Treinta años esperando
He pasado media vida soñando con metérsela a Esther. Me sorprendió ver que no sólo se teñía el cabello, también el vello del coño y las cejas.
Siempre soñé y fantaseé con ese momento aunque, sinceramente, sabía que no pasaría de un producto de mi imaginación, tan calenturienta como mi cuerpo, si no más.
Había visto y hablado muchas veces con Esther en reuniones y acontecimientos familiares. Siempre me pareció de una belleza natural nada espectacular ni llamativa, pero dulce y tierna. Esther estaba casada con Ignacio, un tío de Raquel, mi esposa. Congeniamos desde el primer momento los cuatro. Apenas nos separaban diez años de edad.
Entré en su casa por primera vez cuando nació su segundo hijo, cuatro años menor que su hermanita. Ese día tuve mi primera alegría. Me quedé embobado al poder contemplar sus tetas mientras daba de mamar al bebé. Las tenía de forma puntiaguda más bien pequeñas, pero con unos pezones oscuros y grandes como avellanas. Me miró y me sonrió al sorprenderme embobado. Acerté a encontrar unas palabras.
- Tiene apetito el pequeño.
Mi novia corroboró mi impresión, ajena a las ideas que pasaban a gran velocidad de mi cerebro a mi polla.
Bailó conmigo el día de mi boda. Su cuerpo se pegó completamente al mío y desató una erección violenta. Volvió a sonreírme cuando acabó la música con la misma comprensiva expresión que el día que me sorprendió embobado mirando su teta.
Tuvimos otras ocasiones de mirarnos, hablar y ensalzar sus atractivos. Mis ojos la repasaban de la cabeza a los pies lujuriosamente.
Asistimos a un par de bodas de familiares comunes pero siempre nos colocaron en mesas diferentes en el banquete. Nos buscábamos con la mirada. Ella sabía encontrar la excusa para acercarse a mi y enseñarme su escote sin despertar recelos en Raquel ni en Ignacio. Nos buscábamos inconscientemente hasta que nos emparejábamos para bailar. Era mi única oportunidad de tocar su cuerpo. Sus tetas se movían sutilmente dentro del vestido, marcando los pezones con descaro. Movía y colocaba sus piernas para rozarme y provocar mi erección. Mi mano recorría su cuerpo disimuladamente y la aproximaba a sus tetas y a sus nalgas. Su respuesta siempre fue una mirada y una sonrisa permisiva y confusa para mi.
A lo largo de los años, coincidimos en numerosos encuentros, pero nunca tuve la oportunidad de comprobar hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Empezamos a salir juntas las dos parejas al cine. Íbamos a la playa, al restaurante, de paseo o a restaurantes, o a tomar unas cervezas. Siempre se hubo una tensión entre los dos, contenida por la presencia de Raquel e Ignacio. Al menos, eso pensaba yo. Mi imaginación se disparó desde el día que nos invitó a tomar el café para pedirnos consejo sobre el regalo que quería hacer a Ignacio. Cuando fui al lavabo a mear, me vi sorprendido por los dos niños. Ambos reían del ruido que hacía el chorro al caer sobre el agua del retrete. La niña me la cogió con dos dedos en un descuido y el líquido manchó la taza al tiempo que el roce infantil me la puso dura. Cuando regresamos al comedor, los dos reían aún. Para entonces, la niña ya tenía diez años y el niño cinco.
Esther se interesó por el motivo de la risa y la niña contestó con su inocencia infantil.
- Luis tiene un pito tan grande como el del papa, pero su pipí hace mucho más ruido.
Yo me ruboricé, pero pude apreciar la mirada directa y cálida de Esther mientras reñía a los niños por haber invadido mi intimidad.
Esther descuidaba voluntariamente sus gestos y movimientos aprovechando la confianza familiar. Dejaba ver sus muslos o el canal de sus pechos. Se ponía prendas semitransparentes que permitían apreciar el color de los sostenes y de las bragas. O que no llevaba sujetador, y se podía apreciar la forma de sus pezones. Entrar en su casa suponía inflamar mi erección. Ella lo sabía y me miraba de reojo antes de esbozar una leve sonrisa. Mi esposa Raquel disfrutaba de la pasión acumulada en mi polla durante horas. Le sorprendía el ardor con que me la follaba tras las visitas o salidas con Ignacio y Esther.
