Tres Balas

Esa misma noche, lo acogió gozosamente entre las piernas. No. Abel no era ni el más guapo, ni el mejor dotado que le había hecho morder una almohada. Pero su perpetua disposición a escucharla, sin retirar oreja, atención o mirada, o su rápida, sublime y entregada corrida, la enamoraron.

Tres balas

Clara arrasaba con su cuarto whisky, tragado así, sin hielo, de un solo zarpazo, sólido, consistente, directo y a pelo, camino a destrozar cada milímetro de su hígado.

La botella, más vacía que llena, la contemplaba acusadoramente, depositando surcos circulares de humedad en cada uno de los cuatro sitios diferentes que la había posado.

La mesa, cristal grueso, nebuloso, presidía el centro de la cocina.

Una mesa fría, que a ella nunca le había hecho gracia y sobre la que llevaba veintiún años desayunando, comiendo y echándose a las tripas una ligera cena a base de fruta o espárragos.

Veintiún años pasando hambre para no engordar, para sentirse aun bella.

Veintiuno y así se lo agradecía ahora el, follándose arriba, en su lecho, en el lugar donde se amaron y concibieron, a otra.

¿Quién sería la muy zorra?

Mientras tragaba el sabor amargo del whisky y de los cuernos, Clara escuchaba los gritos histéricos de aquella guarra.

Era esa la segunda sorpresa de la jornada.

Ni Abel poseía un gran manubrio, ni follaba tan habilidosamente como para que hacer que una hembra, por desesperada o bien pagada que estuviera, le suplicara ser clavada como lo estaba haciendo esa.

  • Cabrón – susurró

Volvió a mirar la botella.

Y, pegadita a ella, la pistola.

Fue a por ella al comienzo del primer copazo.

Era una Beretta 7mm que escondían a la entrada, en lo más alto del armario ropero, empotrado bajo la escalera.

La bicha, guardada junto a una caja de veinte proyectiles, se parapetaba entre una manta zamorana y la caja de zapatillas de andar por casa.

Las viejas, esas que nunca se ponía salvo que las usuales estuvieran dando vueltas en la lavadora.

El arma había sido una insistencia de Abel quien, además, le había enseñado a cargarla, limpiarla y amartillarla.

Vivían en barrio caro y no habrían sido los primeros en recibir visitas de quien no se desea ver uno dentro de la casa, revolviendo detrás de los cuadros.

Una pistola, un cargador y solo tres balas, una dispuesta marcialmente junto a la otra.

Era todas las que necesitaba.

  • Hijo de la gran puta – cargó la primera, recordando aquella tarde de otoño, mucho más jóvenes, mucho más lozanos y sobre todo mucho más gilipollas, cuando él cogió su mano con tanta ternura y entrega, regalándole aquel “Te amo” tan certero que le hizo temblar los labios y humedecerse rápidamente bajo las bragas.

Esa misma noche, lo acogió gozosamente entre las piernas.

No.

Abel no era ni el más guapo, ni el mejor dotado que le había hecho morder una almohada.

Pero su perpetua disposición a escucharla, sin retirar oreja, atención o mirada, o su rápida, sublime y entregada corrida, la enamoraron.

Solo un hombre que dice las cosas como si no hubiera un mañana y eyacula tan deprisa y desbordantemente, está absolutamente loco de amor y deseo.

Si, sería el.

No lo sería Enrique, a quien nunca fue capaz de renunciar durante los años de noviazgo con Abel.

Enrique follaba con tensión, con vísceras, con un miembro mastodóntico permanentemente regado de potencia, sangre y lefa.

Cuando eyaculaba, su leche la regaba tan intensa y generosamente, que, en más de una, creyó salir de su secreta alcoba bien preñada.

Pero Enrique era un ser egoísta y depredador, incapacitado para la empatía, incapaz de formar, defender y vivir para una familia.

Tampoco lo sería Antuán, tan dulce y gabacho, tan cargado de verborrea, dulzor y poemas.

Alguien tan del Loria, que convertía cada fornicio en una oda eterna a su piel, cuerpo y deseo.

