Tres eyaculaciones para una madura
¿Estás seguro? preguntas en un susurro cuando, finalmente, poso mis labios sobre tu clítoris enhiesto. No te respondo con palabras, pues sobran en un momento como este; poco me importa lo que hayas hecho con tu coño horas antes, quién te haya penetrado y de qué modo. Este momento, robado a un tie
Nota: Publiqué este relato el día 11 de mayo de 2016, pero fue eliminado por error. Como autor, lo he protegido bajo licencia Creative Commons, por lo que queda prohibido su plagio y publicación en cualquier sitio distinto a TodoRelatos.com
«¡Gracias!», exclamo en mi interior, sin saber si mi gratitud va dirigida a la deidad que quizá cuida mis pasos, a la serie de circunstancias laborales que me permitieron tener el dinero extra para hacer este momento posible, a mis ansias veinteañeras de sexo o, mucho más probable, a ti por aceptar.
Te contemplo mientras subes por la vieja escalera, intento evitar que mi rostro se desfigure en la mueca, parecida a cuando saboreo un limón ácido, que acostumbra adoptar en los momentos en que me emociono.
Tu largo pelo, en cascada color caoba, llega al nivel de una cintura estrecha que ansío poder medir con mis manos. Tus nalgas y piernas, enfundadas en un ceñido pantaloncillo cuyo nombre en inglés no sabría pronunciar, provocan que mi cuerpo entero desee el contacto sexual que hemos acordado.
—¿No vas a subir? —me preguntas con voz seductora, girando la cabeza para sonreírme desde arriba.
Asiento nervioso. Evidentemente no estoy acostumbrado al lujo de tener compañía como la tuya. Tu sonrisa, mi nerviosismo, nuestro acuerdo y las cosas que pueden pasar entre nosotros son suficientes motivos para que la sempiterna pestilencia que viene del patio de la vecina parezca evaporarse, para que las descascaradas paredes del edificio dejen de resultarme deprimentes, para que los ejércitos de arañas que campan por sus respetos entre las vigas del techo pierdan, al menos por este día, la importancia que siempre han creído tener.
Subo despacio, mis viejos tenis, acostumbrados a los escalones de la morada, procuran ser silenciosos, aunque mis rodillas parezcan querer temblar. Tomo las llaves, notando que mis palmas están empapadas de sudor y abro la puerta, cuyas bisagras rechinan quedamente, como reprimiendo un lamento repetido millones de veces a lo largo de cien años de existencia.
Te invito a pasar al humilde fragmento infinitesimal de universo que habito, al sitio en donde desarrollo mis fantasías, donde evoluciono, estudio, crezco, soy y puedo ser. Exceptuando la limpieza y el orden que impongo en mi entorno, nada aquí es digno de presumirse; Una vieja estufa a gas, una mesa de cristal con cuatro sillas que evidentemente nunca hicieron juego, un ropero de novopan adquirido en la venta de caridad de la parroquia de mi barrio, el ordenador que recogí de la basura y actualicé con software libre y la cama de matrimonio que me regaló un exjefe pues sobre ella falleció su madre. Esa cama, desierto de mis noches solitarias, testigo de mil y un sesiones masturbatorias, será el escenario de lo que sucederá entre tú y yo.
Siempre he oído hablar mal de las mujeres que, como tú, ponen precio al placer sexual. Una cifra has fijado, y por esa tarifa me ofreces una hora de tu vida en intimidad y la posibilidad de regalarte tres eyaculaciones, dentro o fuera de tu cuerpo.
¿Importan acaso las horas que he tenido que trabajar, encerrado en una oscura bodega, para costear este momento?
Sí, se habla mal de ti y de toda mujer que ejerce tu oficio. ¿Alguien ha notado que todo tiene un precio? ¿Acaso el Paraíso, si es que existe, es totalmente gratuito? ¿La vivienda, la comida, las ropas, el calor en las más crudas noches de invierno son generosamente donados por alguna institución? ¿Llueven del cielo los momentos en que un tipo como yo puede, gratuitamente, sentir que puede dar y recibir placer?