Tuvimos una nueva oportunidad en las bodas de sus hijos. El roce fue más descarado que en ocasiones anteriores. Esther se acercaba ya a los sesenta años y, aunque su cuerpo pagaba el precio del tiempo, aún le salía barato. Sus tetas eran capaces aún de soportar dignamente su dignidad sin la ayuda del sostén. Su piel había perdido brillo pero aún se mantenía tersa. Su entrega a mi fue más decidida y descarada. El aire no podía circular entre nuestros cuerpos durante los bailes. Y bailamos mucho más de lo conveniente. Dimos que hablar entre algunas cotillas, pero no tenían nada de qué acusarnos.
Siempre pensé que tendría que conformarme con pensar en ella mientras follaba con Raquel. Nunca creí que las circunstancias me permitirían hacer un intento serio de seducirla o de comprobar si mis impresiones respondían a la realidad.
Poco antes de jubilarse Ignacio, se trasladaron a un apartamento en la costa. Querían pasar allí el resto de su vida, viendo el mar, tomando el sol y relajándose con el sonido de las olas. Les visitamos algunos domingos en verano. Esther se había teñido el cabello y las cejas de rubio platino. Estaba muy morena. Deduje que era un moreno integral porque no se le notaba el tirante del sujetador. Sólo me quedaba la duda de si tomaría el sol completamente desnuda o sólo con la braguita.
Ese tostado la convertía en una mujer madura muy deseable. Yo me la comía con los ojos. Había engordado unos kilos y se le notaba especialmente en el culo y en los muslos. Tenía las nalgas más voluminosas pero mantenían su redondez casi perfecta. Volvió a sonreírme cuando me vio embobado mirando su cuerpo. Se transparentaba a través de la camiseta de tirantes que le llegaba hasta la mitad de los muslos. Como siempre, iba sin el sujetador, con los pezones enhiestos, desafiantes, provocando a quien tuviese delante. Hasta Raquel le hizo algún comentario alusivo. Le dijo algo como que su cuerpo resistía bien el paso del tiempo. Llevaba una braguita blanca. En alguna ocasión yo había comentado que las mujeres con braguita me parecían más excitantes y elegantes que con tanga.
- Hay unas calas muy discretas e interesantes al otro lado del pueblo. No están lejos. Nosotros vamos andando y de paso hacemos un poco de ejercicio.
Entendí perfectamente el mensaje. Esther tomaba el sol completamente desnuda. Tal vez nos estaban invitando a ir con ellos, pero mi esposa no estuvo dispuesta a compartir su desnudez en presencia de su tío.
La muerte repentina de Ignacio en un accidente de tráfico fue una tragedia. Sólo hacía un par de años que se había jubilado y cuatro desde que se habían trasladado al apartamento. Ignacio se despeñó con el coche por uno de los acantilados a mediados de diciembre el día que volvía de recoger la cesta de Navidad de la empresa en la que trabajó toda su vida .
El desconsuelo de las primeras horas se diluyó paulatinamente tras la incineración del cuerpo. Mi esposa y yo no nos separamos de Esther nada más que a la hora de dormir. Ambos la abrazábamos cada ver que le sobrevenía el llanto. Mi mente enfermiza aprovechaba esas ocasiones para acariciarla, sentir el calor de su mejilla y apretarla contra mi.
La visitamos un par de meses más tarde, cuando su hija la dejó sola por primera vez tras el accidente. Su aspecto había rejuvenecido. Estaba a punto de conseguir una jubilación anticipada en la compañía de seguros donde trabajaba. Los masajes, tratamientos corporales y la peluquería la ayudaban a sobreponerse a la soledad. Eso, y que, según nos confesó, un par de jefes la habían tirado los tejos. Varios hombres del barrio la miraban descaradamente con lujuria y no tenían reparo en hacerle gestos obscenos, entre ellos algunos jóvenes que no llegaban a la veintena.
Mi oportunidad llegó cuando me cambiaron al turno de tarde a principios de verano. Me propuse ir un par de días a las calas que Esther había frecuentado con la esperanza de encontrarla allí algún día .
A la tercera fue la vencida. Estaba en un rincón tras unas rocas que dividían la playa en dos zonas. Dormitaba tendida boca abajo sobre una esterilla y bajo una sombrilla. Dudé un instante, pero sabía que no tenía nada ganado y, por tanto, no tenía nada que perder. Me desnudé antes de llegar a ella.