Antuán era intelectual y brillante, dulce y entregado en el lecho.

Pero a la tercera cita, con Abel ignorante y engañado, visitando pisos de segunda mano donde instalar su convivencia, se dio cuenta de que su “petit croissant”, lloraba hasta echando matamoscas.

No era un ser capaz de afrontar la insolvencia de la existencia.

Abel en cambio era válido, dispuesto, resolutivo, carente de temor ante esas cosas que complican el cotidiano.

La vida verdadera, esa que obliga a pelearse ante hijos de la gran puta e inacabables cuestas, saliendo siempre victorioso, siempre fortalecido, siempre capaz de generar confianza entre aquellos que te rodean esperando de ti que nunca cedas.

Por eso le dijo si quiero y dejó, para siempre, de jugar con otras posibilidades de la agenda.

Fue mala hasta el altar y punto.

  • Cabronazo – cargó la segunda bala apretando hasta escuchar el click, al tiempo que, arriba, parecían andar cambiando de postura. La del caballito, casi seguro, a juzgar por el sonido de nalgas rítmicamente golpeadas.

Clara recordaba la llegada de sus pequeños, dos varones gemelos sobre los cuales, volcarían recursos, tiempo y vidas.

Sabía de hombres que, informados de su futura maternidad, se habían desinflado como un globito fileteado. Un año, o dos a lo mucho, y andaban pidiendo el divorcio.

Pero Abel no.

Abel ofrecía una seguridad portentosa, pasmosa e innata, una entrega absoluta laboral, económica, personal que a Clara la atrapaba, haciéndola sentir feliz, segura y derretida.

Cuando lo veía allí, dándole a uno el biberón mientras con la punta del pie mecía la cuna del otro, anhelaba como nunca que terminara y que le quedaran fuerzas, las justas, para poder darle el placer que merecía.

Un minutos, dos, tres, con su pubis, con sus pechos o con su boca, pero dárselo por ser tan marido, tan generoso, tan inmensamente entregado y bondadoso.

Y se los daba.

Empentones torpes, apresurados en los que ella, solo una de cada tres quedaba satisfecha.

Algo peligroso pues comenzó a relacionar placer sexual con dejar que Abel se desfogara, contemplándolo luego tranquilo, sosegado, durmiendo como un bebe a su costado.

Error supino sí.

Aunque ella no supiera verlo.

Cargo el tercer proyectil.

  • Cerdo de mierda.

Aunque ella se arrepintiera ahora de haber renunciado a su propia felicidad, a cambio de ese ser asqueroso y ruin que ahora estaba copulando como un traidor con otra, en su propia cama.

Renunció al trabajo de su vida, que la llenaba pero no bajaba de diez horas diarias.

Renunció a las amistades que quedaron reducidas

a aquellas capaces de comprender que sus conversaciones y cortados se amoldaban al balido de sus recentales.

Y renunció a sus deseos.

Los más profundos e inconfesables.

Renunció a Marcos.

Marcos fue la gran novedad en aquel primer día plagado de imprevistos…tras

diez años de casa, guardería, casa, supermercado, casa, escuela infantil, casa, apartamento de agosto, casa, festival de navidad, casa, funeral de su madre, casa, hipermercado, casa, Ikea, casa, casa, casa, curso de inglés nunca acabado, casa, curriculum desactualizado, casa, dentista con los niños, casa y una ducha larga en la que rezaba porque los críos y el móvil la dejaran un ratito arrinconada.

  • Quiero ir al gimnasio Abel – le confesó una noche, programando los despertadores, cogiéndose con dos manos la tripilla que con la dejadez, las tapitas y dos embarazos había acumulado.
  • Pues claro amor. Te invito las cuotas del primer año.

Eso fue todo.

Abel no cuestionaba todo aquello que, sospechaba, hacía feliz a Clara.

Si se podía, ¿Por qué no? Adelante con ello y que sonriera.

Si costaba un jornal, pues se esforzamos un poquito más.