—¿Me invitas algo de tomar? —preguntas sentándote sobre la cama.
Mientras veo con el rabillo del ojo la forma tan excitante en que cruzas las piernas, corro a la alacena para tomar dos vasos y una botella de tequila que descorcho delante de ti. No acostumbro beber alcohol, pero este momento lo amerita. Lamento no tener limones, no soy tan sofisticado como aquellos varones que tú conoces, no te quejas por ello y me alegro enormemente.
Te observo, queriendo beber con mi mirada la imagen de tus ojos verdes, la forma respingona de tu nariz, la carnosidad de tus labios y, ¿por qué no?, también las señales que, a modo de líneas de expresión, el tiempo ha dejado sobre tu faz.
No te lo pregunté, pero calculo que tendrás más de cuarenta años. En un universo paralelo quizá en estos mismos instantes seas la orgullosa madre de la chica con quien, en esa misma realidad inalcanzable, me estoy casando mientras nuestro chofer nos espera para llevarnos en el ficticio BMW al banquete nupcial.
Quizá en otro escenario transuniversal tú seas la estricta profesora y yo el diligente alumno, cursando alguna asignatura cuya naturaleza, en este mundo y tiempo, ni siquiera sabríamos describir.
O puede que seas un ser místico. Quizá pariste, nueve meses después de tu primera vez, al espectro de la soledad que me ha acompañado desde el día de mi nacimiento.
¿Tiene sentido divagar y deducir?
En este universo, en este segmento robado a Cronos, en este rincón de decadencia y miseria, de sudor, de esfuerzos casi infructuosos, de arañas en el techo y mierda de perro en el patio, estamos tú y yo. La que eres, el que soy, lo que somos o podríamos llegar a ser juntos.
Sirvo la bebida y te entrego uno de los vasos, no quiero nublar mi mente con el tequila, pero beso el borde y me mojo los labios con el “agua de fuego”. Bebes un par de sorbos y vuelves a incorporarte, abandono mi tequila en la mesa para atenderte e imitas mi gesto mientras nuestras miradas se entrelazan.
Nos abrazamos, acaricio tu espalda con manos torpes e inexpertas; no es la primera vez que tengo contacto sexual con una mujer, pero tu presencia, amén de tenerme excitado, me impone un respeto casi religioso.
—¡Debería ser yo la que te pagara a ti! —exclamas sonriendo mientras aprecias la firmeza de los músculos de mis brazos y espalda, ganada gracias al trabajo duro, no comprada en un gimnasio pagado por un padre mitológico.
Después ríes con una carcajada que, a mis oídos expertos en decodificar la hilaridad ajena, suena sincera, pero mellada por cierto dejo de amargura.
Subo mis manos a la altura de tu nuca para acariciarte por detrás del cuello, cierras los ojos, quizá sorprendida, quizá excitada. Soy incapaz de resistir la tentación y beso tus labios. Te revuelves, he escuchado decir que las mujeres que ejercen tu profesión no besan en la boca a sus clientes. Hay una película donde se menciona eso, pero no me importa si a ti no te molesta.
La caricia, tímida al principio, se vuelve más ardiente conforme correspondes y separas tus labios para lamer los míos. La chispa de atracción se intensifica, volviéndose brasa pasional. El beso, con sabor a chicle Clorets, tequila Jimador, soledad, nerviosismo y miedo, cambia su regusto para volverse adrenalínico, casi salvaje, casi incendiario.
Mi hombría presiona duramente contra tu vientre plano. La rotundidad de tus senos empuja sobre mi torso, demostrándome que tengo motivos más que sobrados para sentirme deseoso de compartir contigo la magia de este encuentro.