Puse la toalla con cuidado y mirando sus nalgas voluminosas me tumbé mientras le preguntaba:
- ¿Estás sola o esperas a alguien?
Se sobresaltó y, como si la pregunta no fuese para ella, no respondió.
- Te lo digo a ti.
Entonces giró la cabeza y me vio. Sonrió y se me quedó mirando.
- No es la primera vez que un pesado se acerca. Tengo comprobado que la mejor negativa, la más efectiva, y la más contundente, es la indiferencia. Me funciona perfectamente.
- ¿No me vas a dar un beso o no me vas a dejar que te lo dé yo a ti?
Esther se incorporó y quedó sentada. La besé en una mejilla dejando mis labios pegados a la crema solar. La iba a besar en la otra mejilla, pero no me dejó. Me cogió la cara y pegó sus labios a los míos. La suavidad y el ardor se deslizaban de un lado a otro de su boca hasta que mi lengua busco su sabor y se encontró con la suya. Nos devoramos unos segundos eternos en los que mis manos se enredaron con su melena de rubio platino y atrapé su nuca para impedir que huyese. Acabamos tumbados el uno frente a otro sin parar de besarnos. Esther jadeaba y ronroneaba alternativamente.
- Deseaba esto más que nada en el mundo – le dije
- Lo sé. Sé que lo deseas desde hace mucho años.
- ¿Sabes desde cuándo?
- No, pero siempre veía deseo en tus ojos; fuese donde fuese y hubiese quien hubiese. Me sentía devorada.
Nos tumbamos frente a frente y nos abrazamos y nos besamos. Acaricié su cuello, sus hombros y su brazo; pasé mi mano por su espalda y su cintura atrayéndola hacia mi. Mi polla apuntaba directamente a la ranura de sus muslos y encontraba en el roce un placer irresistible. Ella entendía perfectamente lo que expresaban mis pupilas, pero se lo confirmé.
- Te voy a follar Esther. Te voy a follar una y mil veces. Te la quiero meter por todas partes. Quiero estar dentro de ti; darte gusto, mucho placer; entrar en tu cuerpo y llenarlo de mi lechaza. Mi polla lleva muchos años soñando con sentir el ardor de tu deseo.
- Tendremos que ir a casa. No me gusta que me miren ni que me vean.
- Pues tendremos que dejarlo para mañana. Trabajo esta tarde y ya no nos queda tiempo, pero lo que sí haré es mirarte como he querido verte siempre: desnuda. Quiero contemplar tus pezones así de cerca, pero también quiero ver tu chocha y tus nalgas. Me voy a levantar y tu te pones boca arriba. Luego te giras y te quedas boca abajo.
Me incorporé sin dejar de mirar sus dos pezones oscuros y con forma de avellana.
Mi boca se abrió como la de un lelo al descubrir que llevaba teñido el vello púbico del mismo color que su cabello. No tenía mucho, pero formaba un triángulo que bajaba desde la pelvis por los labios mayores. Entre los vellos ensortijados emergían tímidamente dos pétalos de piel oscura que brillaban por la humedad.
Le hice un gesto y se giró. Su cuerpo dibujaba la figura de una guitarra: hombros finos y más estrechos que sus caderas y sus voluminosas pero armoniosas nalgas y potentes muslos.
Con esa imagen y unos besos pasé la tarde. Raquel se benefició de mi calentura. Dormí plácidamente después de asombrar a mi esposa con una variada gama de caricias besos y embestidas. Recuerdo haber intentado mover las caderas como había visto hacerlo a los negros cubanos en las danzas eróticas. Quería que me sirviese como prueba y entrenamiento.
A las diez de la mañana llamaba a la puerta del apartamento. Esther pasaba un plumero al mueble del comedor, pero arreglada meticulosamente para encenderme en el improbable caso de que yo no viniese encendido.
Nos aplastamos contra el espejo que cubría una pared del minúsculo recibidor. Mis labios mordisquearon los suyos y mi lengua buscó la suya. Ambas se enzarzaron en una danza deliciosamente agresiva. Nos besábamos con los ojos abiertos mirándonos fijamente. Sus manos buscaron mis hombros y mi pecho tras despojarme de la camiseta. Las mías se apropiaron de sus tetas y mis dedos pellizcaban y tiraban de sus pezones produciéndole algún que otro dolor que encendía aún más su deseo. Exploré su espalda mientras nos desplazábamos torpemente, entrelazados, hasta el dormitorio. Encontré la mata de vello debajo de su tripita seductora. Se estremeció antes de caer de espaldas sobre la cama. Me tumbé sobre ella y la besé en la boca volcando en el beso toda mi lujuria. Emitió algún sonido apagado e impregnado de pasión. Me revolvió el cabello mientras me miraba fijamente a los ojos.