Y si era imposible, se buscaban alternativas.

Dos días después entraba en un local recomendado por su hermana Rosa, que salió de allí con doce kilos menos y unos bíceps más respetables que los de su propio marido.

Un local gobernado por un Marcos que, de esquina a esquina, era un poquito dueño, un muchito de todo.

Ella solo quería probar, utilizar el andador, hacer algún que otro aparato, sudar, matar los nervios. Engañar más a la conciencia que a la masa sebosa.

Pero no tenía ni idea de cómo manejar una mancuerda o programar la máquina de correr para que no la ahogara a los tres minutos.

Cuando tras media hora perdida, sintiendo que estaba fuera de hábitat, contemplando como un pasmarote, inmóvil y avergonzada aquella sala repleta de musculados,

apareció Marcos.

No lo vio venir.

Pudo, sin embargo, olerlo.

Diez segundos antes de escucharlo, había sentido un vacío en el estómago, una corriente crepitando por su espalda, como si anticipándose a él, llegara su aroma a tentación con pedigrí, a sexo sin amor, a follar por el mero placer de follar, duro, salvajemente y a pelo.

Cayera lo que cayera.

  • ¿Necesitas una ayudita cielo?

Ese “cielo”, liberado con una migaja de burla y kilos de seguridad, le resultó algo molesto.

Machista y molesto.

Pero al girarse para encarar la ofensa, contemplando la boca de donde surgía, decidió que no había mejor maniobra, que aceptar el cumplido y tragarse el orgullo.

Marcos era un titán de metro noventa con cara de galán venezolano, aun habiéndose criado en la ribera del Nervión.

Moreno, muy moreno que, aunque depilado, ofrecía una melena espesa, de patillas algo desfasadas pero selváticas, movedizas y caprichosas, escoltando aquel mentón modelo John Wayne en Centauros del Desierto; desafiantes, vigorosas, cinceladas, coronadas con ese hoyuelo hipnótico justito, justito en el centro.

Sus ojos miel parecían brillar con el reflejo de Clara susurrado en ellos.

Bajo su cuello de acero guipuzcoano, paraba el cuerpo que demostraba su oficio durante los últimos dieciocho años.

El tronco constituyendo un helenístico triángulo isósceles solo que volcado hacia abajo, con unos hombros de Hércules dopado, pectorales capaces de deletrear con vida propia todo el abecedario y tableta donde rayar zanahorias para exprimirse luego el zumo.

Sus brazos podían convertir en polvo un ladrillo a poco que lo sorprendiera en medio mientras el daba una palmada.

Y de cintura para abajo, tuvo que imaginarlo.

Porque Marcos daba clases sin camiseta, parapetando el resto bajo una maya ajustada que levantaba sospechas sin trasparencias que las confirmaran.

Clara se levantó, por primera vez en años, nerviosa como una colegiala.

  • No tienes mucha idea verdad….
  • Clara, me llamo Clara.

Cuando una hora más tarde regresó a casa, lo primero que hizo fue incumplir una norma hasta entonces sacra, de convivencia entre ella y Abel; la de no tocarse si antes, no había parado una ducha de por medio.

Y de la trasgresión, salió Abel gozosamente beneficiado.

  • ¿Están los niños en casa?
  • Los cuida mi madre.

Aun no acabó la frase que Clara se arrojó sobre su marido, provocando que cayera estruendosamente al suelo.

Antes de que este protestara, lo cabalgaba con evidente saña,

toda acumulada durante los 60 minutos de sufrir, olisqueando el potencial del instructor, sin que dios, iglesia, sociedad y anillo permitieran más allá que eso….un olisqueo depredador, casi canino.

Abel aguantó dos minutos y medio.

Pero Clara estaba ya tan humedecida, que ella no soportó cuarenta segundos de mecidas.

Durante los siguientes dos meses Clara acudía cinco veces por semana al gimnasio.

Su cuerpo recuperaba lentamente las formas, mientras la lívido, abonada por un Marco vedado, se tornaba oronda de tanto cebarla.