Con las respiraciones agitadas separamos nuestras bocas. Desabrochas mi camisa mientras hurgo por debajo de tu blusa, acariciando la suavidad de la piel de tu espalda en busca de los broches del sujetador que aprisiona tus pechos. Sonrío triunfal cuando consigo abrir los broches y me miras relajada al comprobar mi pequeño éxito.
Acomodas tu cabeza sobre mi hombro mientras desabrochas los botones de tu blusa. Después te separas de mí para, con gesto lascivo pintado en un rostro que siglos antes habría merecido ser inmortalizado en mármol, deshacerte de las prendas que cubrieran la parte superior de tu cuerpo y mostrarme una desnudez parcial que me hace suspirar profundamente.
Hubieras podido ser mi madre, mi suegra, mi profesora, pero el destino quiso que fueras mi sueño, mi encuentro con lo sublime, la debilidad que me fortalece, la fuerza que me hace vulnerable ante ti.
—¡Anda, ven, tócame! —me dices mientras acaricias tus pezones enhiestos.
Me aproximo al lúdico banquete que ofreces. Tengo miedo de ser torpe, temo resultar tosco o brusco ante tu juicio de mujer experta.
Con ambas manos sostengo tus senos; me excita y deseo que te excite a ti el contraste de tonalidades entre mi piel morena y tu piel clara. Tengo un momento de duda, casi de vergüenza, al reparar en la suavidad que caracteriza tu epidermis, acariciada por la aspereza de mis manos de trabajador. Tu gemido de aprobación disipa mis temores.
—¡No siempre me doy un gusto como este! —exclamas en un susurro mientras vuelves a juntar tu cuerpo con el mío.
Me tomas por la nuca y haces que agache la cabeza. En un primer momento pienso que llevarás mi boca directamente a la zona de tu busto, pero detienes el recorrido para estampar un beso largo sobre mi frente. No es un beso pasional y se sale de todo contexto. Es el beso de una madre, el beso de una amiga, el beso de una MILF que, si bien está dispuesta a vender un encuentro sexual a un tipo como yo, también parece necesitar ese punto de ternura, de calidez y consideración que mi naturaleza, quizá apocada o quizá demasiado vapuleada por la vida, puede brindarte.
Me orientas en dirección a tus mamas y me ofreces el seno izquierdo. Giro la cabeza para que tu pezón enhiesto recorra todo mi rostro, después lamo y mordisqueo con los labios para, finalmente, mamar con deseo tu pezón mientras te abrazo por la cintura. Jadeas en respuesta y tu gesto me hace saber que estoy actuando bien.
Sin dejar de succionar, te llevo hasta la cama. Nos separamos para permitir que te sientes y tu rostro queda a la altura de mi entrepierna. Con manos expertas desabrochas mi cinturón, el botón de mis vaqueros y descorres el cierre para despojarme de prendas, ataduras, pudores y miedos.
Con torpe efectividad me quito los tenis tallando un pie contra el otro y me libero de los pantalones como haría una serpiente que se despojara de una capa de piel inútil; estoy estrenando un bóxer, comprado especialmente para este encuentro y la prenda no puede disfrazar el grado de excitación que atenaza mi cuerpo.
Me miras a los ojos con expresión lasciva. Tiemblo cuando tomas la cinturilla de la única prenda que me queda y la bajas en un solo movimiento hasta mis rodillas.
Quedo ante ti, completamente desnudo y expuesto, mostrando lo que mi cuerpo tiene para dar a tu cuerpo, exhibiendo impúdicamente el miembro erecto que me ha exigido desde hace tiempo una cita como esta.
Mi bóxer termina de caer al piso, mis ojos se cierran involuntariamente mientras mi garganta suelta un gemido ronco y el pulso del cosmos parece detenerse, pues tus labios se posan sobre mi glande y lo besas con sincera entrega.