- Te estás quedando calvo, pero tus besos me vuelven loca.
- Ya tengo una edad. A punto de cumplir cincuenta y cinco. Más de treinta años esperando este instante.
- Aquí lo tienes. Dame lo que yo también he esperado más de treinta años.
- - ¿No te follaba bien Ignacio?
- Me follaba bien, muy bien. Todos los días me la metía y follábamos sin corrernos durante media hora. Así que sí, me follaba bien, pero ahora ya no está. Además, yo tenía mis fantasías y mis caprichos.
Me deslicé por su cuerpo besando cada poro de su piel y saboreando sus pezones. Las tetas se dejaban vencer hacia los costados, pero aún resistían con orgullo el paso del tiempo y la ley de la gravedad.
Mi lengua dibujó el sendero que me llevaba por su piel desde su cuello hasta el bosquecillo de su pelvis. Saboreé el vello sedoso y enredé mi lengua y mis dedos con él. Se abrió de piernas completamente ofreciéndome la chocha brillante por los flujos que manaban de su interior. Besé los dos pétalos de sus labios menores y besé los labios mayores cubiertos de rubio platino. Gimió con cada roce de mis labios y gimió con cada caricia que mis manos prodigaban a sus muslos. Su coño se inflamó con las caricias de mi lengua en sus labios. Un torrente de placer bajo de sus entrañas cuando saboreé la entrada de su vagina. La punta de mi lengua le provocó un estremecimiento y se convulsionó unos segundos. Atrapó mi cabeza entre sus muslos. El coño tenía un sabor fuerte, ácido y salado. Un sabor a coño innegable. La punta de mi lengua concentró su actividad en el clítoris con movimientos circulares y verticales. Se volvía loca y pronunciaba mi nombre sin parar. Se estaba corriendo, me anunció. Fue una corrida suave y constante que crecía aceleradamente en intensidad. Se amasaba las tetas y tiraba de los pezones como si se los quisiese arrancar. Inició unos movimientos compulsivos con la cintura dibujando círculos irregulares, con espasmos enérgicos.
Cuando se relajó un poco, pasé la lengua por toda la raja para recoger y paladear aquel néctar sabroso y agrio a la vez, con un olor fuerte y ácido que debilitaba mi voluntad.
- Métemela. Fóllame. Necesito tener una polla dentro.- Susurró
Obedecí deliciosamente. Coloqué el capullo a la entrada de la vagina dilatada y se deslizó hacia adentro suavemente provocando un gemido largo e intenso de Esther. Un aluvión ardiente recorrió mi polla y se alojó en la punta luchando por salir. Tenía un cosquilleo eléctrico dulce inundando todo mi ser. Me tumbé sobre ella y la besé al tiempo que movía suavemente mis caderas para recorrer todo el conducto de su vagina con mi polla, despertar cada célula de su interior y elevar su estadio de locura.
- Tu boca tiene un sabor salado y un poco amargo – Me dijo mirándome fijamente a los ojos.
- Cariño, es el sabor de tu coño.
- Pues no me gusta.
- A mi sí. Ese sabor en mi boca significa que he sacado de tu coño un maremoto de placer. Ha sido esa corrida que ha ido creciendo hasta volverte loca. Mi placer es provocarte esos ataques de locura que empiezan en tu coño.
- Dame tu picha, la voy a saborear impregnada con mis flujos.
Antes de tumbarme boca arriba, ya me acariciaba el tronco de la polla y se relamía. La besó, pasó la lengua por todas partes. Empezó por mis ingles; bajó hasta el ano e intentó abrirlo mientras la punta de la lengua hacía círculos; la deslizó por mis huevos, uno por uno; ascendió por la polla hasta llegar al frenillo y allí se detuvo un rato acumulando un deleite enervante que me hinchaba la polla y enrojecía el capullo. La engulló toda hasta la garganta. Yo noté la estrechez y me sobrevino otra subida de la locura. Se recreaba chupando la punta, envolviendo el capullo con sus dos labios y friccionándolos alternando la presión. Cada vez que oía mis gemidos anunciando la cercanía del orgasmo, se introducía toda la polla en la boca y presionaba mi culo con un dedo hasta que me lo introducía.