Una bonanza física ensombrecida por el hecho de que Abel, fiel a su barriga y hábito de jamoncito y cerveza, comenzaba a resultarle poco atractivo.

Por mucho que imaginara con los ojos cerrados, que el corpachón que la penetraba era el mismo que le enseñaba a manejar la máquina de correr, al final, tenía que encontrar consuelo en la creciente habilidad y frecuencia de su onanismo para terminar, imaginativamente, la faena que su marido dejaba casi siempre insatisfecha.

Su ansia masturbadora se incrementó, transformándose devez ocasional y certera, a diaria, una o dos veces si los niños andaban tranquilos y había partido en la televisión que a Abel lo mantuviera entretenido.

Sí.

Cada día le resultaba más complejo ocultar sus deseos hacia el masculino e insuperable atractivo de su instructor.

Y más desde que el cotilleo interno del gimnasio le había informado que Marcos, no solía cohibirse demasiado con otras fieles del local que, con anillo o no, estaban dispuestas a probar su instrumento, privadamente, en otro sitio, a otra hora.

“¿Por qué no puedo ser yo? ¿Por qué una sola vez? Una nada más para apagarme, para quedarme a gusto”

Pero luego regresaba Abel y su encandiladora manera de hacer sentir única y especial.

Y los niños, y la profunda unión que los sostenía a los cuatro juntos, rocosos y sobre todo sensatos y a salvo de la vorágine que es el mundo.

Clara hizo del sacrificio su norma.

Y lo hizo bien hasta la tarde en la que, recién comida, sin nada que hacer hasta la salida del colegio a las cinco, decidió acudir al sudar antes de lo que tenía por hábito.

Era las dos de la tarde y, para su sorpresa, el gimnasio estaba a solas con ella.

Con ella y un Marcos aburrido, que leía un periódico deportivo desfasado, medio oculto en una esquina.

  • Te voy a incordiar yo sola.
  • Tranquila – dejó lo que estaba haciendo – Eres mi clienta favorita – añadió con una sonrisa que hasta entonces, se le habia hecho desconocida.

Durante la siguiente media hora, por torpeza fingida o sincera, estuvo haciendo mal todos y cada uno de los ejercicios.

Y cada vez, Marcos se acercaba para coger su mano y corregirla, acercando el cuerpo más de lo que habitualmente se

había tolerado.

Y cada vez que esto acontecía, Clara sentía que su capacidad torácica era incapaz de retener el ritmo cardiaco.

“Me viene un infarto – pensaba – Un infarto seguro”

Fue en la máquina de pesas donde Marcos añadió el roce de sus caderas al de sus dedos picaros.

Y allí Clara, traicionada por las suyas, no pudo evitar que estas se inclinaran hacia detrás, en pos de la cadera prohibida y ajena.

Un error de principiante, que permitió sentir, como entre sus glúteos, se colaba, la percepción de una polla colosal y ya dispuesta para entrar en batalla.

Ella se mordió los labios, contemplando el suelo entarimado con los ojos desorbitados, ofreciendo en su mirada un cocktail de complicidad, travesura y remordimientos que Marco se bebió, de un solo trago, cuando, sin apartarse, acerco su boca al cuello.

Acompasó la tímida apertura de sus labios, directa en el esternocleidomastoideo, con un poco sutil apretamiento contra Clara y su trasero, borrando cualquier duda del deseo que el culturista tenía, de utilizar contra ella el más particular de sus aparatos.

  • Marco, Marco me pierdes – y entonces giró el cuello para, sin dejar de ofrecer la espalda, besarse la boca a tumba abierta, consintiendo que el dispusiera su mano derecha sobre el ombligo, bajando directa y sin recato, a palpar lo que paraba bajo su…
  • Uffffff – Clara suspiró, cautivada por la decisiva actitud del chico y el aroma que, desde abajo, le llegaba a mezcla de sudor y fluidos.

Suspiró, apretó la mano contra el pubis y perdió la decencia.

Marco la llevó sin dejar de besarla al vestuario de personal, cerró por dentro y abrió de par en par los grifos de la ducha.

