Tratamiento rejuvenecedor
Durante un paseo por la montaña oí unos inquietantes lamentos. Sin embargo, la mujer que los emitía no parecía estar en peligro.
Me llamo Martina y soy de Málaga. Intentaré contar brevemente algo que me pasó el mes pasado cuando estuve de vacaciones en el Pirineo, concretamente en el hermoso e impresionante Valle de Tena. Entre cuatro amigas habíamos alquilado un pequeño apartamento en la localidad de Sallent de Gállego.
Somos un grupo de chicas variopinto, de las cuales yo soy de lejos la más deportista. Yo había programado una actividad para cada uno de los diez días que íbamos a pasar allí: Senderismo, ebike, pasarelas por el río, quads, tirolinas por el bosque, etc.
Los primeros días todas se sumaban a la batalla, pero paulatinamente cada día fueron fallando más de ellas. No obstante, a lo que todas se apuntaban era al paseo diario después de comer hasta la presa del embalse de Lanuza. El sol resplandecía a lo largo de todo el recorrido y eso lo convertía en un itinerario muy frecuentado.
Uno de los últimos días, yo había planificado la subida por sendero hasta los ibones de Ordicuso con la obligada sesión posterior en el Balneario de Panticosa. El plan era fantástico, pero mientras que todas mis amigas se apuntaron a ir al balneario, ninguna quiso acompañarme en la caminata hasta los ibones.
Yo siempre he sido muy aventurera, algo temeraria según algunos, de modo que no me importó tener que hacer sola la ruta senderista. La idea original era realizar una actividad física intensa para lograr acceder a uno de los rincones menos conocidos del Valle de Tena, disfrutar de unos paisajes espectaculares y luego gozar de los relajantes chorros de agua caliente, las burbujas y la sauna del balneario y, por último, comer en el elegante buffet libre de Casa Belio.
Salí a andar bien temprano con idea de reunirme a mediodía con mis amigas en la puerta del balneario. Al no tratarse de un día festivo ni fin de semana, apenas me crucé con nadie durante el ascenso y todos a quienes vi iban en dirección al Garmo Negro, uno de los picos más sencillos de coronar de más de tres mil metros de altitud.
Cuando por fin llegas a los ibones de Ordicuso comprendes que el extenuante esfuerzo a merecido la pena. Al contrario que la mayor parte de los ibones, los de Ordicuso están rodeados de abetos. Este hecho, junto a estar situado en uno de los glaciares más hermosos y solitarios del Pirineo, hace que te sientas inmerso en la naturaleza salvaje.
Después de tomarme el pequeño bocadillo de jamón y aceite de oliva que me había preparado esa mañana, comencé el descenso.
La primera parte de la bajada trascurre por una zona escarpada en la que es necesario ser prudente con cada paso que se da, sobre todo yendo sola. Sin embargo, una vez que alcanzas un valle amplio y con escasa vegetación a media bajada el sendero se hace mucho más sencillo.
Luego, cuando una se interna en el bosque de montaña, las plantas y los árboles la envuelven en una atmósfera casi mágica. Fue en ese tramo, no muy lejos del balneario, cuando algo llamó mi atención.
Mientras avanzaba de piedra en piedra a grandes zancadas, creí escuchar una voz humana entre el melodioso canto de los pájaros y el lejano sonido de un torrente de agua.
Al detener mis pasos, volví a oír el inconfundible gemido de una mujer. No sé por qué, pero algo me impulsó a ocultarme. Agachada entre los helechos, abrí mi mochila con todo el sigilo que fui capaz y busqué los prismáticos en el interior.
Sin apenas alzar la cabeza oteé en derredor hasta dar con lo que buscaba. Unas piernas de mujer sobresalían de la espesura, y junto a éstas, la fornida espalda del hombre que en ese momento debía de estar comiéndole el coño.
Nuevos gemidos evidenciaron el saber hacer de aquel varón y, antes de que pudiera darme cuenta, ya me hallaba elucubrando qué clases de travesuras estarían generando aquellos ostentosos suspiros de placer.
Supuse que, además de azuzar el clítoris, aquel tipo habría metido uno o dos de sus dedos dentro del sexo de la afortunada tal y como a mí me gusta que me hagan.
Desconozco el tiempo que llevaría aquel hombre con las manos y la lengua en la masa, pero los gemidos femeninos aumentaron de forma repentina y abocaron a la pobre mujer a dar un desgarrador gruñido, víctima de su propio éxtasis.
Sin hacer el menor ruido, puse mi teléfono móvil en modo avión, pues por nada en el mundo deseaba ser descubierta en semejante tesitura. Oculta como un depredador al acecho, permanecí a la espera de unos acontecimientos que no tardaron en producirse.
El hombre tuvo que erguirse sobre las rodillas para desabrochar a toda prisa su pantalón. Era un muchacho joven que no debía llegar a la treintena, su cuerpo estaba tan formidablemente forjado como yo me había imaginado. Con todo, lo más reseñable era la oscura tez de su rostro. En efecto, el propietario de aquel cuerpazo era un hermoso mulato.