- Me has vuelto loco de deseo toda la vida y ahora me sigues volviendo loco de gusto, de placer, de lujuria. Nunca imaginé que fueses tan zorra en el sexo. Creía que eras tímida y estrecha.
Se colocó a horcajadas sobre mi sonriendo. Se la metió lentamente e inició un balanceo de su cintura acompañado de gemidos leves.
- Y yo pensé que te correrías nada más meterla en ese horno que tengo en el coño.
- No me rindo con tanta facilidad. Me gustan las folladas largas, alternando la tranquilidad y el ímpetu. Me gusta que la mujer con quien follo se corra varias veces antes de que le dé mi lechaza. Quiero que quede agotada de corridas antes de que se beba el fruto de su sabiduría sexual.
Ahora fue ella quien buscó mi boca y perdimos la noción del tiempo y del espacio en ese intercambio de deseos. Mi polla crecía y se hinchaba para luego relajarse levemente y tomar fuerzas para una nueva oleada de contoneos absorbentes del coño de Esther.
Como pude, accedí con un dedo a su clítoris y lo rocé en círculos. Reaccionó inmediatamente. Se alteró todo su cuerpo. La teta que yo había dejado libre se bamboleaba mientras ella cabalgaba sobre mi cada vez con más violencia. Una de mis manos apresaba la otra teta y la estrujaba, exprimía y pellizcaba su delicioso pezón. Todo contribuyó a que su rostro se transformase. Se le ponían los ojos en blanco y respiraba a base de jadeos, exhalaba con fuerza y aspiraba con lentitud. Sus nalgas golpeaban mis muslos y un líquido viscoso inundaba mi pelvis y mis huevos.
- Estas muy cachonda, Esther. Me gusta verte así, pareces una loca. Y me gusta volverte loca con mi polla.
- Soy una zorra y me voy a correr otra vez..- A continuación gritó y agitó la cabeza salvajemente.
El movimiento de su cintura no respondía a ninguna lógica. Golpeaba sobre mi su cuerpo; giraba manteniendo dentro toda la polla; y bajó una gran cantidad de flujo. La virulencia de sus embestidas decreció y poco a poco quedó en un movimiento pendular casi inapreciable.
- Ahora quiero probar el sabor de tu coño. Me gustaría paladear esa chocha empapada. No te voy a dejar descansar. Quiero que te corras cincuenta veces esta mañana.
Me tumbé boca abajo, colocando mi cabeza entre sus piernas. Tenía el coño extrañamente hinchado. Hinchado y sensible. Lo besé y aprisioné sus labios mayores con mis dientes. Succioné el flujo que los empapaba. Hice lo propio con los pétalos de los labios menores. Y con sus ingles y con su ano antes de pasar la lengua por la hendidura del coño y recoger todo el flujo que paladeaba e ingería embriagándome con su sabor. Tenía el clítoris inflamado. Me recordaba el tamaño de un guisante. Los roces con la punta de la lengua desataron una nueva tormenta de placer que agitó su cuerpo bruscamente. Los sonidos y las palabras se ahogaban en su garganta y sólo emitía sonidos ininteligibles. Movía la cabeza a un lado y a otro con golpes secos y contundentes, estirando de sus pezones con dos dedos. Su vientre inició una serie de movimientos rítmicos para frotar mejor su chocha con mi lengua. De nuevo salió de su coño abundante líquido que bajaba lentamente entre las nalgas debido a su densidad. Disminuyó el ardor de su agitación, pero continuó moviéndose lentamente, emitiendo tenues gemidos intercalando algún espasmo esporádico.
Introduje un dedo en su ano para lubricarlo con su propio flujo. Emitió un quejido imperceptible, pero no dijo nada. Continué dilatando el esfínter a pesar de que me suplicaba sin convicción que no le hiciera eso. Giré su cuerpo y la puse boca abajo. Pase las manos por su espalda para relajarla un poco antes de abrir sus nalgas y pasar mi lengua entre ellas. Coloqué la punta de mi lengua en su culo y se tranquilizó. Incluso la oí ronronear tenuemente.