Acaricio tus cabellos queriendo demostrar mi agradecimiento, no para presionarte o dirigirte en un arte que dominas quizá desde antes de mi nacimiento. Abres la boca e introduces en esta casi la mitad del mástil de mi hombría. Succionas, lames, juegas con tu saliva para darme placer.
¿Cómo puede alguien denostar a quien dedica tanto esmero y pericia en un trabajo tan bien realizado? ¿Cómo puede el mundo, podrido entre guerras, traumatizado por el terror y la incertidumbre, señalar con el dedo y tratar despectivamente a quien trabaja para dar a los demás todo lo contrario a lo que quizá algún día nos lleve al Apocalipsis?
Intentas forzar la felación, quizá deseando hacerme una “garganta profunda”. Supongo que sería satisfactorio, pero mi solo placer no merece tal sacrificio; hasta ahora nadie ha podido y no quiero que te sientas obligada a intentarlo. Sin decir palabra te alejo un poco, dándote a entender que no lo deseo, luego acerco de nuevo tu cabeza a mi entrepierna para volver a alejarla y mostrarte el movimiento de entrada y salida que te pido a cambio.
Recibiendo el mensaje te mueves para hacerme la felación. Introduces la mitad del mástil en tu boca, succionas o presionas y luego la retiras hasta dejar entre tus labios solamente el glande. Vas repitiendo los movimientos mientras masajeas mis testículos con una mano. Desearía corresponder con vaivenes de pelvis, desearía follarte la boca y sé que lo resistirías, pero no quiero que te sientas forzada. Decido reservar el brío para después.
Confío en mi potencia sexual, en mi estado de salud, en el vigor de mis años, así pues, me dejo llevar por las sensaciones que brindas a mi mástil. El placer experto que sabes proporcionarme, tras décadas de duro entrenamiento, rinde sus frutos cuando, rato después de haber quedado expuesto ante ti, grito para mostrarte que has conseguido llevarme al clímax y disparo mi semilla en el interior de tu boca. Succionas con mucha fuerza, procurando acompañar mi eyaculación con un impacto de placer sabiamente calculado y evitando derramar una sola gota de mi elíxir vital.
—¡Insisto, yo debería pagarte a ti por esto! —exclamas mirándome a los ojos desde abajo mientras sostienes mi mástil erecto con una de tus manos.
Río, sintiéndome relajado, y te empujo ligeramente para ofrecerte la cama con el fin de que te tiendas. Me acuclillo a tu lado y acaricio tu vientre, entrecierro los ojos como queriendo gravar en las yemas de mis dedos el tacto de tu piel. Suspiras y llevas las manos a la cinturilla de tu pantalón para, enganchando los pulgares, deslizar la prenda hacia abajo junto con el tanga que cubre tu intimidad.
Te ayudo, queriendo no torcer el gesto en una mueca que pudiera parecerte demasiado ansiosa. Mis manos relevan a las tuyas en la tarea de terminar de desnudarte y, dejando momentáneamente tus ropas enrolladas en tus tobillos, te desabrocho las sandalias para terminar contemplándote en toda tu magnificencia.
Me tiendo a tu lado, deseando compartirte mi calor y fusionarlo con el tuyo. Nos besamos, primero con calma y, a medida que cada célula de mi ser se asegura de que no seré rechazado, con más lascivia.
Me excita poderosamente el aroma de tu piel y tu pelo. Esa mezcla entre la fragancia natural que destilan tus poros y el perfume, cuya calidad y costo ignoro, provocan en mí la transmutación necesaria para convertir a un “Ciudadano X” en un Macho Alfa.
—¡Te deseo! —gritas, y sé que eres sincera.
Beso y lamo tu cuello mientras disfruto de la esponjosidad de tus senos entre mis manos. Acaricio tus costados y tu vientre en el momento en que alterno uno y otro de tus pezones para mamarlos y enviar al núcleo de mi alma el mensaje de alegría que representa para mí tu presencia en mi lecho.