El vestuario abarcaba todo, sin paredes ni obstáculos….los lavabos, el vestidor y las duchas que desparramaban ese vaho cálido que iba, lentamente, envolviendo a Clara y Marcos.

Ambos respiraban visiblemente excitados.

Y ambos sabían, contemplándose retadores a un metro el uno del otro, que debían arrancarse la ropa con prisas y terminar la faena con decisión y aplomo antes de escuchar la retahíla de las fieles del Spinning, a eso de las tres y media.

Marcos, más ducho en esto del adulterio, se desnudó usando un movimiento directo.

Clara contemplaba el cuerpo perfecto de aquel morenazo, supino hasta ese “último” detalle que había intuido, sospechado pero, hasta ese caluroso momento, nunca visto.

Una cerecita roja, corona supina de la tarta que Marco suponía….una polla, polla, sin remilgos ni infantilismos. Una polla gigantesca, gruesa, venosa, que clamaba a gritos follarsela hasta reventarla, hasta deshacerle los rosarios a base de regustos, retorcijones y orgasmos.

Clara hizo lo propio, sintiéndose inusualmente inferior pero no mojigata.

Una mojigata no agarra una silla y la dispone bajo el chorro de la ducha, sentándose, poniendo en el reposabrazos la pierna izquierda mientras deja caer el agua por su cuerpo y ordena a Marcos, al experimentado Marcos, que se la coma entera.

Marcos se aproxima aceptando el reto, metiendo dos dedos en su boca que asoman visiblemente ensalivados.

Sin apartarse la mirada, se arrodilla, acaricia su presa, hace ademan de sacar su lengua mientras se aproxima pero, en lugar de eso, acaricia con sus yemas la pepita que tanto reclama.

  • Esta gruesa – la describe tocándola con la puntita de sus labios – Gruesa y jugosa como una fresa.

Momento que escoge para introducir los dos dedos hasta ese preciso hueco donde para el clítoris, por la cara interna.

Clara lanza un leve gritito, mezcla de susto por lo brusco y conato de un orgasmo que por bien poco le ha esquivado.

Marcos sabe.

Si no, nunca se le habría ocurrido devorarle los pezones mientras su mano se mece en movimientos circulares, presionando entre sus dos dedos y la palma, esa fresa que tan bien define y a la cual, el skirting está convirtiendo en pulpa placentera.

Clara gritó, abriendo aun más las dos piernas en una posición que por edad y elasticidad, se creía ya prohibida.

Marcos, entre excitado y asustado por ser descubiertos, tapa la boca con la zurda mientras hunde esa barbilla cinematográfica entre los pechos.

Los gemidos asfixiados de Clara le obligan a abrir los ojos de par en par.

Los ojos corporales y los del alma.

Y lo que descubre, resulta que no le gusta.

El gigantesco espejo, difuminado por la neblina le devuelve la imagen de ella misma, con la melena mojada de Marcos incrustada entre las tetas y sus endemoniados dedos sacando chispas del coñito, provocando que su cadera se meciera pornográficamente en busca de un placer que hacía años le era desconocido.

Y se dio asco.

Un asco inmenso, demoledor y rotundo.

  • No, no, no lo siento.

Lo dijo empujando a Marcos que cayó sobre el enlosado y saliendo despavorida, tan solo acertando, en el último segundo a coger la ropa y escapar de aquel lugar de delirio, atravesando la sala de fitness en pelotas, directamente a su propio vestuario.

Allí se vistió apresuradamente.

Allí arrasó con las cosas de su taquilla.

Y de allí salió en fuga, dolida consigo misma, apretando los dientes, agradeciendo que Marcos no estuviera esperándola afuera para pedirle explicaciones, para llamarla cobarde, burra y mojigata,

No volvió a reubicarse, a sentirse ella misma hasta que Abel, regresando de un día terrible entre balances y jefes hijoputescos, dejó sentir su llavero abriendo la puerta de casa.

Lo recibió sucia y desaseada, con el olor a tortilla de patata con pimientos doraditos en su jugo.

