Tres años ya (¿y 2?)
Continuación del relato titulado Tres años ya. El sueño quizá se hizo realidad.
"Por favor diríjanse a la puerta D65" . El altavoz me ha despertado bruscamente. El ajetreo del aeropuerto me rodea, tomo el maletín y mis piernas, de forma casi automática, me llevan hacia el embarque. Al fin comprendo. Sí, voy hacia el avión. Al otro extremo del viaje me esperan tus ojos. Me espera ¿mi destino?
Un inesperado retraso, una espera interminable, casi acuclillado en la estrecha butaca del avión, un vuelo corto que sin embargo se me hace eterno, una espera inacabable mientras las cintas de las maletas giran y giran en una aburrida e inagotable danza exasperante, una carrera en taxi que seguro que es muy corta pero también se me hace insosteniblemente lenta, tanto que apenas me permite disfrutar del glorioso verdor de las laderas que rodeamos y la casi metálica lámina del mar que, entre no menos verdes paredes y poblado de minúsculas bateas, se entrevé entre curva y curva allá a lo lejos, formando un paisaje de extraordinaria belleza. Con razón dicen sus habitantes, que aquí posó Dios su mano, cansado de la Creación, y la huella de Su Belleza quedó marcada indeleblemente por los siglos de los siglos. Pero al agitado palpitar de mi corazón no me permite disfrutarla en su esplendor y sólo sé contar los minutos que pasan muy despacio.
Por fin, todo llega, entro en el hotel, me registro y subo a la habitación a dejar el equipaje, no sin antes enrojecer cuando cambio la habitación de sencilla a doble. Creo ver y sentir miradas y palabras de reproche en el recepcionista, que sin embargo se limita a tomar nota con estricta y fría profesionalidad. Es el nuestro un encuentro fugaz, oculto, casi culpable, y nos obliga a una cautela que deseamos abandonar cuanto antes. Por ello no me esperabas en el vestíbulo. Bajo las escaleras de dos en dos y me abalanzo a la cafetería. Sólo hay una persona que lentamente vuelve su mirada hacia la escalera por la que casi caigo y allí está tu sonrisa. Sí, ya sin pantalla, sin píxeles, allí estás, auténtica, real, en carne y hueso, en piel morena y ojos destellantes. En manos suaves y besos sinceros, cariñosos, sin importarnos que nos mire la única camarera que nos acompaña y a la que saludas amistosa, pues resulta que la conoces desde hace tiempo, mientras te contemplo estupefacto. Toda nuestra prevención, nuestro ocultismo salta hecho añicos por mor de la amistad ¿será una premonición?
Allá en la habitación nada es como esperábamos. Ardemos en deseo, sí, pero la razón se impone y somos capaces de aguantar algún tiempo, proceder a rituales, atender otras necesidades, organizarnos juiciosa y cabalmente. ¿Pero no iba a perderme en tus ojos que ahora descubro en su verdor de laguna misteriosa? ¿No iba a sumergirme en ellos como en tu carne prieta y morena que tanto añoraba? ¿Qué hacemos entonces ante sendos sándwiches de lechuga y otras hierbas? Sí, hablamos, nos miramos, nos reímos, nos conocemos y nos reconocemos antes de que la carne lance su grito de triunfo, que en el fondo es lo que nos ha impulsado a llegar hasta aquí.
Y al fin llega el momento, al fin volvemos al tálamo y tu vestido abandona te abandona, diría que se evapora. Y saltan las palabras de la gran Carmen Conde, y no puedo reprimir su recuerdo "¡Qué sorpresa tu cuerpo. Qué inefable vehemencia!"
Sí, qué sorpresa tu cuerpo, moreno y cálido, firme y suave, mostrando las huellas de tus mil batallas victoriosas contra la vida y sus asechanzas, pero por ello más bello que nunca, ondulado como tu tierra, dulce como su vino, acogedor como un hogar.
Revolotean las manos como mariposas desconcertadas que no saben dónde posarse de tantos dulces territorios como quieren abarcar. Saltan los versos, menudean las caricias, inexpertas en nosotros, hollando territorios todavía vírgenes en nuestro encuentro. ¿Qué importa el pasado, qué importan nuestras historias respectivas? Ahora estamos frente a frente, desnudos e inocentes, de nuevo adolescentes descubriendo la pasión de verse deseado, de algún modo amado. Somos puros, somos nuevos, somos vírgenes y así nos vamos descubriendo, desvelando, entregando.
Los labios ya buscan los labios, los besos se multiplican y reproducen entre sí. Es más que dar y recibir, es compartir, es componer al unísono una sinfonía carnal, húmeda y caliente, el gran concierto de la unión de los contrarios, de la fusión de los seres. Beso así tus más íntimos secretos. Besas así mis más rotundas expresiones, y poco a poco, sin sentirlo nos devoramos, nos degustamos, bebemos de las fuentes de nuestros más escondidos manantiales, nos compartimos saboreando los fluidos que representan nuestras vidas, las que somos capaces de dar y transmitir con el placer y la alegría del encuentro, hasta que nuestras fuerzas se agotan y nos sumimos en la deliciosa fusión del duermevela compartido, en la que los sueños se entremezclan y se funden como antes hicieron nuestros miembros.
Debo dejarte y marchar a mis obligaciones que cumplo con agrado y con presteza, dado que la perspectiva es volver a encontrarnos en breve. Y de nuevo frente a viandas suculentas, hablan las palabras y las miradas, pero ya son de otro modo. En ambos brilla la chispa que delata que hemos traspasado un umbral, que no hay marcha atrás, que ya iniciamos un nuevo camino.