- Ponte a cuatro patas. – Le ordené ayudándola a incorporarse.
- Por el culo no, por favor.
Ni siquiera le respondí. Tenía ante mi dos enormes nalgas aún tersas y redondas. Las abrí y coloqué la punta de la polla entre ellas. Metí el capullo en su coño para lubricarlo bien antes de ponerlo a la entrada del culo. Empujé lenta pero enérgicamente. Contrariamente a lo que me esperaba, ella se mantuvo firme y no evitó la embestida. Me ayudó a forzar la entrada empujando contra mi. Ahora sí que gemía y sollozaba, pero mi capullo penetraba ya su agujero.
- Llora si quieres, zorra, pero te la voy a meter toda – Le dije
Sollozó un poco pero empujaba y me ayudaba a sobrepasar la estrechez del esfínter. El capullo entró y a continuación le metí el resto de la polla. Se quejaba de que le dolía, pero sus quejas no le servían de nada. Saqué y metí el capullo varias veces. Le producía dolor cada vez que atravesaba el esfínter, pero a mi me proporcionaba un gusto irresistible. Continué hasta que su culo no opuso ninguna resistencia. Se lo follé cuanto quise, empujando con la polla hacia un lado y hacia el otro, hacia arriba y hacia abajo. Alternaba movimientos rápidos, metiendo sólo la punta, con movimientos lentos e introduciéndola hasta que mis huevos topaban con su chocha. Finalmente, sus quejidos eran imperceptibles. Mi capullo lo atravesaba sin dificultad, aunque aún le molestaba y dejaba escapar algún gemido y algún sollozo. Aproveché para buscar el clítoris con una mano y pellizcarlo con dos dedos. Se estremeció inmediatamente. Lo froté delicadamente. Estaba empapado de flujo y se me escapaba de los dedos. Me gustaba aprovechar esos descuidos para percibir la suavidad de su vello rubio platino. Su cintura inició un movimiento sutil que acompasé con mi ritmo para embolear su culo suavemente y a su capricho. Los gemidos crecieron en intensidad y sus movimientos también. Dejé dentro de su culo sólo el capullo y en los balanceos de su cintura amenazaba con sacarlo, abrasándome de gozo esa parte de la polla. Mis dedos se aplicaron con mimo al clítoris y el orgasmo inició sus primeras oleadas de virulencia. Se movía otra vez convulsivamente, golpeando con las caderas voluminosas de un lado a otro. Mi mano se empapó otra vez con sus flujos calientes, pero no solté su clítoris hasta que ella me lo pidió entre sollozos. Le cogí toda la chocha con la mano y la masajeé. Eso mantuvo la intensidad de su corrida durante más de un minuto y los movimientos de sus caderas se aceleraron. Mi polla estaba a su merced dentro del culo. Se la metía hasta el fondo o colocaba el capullo a la entrada y giraba las caderas provocándome amagos de corrida que pude contener. Se reactivó un orgasmo que se mantuvo en una intensidad alta y le proporcionó varios clímax consecutivos que ella me iba anunciando entre gemidos y sollozos.
Oía su respiración agitada y mis caricias por los costados, la cintura y las nalgas mantenían la ansiedad entre sus piernas. Estaba agotada, me dijo. La ayudé a dejarse caer en la cama. Bajo su cuerpo había una gran zona empapada de flujo. La punta de mi polla estaba roja y a punto de estallar. Abrí sus piernas y me coloqué de rodillas en medio, apuntando con mi erección a la raja que se abría entre aquel montículo rubio platino. Levanté sus rodillas y me aproximé hasta rozarla.
- Estoy contemplando un espectáculo extraordinario, excitante, y embriagador. – le dije- Deberías verlo. Podría correrme sólo con mirarlo. Mi polla está esperando a la entrada de tu coño.
Cogí los pétalos de sus labios menores y tiré de ellos. Se abrió la raja. Estaba empapada y brillaba.
- Me gustaría ver ese paisaje que tanto te excita.
Buscó un espejo en el cuarto de baño y recuperamos la misma posición de nuestros cuerpos después de que diese un par de besos a mi capullo y se lo introdujese en la boca por unos segundos.
Colocó el espejo de manera que vio perfectamente cómo mi capullo rozaba la entrada de su vagina. Le metí la punta arrancando un gemido. Lo saqué y lo froté con los labios y especialmente con el clítoris. Se mordía el labio inferior y me miraba entornando los ojos. Al final los cerró para deleitarse mejor con el ardor que crecía de nuevo en sus entrañas.