Separo tus muslos estatuarios mientras dibujo pinceladas de saliva en tu vientre cuando lamo el contorno de tu ombligo.
—¿Estás seguro? —preguntas en un susurro cuando, finalmente, poso mis labios sobre tu clítoris enhiesto.
No te respondo con palabras, pues sobran en un momento como este; poco me importa lo que hayas hecho con tu coño horas antes, quién te haya penetrado y de qué modo. Este momento, robado a un tiempo de sordidez y privaciones, es mío, es tuyo, es propiedad de nuestro acuerdo.
Flexionas las piernas, separas los muslos y me emociona pensar que soy el causante de la excitación sexual que muestran tus genitales.
Se dice que las mujeres que practican tu oficio no sienten placer cuando trabajan; tu gemido, ronco y profundo, tan sincero como nunca antes hubiera escuchado, desmiente las habladurías y corrobora magistralmente que la caricia de mi lengua sobre tu nódulo del placer te ha gustado.
Me ensalivo dos dedos para introducirlos despacio por la entrada de tu recinto amatorio, cuyo suave interior se siente húmedo, cálido y bien dispuesto.
Trato de ser suave, pues desconozco los límites de tu resistencia. Temo que la aspereza de mis dedos te lastime, por lo que añado saliva a tu lubricación para hacer que el movimiento de entrada y salida te sea lo más placentero posible.
Lo nuestro es un negocio, dar y recibir, por ello te doy placer como creo que puede gustarte, por ello recibo a cambio tus jadeos, tus gemidos y el néctar íntimo que se desliza desde tu sexo a mis labios, desde tu interior a mi espíritu.
Aprietas mi cabeza con tus muslos, arqueas la espalda y tu cuerpo se estremece involuntariamente cuando la oleada de placer te recorre entera. El elixir íntimo que escapa de tu interior moja mi cara, la mano que ha estado manipulando tu sexo y la parte de la colcha que queda inmediatamente debajo de tus nalgas. Bebo de ti, sin temores, sin remordimientos ni pudor.
Con ojos entrecerrados levanto la cara para separarme del territorio que acabo de explorar. Tu expresión extasiada parece nublarse con la sombra de un alambicado pesar. Puedo fingir que soy un Atlas y cargar con tu mundo sobre mis espaldas, pero entiendo que eso es algo que no desearías, por tu bien y por el mío.
—¡Ven, chico, cógeme! —me solicitas con melosa voz que se aleja del tono profesional con el que tus clientes quizá te identifican.
Me incorporo para acomodarme de rodillas, en medio de tus piernas, levantas la izquierda y la posas sobre mi hombro. Sitúo mi glande sobre la hendidura de tu sexo, fricciono despacio para empapar mi hombría con los líquidos que continúan saliendo de tan ansiada cavidad.
Te penetro despacio, mientras nuestras miradas se entrecruzan en la actitud, cómplice y considerada, que mostrarían las expresiones de los amantes que se reencuentran tras mil reencarnaciones vividas en soledad. Nada tenemos que explicarnos, nada tenemos que disculparnos, más bien lo tenemos todo para disfrutar.
Ladeas la cadera para dirigir el ángulo de penetración mientras parte de mi cuerpo incursiona en parte del tuyo. Me abrazo a la pierna que mantienes alzada, beso tu pantorrilla, inhalo profundamente para gritar tu nombre, sin anglicismos que lo distorsionen, en el momento en que toda mi hombría se alberga en tu región más íntima.
Nuestros cuerpos, preparados con la coreografía que fuera impuesta en la especie humana desde antes del origen, se mueven en una danza que lleva mi hombría a lo más profundo de tu feminidad. Cada penetración, cada impacto de la sangre en mis sienes, cada latido de mi corazón, cada suspiro y cada una de las electrizantes sensaciones que me recorren son acicates que me impulsan a darte placer.
