidad.
Mi primo se suma a la fiesta y caemos en el colchón extenuados y felices por todo lo que nos ha ocurrido, rodando, besándonos, acariciándonos, preparando el campo en el que gozaremos las horas siguientes, las noches siguientes...
Hasta quince años después no volví a gozar de la maestría de mi primo. A Pedro no lo volví a ver más. La vida se lo llevó demasiado pronto. Su exaltada personalidad tenía un lado oscuro y oculto, enfangado en ataques de pánico que lo sepultaban en la mierda. Ni aires nuevos ni psiquiatras viejos consiguieron atenuar este sello que marcó su sino. La poca juventud que le quedaba la quemó sin remedio, con paradas en estados febriles y estancias en la más puta de las miserias. Todo lo que podía hacer, lo hizo por triplicado. Las grandes esperanzas que tenían en él se fueron agotando con las partidas que jugaba. Si las primeras caídas tuvieron la coartada de su caprichosa inconsciencia, el rosario que siguió convirtió en pesadilla cualquier intento por enmendarlo. Hasta la cárcel se convirtió en un respiro, pues al menos la familia gozaba de la tranquilidad de saber donde estaba, de vivir ese tiempo de castigo, como tregua de esperanza, como "el ahora sí" que sus padres esperaban. Pero nada cambiaba y todo iba a peor.
Vivía porque de vez en cuando aparecía por casa. Después desaparecía durante semanas o meses. Y en aquella ausencia su persona se convertía en Dios. Se decía que lo habían visto por Madrid en un estado lamentable; pero no tardaba mucho en llegar otra noticia, que contradecía la anterior, informando que lo habían visto por el Atlas marroquí, o de chapero por uno de esos barrios de mala muerte de la geografía imaginaria que conjugaron con generosidad lenguas afiladas. ¿A saber la leyenda y a saber la verdad? Al parecer, nunca dio muchas explicaciones; seguramente, le parecerían más cómodos los rumores que la realidad. Pero ésta llegó un día para poner el punto y aparte, y un amanecer, este catador de todo tipo de substancias, realizó una combinación que resultó letal. Tardaron tres días en comunicárselo a sus padres. Lloraron de pena y de alivio, pero ni se sorprendieron. Llevaban ya tanto tiempo esperando, que fueron consumiendo su pena día a día. Veinticinco años tenía cuando un montón de coños y pollas nos reunimos para llorarle.
En ocasiones su recuerdo vuelve a mí. Y allí aparece en ese estado de eterna juventud, con la polla entre las manos, y un "ahí voy" que una anuncia una corrida sin fin.
Es lo que tiene la melancolía. La muy puta pasa facturas muy caras.
Para Fidel, "Normalguy_64"
Por hacerme ver que lo que no se cuenta, tiene tanto calor y color como lo que se dice. Sin él esta segunda parte quedaría en el baúl de los recuerdos.
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