- Abre los ojos. Mira cómo entra – Le avisé.
Fijó su mirada en el espejo para contemplar cómo mi capullo se perdía dentro de su coño. Lo saqué y lo introduje de nuevo, pero dejando una parte a la vista. Lo metía y lo sacaba lentamente. Yo la miraba. Su rostro reflejaba el placer que hervía en su chocha. Aceleré el ritmo y dejó caer su cuerpo sobre la cama. Ya no le interesaba la imagen, prefería las sensaciones.
- Métemela toda – Me ordenó
La obedecí. Me incliné sobre ella, y coloqué sus piernas sobre mis hombros. Alterné los ritmos y la profundidad de las penetraciones. Tenía la leche concentrada en el capullo, completamente inflamado. Se agitó de nuevo su respiración y ahora me miraba fijamente.
- Folla, folla. Fóllame, fóllame. He esperado mucho tiempo para que me folles. Métela hasta el fondo. Quiero que me la metas toda entera. Me estoy corriendo otra vez, tengo el coño ardiendo. ¿No lo notas? Me estoy corriendo otra vez….
Sus palabras se volvieron sonidos ininteligibles y sus piernas intentaban moverse sobre mis hombros. Cogí sus pezones y tiré de ellos. Los pellizqué mientras ella intentaba apagar los gritos que acompañaban a los movimientos bruscos de su cabeza. La media melena de color rubio platino estaba desordenada, con varios mechones sobre su cara. Gimió, sollozó y me insultó cuando llegó al éxtasis del deleite. Me hizo daño en el cuello apretando con sus piernas en el momento álgido en que expelía una nueva oleada de néctar vaginal.
- Lléname de leche. Por favor, lléname. Préñame- Dijo cuando jadeaba de agotamiento.
La saqué muy lentamente sin hacer caso de sus protestas. Volvió a insultarme por no hacer caso a sus órdenes. Me dijo cabrón, maricón e impotente. Todo eso después de no sé cuantos orgasmos. A partir del quinto, yo había perdido la cuenta. No me importaban sus palabras.
- ¿Quieres leche? ¿Quieres mi leche? Pues te la voy a dar. Te la vas a beber toda. No quiero que dejes escapar una gota. – Le decía yo mientras me incorporaba para poner mi polla a la altura de su boca.
Le entusiasmó la idea. Me lamió desde los huevos hasta la punta. Le gustaba el sabor fuerte de su coño, dijo. Se la metió toda en la boca y la chupó de mil maneras diferentes. Su mano acompañaba el deslizamiento del prepucio arriba y abajo. Podría haber estado así dos horas más, mi placer no tenía límites y podía contener la corrida infinitamente. Pero no quería dejar el trabajo a medias. Miré su cara. Gozaba chupando. Abrió los ojos y me miró fijamente. Decidí correrme, pero no le dije nada. No era necesario. Ella notaba mi polla más dura e hinchada que nunca. Sabía que llegaba el momento. Y llegó.
Solté un chorro abundante que salió disparado como un cañonazo contra su garganta. Lo engulló no sin dificultades por la sorpresa que, aunque esperada, la cogió desprevenida. Salieron tres chorros más, con menos intensidad, pero caudalosos. Los saboreaba antes de tragárselos, a medida que se le llenaba la boca. Aún expelí, con suavidad, varios chorros más de menor caudal. Mantuvo la punta de la polla en su boca hasta que creyó que la fuente estaba agotada. Se le deslizó un poco por la comisura de los labios y lo recogió con la lengua. Abrió la boca y me enseñó la lechaza que aún paladeaba.
Me acerqué a besar sus labios y me introdujo su lengua en mi boca impregnada de mi corrida. Fue un juego provocador que recorrió todo mi cuerpo. Caímos derrotados sobre la almohada y nos besamos en los labios dulcemente, agotados.
- ¿No le gustaba a Ignacio follarte el culo? – le pregunté pasado un rato.
- Sí, a él sí le gustaba, pero a mi no, y nunca me obligó.
- Pobre hombre. Se murió con las ganas.
- No, no se murió con las ganas. Yo le dejaba que la metiese en otros culos, pero delante de mi. Y lo hizo varias veces. Hoy no te explicaré con quien. Tal vez otro día.