Tal y como a el tanto le gustaba.

  • ¿Qué te pasa mi reina?
  • Nada que hoy te quiero. Te quiero más que nunca.

No volvió a pisar nunca el gimnasio.

Y sin él, Marcos desapareció de su vida tan bruscamente como había llegado.

No le importó.

Volvió a abrazar su acostumbrada vida con fe fanática y ciega.

Volvió a recuperar las tapitas diarias y la chicha.

Se consoló en los débiles orgasmos y en la maravilla sensación posterior de estarse entregando a la creación de algo mágico.

Hasta esa tarde de whiskys, traiciones y plomos incrustados en el cargador de una Beretta.

Apuró el trago, amartilló la automática y comenzó, de puntillas, a ascender los doce escalones que la conducían al primer piso, escuchando, pasito a pasito, a medida que se aproximaba, como la muy bastarda, se estaba corriendo como si en lugar de Abel, el inútil de Abel, ese ser mal dotado, incapaz de soportar cinco minutos de metesaca animalesco, se la estuviera follando un coloso del sexo.

  • Mamón, mamón, pedazo de mamón.

El primer proyectil se lo dispararía a ella.

Directamente a la cabeza.

Para esparcir los sesos, si es que los tenía, sobre el cabecero.

El segundo, para el hijo de puta, en la entrepierna, para que se muriera despacito, desangrado, lentamente mientras ella lo contemplaba.

Y, una vez sola con dos cadáveres frente a ella, se reservaría la tercera para ella.

Con los hijos universitarios, no iba a ser Clara quien se comiera veinte años de prisión para salir setentona, humillada, despreciada, sola y vieja.

Esa guarra se estaba corriendo.

Aguardó.

Aguardó con el pomo en la mano a escuchar que el éxtasis la hacía sucumbir y abrió de sopetón.

  • Cabrón, traidor te voy a….

Ante ella, inmaculadamente vestido, como si viniera o fuera a una boda real, chaqué, recién peinado, oliendo a perfume de ciento veinte euros el frasco, Abel la contemplaba desafiante, sentado en el sofá rinconera con una copa de champán burbujeando en la mano.

Entre ambos, las cuarenta pulgadas de la pantalla plana ofrecía la imagen de Amarna Miller, la más favorita de sus actrices porno, dando cuenta de un vibrador que introducía con delicadeza furiosa en su vagina.

La chica, carnal, sutil y lista, sobre todo lista, llegaba a uno de sus afamados orgasmos con el grito desbocado y los ojos en blanco.

  • Hola mi amor – la saludó – Ya estabas tardando. Se nos estaba enfriando la botella….y  el semental.
  • Pe…pero Abel que…

Al depositar la mirada sobre el colchón, se maravilló contemplando la completa desnudez de Marcos, con esa sonrisa que derretía témpanos y esa piel aceitunada, cantábricamente fresca, orlada con esa polla ya dispuesta, apuntando al cristal de la lámpara del techo.

Su mirada era un diccionario completo de las habilidades que, en cantidades industriales, iba a ser capaz de proporcionar a poco que se le agasajara.

El instructor palpó el colchón invitándola a unirse a su fiesta.

  • Esto era lo que te faltaba para ser completamente feliz – escuchaba a Abel con medio tímpano. El resto de sus sentimientos, de sus deseos, estaba ya camino de la oferta de Marcos - ¿Verdad?
  • Te….- a Clara le faltaba la manera de encontrar una respuesta para aquello - ….mi amor yo….te….te….te voy a follar como una zorra – giró el cuello para mirar a su marido – Y tú vas a verlo - coronó descalzándose.
  • Vale – respondió a Abel alzando la copa para brindar por ello – Pero añade a nuestra amiguita – señaló a la pistola que aún permanecía firmemente asida entre las manos de Clara – al juego.

Clara esbozó una sonrisa quebrada, maliciosa, podridamente viciosa mientras caminaba hacia un Marcos dispuesto si…..pero ya no tan seguro.

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