Cuando el joven extrajo su miembro del pantalón confieso que me quedé boquiabierta como una estúpida chiquilla. Mi experiencia sexual hasta la fecha era más bien escasa y jamás había visto una verga tan… así. No era sólo el tamaño, sinoel vigor de aquella portentosa erección lo que, como mujer, yo encontrabaalarmante.
Yo esperaba que la chica se pusiera inmediatamente a comer aquella maravilla, tal y como yo habría hecho en su lugar. Sin embargo, aunque no acerté a escuchar cuales fueron las palabras exactas de la mujer, éstas debieron ser apremiantes para que el muchacho se tumbara sobre el suelo sin formular objeción.
Fue entonces cuando me llevé la gran sorpresa. Cuando aquella golfa surgió de entre la maleza constaté con pasmo que no se trataba de ninguna jovencita, sino todo lo contrario. En su media melena lucía con orgullo muchas más canas que mechones morenos. Aquella mujer, que debía rondar la cincuentena, debía tener el doble de edad que el joven mulato.
Era una mujer alta y tirando a delgada, ancha de espaldas, huesuda y con los senos propios de una mujer de dicha edad. Su rostro denotaba, empero, fuerza de carácter. Unos pómulos prominentes y una nariz respingona le daban ese aire altivo y firme de las personas seguras de sí mismas.
Sin pensárselo dos veces, la mujer se colocó a horcajadas sobre su joven semental. Al hacerlo, abrió la boca con pasmo. No sé si buena o mala, pero sin duda el miembro del muchacho tuvo que causarle una gran impresión. Tanto fue así, que la libidinosa señora necesitó unos segundos de asueto para asimilar lo que acababa de meterse dentro.
Con movimientos bien calibrados, la madura mujer comenzó a contonearse de forma felina encima del mulato. Cada vez que la impresionante verga se adentraba en ella, se esbozaba en su rostro un rictus de gozo inconmensurable.
Aunque sus movimientos se fueron haciendo más y más ostensibles, su cuidadosa manera de cabalgar no llegó a ser brusca en ningún momento. Aquella era una mujer serena, una señora demasiado digna y elegante como para follar de manera vulgar.
Solamente hubo un instante en que aquella mujer perdió la compostura, y fue en el preciso instante de alcanzar su segundo orgasmo. Yo la imaginé clavando sus garras en el escultural torso del mulato, y suspiré con envidia.
La mujer se dejó caer sobre su amante y durante un periodo de tiempo bastante largo no pasó nada. Desde mi posición, yo únicamente podía diferenciar la curva de la espalda de aquella bruja que gustaba beneficiarse a mozos jovencitos. Hasta que, en un momento dado, el muchacho logró escabullirse de debajo y procedió a arrodillarse tras ella.
Con suma delicadeza, se la fue metiendo lentamente, sin prisa, dejando que ella sintiera cada centímetro de verga que iba ocupando su pringoso coñito. Por contra, una vez que toda estuvo a buen recaudo, el muchacho la asió de las caderas y emprendió un enérgico mete-saca.
El mulato al fin la estaba follando de verdad, como un auténtico animal. De hecho, de no tener a la enclenque señora bien aferrada con sus musculosos brazos, ésta habría salido catapultada hacia delante en uno de sus pollazos.
Mientras que el chico apretaba los dientes intentando contener la eyaculación, la mujer daba rienda suelta al torrente de emociones y fluidos que atenazaba su sexo en ese instante. Entonces, en un pérfido intento de que la señora perdiera la poca decencia que le restaba entre las piernas, el muchacho se chupó el dedo pulgar y horadó el ano a la pobre mujer.
Automáticamente, ella se vio sacudida por un poderoso y súbito orgasmo. Su cuerpo se contrajo y convulsionó con brusquedad tres o cuatro veces, luego se rindió a la juventud del muchacho.
Con el culo en alto, la inerte mujer recibió todas y cada una de las acometidas de su joven jinete. El muchacho la embistió despiadadamente una y otra vez hasta lograr vaciarse dentro de ella.
Ahora sí, una vez que todo hubo concluido, y con la verga todavía fuera del pantalón, el chico prendió a la madura señora del cabello y la forzó a chupar su pollón hasta dejarlo libre de cualquier sustancia tanto masculina como femenina.
Por supuesto, yo hube de permanecer escondida para evitar ser descubierta. Ello me sirvió para dar con la clave de aquella estrambótica situación, ya que mientras esperaba pude contemplar como la señora extraía la cartera de su pequeña mochila de senderismo y le entregaba un billete al mulato.
Paradójicamente, apenas una hora después me encontré con aquella misma señora comiendo en Casa Belio acompañada de un hombre mucho mayor que ella, un verdadero anciano.
Por último, he de confesar que lo mejor de aquel día no fue la ruta de senderismo ni tampoco el explícito espectáculo que había tenido la suerte de contemplar, sino el masaje que me dio el mulato que trabajaba en el balneario. Fueron los cincuenta euros mejor gastados de aquellas vacaciones.