A él volamos tras la cena, calmados pero ansiosos, serenos pero expectantes, para volver a sumirnos en una marejada de brazos y e piernas, de pechos y de besos y miembros y humedades. Y otra vez toda tú me pareces nueva, pura y virginal, y finalmente siento tu peso cuando tomas de mí tu placer como una diosa antigua y poderosa, lo que sin duda eres, hasta caer casi desvanecida en mis brazos. Disfruto así tu goce inefable, me recreo en tu deleite sin límites, comparto tu disfrute sin fin, y lo hago mío, antes de que de nuevo caigamos en un sueño largo y compartido que nos perita recuperarnos de tan grata como violenta tormenta de emociones recién vividas.
La primera luz de la alborada me hace regresar, desconcertado. Apenas me muevo y siento tu tibieza junto a mí, tu suave y acompasada respiración con la expresas tu relajación profunda y serena. Me acoplo a ti como puedo. Fundo mi vientre con tu espalda, y mi mano se mueve independiente acariciándote con suavidad. Temo despertarte, y al tiempo lo deseo. Me gusta verte dormida y relajada, sentir cómo tu pecho se hincha suavemente, para volver a su ser en un leve suspiro. No puedo reprimir el impulso de mis labios y te beso con delicadeza, temiendo molestarte en tu placidez, pero al mismo tiempo mi cuerpo sigue reaccionando a tu cercanía, y busca allá abajo dónde hacerse uno contigo de nuevo.
Al fin despiertas y me sonríes. Y me besas, todavía en la imprecisa frontera del sueño y la vigilia. Nos retorcemos, retozamos, nos desperezamos, al tiempo que buscamos nuestra más profunda unión y ésta al fin se produce en la forma más atávica posible, recordando nuestro pasado evolutivo, en un grito primitivo y casi animal, que, aunque no nos colma del todo, sí nos conduce al mundo de la luz y el Sol que ya empieza a asomar, a través de una suave cortina de lluvia, y nos llama vivir el día.
Y lo hacemos, y disfrutamos de nosotros más allá de nuestras pieles. Y me enseñas orgullosa tu ciudad, sus rincones y sus delicias. Y disfrutamos con ello, si no igual, sí tanto como de nuestros cuerpos. Pero éstos reclaman sus derechos, y al fin regresamos al rincón secreto testigo de nuestro encuentro. Y allí, ya sin pudores, ya sin indecisiones, como si toda la vida lleváramos haciéndolo, volvemos a entregarnos hasta el extremo. Y olvidamos las barreras, las seguridades y los temores. Y nuestra entrega es total, nuestra fusión pasa por todas las fases que antes exploró, y prescinde de protocolos y de temores, y se transforma en una auténtica fusión de cuerpos y voluntades, de miembros y de deseos,. Y no sé dónde acaba y cuerpo y empieza el mío ¿Pero hay algún límite? Y no distingo entre mi placer y el tuyo. Y toso los deleites se van uniendo, como afluentes de un río caudaloso capaz de reventar cualquier dique, de romper cualquier barrera, cosa que al fin hacemos cuando estallamos en un solo grito de victoria que traspasa nuestras pieles y nuestras personas, precipitándonos en un abismo que nos hace olvidar la Vida y la Muerte, enajena nuestros sentidos y nos convierte en dioses por un instante, eterno y fugaz, añorado e irrepetible.
Lo demás ya fue un gratísimo viaje, unos momentos divertidos, una noche de descanso profundo y compartido. Una despedida inolvidable, un deseo de conservar estos momentos, una decisión de repetirlos, un recuerdo imborrable, una sensación indescriptible, un temblor en la mirada, un cosquilleo en mi interior. Y cuando la voz metálica el altavoz aeroportuario me reclama de nuevo, ya sin sueños, sin expectativas, rumiando la realidad, degustando la pura vida no puedo por menos de volver a recordar: "¡Qué sorpresa tu cuerpo, qué inefable vehemencia !"
¡Qué sorpresa tu cuerpo, qué inefable vehemencia! Ser todo esto tuyo, poder gozar de todo sin haberlo soñado, sin que nunca un ligero esperar prometiera la dicha. Esta dicha de fuego que vacía tu testa, que te empuja de espaldas, te derriba a un abismo que no tiene medida ni fondo. ¡Abismo y solo abismo de ti hasta la muerte!
¡Tus brazos! Son tus brazos los mismos de otros días, y tiemblan y se cierran en torno de tu cuerpo. Tu pecho, el que suspira, ajeno, estremecido de cosas que tú ignoras, de mundos que lo mueven ¡Oh pecho de tu cuerpo, tan firme y tan sensible que un vaho lo pone turbio y un beso lo traspasa! ¡Si nunca nadie dijo que así se amaba tanto! ¿Podías tú esperar que ardieran tus cabellos, que toda cuanta eres cayeras como lumbre en un grito sin cifra, desde una cordillera gritada por la aurora?
¿Ceniza tú algún día? ¿Ceniza esta locura que estrenas con la vida recién brotada al mundo? ¡Tú no te acabas nunca, tú no te apagas nunca! Aquí tenéis la lumbre, la que lo coge todo para quemar el cielo subiéndole la tierra.
Primer Amor. Carmen Conde. (1907-1996)