Soy consciente del largo cabello que enmarca tu rostro perlado por el sudor. Soy consciente del movimiento de tus senos, que se agitan en el vaivén que marca la unión de nuestros sexos mientras acelero las penetraciones. Soy consciente de la convulsión que experimenta tu interior en el instante preciso en que llegas a un clímax que me satisface, pues he sido yo quien lo ha provocado.
He querido sentirte sin la barrera de látex que sería aconsejable. He querido vibrar en tu cuerpo, gritar y extasiarme, llevarte al acantilado del orgasmo para saltar tomado de tu mano.
Y eyaculo. Dejo verter mi simiente en lo más profundo de tu cavidad, no como el acto frío y brutal de quien me engendrara para olvidarse de mi existencia, sino como la poderosa descarga de placer, emotividad y fuerza que viene del núcleo de todas mis fantasías.
Sudoroso y jadeante por las sensaciones, más no por el esfuerzo, retiro tu tobillo de mi hombro para tenderme sobre ti, con mi virilidad enhiesta firmemente incrustada en tu vagina.
Volvemos a besarnos, deformando la caricia a causa de las sonrisas de satisfacción que se apoderan de nuestras bocas. Respiras agitadamente, dándome a saborear tu aliento para marcar en mi ser la necesidad de volver a tu cuerpo.
No hay palabras cuando logro colar mis manos bajo tu espalda. Ninguno de los dos se pronuncia cuando consigo impulsarme para que nuestros cuerpos rueden y solamente reímos en el momento en que quedas montada sobre mí.
Parte de la simiente que he dejado en tu interior se desliza por entre nuestros sexos para mojar mis testículos. Parte de mi alma se ha fundido en este encuentro.
Acaricias mi torso, palpas la dureza de mis brazos, entrecierras los ojos como queriendo memorizar el tacto, el calor de nuestros cuerpos íntimamente unidos.
Te inclinas para poner tus senos al alcance de mis manos, tus ojos destellan con brillo predatorio cuando das el primer golpe de cadera, reiniciando así las actividades copulatorias.
Entrecierro los ojos mientras acaricio tus mamas que se balancean al ritmo que adquiere tu cuerpo. Tu clítoris se fricciona contra mi zona pélvica, tu útero recibe las acometidas de mi glande mientras tú misma, empalándote, procuras dirigir el contacto sexual.
Jadeas y te estremeces en oleadas de delirio, agitas la cabeza para mostrarme cuán deseosa de seguir te encuentras.
Siento que tiemblas nuevamente y te dejo hacer, permitiendo que tomes de mí lo que tu cuerpo te exige, deseando que tus acciones sean las más certeras para llevarte al éxtasis.
Vuelves a correrte, vuelves a aprisionar mi hombría con el poder de tu ansiosa vagina, entonces aprovecho para moverme, afincando los talones sobre el colchón, y penetrarte una y otra vez, bombeando mientras gritas inmersa en la vorágine del placer.
Grito yo también, apretando tus senos mientras el clímax me recorre por entero, mientras me tenso y eyaculo, nuevamente en tu sexo, queriendo ser parte integral de las cosas que consideras importantes.
Tras unos momentos en que recuperas el aliento, retiras mi mástil de tu interior para recostarte a mi lado y ofrecer tu cuerpo a mis caricias. Finamente, te acomodas dándome la espalda.
—Se hace tarde y nadie me espera —comentas en tono relajado—. ¿Puedo quedarme a dormir?
—¡Sería un honor! —respondo emocionado mientras te abrazo por detrás.
Separas las piernas y tomas mi erección para acomodarla entre tus muslos y resguardarla ahí, entre la tibieza de tu cuerpo.
Para mí ha sido un encuentro extraordinario, no te pregunto si te ha gustado, pues temo escucharte decir que conoces a tipos muy superiores. Aspirando el aroma de tus cabellos me abandono a la inconsciencia, con el firme deseo de no perder un solo detalle de lo que hemos vivido y recordarlo por siempre.